El Evangelio de este Vigesimocuarto y último Domingo de Pentecostés presenta a nuestra consideración la Parusía, es decir, la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo: Verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.
El relato comienza con la señal de la misma: Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo.
¿Cómo se ha llegado a este anuncio profético? Al salir del Templo, Nuestro Señor había anticipado la destrucción de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos, San Pedro, San Andrés, Santiago y San Juan le interrogaron sobre su Parusía, a la cual se había referido hacia el final de dicho discurso.
En su respuesta, Nuestro Señor, después de detallar los sucesos anteriores a esta Segunda Venida, que constituyen el comienzo de los dolores, nos proporciona este signo, propiamente tal de su Regreso en Gloria y Majestad. A esto siguen los detalles del mismo, para terminar con la parábola de la higuera y la exhortación a la vigilancia.
Indicada la profecía de Daniel, Jesús amonesta a sus discípulos a que presten atención a ella, que la interpreten según los indicios que les da, y que sigan sus consejos.
Y para que no lo tomen como hipérbole, añade: Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla.
Con todo, hasta en aquel torbellino de la justicia, deja entrever Dios su misericordia: Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días.
A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre, seguirá la magnificencia de su personal Venida: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre.
Y en medio del universal terror y expectación, verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.
Termina Jesús las terribles predicciones con unas palabras de consuelo y aliento para los suyos: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención.
Los espantosos e imprevistos acontecimientos predichos por el Señor reclaman vigilancia asidua; de lo contrario nos encontrará desprevenidos.
Como enseñanza bien práctica para nosotros, debemos tener en claro que la cuestión de los “signos de los tiempos”, o sea la de las señales del Reino Mesiánico, era una controversia bien debatida en la antigüedad, como lo es en nuestros días. Las dos situaciones parecen análogas.
Las ideas que los fariseos se habían forjado sobre el Reino Mesiánico les impidieron verlo venir, y los llevó a la ruina. Imaginemos por un instante lo que aconteció con el rechazo de Jesucristo y, luego más tarde, al no reconocer los signos de la destrucción de Jerusalén.
Las señales valen también para nosotros, para la Segunda Venida; y, si no vigilamos, nos puede pasar exactamente lo mismo que a ellos. ¿Qué sucedería si no distinguiésemos los signos y nos quedásemos al interior de la ciudad antes de que se cierre al sitio?
Y, sin embargo, ¿qué se dice hoy en día acerca de la Segunda Venida de Nuestro Señor?
Los más grandes doctores y escritores católicos de los últimos dos siglos han vislumbrado el parecido de muchos fenómenos modernos con las “señales” que están en el discurso escatológico y en el Apocalipsis. Mas la herejía contemporánea cierra los ojos y levanta cortinas de humo.
En suma, es un entibiamiento de la fe, que tiene como consecuencia desvirtuar la Sagrada Escritura; lo cual, por otra parte, también está profetizado y constituye otro de los signos precursores del fin del mundo.
Por lo tanto, prestemos atención a las palabras de Nuestro Señor: Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones… Estad en vela, pues; orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre.
Ahora bien, la sociedad toda, tanto civil como religiosa, está en crisis. Y este conflicto muestra signos de una crisis final. A todo nivel, en todos los ámbitos, pueden observarse los signos de un deterioro acelerado, de una decadencia generalizada.
La Iglesia Católica, en particular, desde el Concilio Vaticano II es atacada por la vía jerárquica, tanto en su estructura externa como en su identidad interior. Es la consecuencia de la puesta en práctica de un vasto programa masónico, que cambia sutilmente la religión en un humanismo por medio de la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad, la revolución de la liturgia, la enseñanza catequética perniciosa, las directivas heréticas y subversivas dadas por aquellos que deberían por misión guiar a los fieles en la Fe…
Dada la extraordinaria importancia de la Iglesia para la conservación de la sociedad, desmenuzada aquella, la armazón social cae en ruinas. Y esto es, de hecho, lo que sucede. Es suficiente considerar lo acaecido en los sesenta últimos años en los países que eran oficialmente católicos…, hoy son Estados explícitamente apóstatas… Y a los Pontífices conciliares les cabe la gran responsabilidad.
Si a todo esto sumamos los trastornos y desastres naturales sin precedentes, la simple visión humana, no cegada por las pasiones o intereses mundanos, indicaría que nos encontramos en los últimos tiempos.
Si bien Nuestro Señor no nos ha predicho la fecha precisa de su retorno, que nadie conoce, ni siquiera los Ángeles del Cielo; si bien es cierto que la Iglesia prohíbe a los fieles avanzar fechas exactas, porque sólo el Padre la conoce; sin embargo, los cristianos de todos los tiempos tienen el deber de confrontar los signos de su tiempo con las señales dadas por Nuestro Señor para recocer la inminencia de su Segunda Venida.
Basta recordar las significativas declaraciones de los Papas, prácticamente durante un siglo entero, desde Gregorio XVI hasta Pío XII, sobre la proximidad del fin de los tiempos, considerándola como una realidad de su época. Los Sumos Pontífices no fueron reacios a fundamentar sus apreciaciones sobre los signos dados por Nuestro Señor para hacerlas valer.
Consideremos algunos de esos Textos Pontificios:
1) Mirari vos, Gregorio XVI, del 15 agosto 1832:
“Tristes, en verdad, y con muy apenado ánimo Nos dirigimos a vosotros, a quienes vemos llenos de angustia al considerar los peligros de los tiempos que corren para la religión que tanto amáis. Verdaderamente, pudiéramos decir que ésta es la hora del poder de las tinieblas para cribar, como trigo, a los hijos de elección. Sí; la tierra está en duelo y perece, inficionada por la corrupción de sus habitantes, porque han violado las leyes, han alterado el derecho, han roto la alianza eterna.
Es el triunfo de una malicia sin freno, de una ciencia sin pudor, de una disolución sin límite. Se desprecia la santidad de las cosas sagradas; y la majestad del divino culto, que es tan poderosa como necesaria, es censurada, profanada y escarnecida.
De ahí que se corrompa la santa doctrina y que se diseminen con audacia errores de todo género. Ni las leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las santas enseñanzas están a salvo de los ataques de las lenguas malvadas.
De aquí que, roto el freno de la religión santísima, por la que solamente subsisten los reinos y se confirma el vigor de toda potestad, vemos avanzar progresivamente la ruina del orden público, la caída de los príncipes, y la destrucción de todo poder legítimo.
Debemos buscar el origen de tantas calamidades en la conspiración de aquellas sociedades a las que, como a una inmensa sentina, ha venido a parar cuanto de sacrílego, subversivo y blasfemo habían acumulado la herejía y las más perversas sectas de todos los tiempos.”
2) E Supremi Apostolatus, San Pío X, del 4 de octubre de 1904:
“Verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nosotros.
Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.
Esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.”
3) Caritate Christi compulsi, Pío XI, del 3 de mayo de 1932:
“Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual. Mas ante ese odio satánico contra la religión, que recuerda el mysterium iniquitatis de que nos habla San Pablo (II Tes. 2, 7), los solos medios humanos y las previsiones de los hombres no bastan”.
4) Pío XII, Mensaje Pascual de 1957:
“Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección, que no admita ya ningún dominio de la muerte (…) ¡Ven, Señor Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía a tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine con el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!”
Monseñor Marcel Lefebvre, en reiteradas oportunidades, hizo referencia a los signos apocalípticos.
1) Homilía del 29 de junio de 1987:
“… No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás. Es un combate que pide todas las fuerzas sobrenaturales de las que tenemos necesidad para luchar contra el que quiere destruir la Iglesia radicalmente, que quiere la destrucción de la obra de Nuestro Señor Jesucristo. Lo quiso desde que Nuestro Señor nació y él quiere seguir suprimiendo, destruir su Cuerpo Místico, destruir su Reino, y a todas sus instituciones, cualquiera que fueran. Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico, en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad. No nos atrevemos a declarar más el reino social de Nuestro Señor porque eso suena mal a los oídos del mundo laico y ateo. La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad. Ante esta situación totalmente excepcional, debemos tomar medidas excepcionales”.
Hay que estar en guardia con el advenimiento de una nueva iglesia falsa que abarcaría a todas, incluida la católica del oficialismo, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets.
Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno. Corremos el riesgo de ver llegar estas cosas. Debemos siempre prepararnos para ello.”
Mons Lefebvre:
2) Artículo Tiempo de tinieblas, publicado en octubre de 1987:
“Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción. Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido. No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal. Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa. Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones. La Iglesia no es más la Esposa de Cristo, que es el único Dios. Por el momento, es una apostasía más material que formal, más visible en los hechos que en la proclamación. No puede decirse que el Papa es apóstata, que ha renegado oficialmente de Nuestro Señor Jesucristo; pero en la práctica, se trata de una apostasía”.
Es muy importante ser conscientes de los tiempos que vivimos; porque no sólo el pasado, sino también el futuro explica el presente: la inminencia de la Parusía explica la magnitud de esta crisis y aporta la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos de calamidades.
Debemos deplorar la indiferencia, la liviandad y hasta el desprecio respecto de la escatología que se encuentran a menudo en la mayoría de los creyentes, muchos de ellos clérigos y religiosos.
Gracias a la Sagrada Escritura, aquello que podría convertirse en desesperación, se torna en viva Esperanza. Conservemos, pues, esta Esperanza en la proximidad del Reino de Cristo, anunciado, precisamente, por el hecho de esta confusión eclesial sin precedentes y por las victorias luciferinas en todo el mundo.
La Sagrada Escritura es categórica en este punto: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación… Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. (Luc XXI.).