“El Señor me conduce,
nada me faltará”.
Nuestra actitud personal ante el problema de la Providencia, debe
reducirse a una confianza sin reservas en Dios.
Para nosotros, cristianos, tener confianza no significa, como tantas
personas piadosas imprudentemente se imaginan, tener por seguro que Dios dará
oídos a nuestro deseo, considerar como imposible que nuestras oraciones
resulten vanas según nuestro punto de vista, sugestionarnos para no dudar de
ello… Tener confianza en Dios quiere decir fiarnos de Él, dejarle
hacer lo que juzgue bueno para nosotros, sacrificarle nuestras certezas,
admitir, que nosotros nos engañamos, a despecho de lo que nos parece evidencia
fulgurante.
Tú murmuras quizá: yo ruego a
Dios. En mi desgracia, me he confiado a Él de todo corazón, y no pasa
nada, nada cambia, ¡todo permanece implacablemente igual!
Y no tienes una fe bastante intrépida para concluir: luego Dios quiere
en efecto dejar las cosas como están, juzgando infaliblemente que así es como
están de acuerdo con mis verdaderos intereses y como concurren a su plan
providencial… Esta misteriosa inmovilidad, esta sorda continuación de la prueba,
esta ausencia de Dios, al menos aparente –porque ya veremos lo que encierra su
bienhechora actividad- he ahí, me atrevo a decir, la respuesta formal que la
Providencia quiere dar por el momento a tus oraciones. Pero convengamos en que,
para aceptar esta respuesta, te hace falta quizá una confianza singular.
Sin la confianza así entendida, el cristiano será tan frágil en su fe
como la casa edificada sobre arena, cuando se levanta la tempestad, sus
convicciones religiosas no resistirán ni a los choques de la vida, ni a las
decisiones divinas; sus esperanzas se desplomarán arrastrando consigo los
apoyos de su falsa confianza. No quedará más que un cristiano desengañado,
descontento y huraño, que contempla la ruina de sus convicciones más bellas; un
cristiano sacudido en su fe, que comienza ahora a dudar de Dios, y que decidirá
pronto renunciar a esa cosa inútil y engañosa que se llama oración.
Pero si confía en Dios, el cristiano sabrá aguantar los retrasos sin
impaciencia, y soportar las decepciones sin rebelarse. En Dios, a quien siempre
cree clarividente y paternal, encontrará siempre razones para calmarse. Por su
parte, Dios se complace frecuentemente
en recompensar la fidelidad de los suyos, descubriéndoles, antes de lo que
esperaban, la explicación de sus pruebas.
Muchas veces, un rayo de luz ha herido de improviso nuestra alma; y
hemos podido reconocer que nuestro duro camino era una senda divina. ¡Hora
bendita en la que se descubren las largas industrias de la Providencia! ¡Hora
feliz en la que nuestro corazón ha exclamado: así tenía que ser, y yo no lo
sabía! ¡Dios tenía razón! ¡Gracias, Señor, gracias por haber permitido para mí
esa prueba! Era menester que pasase por ella para ganar el bien que ahora
poseo. Hoy lo veo. ¡Dónde estaría yo si Vos hubieseis cedido a mis súplicas, si
Vos me hubieseis librado, como os lo pedía, de lo que yo llamaba una desgracia!...
Vos estábais allí. Vos me asistíais en la prueba. Ya no hay para mí soledad,
por más profunda que me parezca. Es todas partes me véis, a todas partes me
seguís, en todas partes me sostenéis y en todas partes suben y descienden
alrededor de mí, los Ángeles invisibles, mensajeros de vuestras gracias.
Juntar humildemente las manos en las horas de desgracia; aguardar sin
saber cuándo ni cómo vendrá, el socorro que deberíamos recibir sin retraso;
estar seguros que allí está el Padre celestial y que su Providencia, tan
encantadora con los pajarillos, es mil veces más rica, aunque oculta, para sus
hijos queridos; no dudar ni siquiera cuando todo está perdido, cuando todo está
sombrío y anegado en tristeza; confiar filialmente a Dios el cuidado de
sacarnos del apuro; dejarle la elección de la hora y los medios, sin imponerle
la nuestra; tener una larga e inquebrantable confianza en su bondad: tal es la
doctrina que el Salvador ha legado a la humanidad dolorida.
EL CRISTIANO ante la PROVIDENCIA