EXTRACTOS DE CARTA ENCÍCLICA HUMANUM GENUS
(21) Pero sea lo que sea, ante un mal tan grave y tan extendido ya, es nuestra obligación, venerables hermanos,
consagrarnos con toda el alma a buscar los remedios. Y como la mejor y más firme esperanza de remedio está situada en la
eficacia de la religión divina, tanto más odiada de los masones cuanto más temida por ellos, juzgamos que el remedio
fundamental consiste en el empleo de esta virtud tan eficiente contra el común enemigo. Por consiguiente, todo lo que los
Romanos Pontífices, nuestros antecesores, decretaron para impedir las iniciativas y los intentos de la masonería, todo lo que
sancionaron [NdB: Excomunión] para alejar a los hombres de estas sociedades o liberarlos de ellas, todas y cada una de estas disposiciones
damos por ratificadas y las confirmamos con nuestra autoridad apostólica. Y, confiados en la buena voluntad de los
cristianos, rogamos y suplicamos a cada uno de ellos en particular por su eterna salvación que tengan como un deber
sagrado de conciencia el no apartarse un punto de lo que en esta materia ordena la Sede Apostólica.
Desenmascarar la masonería
(22) A vosotros, venerables hermanos, os pedimos y rogamos con la mayor insistencia que, uniendo vuestros esfuerzos a
los nuestros, procuréis con ahinco extirpar este inmundo contagio que va penetrando en todas las venas de la sociedad.
Debéis defender la gloria de Dios y la salvación de los prójimos. Si miráis a estos fines en el combate, no ha de faltaros el
valor ni la fortaleza. Vuestra prudencia os dictará el modo y los medios mejores de vencer los obstáculos y las dificultades
que se levantarán. Pero como es propio de la autoridad de nuestro ministerio que Nos indiquemos algunos medios más
adecuados para la labor referida, quede bien claro que lo primero que debéis procurar es arrancar a los masones su máscara,
para que sea conocido de todos su verdadero rostro; y que los pueblos aprendan por medio de vuestro sermones y pastorales,
escritas con este fin, las arteras maniobras de esas sociedades en el halago y en la seducción, la maldad de sus teorías y la
inmoralidad de su acción. Que nadie que estime en lo que debe su profesión de católico y su salvación personal, juzgue
serle lícito por ninguna causa inscribirse en la masonería, prohibición confirmada repetidas veces por nuestros antecesores.
Que nadie sea engañado por una moralidad fingida. Pueden, en efecto, pensar algunos que nada piden los masones
abiertamente contrario a la religión y a la sana moral. Sin embargo, como toda la razón de ser de la masonería se basa
en el vicio y en la maldad, la consecuencia necesaria es la ilicitud de toda unión con los masones y de toda ayuda prestada a
éstos de cualquier modo.
Esmerada instrucción religiosa
(23) Es necesario, en segundo lugar, inducir por medio de una frecuente predicación a las muchedumbres para que se
instruyan con todo esmero en materia religiosa. A este fin recomendamos mucho que en los escritos y en los sermones se
expliquen oportunamente los principios fundamentales de la filosofía cristiana. El objetivo de estas exposiciones es sanar
los entendimientos por medio de la instrucción y fortalecerlos contra las múltiples formas del error y las variadas
sugestiones del vicio, contenidas especialmente en el libertinaje actual de la literatura y en el ansia insaciable de aprender.
Gran obra, sin duda. Pero en ellas será vuestro primer auxiliar y colaborador el clero si lográis con vuestros esfuerzos que
salga bien formado en costumbres y bien equipado de ciencia. Pero una empresa tan santa e importante exige también la
cooperación auxiliar de los seglares, que unan el amor de la religión y de la patria con la virtud y el saber.
Unidas las
fuerzas del clero y del laicado, trabajad, venerables hermanos, para que todos los hombres conozcan y amen como se debe a
la Iglesia. Cuanto mayores sean este conocimiento y este amor, tanto mayores serán la huída y el rechazo de las sociedades
secretas. Aprovechando justificadamente esta oportunidad, renovamos ahora nuestro encargo, ya repetido otras veces, de
propagar y fomentar con toda diligencia la Orden Tercera de San Francisco, cuyas reglas con prudente moderación hemos
aprobado hace poco. El único fin que le dio su autor, es atraer a los hombre a la imitación de Jesucristo, al amor de su
Iglesia, al ejercicio de todas las virtudes cristianas. Grande, por consiguiente, es su eficacia para impedir el contagio de
estas malvadas sociedades. Auméntese, pues, cada vez más esta santa asociación, de la cual podemos esperar muchos
frutos, y especialmente el insigne fruto de que vuelvan los corazones a la libertad, fraternidad e igualdad jurídicas, no como
absurdamente las conciben los masones, sino como las alcanzó Jesucristo para el género humano y las siguió San Francisco.
Una libertad propia de los hijos de Dios, por la cual nos veamos libres de la servidumbre de Satanás y de la perversa tiranía
de las pasiones; una fraternidad cuyo origen resida en Dios, Creador y Padre común de todos; una igualdad que, basada en
los fundamentos de la justicia y de la caridad, no borre todas las diferencias entre los hombres, sino que con la variedad de
condiciones, deberes e inclinaciones forme aquel admirable y armonioso conjunto que es propio naturalmente de toda vida
civil digna y útilmente constituida.
(25) En cuarto lugar, para obtener más fácilmente lo que queremos, encomendamos con el mayor encarecimiento a vuestra fe y a vuestros desvelos la juventud, que es la esperanza de la sociedad humana. Consagrad a su educación la parte más principal de vuestra atención, y, por mucho que hagáis, nunca penséis haber hecho lo bastante para preservar a la adolescencia de las escuelas y maestros que puedan inculcarle el aliento malsano de las sectas. Exhortad a los padres, a los directores espirituales, a los párrocos para que insistan, al enseñar la doctrina cristiana, en avisar oportunamente a sus hijos y alumnos de la perversidad de estas sociedades, y que aprendan pronto a precaverse de las fraudulentas y variadas artimañas que suelen emplear sus propagadores para enredar a los hombres. No harían mal los que preparan a los niños para recibir la primera comunión si les aconsejan que hagan el firme propósito de no ligarse nunca con sociedad alguna sin decirlo antes a sus padres o sin consultarlo previamente con su confesor o con su párroco.
(26) Pero sabemos muy bien que todos nuestro comunes esfuerzos serán insuficientes para arrancar estas perniciosas semillas del campo del Señor si desde el cielo el dueño de la viña no secunda benignamente nuestros esfuerzos. Es necesario, por tanto, implorar con vehemente deseo un auxilio tan poderoso de Dios que sea adecuado a la extrema necesidad de las circunstancias y a la grandeza del peligro. Levántase insolente y como regocijándose ya de sus triunfos, la masonería. Parece como si no pusiera ya límites a su obstinación. Sus secuaces, unidos todos con un impío consorcio y por una oculta comunidad de propósitos, se ayudan mutuamente y se excitan los unos a los otros para la realización audaz de toda clase de obras pésimas. Tan fiero asalto exige una defensa igual: es necesaria la unión de todos los buenos en una amplísima coalición de acción y de oraciones. Les pedimos, pues, por un lado, que, estrechando las filas, firmes y de acuerdo resistan los ímpetus cada día más violentos de los sectarios; y, por otro lado, que levanten a Dios las manos y le supliquen con grandes gemidos para alcanzar que florezca con nuevo vigor el cristianismo, que goce la Iglesia de la necesaria libertad, que vuelvan al buen camino los descarriados, que cesen por fin los errores a la verdad y los vicios a la virtud. Tomemos como auxiliadora y mediadora a la Virgen María, Madre de Dios. Ella, que vencido a Satanás desde el momento de su concepción, despliegue su poder contra todas las sectas impías, en que se ven revivir claramente la soberbia contumaz, la indómita perfidia y los astutos engaños del demonio. Pongamos por intercesores al Príncipe de los Angeles, San Miguel, vencedor de los enemigos infernales; a San José, esposo de la Virgen Santísima, celestial patrono de la Iglesia católica; a los grandes apóstoles San Pedro y San Pablo, sembradores e invictos defensores de la fe cristiana. Bajo su patrocinio y con la oración perseverante de todos, confiamos que Dios socorrerá oportuna y benignamente al género humano, expuesto a tantos peligros. Y como testimonio de los dones celestiales y de nuestra benevolencia, con el mayor amor os damos in Domino la bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo todo confiado a vuestro cuidado.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de abril de 1884, año séptimo de nuestro pontificado.