Se
cuenta que en Alemania un ermitaño cuya santidad y obras desprendían
un gran resplandor; curaba a los enfermos, devolvía la vista a los
ciegos y atraía al lugar que habitaba a las gentes de los
alrededores. El emperador Otón quiso ir a visitarlo; embelesado por
las sabias palabras que emanaban de los labios del santo, no puso
ningún límite a su admiración: “Padre mío, le dijo, pedidme lo
que os plazca, yo os lo daré aunque sea la mitad de mi reino”. El
santo, adoptando entonces un aire solemne, se descubrió
majestuosamente la cabeza, coronada por una diadema de nobleza y
virtudes; puso su mano sobre el pecho del emperador y, en tono
solemne, le dijo: “Príncipe, no sabría qué hacer con vuestra
corona y con vuestros tesoros; pero os pido una gracia y es que en
medio de la pompas y la fascinación de vuestro inmenso poder y de
vuestra grandeza, os retiréis todos los días unos instantes a la
soledad secreta de vuestro corazón, para considerar la cuenta que
debéis rendir un día a Dios; pues como dice el Papa San Clemente:
Quisquis peccare poterit, semper ante oculos suos Dei judicium ponat,
quod in fine mundi certum est agitandum [todo el que puede
pecar, que siempre tenga ante sus ojos el juicio de Dios, que con
seguridad se realizará al fin del mundo].
Hagamos lo mismo, digamos con el salmista: me puse a considerar los
días antiguos y a meditar en los años eternos.
Ps 76,6
Juzguémonos nosotros mismos con severidad y no seremos juzgados.
Vivamos todos los días de nuestra vida con el Señor Jesús y
entonces nos veremos libres de todo miedo, pues no hay condenación
para los que viven con el Señor Jesús: Nihil ergo damnationis iis
qui sunt in Christo [porque ninguna condena pesa ya sobre los que
están en Cristo] Rm 8,1
EL
FIN DEL MUNDO
Charles
Arminjon