Recordemos, ante todo, que el derecho a la paz se mide
por la buena voluntad, y que, para gozar una paz profunda, ha
de estar la voluntad plenamente sometida a la de Dios. Aun en
este caso no estamos por completo al abrigo de posibles
peligros; por eso es preciso preservarse por medio de la
oración y la vigilancia.
Hablamos aquí con las almas generosas y prudentes que
se verán asaltadas de no pocos temores, amenazándolas
turbar su paz, por otra parte tan legítima. A fin de
tranquilizarlas, comenzaremos por decirles con el P. Grou: « 1º
Dios no turba jamás a un alma que desea sinceramente ir a El.
La amonesta, y tal vez la reprenda con severidad, pero nunca
la turba; por su parte el alma reconoce la falta, se arrepiente
de ella, la repara, y todo lo hace con paz y tranquilidad de
espíritu. Si se agita y desazona, esa turbación ha de provenir
siempre o del demonio, o del amor propio, y así debe, pues,
hacer cuanto esté de su parte para desecharla.»
«2º Todo pensamiento, todo temor vago, general, sin objeto
fijo y determinado, no procede de Dios ni de la conciencia,
sino de la imaginación. Se teme no haberlo dicho todo en la
confesión, se teme haberse explicado mal, se teme no haber
llevado a la comunión las disposiciones requeridas, y otros
temores vagos por el estilo con que el alma se fatiga y
atormenta: todo esto no procede de Dios. Cuando El hace al
alma alguna reprensión, tiene ésta siempre algún objeto
preciso, claro y determinado. Hase, pues, de despreciar esta
especie de temores y pasar resueltamente sobre ellos.» Muy
distinto sería el caso, si nuestra conciencia nos reprende de manera
clara y formal.
En el P. de Caussade, se halla una dirección muy útil
acerca de multitud de temores, pero, no pudiendo exponerlos
todos, entresacamos los principales.
Existe, por ejemplo, el temor de los hombres. «Aunque
ellos pueden decir y hacer, no hacen sino lo que Dios quiere y
permite, y nada hay que no le sirva para cumplimiento de sus
misteriosos designios. Impongamos, pues, silencio a nuestros
temores, y entreguémonos por completo a su divina
Providencia, pues dispone de resortes secretos, pero
infalibles, y no es menos poderoso para conducir a sus fines
por los medios en apariencia los más contrarios, que para
refrigerar a sus siervos en medio de hornos encendidos, o
hacerlos caminar sobre las aguas. Esta protección tan
paternal de la Providencia la experimentamos tanto más
sensiblemente, cuanto nos entregamos a Ella con más filial
abandono.»
Existe también el temor del demonio y de los lazos que de
continuo nos tiende dentro y fuera de nosotros. Mas Dios está
con el alma que vela y ora; y ¿no es El infinitamente más
fuerte que todo el infierno? Por otra parte, este temor bien
dirigido es precisamente una de las gracias que nos preserva
de las asechanzas. «Cuando a este humilde temor se une una
gran confianza en Dios, se sale siempre victorioso, salvo quizá
en ciertos lances de poca importancia, en que Dios permite
pequeñas caídas para nuestro mayor bien. Sirven, en efecto,
estas caídas para conservarnos siempre pequeños y
humillados en presencia de Dios, siempre desconfiados de
nosotros mismos, siempre anonadados a nuestros propios
ojos. Pecados de consideración no cometeremos mientras
estuviéramos preocupados con este temor de desagradar a
Dios; este solo temor nos ha de tranquilizar, porque es un don
de la misma mano que nos sostiene invisiblemente. Por el
contrario, cuando cesamos de temer es cuando tenemos
motivo de temer: el estado del alma se hace sospechoso
cuando no abriga temor alguno, ni siquiera aquel que se llama
casto y amoroso, es decir, dulce, apacible, sin inquietud ni
turbación, a causa del amor y de la confianza que siempre le
acompañan.»
«Para un alma que ama a Dios, nada hay más doloroso
que el temor de ofenderle, nada más terrible que tener el
espíritu lleno de malos pensamientos y sentir su corazón
arrastrado, en cierto modo a su pesar, por la violencia de las
tentaciones. Mas, ¿no habéis meditado jamás sobre los textos
de las Sagradas Escrituras, en que el divino Espíritu nos da a
entender la necesidad de las tentaciones, y los preciosos
frutos que ellas producen en las almas que no se dejan abatir?
¿No sabéis que son comparadas al horno donde la arcilla
adquiere su consistencia y el oro su brillo; que nos son
presentadas como motivo de alegría, señal de amistad con
Dios, y enseñanza indispensable para adquirir la ciencia de
Dios? Si recordarais estas verdades consoladoras, ¿cómo
pudierais dejaros abatir de la tristeza? Cierto que las
tentaciones nunca vienen de Dios, mas, ¿no es El quien
siempre las permite para nuestro bien? ¿Y no es preciso
adorar sus santas permisiones en todo, a excepción del
pecado que detesta, y que nosotros hemos de detestar con
El? Guardaos, pues, bien de dejaros turbar e inquietar por las
tentaciones: esta turbación se ha de temer más que las
mismas tentaciones . »
Es cierto que hemos de desconfiar de nuestra debilidad, y
tomar todas las precauciones prescritas para evitar las
tentaciones, pero sería una ilusión temerla con exceso.
«Avergonzaos de vuestra cobardía, y al encontraros frente a
una contradicción o humillación, decías que ha llegado el
momento de probar a Dios la sinceridad de vuestro amor.
Confiad en su bondad y en el poder de su gracia: esta
confianza os asegurará la victoria. Y aun cuando os
aconteciere caer en algunas faltas, será fácil reparar el daño
que os causaren; este daño es por otra parte casi
insignificante, si se le compara con los grandes bienes que
adquiriréis, sea por los esfuerzos que hacéis en el combate,
sea por el mérito que resulta de la victoria, sea aun por la
humillación que os causan estas ligeras derrotas. Por lo
demás, la desconfianza que os hace huir de las tentaciones
deseadas por Dios, os proporciona otras más peligrosas de
las que no desconfiáis, porque, por ejemplo, ¿qué tentación
más evidente y más baja que el desanimaros, y decir que jamás
tendréis éxito en la vida interior?»
Es cierto también que hemos de tener un inmenso horror al
pecado y la más exquisita vigilancia para huir de él; empero,
no se ha de confundir la tentación con el pecado. Aun los
asaltos más persistentes, la rebelión de las pasiones, las
repugnancias y las inclinaciones violentas, las imaginaciones,
las impresiones, todo esto puede muy bien no tener lugar sino
en la parte inferior del alma sin consentimiento alguno libre de
la parte superior, y por ende sin culpa alguna, y hasta puede
ser muy meritorio. Cuando la tentación no es fuerte se conoce
muy bien que, lejos de consentir, se la rechaza. No sucede lo
mismo «cuando Dios permite que la tentación llegue a ser
violenta, pues, a causa de las violentas agitaciones
involuntarias en la parte inferior, la superior, experimenta no
pequeña dificultad en discernir sus propios movimientos, y se
queda con grandes temores y perplejidades de haber
consentido. No es necesario más para envolver a las almas
buenas en las penas y espantosos remordimientos, que Dios
permite para probar su fidelidad. En esto, más aún que en
todo lo demás, deben seguir ciegamente el parecer de los que
las dirigen. Un confesor, que juzga con serenidad y sin
turbación, discierne mejor la verdad. Conoce la disposición
habitual de esas almas, la delicadeza de su conciencia, su
generosidad manifiesta; por este motivo, la aguda pena que
experimentan después de la tentación, su excesivo temor de
haber consentido, son para el confesor una prueba evidente
de que no han prestado el menor consentimiento pleno y
deliberado, pues no se pasa tan pronto de un supremo horror
al mal a su entera aceptación, y más sin advertirlo; y, por otra
parte, sabemos por experiencia que las personas que
sucumben no tienen ni estos temores. Cuanto mayores sean
unas y otras, más cierta es la garantía que resulta en favor de
la persona tentada». El temor de estar enemistado con Dios
es una pena extremadamente dura para las almas amantes.
Sucede, empero, que Dios quiere conservarlas en ella a fin de
purificarías, crucificándolas y consolándolas
momentáneamente por la seguridad que las da su director; a
la tentación siguiente volverán a caer en las mismas
perplejidades por todo el tiempo que Dios tenga a bien
probarlas en el crisol de la aflicción.
En esta dolorosa incertidumbre deben repetir el mismo fiat
que en las otras pruebas, de las cuales quizá ésta es la más útil.