Traducir

viernes, 15 de agosto de 2025

El tránsito felicísimo y glorioso de María Santísima al cielo

 


Acercábase  ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva arca del Testamento había de ser colocada en el templo de la Celestial Jerusalén. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalén y casa del Cenáculo. El primero que llegó fue San Pedro, porque le trajo un Ángel desde Roma, donde estaba en aquella ocasión. Y allí se le apareció y le dijo cómo se llegaba cerca el tránsito de María Santísima, que el Señor mandaba viniese a Jerusalén para hallarse presente. Y dándole el Ángel este aviso le trajo desde Italia al cenáculo, donde estaba la Reina del mundo retirada en su oratorio, algo rendidas las fuerzas del cuerpo a las del amor divino, porque como estaba tan vecina del último fin, participaba de sus condiciones con más eficacia.

Salió la gran Señora a recibir al Vicario de Cristo nuestro Salvador y puesta de rodillas a sus pies le pidió la bendición y le dijo: Doy gracias y alabo al Todopoderoso porque me ha traído a mi Santo Padre, para que me asista en la hora de mi muerte.—Llegó luego San Pablo, a quien la Reina hizo respectivamente la misma reverencia con iguales demostraciones del gozo que tenía de verle. Saludáronla los Apóstoles como a Madre del mismo Dios, como a su Reina y propia Señora de todo lo criado, pero con no menos dolor que reverencia, porque sabían venían a su dichoso tránsito. Tras de los Apóstoles llegaron los demás y los discípulos que vivían, de manera que tres días antes estuvieron todos juntos en el Cenáculo, y a todos recibió la divina Madre con profunda humildad, reverencia y caricia, pidiendo a cada uno que la bendijese, y todos lo hicieron y la saludaron con admirable veneración; y por orden de la misma Señora, que dio a San Juan, fueron todos hospedados y acomodados.

Algunos de los apóstoles que fueron traídos por ministerio de los Ángeles y del fin de su venida los habían ya informado, se fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas. Otros lo ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los Ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo hicieron.

"Comunicaron luego con San Pedro la causa de su venida, para que los informase de la novedad que se ofrecía; porque todos convinieron que si no la hubiera no los llamara el Señor con la fuerza que para venir habían sentido. El Apóstol San Pedro, como cabeza de la Iglesia, los juntó a todos para informarlos de la causa de su venida y estando así congregados les dijo: Carísimos hijos y hermanos míos, el Señor nos ha llamado y traído a Jerusalén de partes tan remotas no sin causa grande y de sumo dolor para nosotros.

Su Majestad quiere llevarse luego al trono de la eterna gloria a su beatísima Madre, nuestra maestra, todo nuestro consuelo y amparo. Quiere su disposición divina que todos nos hallemos presentes a su felicísimo y glorioso tránsito. Cuando nuestro Maestro y Redentor se subió a la diestra de su Eterno Padre, aunque nos dejó huérfanos de su deseable vista, teníamos a su Madre Santísima para nuestro refugio y verdadero consuelo en la vida mortal; pero ahora que nuestra Madre y nuestra luz nos deja, ¿Qué haremos? ¿Qué amparo y qué esperanza tendremos que nos aliente en nuestra peregrinación? Ninguna hallo más de que todos la seguiremos con el tiempo.

"Comunicaron luego con San Pedro la causa de su venida, para que los informase de la novedad que se ofrecía; porque todos convinieron que si no la hubiera no los llamara el Señor con la fuerza que para venir habían sentido. El Apóstol San Pedro, como cabeza de la Iglesia, los juntó a todos para informarlos de la causa de su venida y estando así congregados les dijo: Carísimos hijos y hermanos míos, el Señor nos ha llamado y traído a Jerusalén de partes tan remotas no sin causa grande y de sumo dolor para nosotros.

Su Majestad quiere llevarse luego al trono de la eterna gloria a su beatísima Madre, nuestra maestra, todo nuestro consuelo y amparo. Quiere su disposición divina que todos nos hallemos presentes a su felicísimo y glorioso tránsito. Cuando nuestro Maestro y Redentor se subió a la diestra de su Eterno Padre, aunque nos dejó huérfanos de su deseable vista, teníamos a su Madre Santísima para nuestro refugio y verdadero consuelo en la vida mortal; pero ahora que nuestra Madre y nuestra luz nos deja, ¿Qué haremos? ¿Qué amparo y qué esperanza tendremos que nos aliente en nuestra peregrinación? Ninguna hallo más de que todos la seguiremos con el tiempo.

Los Apóstoles y discípulos y algunos otros fieles ocuparon el oratorio de María santísima, estando todos ordenadamente en su presencia, y San Pedro con San Juan Evangelista se pusieron a la cabecera. La gran Señora los miró a todos con la modestia y reverencia que solía y hablando con ellos dijo: Carísimos hijos míos, dad licencia a vuestra sierva para hablar en vuestra presencia y manifestaros mis humildes deseos.—Respondióla San Pedro que todos la oirían con atención y la obedecerían en lo que mandase y la suplicó se asentase par hablarles. Parecióle a San Pedro estaría algo fatigada de haber perseverado tanto de rodillas, y que en aquella postura estaba orando al Señor y para hablar con ellos era justo tomase asiento como Reina de todos.

 Pero la que era maestra de humildad y obediencia hasta la muerte, cumplió con estas virtudes aquella hora y respondió que obedecería en pidiéndoles a todos su bendición y que le permitieran este consuelo. Con el consentimiento de San Pedro se puso de rodillas ante el mismo Apóstol y le dijo: Señor, como Pastor Universal y Cabeza de la Santa Iglesia, os suplico que en vuestro nombre y suyo me deis vuestra santa bendición y perdonéis a esta sierva vuestra lo poco que os he servido en mi vida, para que de ella parta a la eterna. Y si es vuestra  doncellas pobres, que su caridad me ha obligado siempre.—Postróse luego y besó los pies de San Pedro como Vicario de Cristo, con abundantes lágrimas y no menor admiración que llanto del mismo Apóstol y todos los circunstantes. De San Pedro pasó a San Juan y puesta también a sus pies le dijo: Perdonad, hijo mío y mi señor, el no haber hecho con vos el oficio de Madre que debía, como me lo mandó el Señor, cuando de la Cruz os señaló por hijo mío y a mí por madre vuestra (Jn 19, 27). Yo os doy humildes y reconocidas gracias por la piedad con que como hijo me habéis asistido. Dadme vuestra bendición para subir a la compañía y eterna vista del que me crió.

Prosiguió esta despedida la dulcísima Madre, hablando a todos los Apóstole singularmente y algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos. Hecha esta diligencia se levantó en pie y hablando a toda aquella santa congregación en común dijo: Carísimos hijos míos y mis señores, siempre os he tenido en mi alma y escritos en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la caridad y amor que me comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en vosotros como en sus escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a las moradas celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes en la clarísima luz de la divinidad, cuya vista espera y desea mi alma con seguridad. La Iglesia mi madre os encomiendo con la exaltación del santo nombre del Altísimo, la dilatación de su Ley evangélica, la estimación y aprecio de las palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte y la ejecución de toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la Santa Iglesia y de todo corazón unos a otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó vuestro Maestro. Y a vos, Pedro, Pontífice Santo, os encomiendo a Juan mi hijo y también a los demás.

 Acabó de  hablar María Santísima, cuyas palabras como flechas de divino fuego penetraron y derritieron los corazones de todos los Apóstoles y circunstantes, y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra, moviéndola y enterneciéndola con gemidos y sollozos; lloraron todos, y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos.

"Y después de algún espacio les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado en un trono de inefable gloria, acompañado de todos los santos de la humana naturaleza y de innumerables de los coros de los ángeles, y se llenó de gloria la casa del cenáculo. María santísima adoró al Señor y le besó los pies y postrada ante ellos hizo el último y profundísimo acto de reconocimiento y humillación en la vida mortal, y más que todos los hombres después de sus culpas se humillaron, ni jamás se humillarán, se encogió y pegó con el polvo esta purísima criatura y Reina de las alturas. Dióle su Hijo Santísimo la bendición y en presencia de los cortesanos del cielo le dijo estas palabras:

Madre mía carísima, a quien yo escogí para mi habitación, ya es llegada la hora en que habéis de pasar de la vida mortal y del mundo a la gloria de mi Padre y mía, donde tenéis preparado el asiento a mi diestra, que gozaréis por toda la eternidad. Y porque hice que como Madre mía entraseis en el mundo libre y exenta de la culpa, tampoco para salir de él tiene licencia ni derecho de tocaros la muerte. Si no queréis pasar por ella, venid conmigo, para que participéis de mi gloria que tenéis merecida.


"Postróse la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le respondió: 

Hijo y Señor mío, yo os suplico que Vuestra Madre y sierva entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir.—Aprobó Cristo nuestro Salvador el sacrificio y voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. Luego todos los Ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos de los cánticos de Salomón y otros nuevos. Y aunque de la presencia de Cristo nuestro Salvador solos algunos Apóstoles con San Juan Evangelista tuvieron especial ilustración y los demás sintieron en su interior, divinos y poderosos efectos, pero la música de los Ángeles la percibieron con los sentidos así los Apóstoles y discípulos, como otros muchos fieles que allí estaban. Salió también una fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de resplandor admirable, viéndolo todos, y el Señor ordenó que para testigos de esta nueva maravilla concurriese mucha gente de Jerusalén que ocupaba las calles.

"Al entonar los Ángeles la música, se reclinó María santísima en su lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado cuerpo, puestas las manos juntas y los ojos fijados en su Hijo Santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo 2 de los Cantares (Cant 2, 10):

Surge, propera, amica mea, etc., que quieren decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno, etc., en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo Santísimo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).—Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida fue el amor, sin otro achaque ni accidente alguno. Y el modo fue que el poder divino suspendió el concurso milagroso con que la conservaba las fuerzas naturales para que no se resolviesen con el ardor y fuego sensible que la causaba el amor divino, y cesando este milagro hizo su efecto y la consumió el húmido radical del corazón y con él faltó la vida natural.

"Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a la diestra y trono de su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los Ángeles se alejaba por la región del aire, porque toda aquella procesión de Ángeles y Santos, acompañando a su Rey y a la Reina, caminaron al cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes eran llenos de suavidad interior y exterior. Los mil Ángeles de la custodia de María Santísima quedaron guardando el tesoro inestimable de su virginal cuerpo. Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio y luego cantaron muchos himnos y salmos en obsequio de María santísima ya difunta. Sucedió este glorioso tránsito de la gran Reina del mundo, viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a trece días del mes de agosto y a los setenta años de su edad, menos los veintiséis días que hay de trece de agosto en que murió hasta ocho de septiembre en que nació y cumpliera los setenta años.


martes, 12 de agosto de 2025

LA NUEVA FSSPX INSISTE EN APARENTAR DEFENDER LA FE

 


A continuación presentamos análisis de la conferencia impartida por el padre Davide Pagliarani, Superior General de la FSSPX en la Vendée, se incluye link de la conferencia.

Comentarios a la Conferencia del padre Pagliarani, superior de la FSSPX, a los fieles de la Vendée

Minuto 1:00: El Superior General de la FSSPX, Fr. Davide Pagliarani hace mención de la heroica declaración de Mons Lefebvre 1971, esta declaración la usan para su propia promoción, pero no lo siguen ni lo siguieron al menos claramente desde 2012. Presentamos 4 ejemplos claros y graves de que no siguen lo enseñado por Mons. Lefebvre en su declaración (noviembre 1974).

    1º La aceptación de Mons. Fellay (2022) a título de Superior General de la SSPX del modernismo, del magisterio modernista y de la validez de la nueva misa. Este hecho provocó la salida de más de 50 sacerdotes y religiosos afiliados a la FSSPX para no ser parte de esta apostasía.

    2º Años antes ya habían aceptado el levantamiento de excomuniones por parte del modernismo (diciembre 2008) a los obispos de la FSSPX consagrados por Mons. Lefebvre, sin embargo, esas excomuniones fueron inválidas, no reivindicaron a Mons. Lefebvre y no pidieron nulidad de las excomuniones para el Fundador ni para Mons. De Castro Mayer, eso significó, aceptar de forma tácita, que las excomuniones fueron lícitas, por lo tanto, aceptaron que las consagraciones no eran necesarias para preservar la Fe y que la Iglesia Conciliar oficial actuó con justicia. Esto es un ejemplo muy precoz de que la FSSPX ya claudicaba en la defensa de la Fe y la meta era congraciarse con la Roma modernista.

     3º En tiempos más recientes, aceptaron la jurisdicción ordinaria a manos de Francisco (noviembre 2016). Aceptar la jurisdicción ordinaria es reconocer que no hay crisis en la Iglesia y no se requiere resistir al modernismo. La FSSPX siempre recurrió válidamente a la jurisdicción de suplencia, que en tiempos de crisis en la Iglesia o apostasía no se requiere de la jurisdicción ordinaria para la administración de Sacramentos (penitencia, matrimonio, extremaunción y orden sacerdotal).  Aceptar la jurisdicción ordinaria de Francisco fue aceptar que los modernistas tenían razón y que no hay diferencia entre católicos y conciliares.

    4º Para colmo, aceptaron y promovieron la “vacuna Covid-19” manufacturada con partes de fetos abortados, la recomendaron como moralmente aceptable; esa aceptación es una muestra clave de la amistad con los modernistas y signo de apostasía, pues la vacuna covid utiliza partes de fetos abortados sin las cuales la “vacuna” sería imposible que se fabricara. Ellos mismos aceptaron y recomendaron la vacuna sin objeción moral antes que los mismos modernistas. (Diciembre 2021). 

LEER AQUI LA POSTURA OFICIAL DE LA FSSPX SOBRE LAS VACUNAS COVID


Minuto 6:30: el padre Davide hace referencias a objeciones y reacciones que vienen por fuera de la Fraternidad hablando de la reforma litúrgica, ecumenismo. ¿De la FSSPX no vienen esas objeciones?

Minuto 11:30. Hace referencia a Benedicto XVI y su hermenéutica de continuidad y el Motu proprio 2007, según el Fr. Davide tuvo un efecto positivo para que muchos conocieran la misa tridentina, esto es un error, porque no se puede aceptar algo malo que ofende a Dios (rebajar la misa verdadera a rito extraordinario), para que algo bueno, como lo es la Misa de siempre sea reconocida, la Misa de San Pio V tiene y ya tenía derechos para toda la eternidad. Hacer esto es depreciar la gloria de Dios 

Minuto 17:54 Sobre la Sinodalidad.  Dice el padre Davide que no es error de contenido sino de método. ¿No es error de contenido? La Sinodalidad para Francisco es el equiparamiento de la autoridad en la Iglesia repartido entre los obispos, sacerdotes y fieles en la función de enseñar, eso es una herejía.

Minuto 30:00:  el padre desmenuza los errores de la sinodalidad, pero él como Superior General de la FSSPX, ¿Qué tipo de objeción o protesta formal presentó al papa Francisco para salvaguardar la Fe públicamente? Esta conferencia "valiente" llegó demasiado tarde.

Minuto 41:30 el padre habla de la batalla doctrinal, legado de Mons. Lefebvre, el enemigo con quien luchar es el modernismo, pero en los hechos ¿qué hicieron? Volvemos a los 4 ejemplos más importantes del inicio de esta publicación. 

Minuto 46:40 expone como si de forma eficaz defendieran la fe y la tradición contrario a lo que han hecho, simplemente a eso se le llama retórica para el convencimiento de ellos mismos o de sus seguidores.

Minuto 48:00: se distancia de las comunidades Ecclesia Dei, pero la FSSPX ya cedió en los mismos puntos de Doctrina que esas comunidades.


El que no esta Conmigo está contra Mí, el que no recoge conmigo, desparrama. Mt 12,30

Carísimos, no creáis a todo espíritu, sino poned a prueba los espíritus si son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido al mundo. 1Juan 4,1


Por eso me obstino. Y si se quiere conocer el motivo profundo de esa obstinación, es éste: en la hora de mi muerte, cuando Nuestro Señor me pregunte: ¿Qué has hecho de tu episcopado, y con tu gracia episcopal y sacerdotal?, no quiero oír de su boca estas terribles palabras: Has cooperado con los demás a destruir mi Iglesia”. Monseñor Marcel Lefebvre



miércoles, 6 de agosto de 2025

SACRATÍSIMO CORAZON DE JESUS

 


Oh Sacratísimo Corazón de Jesús, afligido con lágrimas por la ceguera y las iniquidades de los hombres, ayúdanos por tu gracia a aspirar siempre a lo que te agrada y renunciar a lo que te desagrada, para que permanezcamos en tu amor y encontremos paz para nuestras almas. Amén. ( Obispo Clemens August von Galen).

EL FIN DEL HOMBRE (San Ignacio de Loyola)


“El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe privarse de ellas cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que cae bajo la libre determinación de nuestra libertad y no le está prohibido; en tal manera que no queramos, de nuestra parte, más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y así en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados”.

jueves, 24 de julio de 2025

MARÍA SANTÍSIMA, MODELO DE OBEDIENCIA

 


Ecce ancilla Domini: fiat mihi secundum verbum tuum – “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Por el cariño que María dedicaba a la virtud de la obediencia, no quiso, cuando San Gabriel vino a anunciar su maternidad Divina, llamarse a sí misma por otro nombre que no fuera el de esclava: He aquí la esclava del Señor. Sí, dice Santo Tomás de Villanova, porque esta fiel esclava nunca contradijo al Señor con sus obras ni con sus pensamientos; pero, despojada de toda voluntad propia, vivió siempre y en todo obediente a la Voluntad Divina. San Bernardino de Siena observa que la obediencia de María fue mucho más perfecta que la de los otros santos, porque todos los hombres, debido a la inclinación al mal debido al pecado original, encuentran difícil hacer el bien. María, por el contrario, inmune como era a todo el labeo de la culpa, era como una rueda que se movía rápidamente con toda inspiración Divina y no hacía más que observar y ejecutar lo que agradaba a Dios. – De ella se dijo: Anima mea liquefacta est, ut dilectus meus locutus est – "Mi alma se derritió, tan pronto como mi amado habló"; porque, en la explicación de Ricardo, el alma de la Virgen era como metal fundido, lista para tomar todas las formas que Dios quisiera. 

San Alfonso María de Ligorio





martes, 22 de julio de 2025

TESTAMENTO ESPIRITUAL DE ALESSANDRO SERENELLI (AGRESOR DE SANTA MARIA GORETTI)

 


Alejando Serenelli murió en  mayo de 1970 en el convento de los Capuchinos donde fue portero. Este texto se encontró después de su muerte en un sobre cerrado con fecha del 5 de mayo.

Huid del mal y seguid siempre el bien. Testamento espiritual de Alessandro Serenelli "Soy un viejo de casi 80 años, pronto voy a terminar mis días. Echando una mirada al pasado, reconozco que en mi primera juventud recorrí un sendero falso, la vía del mal que me condujo a la ruina. Veía todo a través de la prensa, los espectáculos y los malos ejemplos que siguen la mayoría de los jóvenes son siquiera pensarlo. Y yo hice lo mismo. No me preocupaba. Personas creyentes y practicantes tenía cerca de mí, pero no les prestaba atención, cegado por una fuerza brutal que me empujaba hacia un sendero malo. A los 20 años cometí el delito pasional, del que hoy me horrorizo con sólo recordarlo. María Goretti, ahora Santa, fue el ángel bueno que la Providencia había puesto ante mis pasos para guiarme y salvarme. Todavía tengo grabadas en mi corazón sus palabras de compasión y de perdón. Rezó por mí e intercedió por su asesino. Siguieron 30 años de prisión. Si no hubiera sido menor de edad, hubiera estado condenado a cadena perpetua. Acepté la merecida condena. Expié mi culpa. La pequeña María fue verdaderamente mi luz, mi protectora; con su ayuda, me porté bien en mis 27 años de cárcel e intenté vivir honradamente cuando la sociedad me aceptó de nuevo entre sus miembros.

" Los Hermanos de San Francisco, los Capuchinos, me acogieron con caridad seráfica en su monasterio no como un siervo, sino como un hermano y con ellos convivo desde hace 24 años. Ahora espero sereno el momento de ser admitido en la visión de Dios, de abrazar a mis seres queridos de nuevo, y de estar junto a mi ángel protectora y su querida Madre, Assunta. Los que lean esta carta, ojalá que quieran seguir la feliz enseñanza de huir del mal y seguir el bien siempre. Pienso que la religión con sus preceptos no es una cosa que se pueda menospreciar, sino que es el verdadero consuelo, el único camino seguro en toda circunstancia, hasta las más dolorosas de la vida. Paz y bien Alessandro Serenelli Macerata, Italia 

jueves, 17 de julio de 2025

ANACLETO GONZALEZ FLORES REPRENDE A LOS CATOLICOS MEXICANOS

 


EL HÁLITO DE SATANÁS

"Muchos católicos desconocen la gravedad del momento y sobre todo las causas del desastre, ignoran cómo los tres grandes enemigos, el Protestantismo, la Masonería y la Revolución, trabajan de manera incansable y con un programa de acción alarmante y bien organizado.

Estos tres enemigos están venciendo al Catolicismo en todos los frentes, a todas horas y en todas la formas posibles. Combaten en las calles, en las plazas, en la prensa, en los talleres, en las fábricas, en los hogares. Trátase de una batalla generalizada, tienen desenvainada su espada y desplegados sus batallones en todas partes. Esto es un hecho. Cristo no reina en la vía pública, en las escuelas, en el parlamento, en los libros, en las universidades, en la vida pública y social de la Patria. Quien reina allí es el demonio. En todos aquellos ambientes se respira el hálito de Satanás.

Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos hemos contentado con rezar, ir a la iglesia, practicar algunos actos de piedad, como si ello bastase «para contrarrestar toda la inmensa conjuración de los enemigos de Dios». Les hemos dejado a ellos todo lo demás, la calle, la prensa, la cátedra en los diversos niveles de la enseñanza. En ninguno de esos lugares han encontrado una oposición seria. Y si algunas veces hemos actuado, lo hemos hecho tan pobremente, tan raquíticamente, que puede decirse que no hemos combatido. Hemos cantado en las iglesias pero no le hemos cantado a Dios en la escuela, en la plaza, en el parlamento, arrinconando a Cristo por miedo al ambiente.

Reducir el Catolicismo a plegaria secreta, a queja medrosa, a temblor y espanto ante los poderes públicos cuando éstos matan el alma nacional y atasajan en plena vía la Patria, no es solamente cobardía y desorientación disculpable, es un crimen histórico religioso, público y social, que merece todas las execraciones.

....Las almas sufren de empequeñecimiento y de anemia espiritual. Nos hemos convertido en mendigos, renunciando a ser dueños de nuestros destinos. Se nos ha desalojado de todas partes, y todo lo hemos abandonado.

Hasta ahora casi todos los católicos no hemos hecho otra cosa que pedirle a Dios que Él haga, que Él obre, que Él realice, que haga algo o todo por la suerte de la Iglesia en nuestra Patria. Y por eso nos hemos limitado a rezar, esperando que Dios obre. Y todo ello bajo la máscara de una presunta «prudencia». Necesitamos la imprudencia de la osadía cristiana.

Más aún, no son pocos los católicos que se atreven a llamar imprudente al que sabe afirmar sus derechos en presencia de sus perseguidores. Es necesario que esta situación de aislamiento, de alejamiento, de dispersión nacional, termine de una vez por todas, y que a la mayor brevedad se piense ya de una manera seria en que seamos todos los católicos de nuestra Patria no un montón de partículas sin unión, sino un cuerpo inmenso que tenga un solo programa, una sola cabeza, un solo pensamiento, una sola bandera de organización para hacerles frente a los perseguidores."

Discurso de Anacleto González Flores, mártir.

miércoles, 16 de julio de 2025

MONSEÑOR LEFEBVRE DENUNCIA EL ECUMENISMO DE LA NUEVA RELIGION DEL VATICANO II

 



ELLOS (LOS MODERNISTAS) CONSERVAN LAS IGLESIAS, NOSOTROS CONSERVAMOS LA FE. 

SERMON DE MONSEÑOR LEFEBVRE SOBRE EL ECUMENISMO EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO 29 DE JUNIO DE 1985

miércoles, 9 de julio de 2025

EL MISTERIO DEL MAS ALLA: R. P. ROYO MARIN (Primera Parte)



EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ

Antonio Royo Marín, O.P.

AL LECTOR (Artículos apologéticos sobre lo que debemos recordar siempre hasta nuestra muerte para unos y para otros sean estas páginas un retorno a la fe o a la devoción)

Las siguientes páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias.
La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas.

I

EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ

Comenzamos hoy, bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de Atocha, esta serie de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio del más allá.
Y, ante todo, os voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales razones que me han movido a ello:
En primer lugar, por su trascendencia soberana. Ante él, todos los demás problemas que se pueden plantear a un hombre sobre la tierra, no pasan de la categoría de pequeños problemas sin importancia. No voy a invocar una conversación tenida con un alto intelectual. Salid simplemente a la calle. Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿Adónde vas?
Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?

Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿adónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del sepulcro?

Señores: éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen y se esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra existencia, es el de nuestros destinos eternos.
La segunda razón que me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia sobrenatural para orientar a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo no puede dejar indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la vida humana. No se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros destinos inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle forzosamente hasta lo más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es menester ser un loco o un insensato irresponsable.

La tercera razón, señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no puede envejecer jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana, de una manera especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere caracteres de palpitante actualidad. No hay más que contemplar el mundo, señores, para ver de qué manera camina desorientado en las tinieblas por haberse puesto voluntariamente de espaldas a la luz.

Es inútil que se reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales. No lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante Cristo, ante Aquél que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos todos de que por encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos humanos es preciso salvar el alma, se pongan en vigor, en todas las naciones del mundo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales e internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será absolutamente inútil todo cuanto se intente.

Precisamente porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de la otra nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios no lo remedia, acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro resplandor y el estruendo horrísono de las bombas atómicas.


Examinemos, señores, los datos fundamentales del problema.
Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.

La primera podría tener como símbolo una sala de fiestas, un salón de baile, un cabaret, y sobre su frontispicio esta inscripción, estas solas palabras: No hay más allá. Por consiguiente, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Concepción materialista de la vida, señores.

Pero hay otra concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una grandiosa catedral en cuyo frontispicio se leyera esta inscripción: ¡Hay un más allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva todavía: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?

He aquí, señores, la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero hecho de haber nacido: “estamos ya embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda aventura.

Yo comprendo perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo irreflexivo que se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus placeres, sus riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo perfectamente, porque es un insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Pero una persona que tenga un poquito de fe y otro poco de sentido común, que sepa reflexionar y que se plantee el problema del más allá, y se encoja de hombros ante él y diga: “La eternidad, ¿qué me importa eso?”, señores, eso no lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el problema pavoroso del más allá no podemos permanecer indiferentes, no podemos encogernos de hombros. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, si no queremos renunciar, no ya a la fe cristiana, sino a la simple condición de seres racionales.
Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos: del misterio del más allá.

Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!

No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.

A ese incrédulo del “corazón”, a ése que lanza su carcajada volteriana porque “no le interesan las cosas de los curas y de los frailes”, a ése no tengo que decirle absolutamente nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral de San Agustín: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.

No me dirijo al incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la calle, que vive quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un corazón recto; a ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón naturalmente cristiano, pero irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Con éste quiero hablar. Con éste quiero entablar diálogo, y le digo: “amigo, escúchame, que estoy completamente seguro de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la inteligencia y al corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a escuchar con sincera rectitud de intención”.

Te voy a hablar de la existencia del más allá. Voy a proponerte tres argumentos. Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas intelectuales. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.


Primer argumento, señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.
Las personas cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso encontrar el principio fundamental de la filosofía planteando su famosa “duda metódica”. Se propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y sencillas, para ver si encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y palmaria que fuera absolutamente imposible dudar de ella, con el fin de tomarla como punto de partida para construir sobre ella toda la filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo tan absoluto y universal, se dio cuenta de que estaba pensando, y al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad, no admite vuelta de hoja, aunque no constituye, ni mucho menos, el principio fundamental de la filosofía: “Pienso, luego existo”.

Señores, una duda real, absoluta y universal, que no excluya verdad alguna, además de absurda e insensata, es herética y blasfema. El mismo Descartes, que era y actuó siempre como católico, se encargó de aclarar después que no había tratado en ningún momento de extender su duda universal a las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de orden puramente natural y humano.
Nosotros no vamos a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero vamos a fingir, vamos a imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera absolutamente nada sobre la existencia del más allá. Es absurda tal suposición, puesto que esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a imaginarnos, por un momento, ese disparate. Y amontonando nuevos absurdos y despropósitos, vamos a suponer, por un momento, que la razón humana no nos ofreciera tampoco ningún argumento enteramente demostrativo de la existencia del más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad.

¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?

Es indudable, señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no podríamos tomarla a broma.

Reflexionad un momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras, sobre todo cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar. El mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no tiene por qué preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en asegurarlo  contra un posible incendio, porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable. Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido! Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible que se produzca, sino que ni siquiera es probable. Es, simplemente, posible, nada más. No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder, lo asegura y hace muy bien.

Otros hacen seguro contra el pedrisco, otros contra el robo. ¿Es que están convencidos de que sobre sus tierras vendrá el pedrisco y las arrasará, o de que vendrá el ladrón y se apoderará de los bienes de su casa? No. Están completamente convencidos de lo contrario. No habrá pedrisco y, si lo hay, quedará muy localizado y no les arruinará todas sus tierras, ni muchísimo menos. Pero para evitarse el posible perjuicio parcial, firman la póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de fortuna. Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede poner reparo alguno.

Pues, señores, traslademos esto del orden puramente natural y humano, a las cosas del alma, al tremendo problema de nuestros destinos eternos, y saquemos la consecuencia.

Señores, aunque no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no fuera ni siquiera probable, sino meramente posible la existencia de un más allá con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque, si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata de la fortuna material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.

Aunque no tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y probabilidades, valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es del todo claro e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica y aleccionadora:
Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.

El argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!
En cambio, nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...”

¡Qué cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?
Señores, aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la partida a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la suya.


¡Ah!, pero tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos avanzar mucho más y hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar de lleno en el terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico, y después, en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad revelada por Dios.
Primero la filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables por la simple razón natural. Hay otras verdades que rebasan el marco de la simple filosofía y entran de lleno en el terreno de la fe. Por ejemplo, si el mismo Dios no se hubiese dignado revelarnos que es uno en esencia y trino en personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en este mundo. La razón natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede demostrar de una manera apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Ahora bien, si Dios existe, si el alma es inmortal, empezad vosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas en torno a nuestra conducta sobre la tierra.

Señores, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a fondo de ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.
En primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos un alma?

En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un triple argumento: ontológico, histórico y de teología natural.

1.º Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.

Señores, el alma existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la materia.
El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple, porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.

Examinad, señores, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa compuesta.

Luego, si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, señores. No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder infinito de Dios.
Ahora bien, éste es el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.

El principio de nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible: luego, es intrínsecamente inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo, hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás. Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.


Además de este argumento ontológico profundísimo que deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo brevemente.

2.º Argumento histórico. Echad una ojead al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.

Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.

Señores, se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.

¿Os dais cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las épocas, sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la  propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente infrustrable. Todo deseo natural y común a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico, porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.


3.º Argumento de teología natural. No me refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?”

La contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.
Un hombre tan poco sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra, esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

¡Vaya si volverá, señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá al orden después de la muerte.

El vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el joven pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su “despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer! Ya les queda poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el casado que pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y al revés. El obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen! Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus lágrimas, pronto terminará su martirio: porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y la joven obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.

Pero además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.

La certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo, por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica, infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza metafísica es una certeza absolutamente infalible.

Pues bien: La certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo del discurso y de la razón humanas.

Las dos certezas nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de Dios.

Dios ha hablado, señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:

“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)
“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)

Lo ha dicho Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6) ¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:

“Para tus fieles, Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así sea.