1.- Antes de la tentación.- La
estrategia fundamental para prevenir las tentaciones la sugirió Nuestro Señor
Jesucristo a los discípulos de Getsemaní: “Velad y orad para no caer en la
tentación”. Se impone la vigilancia y la oración.
a) Vigilancia.- El demonio no renuncia a la posesión de nuestra alma. Si
a veces parece que nos deja en paz y no nos tienta, es tan solo para volver al
asalto en el momento menos pensado. En las épocas de calma y de sosiego hemos
de estar convencidos de que volverá la guerra al menos con mayor intensidad que
antes. Es preciso vigilar alerta para no dejarnos sorprender.
Esta vigilancia se ha de
manifestar en la huida de todas las ocasiones más o menos peligrosas, o en la
previsión de asaltos inesperados, en el dominio de nosotros mismos,
particularmente del sentido de la vista y de la imaginación; en el examen
preventivo, en la frecuente renovación del propósito firme de nunca más pecar,
en combatir la ociosidad, madre de todos los vicios, y en otras cosas
semejantes. Estamos en estado de guerra con el demonio, y no podemos abandonar
nuestro puesto de guardia y centinela, si no queremos que se apodere por
sorpresa, en el momento menos pensado, de la fortaleza de nuestra alma.
b) Oración.- Pero no bastan nuestra vigilancia y nuestros esfuerzos. La
permanencia en el estado de gracia, y, por consiguiente, el triunfo contra la
tentación, requiere una gracia eficaz de Dios, que sólo puede obtenerse por vía
de oración. La vigilancia más exquisita y el esfuerzo más tenaz resultarían del
todo ineficaces sin la ayuda de la gracia de Dios. Con ella, en cambio, el
triunfo es infalible. Esa gracia eficaz –como ya dijimos- escapa al mérito de
justicia y a nadie se le debe estrictamente, si siquiera a los mayores santos. Pero
Dios ha empeñado su palabra, y nos la concederá infaliblemente si se la pedimos
con la oración revestida de las debidas condiciones. Ello pone de manifiesto la
importancia excepcional de la oración de súplica. “El que ora se salva y el que
no ora se condena”, decía con razón San Alfonso de Ligorio. Y para decidir ante
la duda de un alma si había o no sucumbido a la tentación solía preguntarle
simplemente: ”¿Hiciste oración pidiéndole a Dios la gracia de no caer?” Esto es
profundamente teológico. Por eso Cristo nos enseñó en el Padre nuestro
a pedirle a Dios que “no nos deje caer en la tentación”.
Y es muy bueno y razonable que en esta oración preventiva invoquemos
también a María, nuestra buena Madre, que aplastó con sus plantas virginales la
cabeza de la serpiente infernal, y a nuestro ángel de la guarda, uno de cuyos
oficios principales es precisamente el de defendernos contra los asaltos del
enemigo infernal.
2.- Durante la tentación.- La
conducta práctica durante la tentación puede resumirse en una palabra:
resistir. No basta mantener una actitud meramente pasiva (ni consentir ni dejar
de consentir), sino que es menester una resistencia positiva la cual puede ser
directa o indirecta.
a).- Resistencia directa es la que se enfrenta con la tentación misma y
la supera haciendo precisamente lo contrario de lo que ella sugiere. Por
ejemplo: empezar a hablar bien de una persona cuando nos sentíamos tentados a
criticarla, dar una limosna espléndida cuando la tacañería trataba de cerrarnos
la mano para una limosna corriente, prolongar la oración cuando el enemigo nos sugería acortarla o suprimirla, hacer un
acto de pública manifestación de fe cuando el respeto humano trataba de
atemorizarnos, etc. Esta resistencia directa conviene emplearla en toda clase
de tentaciones, a excepción de las que se refieren a la fe o a la pureza, como
vamos a decir enseguida.
b).- Resistencia indirecta es la que no se enfrenta con la tentación,
sino que se aparta de ella, distribuyendo la mente a otro objeto completamente
distinto. Está particularmente indicada en las tentaciones contra la fe o la
castidad, en las que no conviene la lucha directa, que quizá aumentaría la
tentación por lo peligroso y resbaladizo de la materia. Lo mejor en estos casos
es practicar rápida y enérgicamente, pero también con gran serenidad y calma,
un ejercicio mental que absorba nuestras facultades internas, sobre todo la
memoria y la imaginación, y las aparte indirectamente, con suavidad y sin
esfuerzo, del objeto de la tentación. Por ejemplo: recorrer mentalmente la
lista de nuestras amistades en tal población, los nombres de las provincias de
España, el título de los libros que hemos leído sobre tal o cual asunto, etc.
A veces la tentación no desaparece enseguida de haberla rechazado, y el
demonio vuelve a la carga una y otra vez con incansable tenacidad y pertinacia.
No hay que desanimarse por ello. Esa insistencia diabólica es la mejor prueba de que el alma no ha sucumbido a
la tentación. Repita su repulsa una y mil veces si es preciso con gran
serenidad y paz, evitando cuidadosamente el nerviosismo y la turbación. Cada
nuevo asalto rechazado es un nuevo mérito contraído ante Dios y un nuevo
fortalecimiento del alma. El demonio, viendo su pérdida, acabará por dejarnos
en paz, sobre todo si advierte que ni siquiera logra turbar la paz de nuestro
espíritu.
Conviene siempre, sobre todo si se trata de tentaciones muy tenaces y
repetidas, manifestar lo que nos pasa al director espiritual. El Señor suele
recompensar con nuevos y poderosos auxilios ese acto de humildad y sencillez,
del que trata de apartarnos el demonio. Por eso hemos de tener la valentía y el
coraje de manifestarlo sin rodeos, sobre todo cuando nos sintamos fuertemente
tentados a callarlo. No olvidemos que tentación declarada está ya medio
vencida.
3).- Después de la tentación.- Ha podido ocurrir únicamente una de estas
tres cosas: que hayamos vencido, o sucumbido, o tengamos duda e incertidumbre
sobre ello.
a) SI HEMOS VENCIDO y estamos seguros de ello, ha sido únicamente por la
ayuda eficaz de la gracia de Dios. Se impone, pues, un acto de agradecimiento
sencillo y breve, acompañado de una nueva petición del auxilio divino para otras
ocasiones. “Gracias Señor, a Vos os lo debo todo; seguid ayudándome en todas
las ocasiones peligrosas y tened piedad de mí”.
b) SI HEMOS CAIDO y no nos cabe la menor duda de ello, no nos
desanimemos jamás. Acordémonos de la infinita misericordia de Dios y del
recibimiento que hizo al hijo pródigo, y arrojémonos llenos de humildad y
arrepentimiento en sus brazos de Padre, pidiéndole entrañablemente perdón y
prometiendo con su ayuda nunca más volver a pecar. Si la caída hubiera sido
grave, no nos contentemos con el simple acto de contrición; acudamos cuanto
antes al tribunal de la penitencia y redoblemos nuestra vigilancia e
intensifiquemos nuestro fervor con el fin de que nunca se vuelva a repetir.
c) SI QUEDAMOS CON DUDA sobre si hemos o no consentido, no nos
examinemos minuciosamente y con angustia, porque tamaña imprudencia provocaría
otra vez la tentación y aumentaría el peligro. Dejemos pasar un cierto tiempo,
y cuando estemos del todo tranquilos, el testimonio de la propia conciencia nos
dirá con suficiente claridad si hemos caído o no. En todo caso conviene hacer
un acto de perfecta contrición y manifestar al confesor, llegada su hora, lo
ocurrido en la forma que esté en nuestra conciencia o, mejor aún, en la
presencia misma de Dios.