DEMOS GRACIAS A DIOS POR TODO LO RECIBIDO EN ESTE AÑO QUE FINALIZA
DEO GRATIAS
DEMOS GRACIAS A DIOS POR TODO LO RECIBIDO EN ESTE AÑO QUE FINALIZA
DEO GRATIAS
FELIZ NAVIDAD Y SANTO AÑO NUEVO LES DESEA EL ARIETE CATOLICO
Era una época anodina en la que los mejores se dejaban intimidar y desconcertar por los tontos.
León Daudet
No creo que ninguna época haya padecido semejante desprecio y semejante incapacidad para la verdad.
Louis VEUILLIOT
Le Play - El método de observación - La constitución esencial de la humanidad - “Todo se podía prever, menos un Papa liberal” - La heroína salvaje - El Syllabus - El Primer Concilio Vaticano - El testimonio del vizconde de Meaux - La bandera blanca - “Se oían venir por los caminos los caballos blancos que traían al rey...”.
Un hombre iba a marcar profundamente la época en el dominio de las ciencias sociales: Frédéric Le Play. Su pensamiento hará nacer la corriente social-cristiana que no cesará de disputar el terreno a la democracia cristiana.
Frédéric Le Play había nacido en 1806, cerca de Honfleur, de familia modesta. En 1827, entra en la Escuela de Minas en donde va a trabar amistad con un condiscípulo, Jean Raynaud, muy atraído por las ideas sansimonianas, entonces de moda. Sus continuas discusiones no les hacían abandonar sus respectivas ideas. No conseguían convencerse mutuamente. Fue entonces cuando los dos jóvenes tuvieron una idea; irse de viaje y tomar por árbitro de sus juicios las realidades sociales que observasen.
Se ve lo interesante del método. Al comprobar que cualquier solución quedaba bloqueada en sus razonamientos, deciden remitirse a los hechos.
Así es cómo Raynaud y Le Play toman, en 1829, el camino de la Alemania del Norte.
No emprenden su viaje sin un plan bien trazado:
“Teníamos que conseguir, en cada región —cuenta Le Play—, tres metas principales: visitar los establecimientos especiales que para la ingeniería de minas presentasen los modelos a seguir y los escollos a evitar; permanecer en cada establecimiento el tiempo necesario para observar los hechos esenciales y después, redactar las actas que recogiesen el recuerdo de todo ello. Ponerse en íntima relación con gentes y lugares, con el fin de establecer una clara distinción entre los hechos esencialmente locales y los que tienen un carácter de interés general, buscar solícitamente a las autoridades sociales de cada localidad, observar su forma de actuar, escuchar con respeto los juicios que emitiesen sobre los hombres y sobre las cosas”.
He aquí dos jóvenes responsables que acaban de hacer un importante descubrimiento: cuando la verdad ya no surge de los razonamientos, hay que ir a buscarla en los hechos.
Desde entonces, Le Play decide consagrar todos los años seis meses de viaje para sus estudios de metalurgia, simultáneos con los de las familias y las sociedades. Esto duró veinticinco años, sólo al término de los cuales presentará su primera obra: Les ouvriers européens (Los obreros europeos) (1855).
Al final de su investigación, Le Play puede escribir con serenidad: “He llegado poco a poco a las verdades eternas, es decir, a aquéllas que han sido evidentes para los pueblos prósperos de todos los tiempos”.
En 1864, Le Play publica la Réforme sociale (Reforma social) donde resume sus conclusiones y formula su doctrina.
En este siglo XIX, que Le Play domina gracias a la intrepidez de su gestión, chocan tanto las ideas entre sí que no hay manera de entenderse. Cada uno pretende “moldear la humanidad según un ideal ficticio y arbitrario”. El método de observación, explica Le Play, “nada pide a la pura abstracción, ni a la autoridad de un nombre conocido, no quita nada al organismo viviente y complejo de las sociedades, sino que apoyándose sobre los hechos bien observados y sobre la historia exacta, se decide por la restauración de las buenas costumbres del pasado y por la imitación de las sanas prácticas del presente. En una palabra, la prosperidad de los pueblos modelo dirige su camino, analiza el mecanismo de su éxito e indaga sus causas profundas; entre los elementos sociales así estudiados, indica cuáles son aplicables al ambiente, estado actual y temperamento del país a reformar. Este trabajo no procede de la imaginación, de la metafísica o de las pasiones de partidos, es esencialmente una obra de ciencia y de verdad”.
Le Play sitúa con exactitud el origen de los desórdenes de la sociedad:
“Cuando más busco la causa de nuestras revoluciones y de los males que llevan consigo —escribe— más la encuentro en los sofismas que han infectado nuestra nación a fines del siglo XVIII”.
Una de las más interesantes observaciones de Le Play es que la Revolución cabe de hecho en una docena de palabras a las que no se define o cuyo sentido ha sido tergiversado, y cita entre ellas: libertad, igualdad, fraternidad, democracia, aristocracia, progreso, civilización, ciencia, espíritu moderno, etc.
“Los oradores de nuestras cincuenta mil tabernas y los periodistas que los adoctrinan —añadía Le Play—, explotan con la ayuda de estas palabras las vagas aspiraciones de las clases ignorantes, degradadas o desgraciadas. El que primero llegue adquiere así el poder de propagar el error, le basta, en efecto, con pronunciar ciertas palabras, y ya no está obligado a crear con esfuerzo los sofismas que J. J. Rousseau, ante espíritus menos engañados, hábilmente apoyaba sobre razonamientos falsos y hechos inventados. En cuanto a las clases honradas y cultivadas, lo que hacen es intentar devolver a estas mismas palabras su verdadero sentido y así, el empleo que de ellas hacen empeora las cosas. La intervención de algunos eminentes escritores bastaría para desacreditar esta literatura revolucionaria y detendría a los hombres de bien en la pendiente peligrosa por la que se deslizan (...). Cuando nos hayan desembarazado de esta fraseología embrutecedora, volveremos a tomar posesión de nuestras fuerzas intelectuales”.
El mito de la Igualdad y el de la Libertad descansan sobre un error fundamental: la negación de la Caída.
Lo que a un gran filósofo, como Blanc de Saint- Bonnet, le llevó largo tiempo analizar, Le Play lo descubre con sus indagaciones. J. J. Rousseau ha falseado todo el razonamiento social el día en que ha proclamado, sin la menor prueba:
“El principio fundamental de toda la moral sobre el que he razonado todos mis escritos, es que el hombre es un ser bueno por naturaleza, amante de la justicia y el orden; que no hay maldad original en el corazón humano y que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos”.
El mal sería extraño a la naturaleza del hombre, son las instituciones las que le corrompen y bastaría con cambiarlas para restablecer el reino del bien.
Desde entonces, observa Le Play, “el problema social no es como se ha creído hasta el presente, hacer respetar a las sociedades y a sus dirigentes las instituciones que han dado a los pueblos la mayor fuente de prosperidad, sino al contrario, destruir estas instituciones para extirpar la fuente del mal y devolver al hombre su estado original de perfección”.
Este dogma rousseauniano es el verdadero fundamento de la subversión. Allí yace el Error Básico, la Gran Negación, el olvido del Pecado original.
El hombre escapa a toda disciplina, es libre, pero libre en contra de la naturaleza, que es tanto como decir que no lo es en absoluto pues si, por aberración, puede negar las leyes naturales, de ninguna manera puede sustraerse a su sanción. Cualquier error de apreciación con respecto a esto se paga con el sufrimiento. Quien pone su mano en el fuego se quema, a quien construye la sociedad sobre bases falsas, la sociedad se vuelve contra él. El hombre es libre, pero es castigado desde el momento en que usa mal de su libertad y se engaña sobre sus verdaderas relaciones con la Naturaleza, que son de dependencia y no de Libertad.
En este sentido es, en el que se ha podido decir que toda política se prolongaba en metafísica. El que olvida la caída de nuestros primeros padres, razona al revés. Todo se sostiene. La verdad no se suministra en porciones, es un bloque enorme y poderoso. Quien lo ignore se deja aplastar por ella.
Mientras Le Play encuentra, por vía de observación, lo que él llama la Constitución esencial de la Humanidad, comprueba que “en todas partes y siempre, la felicidad de los pueblos se presenta acompañada de un cierto conjunto de condiciones que faltan, no menos invariablemente, en los pueblos que sufren”. De ello saca la conclusión que “según esto, somos llevados a enlazar por la relación de la causa al efecto, la felicidad a este conjunto de condiciones y de principios, que responden desde los primeros tiempos, a los rasgos permanentes de la naturaleza humana”, volviendo así claramente la espalda al voluntarismo democrático, los católicos liberales prosiguen el cerco de la Iglesia.
Pudieron pensar por un momento que el cardenal Mastaí que asciende al trono pontificio el 17 de junio de 1846, con el nombre de Pío IX, es de los suyos. El príncipe de Metternich, al conocer la elección del cardenal Mastai, dijo estas palabras:
“Todo se podía prever, menos un Papa liberal”.
Ozanam se enardece:
“El más firme sostén del pontífice reformador, después de Dios, es el pueblo” escribe y recordando que la Iglesia del siglo VII sojuzgada por los emperadores bizantinos, se había vuelto hacia los bárbaros del Norte, pide que después de haber velado junto al lecho fúnebre de la monarquía, se vuelva hoy hacia la democracia, que vea en esta “heroína salvaje”, el gran número de almas a conquistar y la pobreza. Termina con esta exclamación: “¡Pasémonos a los bárbaros y sigamos a Pío IX!”.
La ilusión duro poco. Exactamente dos años, hasta el día en que Pío IX tendrá que huir de Roma, expulsado por la “heroína salvaje”.
Desde París, la explosión revolucionaria de 1848 se había propagado por Europa. El primer ministro del Papa, Rossi, había sido asesinado. Pío IX se salvó huyendo precipitadamente a Gaeta. La República fue proclamada en Roma.
Bajo la dura fuerza de la evidencia Pío IX reacciona y el 8 de diciembre de 1864 denuncia en la Encíclica Quanta cura los monstruosos errores del liberalismo. Es falso, declara, pretender que “la sociedad humana debería estar constituida y gobernada (...) sin hacer diferencia alguna entre la verdadera religión y la falsa”.
Decidido a ir al fondo de las cosas, Pío IX añade a la Encíclica un catálogo de los “principales errores” de la época que será conocido con el nombre de Syllabus.
Esto produjo una protesta en los católicos liberales. Entonces Pío IX asesta un gran golpe: convoca el Concilio y proclama el dogma de la Infalibilidad pontificia.
De lo que sucedía entre bastidores en este Concilio poseemos una narración muy interesante del vizconde de Meaux, personalidad liberal hoy olvidada, de finales del siglo XIX. M. de Meaux acompañó a Monseñor Dupanloup, jefe de la facción liberal en el Concilio:
“Llegué a Roma hacia mediados de diciembre (1869) y salí de allí antes de finales de enero. Durante mi estancia frecuenté asiduamente la villa Grazioli, al fondo de una larga avenida, donde al amparo del ruido de Roma, el jefe de la oposición en el Concilio se concertaba con sus compañeros de armas y sus lugartenientes para dirigir la campaña, bien en el interior, bien en el exterior de la sala cerrada a los profanos. Allí, yo encontraba, no solamente a los obispos franceses de la minoría... sino también a los más famosos entre los obispos extranjeros ... Había todos los domingos, en la villa Grazioli, una comida a la que asistían, entre varios prelados, los jóvenes que Monseñor Dupanloup empleaba para comunicarse, ya fuese con los periódicos, ya con las figuras políticas de Francia”.
Con ello queda claramente situada la existencia del “partido liberal” de donde derivará el “modernismo” llamado hoy “progresismo”.
“Cuando tuve que abandonar Roma—prosigue M. de Meaux— el Concilio no había comenzado todavía a deliberar sobre la Infalibilidad, preparaba un primer decreto que salía al encuentro de los errores contemporáneos sobre la fe, su campo de acción, su necesidad, su esencia y sus condiciones, considerada como gracia y virtud sobrenatural y, en la discusión entablada sobre este tema, la escuela opuesta a la nuestra, escuela a la que acusábamos de ser hostil tanto a la razón humana como a la libertad, no se imponía...
Así pues, las cosas estaban bastante adelantadas en la contaminación del espíritu del siglo. En todo caso, el corte era claro, declarado, público.
“En los salones de la Ciudad Eterna donde la mayoría de los obispos se mezclaban con gentes de mundo, por ejemplo en el palacio Borghese o en el palacio Rospigliosi, las opiniones se dividían entre ‘infalibilistas’, ‘antiinfalibilistas’ y ‘oportunistas’ ”.
Luego, estamos claramente ante un complot en el seno de la Iglesia. Acabamos de ver terminar otro, miremos de cerca el mecanismo del de 1870.
El vizconde de Meaux nos ha dejado un cuadro bastante vivo de las intrigas que entonces se desarrollaban en Roma:
“Había —relata— una princesa extranjera, Carolina Wittgenstein, cuya conversación me interesaba. Acababa de publicar un libro sobre la Murmuración en la Iglesia y en él, con el pretexto de denunciar el pecado, había descrito, sin incurrir en la censura, las faltas y los abusos observados de cerca alrededor del Vaticano. En otro tiempo, ella había estado muy enamorada de Liszt y se decía que, para escapar a la perseverancia de su afecto, Liszt se había hecho sacerdote. Cuando la conocí, era vieja, tenía bigote, fumaba puros y recibía habitualmente a cardenales. De su relación con Liszt, conservaba sin embargo una viva simpatía por Emile Ollivier que se había casado con una hija del gran artista y que acababa de ser llamado al ministerio por el emperador. También, cuando me hablaba de los asuntos de Francia era para alabarme la adhesión al imperio liberal. Pero, en cuanto a mí, yo buscaba su conversación sobre los asuntos de Roma. El cardenal Antonelli de buena gana le hacía las confidencias que deseaba se difundiesen; de esta manera conocí los propósitos formados para intimidar y hundir a la minoría del Concilio y no dejé de informar de ello al obispo de Orléans.
“En esta controversia teológica, no eran las mujeres las menos ardientes en tomar partido. A las que más se ocupaban de ello se las llamaba en broma las ‘madres de la Iglesia’ y, entre éstas, más de una se mostraba muy celosa por Monseñor Dupanloup. Los partidarios de éste se reunían con preferencia en casa de Mme. Craven (...). Su salón era el más variado, el más europeo que se pudiese encontrar.
“Los ingleses se mezclaban allí con franceses y romanos, y además, las relaciones bastante sospechosas que M. Craven había trabado durante su estancia en Nápoles habían hecho que penetrasen algunos personajes que nosotros ‘papales’ no habíamos tenido ocasión de columbrar en otra parte; los ‘patriotas’ italianos”.
Página curiosa ésta donde se ve cómo la intriga agitaba los salones romanos porque en ellos se formaba entonces la opinión. Hoy se trafica con ella en “coloquios”, “simposios”, “consejos” y otros parloteos, pero el método velado y secreto es el mismo. Los agentes del partido se presentan en ellos con su plan bien trazado. Conocen a los afiliados al complot, los reparten y quitan los votos, las mociones. Hacen literalmente la opinión.
Las “relaciones bastante sospechosas” de las que habla el vizconde Meaux, con los “patriotas” italianos, es decir con los carbonarios y francmasones italianos prefiguran las relaciones del mundo progresista cristiano actual con los terroristas, maoístas, castristas u otros. Todo esto se ha desviado, pero el proceso es el mismo.
Los señores liberales se animaban mutuamente en su lucha contra Pío IX. La proclamación de la infalibilidad pontificia, medida contrarrevolucionaria que iba a bloquear los progresos del modernismo, era el objeto de su cólera. Veían en ella el fin de sus esperanzas de “democratizar” la Iglesia y, en efecto, les hizo falta cierto tiempo para rehacerse. No es imposible por lo demás que un día tengan un nuevo fracaso, pues el dogma proclamado hace un siglo hace que se cierna sobre el error la definición ex-cathedra que volverá a poner las cosas en su sitio. La hora y el Papa que empuñe este arma, no lo sabemos, pero esto puede producirse. El futuro no está cerrado a la esperanza. Las “puertas del Infierno” no prevalecerán.
Sin duda alguna, M. de Meaux era un hombre honrado y aunque su partido le había trastornado el juicio, le hacía sufrir su desacuerdo con el Papa: “Mientras la lucha permanecía abierta, dice, no dudé en tomar el partido del obispo de Orléans, entre los adversarios de la declaración (de infalibilidad). Mi conciencia, respecto a esto, estaba tranquila. M. P. Pététot, a quien se lo había confiado durante su corta estancia en Roma, me había dicho: ‘Puesto que usted estima que la declaración sería funesta para la Iglesia, puede, e incluso debe hacer lo poco que de usted dependa para impedirlo’. Preparado con este consejo, que era conforme a mi propia idea, me asocié pues, sin descanso y sin preocupación, a la campaña que tenía su cuartel general en Villa Grazioli”.
¿Qué dirían los modernistas triunfantes si se les devolviese el argumento?
“Cuando busco, a treinta años de distancia —confiesa M. de Meaux—, a qué obedecíamos los laicos como nosotros, por qué y cómo este debate eclesiástico tenía importancia a nuestros ojos y para la sociedad civil (...), no era el dogma de la infalibilidad lo que nos costaba admitir. Lo que temían, lo que temía nuestro partido, era el triunfo de aquellos que pretendían la proclamación de este dogma (...). Si el absolutismo triunfa en Roma, una política que sea liberal y cristiana a la vez, no será posible por mucho tiempo en París”.
He aquí el secreto: la crisis religiosa es en realidad una crisis política. Es la contaminación del mundo católico por las ideas de 1789 la que ha desencadenado la crisis modernista. El progresismo no es más que una desviación de los mismos principios.
En 1871, al recibir Pío IX a una delegación de católicos franceses les decía:
“Tengo que decir la verdad a Francia. Existe un mal más temible que la Revolución, más temible que la Commune con sus hombres escapados del Infierno que propagaron el fuego en París. Lo que yo temo, es esta desgraciada política, ES EL LIBERALISMO CATÓLICO, ÉL ES LA VERDADERA PLAGA...”.
Dos años más tarde, en una carta al obispo Quimper, precisa: “No señalamos a los enemigos de la Iglesia, éstos son conocidos, sino a los que propagan y siembran la revolución, pretendiendo conciliar el catolicismo con la libertad”.
Estamos en el fondo del problema que ya no cesará de agitar a la Iglesia de ahora en adelante: ¿hay que pretender la restauración cristiana por la Contrarrevolución, o aceptar la Revolución y no reclamar para la Iglesia más que una precaria libertad, en una sociedad fundada sobre la voluntad del Hombre y no sobre la voluntad de Dios?
Lo que hay de asombroso en los católicos liberales, que aceptan la concepción del Estado salido de la Revolución de 1789, es que no ven que lo que una propaganda ha hecho, otra puede deshacerlo. Están tan intoxicados por la creencia en lo que todavía no se llama el “sentido de la Historia”, sino “el Progreso”, que no pueden imaginar que la Historia cambie de curso.
En lugar de lanzarse impetuosamente a la reconquista de los espíritus, no tienen más idea que la de no chocar con la opinión del momento. M. Dansette ha señalado con qué vigor, por el contrario, manejan los republicanos la masa electoral: “Su propaganda cubre las paredes, sus candidatos van a llevar la palabra oportuna hasta las aldeas más pequeñas, e incluso, fuera de las elecciones, su literatura no cesa de ser divulgada en las ferias”.
Entre 1873 y 1875, el destino, para Francia, queda en suspenso. La Asamblea de Versalles, compuesta en su mayoría de monárquicos, puede restablecer la monarquía de la forma más legal del mundo. Ahora bien, no lo hace. ¿Por qué? Porque entre los monárquicos existe la misma facción liberal:
“Todo se viene abajo, porque el acuerdo que se establece sobre la cuestión de régimen, se deshace por la cuestión del liberalismo. El conde Chambord tenía una concepción de la Realeza tradicional y cristiana que repudiaban los parlamentarios liberales. Aceptaban a Enrique V, pero con la Monarquía acomodada a su gusto, es decir, siguiendo las palabras clave, ‘el rey atado como un embutido’. El incidente de la bandera no ha sido más que un pretexto del que se ha usado y abusado para cortar el camino a un programa que no agradaba”.
El 8 de mayo de 1871, el señor conde de Chambord, declara:
“Sepamos reconocer al fin que el abandono de nuestros principios es la verdadera causa de nuestros desastres. “Una nación cristiana no puede desgarrar impunemente las páginas seculares de su historia, romper la cadena de sus tradiciones, encabezar su Constitución con la negación de los derechos de Dios, desterrar todo pensamiento religioso de sus códigos y de su enseñanza pública. “En estas condiciones, jamás hará otra cosa que un alto en el desorden, oscilará perpetuamente entre el cesarismo y la anarquía, esas dos formas El fin del siglo XIX es uno de los períodos más dramáticos de la historia. Parece que por última vez la posibilidad de restaurar el Orden tradicional de las Sociedades se le ofrece a Francia y, tras ella, por el ejemplo que daría por la difusión de su cultura, a Europa, a lo que mañana se llamará el Occidente.
Se ha dicho: si la restauración de la monarquía no se ha hecho, es por culpa del conde de Chambord, que no ha querido ceder en la cuestión de la bandera. Louis Veuillot ha contestado muy bien a los orleanistas: “Si vuestra bandera tricolor es un símbolo, y si la aceptáis como símbolo, no se trata de reforma, sino de abjuración”.
Algunos años más tarde, en el Orme du Mail, Anatole France, al evocar la situación de 1873, escribía:
“Se oían venir por los caminos los caballos blancos que traían al rey. Enrique Deodato venía a restablecer el principio de autoridad de donde salen las dos fuerzas sociales: el mando y la obediencia; venía a restaurar el orden humano con el orden divino, la sabiduría política con el espíritu religioso, la jerarquía, la ley, los principios, las libertades verdaderas, la unidad. Removiendo sus tradiciones, la nación volvía a encontrar con el sentido de su misión el secreto de su poder, el signo de la victoria”.
La oposición de Prusia, la astucia de las logias, la corrupción de la burguesía orleanista, la molicie de la gente de bien frustraron este posible destino, “y el pueblo cayó en la República: es decir, que repudió su herencia, que renunció a sus derechos y a sus deberes para gobernarse según su voluntad y vivir a su gusto en esa libertad a la que Dios pone trabas y que derriba sus imágenes temporales, el orden y la ley”.
Admirable visión de la corriente que arrastrará en adelante a este final del siglo XIX, hacia los desórdenes que le esperan, los trastornos de los que, hoy todavía, sufrimos las consecuencias.
A casi un siglo del acontecimiento, la Revolución de 1789 vencía a los principios contrarios que la habían contenido durante todo el siglo XIX. Ese gran siglo de la Batalla de las Ideas, en el que todo fue posible y todo se comprometió.
Recordemos, ante todo, que el derecho a la paz se mide
por la buena voluntad, y que, para gozar una paz profunda, ha
de estar la voluntad plenamente sometida a la de Dios. Aun en
este caso no estamos por completo al abrigo de posibles
peligros; por eso es preciso preservarse por medio de la
oración y la vigilancia.
Hablamos aquí con las almas generosas y prudentes que
se verán asaltadas de no pocos temores, amenazándolas
turbar su paz, por otra parte tan legítima. A fin de
tranquilizarlas, comenzaremos por decirles con el P. Grou: « 1º
Dios no turba jamás a un alma que desea sinceramente ir a El.
La amonesta, y tal vez la reprenda con severidad, pero nunca
la turba; por su parte el alma reconoce la falta, se arrepiente
de ella, la repara, y todo lo hace con paz y tranquilidad de
espíritu. Si se agita y desazona, esa turbación ha de provenir
siempre o del demonio, o del amor propio, y así debe, pues,
hacer cuanto esté de su parte para desecharla.»
«2º Todo pensamiento, todo temor vago, general, sin objeto
fijo y determinado, no procede de Dios ni de la conciencia,
sino de la imaginación. Se teme no haberlo dicho todo en la
confesión, se teme haberse explicado mal, se teme no haber
llevado a la comunión las disposiciones requeridas, y otros
temores vagos por el estilo con que el alma se fatiga y
atormenta: todo esto no procede de Dios. Cuando El hace al
alma alguna reprensión, tiene ésta siempre algún objeto
preciso, claro y determinado. Hase, pues, de despreciar esta
especie de temores y pasar resueltamente sobre ellos.» Muy
distinto sería el caso, si nuestra conciencia nos reprende de manera
clara y formal.
En el P. de Caussade, se halla una dirección muy útil
acerca de multitud de temores, pero, no pudiendo exponerlos
todos, entresacamos los principales.
Existe, por ejemplo, el temor de los hombres. «Aunque
ellos pueden decir y hacer, no hacen sino lo que Dios quiere y
permite, y nada hay que no le sirva para cumplimiento de sus
misteriosos designios. Impongamos, pues, silencio a nuestros
temores, y entreguémonos por completo a su divina
Providencia, pues dispone de resortes secretos, pero
infalibles, y no es menos poderoso para conducir a sus fines
por los medios en apariencia los más contrarios, que para
refrigerar a sus siervos en medio de hornos encendidos, o
hacerlos caminar sobre las aguas. Esta protección tan
paternal de la Providencia la experimentamos tanto más
sensiblemente, cuanto nos entregamos a Ella con más filial
abandono.»
Existe también el temor del demonio y de los lazos que de
continuo nos tiende dentro y fuera de nosotros. Mas Dios está
con el alma que vela y ora; y ¿no es El infinitamente más
fuerte que todo el infierno? Por otra parte, este temor bien
dirigido es precisamente una de las gracias que nos preserva
de las asechanzas. «Cuando a este humilde temor se une una
gran confianza en Dios, se sale siempre victorioso, salvo quizá
en ciertos lances de poca importancia, en que Dios permite
pequeñas caídas para nuestro mayor bien. Sirven, en efecto,
estas caídas para conservarnos siempre pequeños y
humillados en presencia de Dios, siempre desconfiados de
nosotros mismos, siempre anonadados a nuestros propios
ojos. Pecados de consideración no cometeremos mientras
estuviéramos preocupados con este temor de desagradar a
Dios; este solo temor nos ha de tranquilizar, porque es un don
de la misma mano que nos sostiene invisiblemente. Por el
contrario, cuando cesamos de temer es cuando tenemos
motivo de temer: el estado del alma se hace sospechoso
cuando no abriga temor alguno, ni siquiera aquel que se llama
casto y amoroso, es decir, dulce, apacible, sin inquietud ni
turbación, a causa del amor y de la confianza que siempre le
acompañan.»
«Para un alma que ama a Dios, nada hay más doloroso
que el temor de ofenderle, nada más terrible que tener el
espíritu lleno de malos pensamientos y sentir su corazón
arrastrado, en cierto modo a su pesar, por la violencia de las
tentaciones. Mas, ¿no habéis meditado jamás sobre los textos
de las Sagradas Escrituras, en que el divino Espíritu nos da a
entender la necesidad de las tentaciones, y los preciosos
frutos que ellas producen en las almas que no se dejan abatir?
¿No sabéis que son comparadas al horno donde la arcilla
adquiere su consistencia y el oro su brillo; que nos son
presentadas como motivo de alegría, señal de amistad con
Dios, y enseñanza indispensable para adquirir la ciencia de
Dios? Si recordarais estas verdades consoladoras, ¿cómo
pudierais dejaros abatir de la tristeza? Cierto que las
tentaciones nunca vienen de Dios, mas, ¿no es El quien
siempre las permite para nuestro bien? ¿Y no es preciso
adorar sus santas permisiones en todo, a excepción del
pecado que detesta, y que nosotros hemos de detestar con
El? Guardaos, pues, bien de dejaros turbar e inquietar por las
tentaciones: esta turbación se ha de temer más que las
mismas tentaciones . »
Es cierto que hemos de desconfiar de nuestra debilidad, y
tomar todas las precauciones prescritas para evitar las
tentaciones, pero sería una ilusión temerla con exceso.
«Avergonzaos de vuestra cobardía, y al encontraros frente a
una contradicción o humillación, decías que ha llegado el
momento de probar a Dios la sinceridad de vuestro amor.
Confiad en su bondad y en el poder de su gracia: esta
confianza os asegurará la victoria. Y aun cuando os
aconteciere caer en algunas faltas, será fácil reparar el daño
que os causaren; este daño es por otra parte casi
insignificante, si se le compara con los grandes bienes que
adquiriréis, sea por los esfuerzos que hacéis en el combate,
sea por el mérito que resulta de la victoria, sea aun por la
humillación que os causan estas ligeras derrotas. Por lo
demás, la desconfianza que os hace huir de las tentaciones
deseadas por Dios, os proporciona otras más peligrosas de
las que no desconfiáis, porque, por ejemplo, ¿qué tentación
más evidente y más baja que el desanimaros, y decir que jamás
tendréis éxito en la vida interior?»
Es cierto también que hemos de tener un inmenso horror al
pecado y la más exquisita vigilancia para huir de él; empero,
no se ha de confundir la tentación con el pecado. Aun los
asaltos más persistentes, la rebelión de las pasiones, las
repugnancias y las inclinaciones violentas, las imaginaciones,
las impresiones, todo esto puede muy bien no tener lugar sino
en la parte inferior del alma sin consentimiento alguno libre de
la parte superior, y por ende sin culpa alguna, y hasta puede
ser muy meritorio. Cuando la tentación no es fuerte se conoce
muy bien que, lejos de consentir, se la rechaza. No sucede lo
mismo «cuando Dios permite que la tentación llegue a ser
violenta, pues, a causa de las violentas agitaciones
involuntarias en la parte inferior, la superior, experimenta no
pequeña dificultad en discernir sus propios movimientos, y se
queda con grandes temores y perplejidades de haber
consentido. No es necesario más para envolver a las almas
buenas en las penas y espantosos remordimientos, que Dios
permite para probar su fidelidad. En esto, más aún que en
todo lo demás, deben seguir ciegamente el parecer de los que
las dirigen. Un confesor, que juzga con serenidad y sin
turbación, discierne mejor la verdad. Conoce la disposición
habitual de esas almas, la delicadeza de su conciencia, su
generosidad manifiesta; por este motivo, la aguda pena que
experimentan después de la tentación, su excesivo temor de
haber consentido, son para el confesor una prueba evidente
de que no han prestado el menor consentimiento pleno y
deliberado, pues no se pasa tan pronto de un supremo horror
al mal a su entera aceptación, y más sin advertirlo; y, por otra
parte, sabemos por experiencia que las personas que
sucumben no tienen ni estos temores. Cuanto mayores sean
unas y otras, más cierta es la garantía que resulta en favor de
la persona tentada». El temor de estar enemistado con Dios
es una pena extremadamente dura para las almas amantes.
Sucede, empero, que Dios quiere conservarlas en ella a fin de
purificarías, crucificándolas y consolándolas
momentáneamente por la seguridad que las da su director; a
la tentación siguiente volverán a caer en las mismas
perplejidades por todo el tiempo que Dios tenga a bien
probarlas en el crisol de la aflicción.
En esta dolorosa incertidumbre deben repetir el mismo fiat
que en las otras pruebas, de las cuales quizá ésta es la más útil.
NOCIONES
DE
HISTORIA DE ESPAÑA
ESCRITAS POR
SATURNINO CALLEJA
PARA TEXTO DE LAS ESCUELAS DE PRIMERA ENSEÑANZA
(Aprobadas por el Ordinario)
UNDÉCIMA EDICIÓN
MADRID
SATURNINO CALLEJA
Calle de la Paz, 7, librería,
1884
NOCIONES DE HISTORIA DE ESPAÑA
PREGUNTA. – ¿Qué se entiende por historia de España?
RESPUESTA. – la narración de los sucesos ocurridos en España desde que está habitada por hombres.
P. ¿Cómo se divide?
R. En tres partes ó edades, llamadas Antigua, Media y Moderna.
P. ¿Qué tiempo comprende cada parte ó edad de la historia?
R. La Edad Antigua comprende desde Túbal (que se supone que fue el primer poblador de España), en el siglo XXII antes de Jesucristo, hasta la invasión de los bárbaros del Norte, en el siglo V después de Jesucristo.
La Edad Media comprende desde la venida de los godos (siglo V de la Era cristiana) hasta la completa expulsión de los árabes de España, en el reinado de los Reyes Católicos (siglo XV).
La Edad Moderna comprende desde la expulsión de los árabes hasta nuestros días.
España fabulosa.
P. ¿Quién fue el primer poblador de España?
R. Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, se supone que fue el primero que vino a España, en el siglo XXII antes de Jesucristo, y se ignora en qué punto fijó su residencia.
España fenicia.
P. ¿Cuándo vinieron los fenicios a España?
R. En los siglos XVI y XV antes de Jesucristo. Saliendo del Oriente, cruzaron el Mediterráneo en toda su extensión con el solo objeto de ensanchar su comercio.
P. ¿Quién era el jefe de los fenicios?
R. Midácrito, hombre de mucho valor e ingenio: llegó frente a Calpe (hoy Ceuta) y Ávila (hoy Gibraltar), que son dos formidables rocas donde construyó dos columnas en honor de los dioses, según costumbre de su época. Desde aquellas alturas vió los dos mares, Atlántico y Mediterráneo, puesto que el estrecho de Gibraltar no existía, y los mandó juntar por medio de un canal.
P. ¿Cómo pagó aquella generación el esfuerzo de Midácrito?
R. Le consideraron en vida como héroe; después de muerto llamáronle Hércules (que quiere decir hombre de gran esfuerzo), y adoráronle como a un dios, construyeron en honor suyo un templo.
P. ¿Cuál era la religión de los fenicios?
R. El politeísmo: adoraban al sol, al aire, al fuego, etc.
P. ¿Qué mejoras hicieron los fenicios en España?
R. Fundaron varias ciudades como Cádiz, Málaga, Gibraltar y otros pueblos.
Inventaron el alfabeto, la aritmética y la moneda.
España cartaginesa.
P. ¿Quiénes eran los cartagineses?
R. Oriundos de Cartago, ciudad situada en las costas de África. Vinieron a España en el siglo VIII antes de Jesucristo, desembarcaron en el país que hoy conocemos como Murcia, y la abandonaron en el siglo IV por ir a defender su república.
P. ¿Cuándo volvieron a España los cartagineses?
R. En el siglo III, a las órdenes de Amílcar Barca; conquistaron en ocho años una gran parte de la península; más al querer sujetar a los celtíberos, mandados por Orisón, fueron vencidos, muriendo Amílcar ahogado al pasar huyendo por el río Guadiana.
P. ¿Quién reemplazó a Amílcar?
R. Asdrúbal, quien, ayudado por su cuñado Aníbal, organizó el ejército cartaginés, y atacó de nuevo a Orisón, que sufrió una completa derrota.
Asdrúbal fundó Cartagena, y cuando se preparaba a nuevas empresas fue asesinado por un esclavo.
P. ¿En quién recayó el mando del ejército cartaginés?
R. Aníbal, hijo de Amílcar, a quien su padre hizo jurar odio eterno a los romanos. Las primeras disposiciones de este capitán, uno de los mejores de la antigüedad, fueron asegurar las conquistas de sus antecesores; y deseando cumplir lo que había jurado a su padre puso en sitio a la ciudad de Sagunto, que era aliada de Roma.
P. ¿Qué hicieron los saguntinos?
R. Pidieron auxilios a los romanos mientras se defendían de su poderoso enemigo. Roma ofreció ir en su ayuda, como estaba obligada, pero tal ayuda no llegó; acosados por el hambre, y negándoles el sitiador capitulación honrosa, tomaron una determinación desesperada, siendoles imposible vencer el numeroso ejército que los sitiaba,
Encendieron una hoguera, y en ella quemaron sus alhajas: esperaron la noche, y mientras las mujeres defendían la ciudad, los hombres hicieron una furiosa salida al campo enemigo, donde causaron horrorosa mortandad, vendiendo caras sus vidas.
Los que quedaron dentro de la plaza, mujeres, viejos y niños, cuando vieron sucumbir a los suyos, se dieron muerte a sí mismos después de incendiar la ciudad.
P. ¿Qué hizo Aníbal después de la destrucción de Sagunto?
R. Conquistarse el aprecio de los pueblos, mostrándose tan hábil en la política como en la guerra: y unida su buena táctica para gobernar a la desconfianza que inspiraba Roma por no haber socorrido a los saguntinos, adquirió Cartago gran ascendiente sobre los romanos, los cuales declararon la guerra a Aníbal.
P. ¿Qué hizo Aníbal al oír la declaración?
R. Como lo deseaba vivamente, no esperó que fueran a buscarle. Dividió su ejército, y con 90.000 hombres, la mayor parte españoles, se dirigió a Roma, pasando por los Pirineos y recorriendo a Francia. Al doblar los Alpes se encontró con un ejército que enviaba Roma para cortarle el paso, pero lo destrozó completamente; opusiéronle nueva resistencia, y también quedó victorioso en tres memorables batallas, llenando de terror al orgulloso pueblo romano.
P. ¿Qué hizo Roma en vista de tanto descalabro?
R. Organizó dos numerosos ejércitos: uno de ellos fue contra Aníbal, y el otro, al mando de Escipión el Grande, vino a España, y en sólo cuatro días logró rendir a Cartagena, corte de los cartagineses. Era el carácter de Escipión tan agradable, y se portó tan noblemente con los vecinos, que los pueblos, admirando sus virtudes, se pronunciaron a su favor, abatiendo de este modo el poder de los cartagineses. Escipión pasó al África a poner sitio a Cartago, a cuyo peligro acudió Aníbal, siendo vencido en la batalla de Zama, y así terminó en España la dominación cartaginesa.
Continuará...
Artículo 1º.- La paz
La paz del alma es un bien soberanamente deseable, no tan sólo por la dulzura que consigo lleva, sino más aún por la fuerza que nos comunica y por las condiciones ventajosas en que nos coloca. Es casi indispensable al que desea vivir vida interior; y el Señor por otra parte se hace llamar en nuestros Libros Santos, «El Dios de la Paz». Nuestro dulce Salvador apenas nacido, hace cantar por boca de sus ángeles: «Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Cuantas veces se presenta a sus discípulos después de resucitado, les dirige este afectuoso saludo: «La paz sea con vosotros». Otro tanto hacen sus Apóstoles al principio de sus Epístolas, y el Espíritu Santo a su vez nos invita a «buscar la paz y seguirla».
Hay, empero, paz verdadera y paz falsa. La verdadera paz es la tranquilidad del orden. Para conseguirla es, pues, preciso poner orden en nuestros pensamientos, en nuestros afectos, deseos, en nuestras acciones y en nuestros sufrimientos; es decir, conviene que nuestra voluntad esté siempre sometida a la de Dios por la obediencia y la resignación, de otra suerte, habrá el desorden, y, «resistiendo a Dios, no se tendrá la paz», por lo menos la paz verdadera.
La falsa paz es la tranquilidad en la tibieza o el pecado. El Señor lo ha dicho: «No tienen paz -verdadera- los impíos» Es gracia inestimable la que Dios hace a los pecadores atormentándoles por los remordimientos hasta que despierten de su letargo; pues si permanecen tranquilos en el pecado, sería para ellos el peor de los infortunios. Con la debida proporción, otro tanto se ha de decir del alma tibia, que no puede gustar de la paz verdadera y profunda; su voluntad no es enteramente buena, un tropel de pasiones la zarandean en opuestos sentidos. Si acaso llega a tranquilizarse en su triste estado, es una señal que debe alarmamos, pues proviene de que el espíritu se ciega, el corazón se endurece y se adormece la conciencia.
La verdadera paz es, pues, «para los hombres de buena voluntad», y ha de tener diferentes grados como la misma buena voluntad. La mayor parte de los cristianos que observan la ley divina y se someten a la Providencia, hácenlo sólo imperfectamente, y más bien por el temor de perderse o por el deseo de salvarse; los tales, esclavos son o mercenarios, no hijos ni amigos de Dios. No hay que esperar, pues, que encuentren la paz completa prometida a los que aman la ley de Dios. Más aún dice el P. Grou: «La paz de las almas devotas, pero no abandonadas por completo a Dios, es muy endeble y vacilante, y vese a menudo turbada por los escrúpulos de conciencia, ya por el terror de los juicios de Dios, o también por los diversos accidentes de la vida.
¿Cuándo, pues, arraigará en un alma la paz íntima y sólida, y, por así decirlo, inalterable? Tan pronto como se entregue totalmente a Dios.»
No bien ha tomado tal resolución, cuando la pacificación comienza, se desenvuelve y se afianza a medida que el alma se desprende de todas las cosas, y se adhiere a la voluntad sola de Dios. Sufría, porque el amor divino la atraía hacia el deber, y el amor propio hacia los placeres de los sentidos o las satisfacciones del espíritu; era la lucha entre la gracia y la naturaleza. Ahora que desprecia su propia voluntad y no busca sino la de Dios, el desorden ha cesado, el orden queda establecido. Desde este momento, la inquietud, la turbación, la agitación se calman y dan lugar a la tranquilidad, y aun al verdadero bienestar. Y cuando el alma hubiere llegado a aquella completa libertad de espíritu que San Francisco de Sales recomendaba a Santa Juana de Chantal, y no se aficione ni al bien, ni a las consolaciones, ni a los ejercicios espirituales, sino sólo a la voluntad de Dios para que El reine en nosotros, la paz del alma será, por decirlo así, inalterable.
Es la primera recompensa de nuestros trabajos, es fuerza que nos sostiene en la prueba, es señal de adelantamiento. Cuando ella llega a ser más íntima, firme, inaccesible a todo lo que suele turbarnos, más claro aparece que hemos hecho sólidos progresos en la virtud, desprendiéndonos de todas las cosas, uniéndonos más estrechamente a la voluntad de Dios; de suerte, que la plenitud de la paz y la de la perfección caminan a la par y son inseparables, salvo una especial permisión de la Providencia. Este efecto prodúcese por la fuerza misma de las cosas, y subsistirá por consiguiente aun en medio de las pruebas.
Pero además, cuando a Dios le agrada y como El lo quiere, derrama en el alma paz sobreabundante y más saboreada, paz que hasta entonces no se había gustado, paz que la llena de un bienestar inefable y que inspira un profundo desprecio por las cosas de acá abajo. - Por el contrario, aun cuando el alma se mantenga completamente fiel puede Dios, si tal es su beneplácito, quitarle esta sobreabundancia del bienestar interior, retirarle la impresión de la paz que de ordinario acompaña a la virtud, dejándole tan sólo una paz árida, sin sentimiento alguno.
Libre es también, si así lo quiere, para dar poder a nuestro enemigo que tratará de lanzarnos en la inquietud, la turbación y la agitación. ¿Qué haremos entonces? Adherirnos más y más a la voluntad de Dios, y abandonarnos confiadamente en los brazos de nuestro Padre que está en los cielos; pues nada hace, nada permite, sino para el mayor bien de nuestra alma, y mientras nosotros permanezcamos unidos por la fe, la confianza y el amor a esa voluntad divina, nada hay en el mundo capaz de dañarnos.
Habrá, pues, dos especies de paz: la una sensible, dulce y agradable, que no depende de nosotros, ni es por otra parte necesaria, y hasta ofrece secreto pábulo al amor propio. Hay otra casi insensible que reside en lo más intimo del alma, en la parte delicada del espíritu. Por lo regular es árida y sin gusto, pudiéndose tener aun en medio de las más dolorosas tribulaciones. Esta paz puramente espiritual está menos sujeta a las pretensiones del amor propio, y deja el campo más libre a la acción de la gracia. En ella es donde Dios habita como en su propio ambiente, a fin de obrar en lo íntimo del corazón cosas maravillosas, pero muy secretas y casi insensibles, que apenas se conocen sino por los efectos; es decir, cuando, bajo la bienhechora influencia de esta paz, siéntese el alma con fuerzas para permanecer firme en medio de las persistentes arideces, en las tentaciones, violentas sacudidas y las aflicciones más imprevistas. Si halláis en vos mismo esta paz árida, esta tranquilidad a pesar de las pruebas, motivo tenéis para bendecir a Dios; es suficiente para conservaros en el deber, y basta ella sola para nuestro adelantamiento espiritual; conservadla, pues, como un don precioso. A medida que vaya creciendo poco a poco, terminará por constituir un día vuestro más dulce encanto; mas es preciso que le hayan precedido los combates y las victorias.
Si Dios permite que el demonio y la naturaleza nos molesten con sus tentaciones, que la prueba y las dificultades surjan de todas partes, obremos lo mejor que podamos y sin perder la paz. Los pensamientos y sentimientos que turban, que debilitan y descorazonan a un alma generosa, no vienen de Dios, sino que es el demonio que se propone robarnos la calma y la fuerza de que necesitamos para vencer. No caigamos en el defecto de considerar la adversidad, ni aun la rebelión de las pasiones, como signo del alejamiento de Dios. Mientras nuestra voluntad le permanezca fiel, El está cerca de nosotros y amorosamente ocupado en curarnos y hacernos mejores; a la vez que nos despega y nos humilla, nos sostiene con su fuerza invisible, y nos ayudará hasta el fin si nosotros queremos orar y luchar. Quien hubiere comprendido bien las ventajas de estos sufrimientos y de estos combates, lejos de afligirse por ellos, no cesaría de dar gracias. «No es posible gustar las consolaciones de los hijos de Dios, sino después de haber sufrido sus rudas pruebas. La paz sólo se alcanza por medio de la guerra, y no se disfruta sino después de la victoria.»
Necesitamos, pues, vencemos. En medio de las tentaciones, según la comparación de Santa Teresa, las pasiones sobreexcitadas son como animales inmundos, reptiles venenosos que se agitan en las entradas del castillo. No nos detengamos a mirarlos, huyamos sin demora, y subamos a la parte superior, al santuario interno donde Dios reside; allí derramemos nuestro corazón en protestas de amor y de fidelidad, en oraciones suplicantes y reiteradas. Esta prudente huida dará casi siempre por resultado el hacernos olvidar los reptiles, y siempre nos atraerá la gracia y nos asegurará la victoria.
Además, en todas las pruebas, como tentaciones, enfermedades, sequedades, contrariedades, humillaciones, desprecios, persecuciones, etc., el gran medio de conservar la paz es una humilde y amorosa sumisión al beneplácito divino... «¡Cuánto desearía -dice el P. de Caussade- que tuvierais más confianza en Dios, más abandono en su sabia y divina Providencia! Es ella la que dirige hasta los más insignificantes acontecimientos de esta vida, ornándolos en bien de los que se confían por completo a ella, y que se abandonan sin reserva a sus paternales cuidados. ¡Dios mío, cuánta paz interior producen esta confianza y completo abandono! ¡Y cómo libran de un sin fin de cuidados, siempre inquietos y desagradables! Sin embargo, como no se llega a esto de un golpe, sino poco a poco y mediante progresos casi insensibles, es preciso aspirar a este filial abandono, pedirlo a Dios, y ponerlo en práctica. No nos faltan las ocasiones, sepamos aprovecharlas y digamos siempre: ¡ Sí, Dios mío, Vos lo queréis, Vos lo permitís así; pues está bien, yo también lo quiero por amor vuestro; pero ayudadme y sostenedme en mi debilidad. Todo esto sea suavemente y sin esfuerzo, y de lo intimo del espíritu a pesar de las rebeldías y repugnancias interiores, de las que no ha de hacerse caso alguno, si no es para soportarlas con paciencia y entregarnos al sacrificio.» Esforcémonos por llegar hasta «amar nuestras cruces, puesto que es Dios quien nos las ha fabricado, y las fabrica aún cada día. Dejémosle hacer: El sólo conoce lo que a cada uno conviene. Si permanecemos de esta suerte firmes, sumisos y humillados bajo el peso de las cruces de Dios, en ellas hallaremos por fin, si lo juzga oportuno, el reposo de nuestras almas. Cuando por nuestra docilidad nos hubiéramos hecho acreedores a que Dios nos haga sentir la unción enteramente divina que tiene la cruz desde que Jesucristo ha muerto en ella por nosotros, entonces disfrutaremos de esta paz inalterable».
En resumidas cuentas, si es del agrado de Dios que, aun llenando con exactitud nuestro deber y a pesar de la más humilde sumisión, no encontremos sino una árida y entretejida multitud de pruebas, nos será conveniente abandonarnos a su beneplácito en esto como en todo lo demás, porque El nos ama y sabe mejor que nosotros lo que necesitamos. Sólo una cosa hemos de temer: preferir nuestra voluntad a la de Dios. «Para evitar este peligro, es necesario querer exclusivamente, en todas las cosas, en todos los instantes y en todo lugar lo que Dios quiere porque este es el camino más seguro, y, hasta me atrevo a decirlo, el único para la perfección. Cualquier otro se presta a la ilusión, al orgullo y al amor propio.»