El amor propio sugiere falsos principios de moral, y un plan de conducta
que se sigue tanto para sí como para los demás: se condena a cualquiera que se
separa de las reglas que uno mismo se ha establecido; entonces viene la
terquedad, la obstinación; no se quiere ver la verdad; se ponen de su parte la
envidia, los celos, las pasiones más bajas; de la crítica, de los juicios
temerarios se pasa a la maledicencia, a la calumnia, a los más odiosos excesos.
Si a esto se juntan miras profanas y
criminales, sea de ambición, sea de interés, sea de crédito y de vana
reputación, todo se cree lícito para llegar y mantenerse en aquel estado; y
todo lo que se dice, todo lo que se hace para elevarse o para deprimir a
nuestros rivales en dirección, no se descuida de cubrirlo con el velo de la
hipocresía, al paso que se pretende trabajar solamente por la causa de Dios.
Jesucristo fue tratado de seductor por los fariseos, los cuales se
vanagloriaron de su muerte como de un servicio hecho a Dios, así es que también
se han visto obreros evangélicos y misioneros, que después de haberlo dejado
todo para consagrarse a la salud de las almas en regiones distantes, levantaban
la voz unos contra otros, se injuriaban con calumnias, se delataban ante los
tribunales, sin pararse en el enorme escándalo que con esto ocasionaban.
No se puede llegar a ser interior sin renunciarse, y cuanto más se
adelanta en esta renuncia de sí propio, tanto más se progresa en la carrera
espiritual. Renunciándonos, destruiremos en nosotros el espíritu propio y no le
daremos oídos cuando tratemos de formar planes de santidad y métodos de
dirección. Todo nuestro plan, todo nuestro método se reducirá a escuchar y
seguir humildemente al Espíritu Santo así para nuestra propia conducta como
para la ajena, observar nuestras propias faltas y corregirlas. Renunciarse es
sacrificar todas las miras humanas, es quitar a las pasiones todos los objetos
que las irritan, es atacar al orgullo en su raíz; y aquel que ha hecho tales
sacrificios, el que ha emprendido esta guerra contra sí mismo, el que pone
cuidado en mortificarse y humillarse en todo, no es susceptible de envidiar la
santidad ni los prósperos resultados de otro. Con tal que Dios sea glorificado,
de cualquier modo que lo sea, ya está contento; y si los medios de procurar su
gloria estuviesen a su elección, preferiría los más obscuros, los que más se
ocultan a las miradas de los hombres, aquellos de quienes les resultaría mayor
humillación. Un hombre así nada de común tendrá jamás con el espíritu farisaico;
y cuanto más interior sea, más se irá siempre apartando de él.
El Interior
de Jesús y de María
R.P. GROU