Era una época anodina en la que los mejores se dejaban intimidar y desconcertar por los tontos.
León Daudet
No creo que ninguna época haya padecido semejante desprecio y semejante incapacidad para la verdad.
Louis VEUILLIOT
Le Play - El método de observación - La constitución esencial de la humanidad - “Todo se podía prever, menos un Papa liberal” - La heroína salvaje - El Syllabus - El Primer Concilio Vaticano - El testimonio del vizconde de Meaux - La bandera blanca - “Se oían venir por los caminos los caballos blancos que traían al rey...”.
Un hombre iba a marcar profundamente la época en el dominio de las ciencias sociales: Frédéric Le Play. Su pensamiento hará nacer la corriente social-cristiana que no cesará de disputar el terreno a la democracia cristiana.
Frédéric Le Play había nacido en 1806, cerca de Honfleur, de familia modesta. En 1827, entra en la Escuela de Minas en donde va a trabar amistad con un condiscípulo, Jean Raynaud, muy atraído por las ideas sansimonianas, entonces de moda. Sus continuas discusiones no les hacían abandonar sus respectivas ideas. No conseguían convencerse mutuamente. Fue entonces cuando los dos jóvenes tuvieron una idea; irse de viaje y tomar por árbitro de sus juicios las realidades sociales que observasen.
Se ve lo interesante del método. Al comprobar que cualquier solución quedaba bloqueada en sus razonamientos, deciden remitirse a los hechos.
Así es cómo Raynaud y Le Play toman, en 1829, el camino de la Alemania del Norte.
No emprenden su viaje sin un plan bien trazado:
“Teníamos que conseguir, en cada región —cuenta Le Play—, tres metas principales: visitar los establecimientos especiales que para la ingeniería de minas presentasen los modelos a seguir y los escollos a evitar; permanecer en cada establecimiento el tiempo necesario para observar los hechos esenciales y después, redactar las actas que recogiesen el recuerdo de todo ello. Ponerse en íntima relación con gentes y lugares, con el fin de establecer una clara distinción entre los hechos esencialmente locales y los que tienen un carácter de interés general, buscar solícitamente a las autoridades sociales de cada localidad, observar su forma de actuar, escuchar con respeto los juicios que emitiesen sobre los hombres y sobre las cosas”.
He aquí dos jóvenes responsables que acaban de hacer un importante descubrimiento: cuando la verdad ya no surge de los razonamientos, hay que ir a buscarla en los hechos.
Desde entonces, Le Play decide consagrar todos los años seis meses de viaje para sus estudios de metalurgia, simultáneos con los de las familias y las sociedades. Esto duró veinticinco años, sólo al término de los cuales presentará su primera obra: Les ouvriers européens (Los obreros europeos) (1855).
Al final de su investigación, Le Play puede escribir con serenidad: “He llegado poco a poco a las verdades eternas, es decir, a aquéllas que han sido evidentes para los pueblos prósperos de todos los tiempos”.
En 1864, Le Play publica la Réforme sociale (Reforma social) donde resume sus conclusiones y formula su doctrina.
En este siglo XIX, que Le Play domina gracias a la intrepidez de su gestión, chocan tanto las ideas entre sí que no hay manera de entenderse. Cada uno pretende “moldear la humanidad según un ideal ficticio y arbitrario”. El método de observación, explica Le Play, “nada pide a la pura abstracción, ni a la autoridad de un nombre conocido, no quita nada al organismo viviente y complejo de las sociedades, sino que apoyándose sobre los hechos bien observados y sobre la historia exacta, se decide por la restauración de las buenas costumbres del pasado y por la imitación de las sanas prácticas del presente. En una palabra, la prosperidad de los pueblos modelo dirige su camino, analiza el mecanismo de su éxito e indaga sus causas profundas; entre los elementos sociales así estudiados, indica cuáles son aplicables al ambiente, estado actual y temperamento del país a reformar. Este trabajo no procede de la imaginación, de la metafísica o de las pasiones de partidos, es esencialmente una obra de ciencia y de verdad”.
Le Play sitúa con exactitud el origen de los desórdenes de la sociedad:
“Cuando más busco la causa de nuestras revoluciones y de los males que llevan consigo —escribe— más la encuentro en los sofismas que han infectado nuestra nación a fines del siglo XVIII”.
Una de las más interesantes observaciones de Le Play es que la Revolución cabe de hecho en una docena de palabras a las que no se define o cuyo sentido ha sido tergiversado, y cita entre ellas: libertad, igualdad, fraternidad, democracia, aristocracia, progreso, civilización, ciencia, espíritu moderno, etc.
“Los oradores de nuestras cincuenta mil tabernas y los periodistas que los adoctrinan —añadía Le Play—, explotan con la ayuda de estas palabras las vagas aspiraciones de las clases ignorantes, degradadas o desgraciadas. El que primero llegue adquiere así el poder de propagar el error, le basta, en efecto, con pronunciar ciertas palabras, y ya no está obligado a crear con esfuerzo los sofismas que J. J. Rousseau, ante espíritus menos engañados, hábilmente apoyaba sobre razonamientos falsos y hechos inventados. En cuanto a las clases honradas y cultivadas, lo que hacen es intentar devolver a estas mismas palabras su verdadero sentido y así, el empleo que de ellas hacen empeora las cosas. La intervención de algunos eminentes escritores bastaría para desacreditar esta literatura revolucionaria y detendría a los hombres de bien en la pendiente peligrosa por la que se deslizan (...). Cuando nos hayan desembarazado de esta fraseología embrutecedora, volveremos a tomar posesión de nuestras fuerzas intelectuales”.
El mito de la Igualdad y el de la Libertad descansan sobre un error fundamental: la negación de la Caída.
Lo que a un gran filósofo, como Blanc de Saint- Bonnet, le llevó largo tiempo analizar, Le Play lo descubre con sus indagaciones. J. J. Rousseau ha falseado todo el razonamiento social el día en que ha proclamado, sin la menor prueba:
“El principio fundamental de toda la moral sobre el que he razonado todos mis escritos, es que el hombre es un ser bueno por naturaleza, amante de la justicia y el orden; que no hay maldad original en el corazón humano y que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos”.
El mal sería extraño a la naturaleza del hombre, son las instituciones las que le corrompen y bastaría con cambiarlas para restablecer el reino del bien.
Desde entonces, observa Le Play, “el problema social no es como se ha creído hasta el presente, hacer respetar a las sociedades y a sus dirigentes las instituciones que han dado a los pueblos la mayor fuente de prosperidad, sino al contrario, destruir estas instituciones para extirpar la fuente del mal y devolver al hombre su estado original de perfección”.
Este dogma rousseauniano es el verdadero fundamento de la subversión. Allí yace el Error Básico, la Gran Negación, el olvido del Pecado original.
El hombre escapa a toda disciplina, es libre, pero libre en contra de la naturaleza, que es tanto como decir que no lo es en absoluto pues si, por aberración, puede negar las leyes naturales, de ninguna manera puede sustraerse a su sanción. Cualquier error de apreciación con respecto a esto se paga con el sufrimiento. Quien pone su mano en el fuego se quema, a quien construye la sociedad sobre bases falsas, la sociedad se vuelve contra él. El hombre es libre, pero es castigado desde el momento en que usa mal de su libertad y se engaña sobre sus verdaderas relaciones con la Naturaleza, que son de dependencia y no de Libertad.
En este sentido es, en el que se ha podido decir que toda política se prolongaba en metafísica. El que olvida la caída de nuestros primeros padres, razona al revés. Todo se sostiene. La verdad no se suministra en porciones, es un bloque enorme y poderoso. Quien lo ignore se deja aplastar por ella.
Mientras Le Play encuentra, por vía de observación, lo que él llama la Constitución esencial de la Humanidad, comprueba que “en todas partes y siempre, la felicidad de los pueblos se presenta acompañada de un cierto conjunto de condiciones que faltan, no menos invariablemente, en los pueblos que sufren”. De ello saca la conclusión que “según esto, somos llevados a enlazar por la relación de la causa al efecto, la felicidad a este conjunto de condiciones y de principios, que responden desde los primeros tiempos, a los rasgos permanentes de la naturaleza humana”, volviendo así claramente la espalda al voluntarismo democrático, los católicos liberales prosiguen el cerco de la Iglesia.
Pudieron pensar por un momento que el cardenal Mastaí que asciende al trono pontificio el 17 de junio de 1846, con el nombre de Pío IX, es de los suyos. El príncipe de Metternich, al conocer la elección del cardenal Mastai, dijo estas palabras:
“Todo se podía prever, menos un Papa liberal”.
Ozanam se enardece:
“El más firme sostén del pontífice reformador, después de Dios, es el pueblo” escribe y recordando que la Iglesia del siglo VII sojuzgada por los emperadores bizantinos, se había vuelto hacia los bárbaros del Norte, pide que después de haber velado junto al lecho fúnebre de la monarquía, se vuelva hoy hacia la democracia, que vea en esta “heroína salvaje”, el gran número de almas a conquistar y la pobreza. Termina con esta exclamación: “¡Pasémonos a los bárbaros y sigamos a Pío IX!”.
La ilusión duro poco. Exactamente dos años, hasta el día en que Pío IX tendrá que huir de Roma, expulsado por la “heroína salvaje”.
Desde París, la explosión revolucionaria de 1848 se había propagado por Europa. El primer ministro del Papa, Rossi, había sido asesinado. Pío IX se salvó huyendo precipitadamente a Gaeta. La República fue proclamada en Roma.
Bajo la dura fuerza de la evidencia Pío IX reacciona y el 8 de diciembre de 1864 denuncia en la Encíclica Quanta cura los monstruosos errores del liberalismo. Es falso, declara, pretender que “la sociedad humana debería estar constituida y gobernada (...) sin hacer diferencia alguna entre la verdadera religión y la falsa”.
Decidido a ir al fondo de las cosas, Pío IX añade a la Encíclica un catálogo de los “principales errores” de la época que será conocido con el nombre de Syllabus.
Esto produjo una protesta en los católicos liberales. Entonces Pío IX asesta un gran golpe: convoca el Concilio y proclama el dogma de la Infalibilidad pontificia.
De lo que sucedía entre bastidores en este Concilio poseemos una narración muy interesante del vizconde de Meaux, personalidad liberal hoy olvidada, de finales del siglo XIX. M. de Meaux acompañó a Monseñor Dupanloup, jefe de la facción liberal en el Concilio:
“Llegué a Roma hacia mediados de diciembre (1869) y salí de allí antes de finales de enero. Durante mi estancia frecuenté asiduamente la villa Grazioli, al fondo de una larga avenida, donde al amparo del ruido de Roma, el jefe de la oposición en el Concilio se concertaba con sus compañeros de armas y sus lugartenientes para dirigir la campaña, bien en el interior, bien en el exterior de la sala cerrada a los profanos. Allí, yo encontraba, no solamente a los obispos franceses de la minoría... sino también a los más famosos entre los obispos extranjeros ... Había todos los domingos, en la villa Grazioli, una comida a la que asistían, entre varios prelados, los jóvenes que Monseñor Dupanloup empleaba para comunicarse, ya fuese con los periódicos, ya con las figuras políticas de Francia”.
Con ello queda claramente situada la existencia del “partido liberal” de donde derivará el “modernismo” llamado hoy “progresismo”.
“Cuando tuve que abandonar Roma—prosigue M. de Meaux— el Concilio no había comenzado todavía a deliberar sobre la Infalibilidad, preparaba un primer decreto que salía al encuentro de los errores contemporáneos sobre la fe, su campo de acción, su necesidad, su esencia y sus condiciones, considerada como gracia y virtud sobrenatural y, en la discusión entablada sobre este tema, la escuela opuesta a la nuestra, escuela a la que acusábamos de ser hostil tanto a la razón humana como a la libertad, no se imponía...
Así pues, las cosas estaban bastante adelantadas en la contaminación del espíritu del siglo. En todo caso, el corte era claro, declarado, público.
“En los salones de la Ciudad Eterna donde la mayoría de los obispos se mezclaban con gentes de mundo, por ejemplo en el palacio Borghese o en el palacio Rospigliosi, las opiniones se dividían entre ‘infalibilistas’, ‘antiinfalibilistas’ y ‘oportunistas’ ”.
Luego, estamos claramente ante un complot en el seno de la Iglesia. Acabamos de ver terminar otro, miremos de cerca el mecanismo del de 1870.
El vizconde de Meaux nos ha dejado un cuadro bastante vivo de las intrigas que entonces se desarrollaban en Roma:
“Había —relata— una princesa extranjera, Carolina Wittgenstein, cuya conversación me interesaba. Acababa de publicar un libro sobre la Murmuración en la Iglesia y en él, con el pretexto de denunciar el pecado, había descrito, sin incurrir en la censura, las faltas y los abusos observados de cerca alrededor del Vaticano. En otro tiempo, ella había estado muy enamorada de Liszt y se decía que, para escapar a la perseverancia de su afecto, Liszt se había hecho sacerdote. Cuando la conocí, era vieja, tenía bigote, fumaba puros y recibía habitualmente a cardenales. De su relación con Liszt, conservaba sin embargo una viva simpatía por Emile Ollivier que se había casado con una hija del gran artista y que acababa de ser llamado al ministerio por el emperador. También, cuando me hablaba de los asuntos de Francia era para alabarme la adhesión al imperio liberal. Pero, en cuanto a mí, yo buscaba su conversación sobre los asuntos de Roma. El cardenal Antonelli de buena gana le hacía las confidencias que deseaba se difundiesen; de esta manera conocí los propósitos formados para intimidar y hundir a la minoría del Concilio y no dejé de informar de ello al obispo de Orléans.
“En esta controversia teológica, no eran las mujeres las menos ardientes en tomar partido. A las que más se ocupaban de ello se las llamaba en broma las ‘madres de la Iglesia’ y, entre éstas, más de una se mostraba muy celosa por Monseñor Dupanloup. Los partidarios de éste se reunían con preferencia en casa de Mme. Craven (...). Su salón era el más variado, el más europeo que se pudiese encontrar.
“Los ingleses se mezclaban allí con franceses y romanos, y además, las relaciones bastante sospechosas que M. Craven había trabado durante su estancia en Nápoles habían hecho que penetrasen algunos personajes que nosotros ‘papales’ no habíamos tenido ocasión de columbrar en otra parte; los ‘patriotas’ italianos”.
Página curiosa ésta donde se ve cómo la intriga agitaba los salones romanos porque en ellos se formaba entonces la opinión. Hoy se trafica con ella en “coloquios”, “simposios”, “consejos” y otros parloteos, pero el método velado y secreto es el mismo. Los agentes del partido se presentan en ellos con su plan bien trazado. Conocen a los afiliados al complot, los reparten y quitan los votos, las mociones. Hacen literalmente la opinión.
Las “relaciones bastante sospechosas” de las que habla el vizconde Meaux, con los “patriotas” italianos, es decir con los carbonarios y francmasones italianos prefiguran las relaciones del mundo progresista cristiano actual con los terroristas, maoístas, castristas u otros. Todo esto se ha desviado, pero el proceso es el mismo.
Los señores liberales se animaban mutuamente en su lucha contra Pío IX. La proclamación de la infalibilidad pontificia, medida contrarrevolucionaria que iba a bloquear los progresos del modernismo, era el objeto de su cólera. Veían en ella el fin de sus esperanzas de “democratizar” la Iglesia y, en efecto, les hizo falta cierto tiempo para rehacerse. No es imposible por lo demás que un día tengan un nuevo fracaso, pues el dogma proclamado hace un siglo hace que se cierna sobre el error la definición ex-cathedra que volverá a poner las cosas en su sitio. La hora y el Papa que empuñe este arma, no lo sabemos, pero esto puede producirse. El futuro no está cerrado a la esperanza. Las “puertas del Infierno” no prevalecerán.
Sin duda alguna, M. de Meaux era un hombre honrado y aunque su partido le había trastornado el juicio, le hacía sufrir su desacuerdo con el Papa: “Mientras la lucha permanecía abierta, dice, no dudé en tomar el partido del obispo de Orléans, entre los adversarios de la declaración (de infalibilidad). Mi conciencia, respecto a esto, estaba tranquila. M. P. Pététot, a quien se lo había confiado durante su corta estancia en Roma, me había dicho: ‘Puesto que usted estima que la declaración sería funesta para la Iglesia, puede, e incluso debe hacer lo poco que de usted dependa para impedirlo’. Preparado con este consejo, que era conforme a mi propia idea, me asocié pues, sin descanso y sin preocupación, a la campaña que tenía su cuartel general en Villa Grazioli”.
¿Qué dirían los modernistas triunfantes si se les devolviese el argumento?
“Cuando busco, a treinta años de distancia —confiesa M. de Meaux—, a qué obedecíamos los laicos como nosotros, por qué y cómo este debate eclesiástico tenía importancia a nuestros ojos y para la sociedad civil (...), no era el dogma de la infalibilidad lo que nos costaba admitir. Lo que temían, lo que temía nuestro partido, era el triunfo de aquellos que pretendían la proclamación de este dogma (...). Si el absolutismo triunfa en Roma, una política que sea liberal y cristiana a la vez, no será posible por mucho tiempo en París”.
He aquí el secreto: la crisis religiosa es en realidad una crisis política. Es la contaminación del mundo católico por las ideas de 1789 la que ha desencadenado la crisis modernista. El progresismo no es más que una desviación de los mismos principios.
En 1871, al recibir Pío IX a una delegación de católicos franceses les decía:
“Tengo que decir la verdad a Francia. Existe un mal más temible que la Revolución, más temible que la Commune con sus hombres escapados del Infierno que propagaron el fuego en París. Lo que yo temo, es esta desgraciada política, ES EL LIBERALISMO CATÓLICO, ÉL ES LA VERDADERA PLAGA...”.
Dos años más tarde, en una carta al obispo Quimper, precisa: “No señalamos a los enemigos de la Iglesia, éstos son conocidos, sino a los que propagan y siembran la revolución, pretendiendo conciliar el catolicismo con la libertad”.
Estamos en el fondo del problema que ya no cesará de agitar a la Iglesia de ahora en adelante: ¿hay que pretender la restauración cristiana por la Contrarrevolución, o aceptar la Revolución y no reclamar para la Iglesia más que una precaria libertad, en una sociedad fundada sobre la voluntad del Hombre y no sobre la voluntad de Dios?
Lo que hay de asombroso en los católicos liberales, que aceptan la concepción del Estado salido de la Revolución de 1789, es que no ven que lo que una propaganda ha hecho, otra puede deshacerlo. Están tan intoxicados por la creencia en lo que todavía no se llama el “sentido de la Historia”, sino “el Progreso”, que no pueden imaginar que la Historia cambie de curso.
En lugar de lanzarse impetuosamente a la reconquista de los espíritus, no tienen más idea que la de no chocar con la opinión del momento. M. Dansette ha señalado con qué vigor, por el contrario, manejan los republicanos la masa electoral: “Su propaganda cubre las paredes, sus candidatos van a llevar la palabra oportuna hasta las aldeas más pequeñas, e incluso, fuera de las elecciones, su literatura no cesa de ser divulgada en las ferias”.
Entre 1873 y 1875, el destino, para Francia, queda en suspenso. La Asamblea de Versalles, compuesta en su mayoría de monárquicos, puede restablecer la monarquía de la forma más legal del mundo. Ahora bien, no lo hace. ¿Por qué? Porque entre los monárquicos existe la misma facción liberal:
“Todo se viene abajo, porque el acuerdo que se establece sobre la cuestión de régimen, se deshace por la cuestión del liberalismo. El conde Chambord tenía una concepción de la Realeza tradicional y cristiana que repudiaban los parlamentarios liberales. Aceptaban a Enrique V, pero con la Monarquía acomodada a su gusto, es decir, siguiendo las palabras clave, ‘el rey atado como un embutido’. El incidente de la bandera no ha sido más que un pretexto del que se ha usado y abusado para cortar el camino a un programa que no agradaba”.
El 8 de mayo de 1871, el señor conde de Chambord, declara:
“Sepamos reconocer al fin que el abandono de nuestros principios es la verdadera causa de nuestros desastres. “Una nación cristiana no puede desgarrar impunemente las páginas seculares de su historia, romper la cadena de sus tradiciones, encabezar su Constitución con la negación de los derechos de Dios, desterrar todo pensamiento religioso de sus códigos y de su enseñanza pública. “En estas condiciones, jamás hará otra cosa que un alto en el desorden, oscilará perpetuamente entre el cesarismo y la anarquía, esas dos formas El fin del siglo XIX es uno de los períodos más dramáticos de la historia. Parece que por última vez la posibilidad de restaurar el Orden tradicional de las Sociedades se le ofrece a Francia y, tras ella, por el ejemplo que daría por la difusión de su cultura, a Europa, a lo que mañana se llamará el Occidente.
Se ha dicho: si la restauración de la monarquía no se ha hecho, es por culpa del conde de Chambord, que no ha querido ceder en la cuestión de la bandera. Louis Veuillot ha contestado muy bien a los orleanistas: “Si vuestra bandera tricolor es un símbolo, y si la aceptáis como símbolo, no se trata de reforma, sino de abjuración”.
Algunos años más tarde, en el Orme du Mail, Anatole France, al evocar la situación de 1873, escribía:
“Se oían venir por los caminos los caballos blancos que traían al rey. Enrique Deodato venía a restablecer el principio de autoridad de donde salen las dos fuerzas sociales: el mando y la obediencia; venía a restaurar el orden humano con el orden divino, la sabiduría política con el espíritu religioso, la jerarquía, la ley, los principios, las libertades verdaderas, la unidad. Removiendo sus tradiciones, la nación volvía a encontrar con el sentido de su misión el secreto de su poder, el signo de la victoria”.
La oposición de Prusia, la astucia de las logias, la corrupción de la burguesía orleanista, la molicie de la gente de bien frustraron este posible destino, “y el pueblo cayó en la República: es decir, que repudió su herencia, que renunció a sus derechos y a sus deberes para gobernarse según su voluntad y vivir a su gusto en esa libertad a la que Dios pone trabas y que derriba sus imágenes temporales, el orden y la ley”.
Admirable visión de la corriente que arrastrará en adelante a este final del siglo XIX, hacia los desórdenes que le esperan, los trastornos de los que, hoy todavía, sufrimos las consecuencias.
A casi un siglo del acontecimiento, la Revolución de 1789 vencía a los principios contrarios que la habían contenido durante todo el siglo XIX. Ese gran siglo de la Batalla de las Ideas, en el que todo fue posible y todo se comprometió.