1.- El “Fiat” omnipotente.- Este hágase de la esclavitud de María es
también la expresión práctica de su omnipotencia. Apenas pronunciado, el
Espíritu Santo, como lo dijo el Ángel, la cobijó con su sombra protectora y
llevó a cabo la obra de la Encarnación; en aquel momento se efectuó lo de: el
Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros.
¡Oh palabra de poder inmenso! La pronuncia la omnipotencia de Dios, y
brotan de la nada los mundos. La dice María en el abismo de su humildad y aún
obra más maravillas que el Creador. Aquel fiat
saca de la nada las cosas. Este fiat saca al mismo Dios de su Cielo, de
su eternidad, para que, sin dejar de ser Dios, comience a ser hombre. Contempla
a la Santísima Virgen y mira al Espíritu Santo cómo organiza en la inmaculada
sangre de María el cuerpo de Jesucristo, para que ese cuerpo y esa sangre que
toma de la Virgen, fuera la materia del sacrificio que para redimir al mundo
ofreciera más tarde en la Cruz. Adora tan augusto misterio, da las gracias a
Jesús y a María por él.
2.- La divina maternidad.- Y María, en este instante, queda convertida
en verdadera Madre de Dios. Dignidad altísima y maravillosa. Es infinita,
porque infinita es la dignidad de su Hijo. Es un parentesco real y físico con
el Hijo de Dios. Desde este momento, Dios está en María, no en imagen, no con
su gracia, sino con su persona misma divina; hay entre Dios y María una
verdadera identidad en cuanto que la carne y sangre de su Hijo, son carne y
sangre de María. Es la unión más íntima y sublime que puede darse entre una
criatura y Dios. Por ella María, al ser Madre de Dios, adquiere la más alta
autoridad, la autoridad de mandar a su Hijo, adquiere el más alto privilegio,
el de un derecho especial al amor de su Hijo, y a recibir de Él todos los
bienes de gracia y de gloria con el poder de comunicarlo a los demás.
En esta maternidad divina se funda la verdad de que Ella es nuestra Mediadora y una Mediadora omnipotente,
porque participa por gracia de la omnipotencia que Dios tiene por naturaleza y,
además, es por esta maternidad la dispensadora de todas las gracias, ya que se
ve claramente que Dios no quiere comunicarse a los hombres directamente, sino
por medio de María, como lo hizo en la Encarnación. Magnífica, sublime y divina
esta maternidad. Dios puede crear más mundos, más ángeles, otros seres
infinitamente más perfectos, pero no puede hacer una Madre mayor que la Madre
de Dios.
3.- La vida de la Madre de Dios.- Era una vida en este tiempo de íntima
unión con Dios, según el cuerpo y según el alma. La vida íntima de Madre e Hijo.
Una sola vida. Un mismo latido en ambos corazones. Todo lo que hacía era con Él
y por Él; veía con los ojos de su Hijo, amaba con su Corazón, sus gustos eran
lo de Él. Si el Cielo consiste en la posesión de Dios, María ya gozaba entonces
de esta posesión aún más íntima, aún más perfecta que la de todos los ángeles y
bienaventurados en la gloria. Era, pues, una vida toda divina, toda
santificadora por la unión con su Hijo.
4.- La Madre de Dios es mi Madre.- Pero también tenía unión conmigo.
Dios quiso que su Madre fuera también mi Madre y me amó ya desde entonces como
tal. Ella deseaba entonces ardientemente que su Hijo ya naciera y redimiera al
mundo pensando en mí. Ella quería ya entonces lo mismo que ahora, tenerme a mí
como a verdadero hijo –como a su Jesús- que yo me uniera con Ella, como estaba
Jesús, para que yo como Jesús participara de aquella vida.
¡Qué dicha la mía –tener una Madre que ha merecido ser la Madre de Dios!
Por Ella adquirimos un parentesco con Jesús. Jesús y yo somos hermanos. Piensa
mucho en esto y agradece estas maravillas de amor a la Madre y al Hijo.
Imita a María en esta maternidad divina uniéndote íntimamente como Ella
a Jesús. Haz práctica esta unión, uniéndote antes con la Santísima Virgen para
vivir completamente esta vida. Procura que tu alma sea hija verdadera, de
palabra y de hecho de tan gran Madre.
Meditaciones sobre la Santísima Virgen María
Padre Rodríguez Villar