DE LA IGLESIA Y DEL PAPA
Les proponemos un artículo del Padre Calmel O.P. (1914-1975) que nos ayudará, en estos tiempos difíciles, a conservar el amor a la Iglesia. Este texto, publicado en la revista Itinéraires en 1973, forma parte de la obra Brève apologie por l´Eglise de toujours (1987). Más de treinta años después de su publicación, este artículo conserva toda su actualidad, y hasta parece haber sido escrito para nuestra época, con una crisis en la Iglesia que no conoce precedentes. La agudeza de visión del Padre Calmel es impresionante. Este texto ayudará al lector a tener las ideas claras, espíritu de fe, y un alma serena en los tiempos borrascosos que corremos.
Le Courrier de Rome ‘¡Me duele Roma!
Me duele mi país…escribía en 1944 un joven poeta durante la "depuración", cuando el Jefe de Estado, de sobras conocido [se refiere al general De Gaulle], llevaba a cabo implacablemente la siniestra tarea preparada desde hacía más de cuatro años. Me duele mi país…No se trata de una verdad que se proclame al son de trompetas.
Más bien es una confidencia que uno se hace a sí mismo, con gran dolor, intentando conservar la esperanza a pesar de todo. Cuando yo estuve en España en los años 55, recuerdo el extremo pudor de mis amigos, al margen de su opción política, en manifestar opiniones sobre "su" guerra. Aún les dolía su país.
Pero cuando se trata no ya de la Patria carnal, cuando se trata de la Iglesia, considerada no absolutamente, pues como tal es en todos los aspectos indefectible y santa, sino del jefe visible de la misma, cuando se trata de quien ostenta actualmente la primacía romana, no sabemos cómo asumirlo y qué tono será conveniente adoptar para confesar en voz baja: ¡Ay! me duele Roma.
Sin duda los diarios denominados de la buena prensa no dejarán de decirnos que ¡desde hace dos mil años la Iglesia del Señor no ha conocido jamás un pontificado tan espléndido!
Pero ¿quién se toma en serio a esos incorregibles maníacos del incienso oficial? Cuando vemos lo que se enseña y lo que se practica en toda la Iglesia bajo el actual pontificado, o mejor, cuando comprobamos lo que ha cesado de ser enseñado y practicado, y cómo la Iglesia visible que se presenta en todas partes como la verdadera ya no sabe bautizar niños, enterrar difuntos, celebrar dignamente la Santa Misa, absolver los pecados en la confesión, cuando vemos atentamente cómo aumenta la marea envenenada de la protestantización general, sin que quien detenta el poder supremo, dé la orden enérgica de cerrar las compuertas, entonces, aceptamos la evidencia de que no se puede dejar de decir: ¡Ay! Me duele Roma.
Todos sabemos que se trata de algo distinto de esas iniquidades que a lo largo de la historia se daban entre los poseedores del Primado romano, y a alas que estuvieron demasiado a menudo acostumbrados.
En aquel caso las víctimas, más o menos puestas a merced del mal, tenían una relativa facilidad para evadirse, velando con más empeño por su propia santificación. Todos debemos velar siempre por nuestra santificación. Mas hete aquí una iniquidad, que en el pasado no se había visto jamás hasta tal grado, la de que aquél que ocupa hoy la cátedra de Pedro, consienta que se abandonen a las maniobras de los innovadores y negadores los medios mismos de santificación; que admita que la sana doctrina, los sacramentos y la misa, sean sistemáticamente minados.
De ahí un nuevo peligro: si la santificación no se ha hecho imposible, sí se ha hecho mucho más difícil. Y también mucho más urgente. En una coyuntura tan peligrosa, ¿es aún posible para un simple fiel, para un humilde sacerdote rural o de ciudad, para un religioso que se siente cada vez más ajeno en su propio instituto, para una religiosa que se pregunta si no se ha jugado con ella en nombre de la obediencia, para todas las ovejitas del inmenso rebaño de Jesucristo y de su Vicario, no descorazonarse, no convertirse en presa de un inmenso aparato que progresivamente las empuja a cambiar de fe, de culto, de hábito y de vida religiosa, en una palabra, a mudar de religión?
¡Ay! Me duele Roma. Uno querría repetir con tanta dulzura como exactitud las palabras de la Verdad. Aquellas sencillas palabras de la doctrina sobrenatural que aprendimos en el catecismo. Y lejos de querer añadir más a los males presentes, persuadámonos, en base a la propia revelación, que llegará un día en que Roma será curada, y que la Iglesia aparente pronto quedará desenmascarada con todo rigor. Y quedará inmediatamente reducida a polvo, ya que su fuerza principal viene del hecho de que su mentira intrínseca pasa por la verdad, mientras no tenga quien la desautorice desde arriba. Uno querría, en medio de tanta desgracia, hablar con palabras que no desentonasen demasiado con el verbo propio de los misterios, con palabras suaves, como las que el Espíritu Santo murmulla en el corazón de la Iglesia. Jesucristo, supremo Señor de la Iglesia.
Pero ¿por dónde empezar? Sin duda por la evocación de la verdad primera, la del señorío de Jesucristo sobre su Iglesia. Él ha querido una Iglesia que tuviese como cabeza al obispo de Roma, que es su Vicario visible, al mismo tiempo que obispo de los obispos y de todo el rebaño. Le ha conferido la prerrogativa de ser la roca a fin
de que el edificio no se desmorone jamás. Él ha orado para que al menos Él, en medio de todos los obispos, no naufrague en la fe, de modo que habiéndose convertido, tras los fallos de los que no será necesariamente preservado, confirme hasta el fin a sus hermanos en la fe: o en todo caso, si no es él en persona quien confirma a sus hermanos, que sea uno de sus más próximos sucesores.
Tal es sin duda el primer pensamiento reconfortante que el Espíritu Santo sugiere a nuestros corazones en estos días desolados en que Roma está parcialmente invadida por las tinieblas: no hay Iglesia sin el Vicario de Cristo infalible e investido de la primacía. Por otra parte, sean cuales fueren las miserias de este vicario visible y temporal de Jesucristo, incluso en el terreno religioso, es el mismo Jesús quien gobierna a su Iglesia, quien guía a su vicario en el gobierno de la Iglesia; Él guía a su vicario de tal modo que éste no puede comprometer su autoridad suprema en los trastornos o complicidades que cambiarían la religión. Hasta aquí se extiende la
fuerza divina del gobierno de Cristo ascendido a los cielos, en virtud en virtud de su Pasión soberanamente eficaz. Él conduce a su Iglesia a un tiempo desde dentro y desde fuera y domina sobre el mundo enemigo.
Hace sentir su poder a este mundo perverso, aún y sobre todo, cuando los causantes de la iniquidad, a través del modernismo, no sólo penetran en la Iglesia sino que pretender hacerse pasar por la verdadera Iglesia.
La astucia del modernismo se despliega en dos tiempos: en primer lugar provoca la confusión entre la autoridad paralela de los herejes y la jerarquía regular cuyos hilos mueven; a continuación se sirven de una pastoral sedicente y universalmente reformadora que calla o dá sistemáticamente una orientación izquierdista a la
verdadera doctrina, rechazando los sacramentos o convirtiéndolos en ritos inciertos. La gran habilidad del modernismo es utilizar esta pastoral del infierno, para transmutar la doctrina santa entregada por el Verbo de Dios a su Iglesia jerárquica, y al mismo tiempo alterar e incluso anular los signos sagrados transmisores de la gracia, y de los que la Iglesia es la fiel dispensadora.
Hay un Jefe de la Iglesia siempre infalible, sin pecado, santo, desconocedor de cualquier intermitencia y de cualquier pausa en su obra de santificación. Éste es el único jefe, pues todos los demás, incluyendo al más encumbrado, tienen una autoridad que viene de Él y acaba en Él.
Este Jefe santo e inmaculado, absolutamente segregado de los pecadores, elevado a lo más alto de los cielos, no es el Papa; es Aquél de quien nos habla magníficamente la carta a los Hebreos: el Sumo Sacerdote Jesucristo.
Jesús, nuestro Redentor por la cruz, antes de subir a los cielos y de hacerse invisible a nuestros ojos mortales, ha querido establecer para su Iglesia, además y por encima de los numerosos ministros particulares, un ministro universal único, un vicario visible que es el único que goza de la jurisdicción suprema. Lo ha colmado de
prerrogativas: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mat. 16, 18-19).
«Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Jesús le dice: Apacienta mis corderos…Apacienta mis ovejas». (Jn 21, 16-18). «Yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos». (Luc 22, 32).
El Papa, ‘vicario’ de Jesucristo Si el Papa es el Vicario visible de Jesús, que ha ascendido a los cielos invisibles, no es más que el vicario: vices gerens (hace las veces), el que ocupa su lugar sin dejar de ser otro. La gracia que hace vivir al Cuerpo Místico
no deriva del Papa. Para el Papa y también para nosotros, la gracia deriva únicamente de Nuestro Señor Jesucristo. Lo mismo ocurre en lo concerniente a la luz de la Revelación. Él posee con un título único la custodia de los misterios de la gracia, los siete sacramentos, así como de la verdad revelada. Con un título único
es asistido para ser guardián e intendente fiel. Pero aun así, y para que el ejercicio de su autoridad reciba una asistencia privilegiada, es necesario que no renuncie a dicha autoridad. Por otro lado, si es preservado de error cuando compromete su autoridad, con el título de la infalibilidad, en muchos otros casos puede fallar.
Que él yerre en aquello que no implica la infalibilidad -entendiéndolo correctamente- no impedirá que el jefe de la
Iglesia, el Sumo Sacerdote invisible, continúe el gobierno de su Iglesia; esto no cambiará ni la eficacia de su gracia, ni la verdad de su ley; y tampoco le impediría limitar las faltas de su vicario visible ni conceder, sin tardar demasiado, un Papa nuevo y digno para reparar lo que su predecesor dejó que se estropease o destrúyese,
ya que la duración de las insuficiencias, debilidades, e incluso parciales traiciones de un Papa no van más allá de la duración de su existencia mortal. Después que ascendió a los cielos, Jesús se ha elegido doscientos sesenta y tres Papas [hoy doscientos sesenta y seis; n. de la r.]. Es cierto que sólo en una pequeña proporción han sido vicarios fieles hasta tal punto que nosotros los invocamos como amigos de Dios y santos intercesores.
Un número muy reducido cayó en faltas muy graves, mientras la gran mayoría de los vicarios de Cristo fueron aceptables. Ninguno de ellos, mientras fue Papa, fue traidor ni lo será hasta el punto de enseñar explícitamente la herejía con la plenitud de su autoridad. Siendo esa la realidad de cada Papa y de la sucesión de los Papas
respecto del Jefe de la Iglesia que reina en los cielos, las debilidades de un Papa no nos deben hacer olvidar en lo más mínimo la firmeza y santidad del señorío de nuestro Salvador, ni impedirnos ver el poder de Jesús y su sabiduría, que tiende la mano incluso a los Papas deficientes manteniendo su insuficiencia en unos límites infranqueables. Pero para tener esta confianza en el jefe invisible y soberano de la Santa Iglesia sin vernos forzados por ello a negar las faltas graves de las que no está de suyo exento, a pesar de sus prerrogativas, el vicario visible, el obispo de Roma, aquel que tiene las llaves del Reino de los Cielos; para poner en Jesús esta confianza realista que no elude el misterio del sucesor de Pedro con sus privilegios garantizados desde lo alto juntamente con su defectibilidad humana; para que el mal que nos pueda venir del poseedor del Papado sea absorbido por la esperanza teologal que ponemos en el Sumo Sacerdote, es necesario a todas luces que nuestra vida interior se refiera a Jesucristo y no al Papa; que nuestra vida interior, abrazando al Papa y a la jerarquía -
sobra decirlo- se establezca, no en la jerarquía y el Papa sino en el Pontífice divino, en este sumo sacerdote que es el Verbo Encarnado Redentor, del cual el supremo vicario visible depende aún más que los otros sacerdotes.
Más que los demás, en efecto, ya que es sostenido por las manos de Jesucristo para una función sin igual en comparación con los demás.
Más que cualquier otro, pues por un título superior y único, él o su sucesor no pueden dejar de confirmar en la fe a sus hermanos.
La vida de la gracia nos viene de Jesucristo no del Papa.
La Iglesia no es el Cuerpo Místico del Papa: la Iglesia con el Papa es el Cuerpo Místico de Cristo. Cuando la vida interior de los cristianos está cada vez más referida a Jesucristo, no sucumben desesperados aunque sufran hasta la agonía los fallos de un Papa, sea Honorio I o los Papas antagonistas del final de la Edad Media, o aunque sea en el límite extremo de un Papa que flaquee acorde con las nuevas posibilidades de defección ofrecidas por el modernismo.
Cuando Jesucristo es el principio y el alma de la vida interior de los cristianos, éstos no experimentan la necesidad de engañarse sobre las faltas de un Papa para permanecer seguros de sus prerrogativas: saben que estas faltas no llegarán jamás a un nivel en el que Jesús dejaría de gobernar a su Iglesia al haber sido eficazmente impedido por su vicario. Tal Papa puede muy bien aproximarse a un punto límite en el que cambiaría la religión cristiana por ceguera, espíritu quimérico o por una ilusión mortal acerca de una herejía como el modernismo. El Papa que llegase hasta ahí, no por ello quitaría al Señor su regencia infalible, pues incluso a él, Papa descarriado, sostiene impidiéndole comprometer hasta la perversión de la fe la autoridad que ha recibido de lo alto.
Una vida interior referida a Jesucristo, como es debido, y no al Papa, no puede excluir a éste so pena de dejar de ser una vida interior cristiana. Una vida interior referida, como es debido, al Señor Jesús, incluye pues, al vicario de Jesucristo y la obediencia a este vicario, pero Dios debe ser el primer servido. En otras palabras, esta obediencia, lejos de ser incondicional, es siempre practicada a la luz de la fe teologal y de la ley natural.
Vivimos por y para Jesucristo, gracias a su Iglesia, la cual es gobernada por el Papa, a quien obedecemos en todo lo que es de su competencia. No vivimos por y para el Papa, como si éste nos hubiese adquirido la redención eterna. He aquí por qué la obediencia cristiana no puede siempre y en todo identificar al Papa con Jesucristo; lo que de ordinario ocurre es que el vicario de Cristo gobierne en conformidad con la tradición apostólica para no provocar, en nada, conflictos mayores en la conciencia de los fieles.
Pero algunas veces puede no ser así. Aunque sea muy excepcional puede suceder que un fiel se pregunte legítimamente: ¿cómo
guardar la tradición siguiendo las „directrices‟ de este Papa?
La vida interior de un hijo de la Iglesia que dejase a un lado los artículos de fe relativos al Papa, la obediencia a sus órdenes legítimas y la oración por él, habría dejado de ser católica. Por otra parte, una vida interior que quiere agradar incondicionalmente, esto es, a ciegas, al Papa, estará en todo y siempre necesariamente entregada al respeto humano, perdiendo la libertad respecto de las creaturas y exponiéndose a muchas complicidades. El verdadero hijo de la Iglesia, al aceptar, de todo corazón, los artículos de la fe que se refieren al vicario de Cristo, reza fielmente por él y le obedece con gusto, pero de manera lúcida, es decir, quedando
salva e intacta la tradición apostólica y por supuesto la ley natural también.
Parece cierto que con demasiada frecuencia se ha predicado, respecto del Papa, un tipo de obediencia más preocupada por la eficacia y el éxito en los movimientos de conjunto, que por una sana lucidez, más allá de los éxitos espectaculares que procura. No implica ello que se abandonase el cuidado por permanecer en la tradición apostólica y en la fidelidad a Jesucristo.
Pero la parte más importante, activa, y motivadora era nada menos que satisfacer a un hombre, atraerse sus favores, a veces hacer carrera, preparar la cabeza para el birrete cardenalicio o dar lustre a la propia Orden o Congregación. Ahora bien, ni Dios ni el servicio al Papa necesidad de nuestra falsedad: Deus non eget nostro mendacio.
La Iglesia es Santa, aunque sus miembros sean pecadores
Recordemos la oración del comienzo del canon romano, que Pablo VI no ha dudado en rebajar al nivel de las oraciones "polivalentes" adaptables a las cenas calvinistas (equiparar de ese modo el canon romano no tiene elmás mínimo fundamento en la tradición apostólica y se opone frontalmente a esta tradición imprescriptible).
En el canon romano el Sacerdote, después de haber suplicado insistentemente al Padre clementísimo, por su Hijo Jesucristo, que santifique el sacrificio sin mancha, ofrecido en primer lugar por Ecclesia tua sancta catholica… continúa así: «juntamente con tu siervo nuestro Papa… y nuestro Obispo…». La Iglesia nunca se ha planteado decir: “juntamente con tu „santo‟ siervo nuestro Papa... y nuestro „santo‟ Obispo...”, cuando sí ha mandado decir: «por tu „santa‟ Iglesia Católica».
El Papa, a diferencia de la Iglesia, no es necesariamente santo. La
Iglesia es santa aunque con miembros pecadores, entre los que nos contamos; miembros pecadores que no tienden, o han dejado de tender a la santidad. Puede ocurrir que el mismo Papa figure en esta triste categoría.
Sólo Dios lo sabe. En todo caso, siendo como es su condición la de jefe de la Santa Iglesia, y no necesariamente la de un santo, no debemos escandalizarnos si a la Iglesia le sobrevienen pruebas, a veces muy crueles, a causa de la persona que es su jefe visible. No debemos escandalizarnos si, aunque sujetos al Papa, no podemos
seguirle a ciegas, incondicionalmente, en todo y siempre. En la medida en que nuestra vida interior se refiera al jefe invisible de la Iglesia, al Señor Jesús, supremo sacerdote, y se alimente de la tradición apostólica con los dogmas, el misal y el ritual de la tradición, tendiendo al amor perfecto que es el alma de esta santa tradición, en esta misma medida aceptaremos mucho mejor tener que santificarnos en una Iglesia militante cuyo jefe visible,
si bien preservado de fallar en ciertos límites precisos, no lo está de la común condición de pecador.
La fidelidad a la fe de la Iglesia justifica la resistencia a la autoridad. El Señor gobierna de tal manera a su Iglesia, a través del Papa y de la jerarquía sometida al mismo, que aquélla estará siempre firme en su tradición, consciente de que dicha tradición es suya, consciente y no amnésica. Sobre los elementos más importantes de la tradición, como las verdades del catecismo, la celebración del Santo Sacrificio, los sacramentos, su estructura jerárquica fundamental, los diferentes estados de vida, y la llamada al amor perfecto, la Iglesia está asistida de tal manera que cualquier bautizado que tenga fe, sea obispo, Papa o simple fiel, sabe exactamente a qué atenerse. Así, el simple cristiano que en lo concerniente a la tradición sobre un punto importante y por todos conocido, rechazara seguir a un sacerdote, a un obispo, a una conferencia episcopal, o incluso a un Papa, que arruinasen la tradición sobre ese punto, no dejándose llevar ni obedeciendo en este punto preciso, no daría, como algunos pretenden, signos característicos de libre examen o de soberbia del espíritu: pues no es orgullo ni prueba de insumisión discernir la tradición acerca de los puntos mayores o el negarse a traicionarla. Sea , por ejemplo, que hablemos de una colegialidad de obispos o del secretario de una congregación romana que manipulan las cosas bajo cuerda para que los sacerdotes católicos acaben celebrando la Misa excluyendo las señales de adoración y los signos exteriores de fe en los santos misterios: todo fiel sabe que es inadmisible celebrar la Misa manifestando dicha "no-fe"; y así, el que rechaza ir esta Misa o mejor a esta ceremonia que las más de las veces ha dejado de ser una Misa, no practica el libre examen ni es un rebelde; es un fiel asentado en una tradición que viene de los apóstoles y que nadie en la Iglesia puede cambiar.
Pues nadie en la Iglesia, sea cual fuere su rango jerárquico, incluso si es el más alto, tiene poder de cambiar la Iglesia y la
tradición apostólica. Yo sé que a menudo pasa por farsante o maníaco el sacerdote que no habiendo adoptado la tergiversación del misal y del ritual emprendido por el Romano Pontífice actual [habla de Pablo VI; n. de la r.] se atreve aún así a afirmar: “yo estoy con Roma; yo me atengo a la tradición apostólica guardada por Roma”. “¿Que usted está con Roma? -me dicen algunos-: ¡anda ya! ¿Y cómo bautiza usted, qué Misa celebra?” Yo les respondo:
“La misma que Pablo VI hasta 1970; de la manera casi bimilenaria sancionada por los papas anteriores a Pablo VI, practicada por ellos, por los obispos y sacerdotes de la Iglesia latina. Yo hago lo mismo que ellos han hecho unánimemente al mantener los exorcismos en el bautismo solemne, cuando ofrezco el Santo Sacrificio según un Ordo Missae consagrado por quince siglos que no fue aceptado jamás por quienes negaban el Santo Sacrificio”.
Si, por otra parte nosotros, los ministros de Jesucristo que así celebramos la Misa y los sacramentos, hubiéramos roto por ello con Roma y con la tradición de la que Roma es garante, ¿por qué no se nos imponen sanciones canónicas cuyo levantamiento quede reservado al Vicario de Cristo?. Escribo esto porque es la pura
verdad y porque espero confortar a algunos fieles que no alcanzan a comprender esta manifiesta contradicción: estar con Roma, sería adoptar en materia de fe o de sacramentos lo que destruye la tradición apostólica y sobre lo cual, además, nadie puede precisar en qué medida el pontífice romano actual ha pretendido comprometer su autoridad (igual que diez años después del Vaticano II nadie sabe todavía con exactitud hasta dónde llega la
autoridad del concilio “pastoral”).
Y una vez más, insisto: la tradición apostólica es clarísima sobre todos lospuntos de importancia. No hace falta mirar con lupa ni ser cardenal o prefecto de algún dicasterio romano para saber lo que se le opone. Basta con haber sido instruido en el catecismo y la liturgia antes de la corrupción modernista.
Con harta frecuencia, cuando se ha tratado el tema de la no separación con Roma, se ha formado a fieles y sacerdotes en un temor, en parte mundano, de tal manera que son presa del pánico, vacilan en su conciencia y no son capaces de examinar nada en cuanto el primer advenedizo les acusa de no estar con Roma. Una
formación verdaderamente cristiana nos enseña, al contrario, el deseo de permanecer unidos a Roma, pero no en el pánico y sin discernimiento, sino en la luz y la paz, con un temor filial en la fe.
La tradición no es ni evolutiva ni fósil. No nos importa que los adversarios se rían de nosotros acusándonos de no saber distinguir en la tradición una parte contingente y variable, de lo esencial, que es irreformable. Sus burlas sólo podrían concernirnos si hiciéramos el ridículo al conceder idéntico valor a todo lo que se presenta como tradición. Pero esto no es así.
Nosotros decimos solamente, y es lo único que nos importa, que la tradición de la Iglesia en sus elementos mayores, está establecida, es cierta e irreformable; en segundo lugar, que cualquier cristiano, por poco instruido que esté en su fe, conoce dichos elementos sin dudarlo; tercero, que es la fe y no el libre examen lo que nos
hace discernir también la obediencia, la piedad y el amor, de la insubordinación, en el mantenimiento la tradición. En cuarto lugar, que los intentos de la jerarquía o las debilidades del Papa tendentes a derruir o a dejar derruir esta tradición serán también trastocados un día toda vez que la tradición triunfará. Estamos tranquilos en este punto: sean cuales fueren las armas hipócritas puestas por el modernismo en manos de las conferencias episcopales y del mismo vicario de Cristo -armas diabólicas sobre las que quizás se hacen muchas ilusiones-, por muy sofisticadas que sea la perfección de estas nuevas armas, la tradición -por poner un ejemplo- que en el bautismo solemne incluye los anatemas contra el diablo maldito no quedará eliminada por mucho tiempo; la tradición de no absolver los pecados sino después de la confesión individual, no quedará
eliminada por mucho tiempo; la tradición de la Misa Católica tradicional latina y gregoriana, con un idioma, canon y conjunto de ritos fieles al misal romano de San Pío V, muy pronto volverá a su puesto de honor; la tradición del catecismo de Trento o de un manual que sea conforme al mismo tampoco tardará en florecer.
Hay un conocimiento por parte de los miembros de la Iglesia, sea cual fuere su rango, de la tradición de la Iglesia sobre los puntos mayores del dogma, de la moral, de los diferentes estados de vida, de la perfección a la que estamos llamados. Y los guardan sin mala conciencia, aunque los custodios jerárquicos de esta tradición
pretendan intimidarlos o hacerlos dudar, y aunque los verdugos modernistas los persigan con agrio refinamiento.
Están muy ciertos de que apoyándose en la tradición no se separan en nada del vicario visible de Cristo. Pues el vicario visible de Cristo es gobernado por Cristo de tal modo que no pueda cambiar ni hacer olvidar la tradición de la Iglesia. Si por desgracia intenta lo contrario, él mismo o sus sucesores inmediatos deberán proclamar un día bien alto lo que permanece vivo para siempre en la memoria de la Iglesia: la tradición apostólica. La Esposa de Cristo no corre el riesgo de perder la memoria.
En cuanto a los que dicen que la tradición es sinónimo de esclerosis o que se progresa en oposición a la tradición; es decir, a cuantos presentan delirantes espejismos de una absurda filosofía del devenir, les recomendaría leyeran a San Vicente de Lérins en su Commonitorium y estudiasen un poco más la historia de la
Iglesia: dogmas, sacramentos, estructuras fundamentales, vida espiritual, para entrever la diferencia esencial que existe entre “ir por delante” o ”ir por mal camino”; tener “las ideas avanzadas” o “avanzar según las buenas ideas”. En resumen, se trata de distinguir entre el aprovechamiento y el cambio.