Artículo 1º.- Reputación
Cosa muy querida nos es nuestra reputación, y en especial con respecto a nuestros Superiores y a la Comunidad. Damos la mayor importancia a su estima y confianza, aparte de que podamos necesitar de ellas para el ejercicio de nuestro cargo. Pues bien, no es raro que por motivo legítimo o culpable, con razón o sin ella, se desaten las lenguas contra nosotros, lo cual no es pequeña prueba. El Salmista quéjase de ella con frecuencia a Dios: «bien conocía las contradicciones de las lenguas», «los hijos de los hombres cuyos dientes son armas y flechas y su lengua afilado cuchillo», «lenguas maldicientes y engañosas, semejantes a carbones de fuego voraz, a flechas agudas lanzadas por vigoroso brazo».
Si acontece que sus dardos, lanzados en la sombra o en el descubierto, hieren nuestra reputación, debemos soportar siempre con paciencia sus ataques y conformarnos con el divino beneplácito. En efecto, tras los hombres es preciso ver a Dios sólo, de quien ellos son instrumentos, ya tengan o no conciencia de ello, pues El les pedirá cuentas de cada palabra y les pagará según sus obras. Mas entretanto, se servirá del celo, la ligereza y de la guía de la malignidad misma para probarnos. Nuestra reputación le pertenece, tiene derecho de disponer de ella como le place. Nosotros creemos que la necesitamos para el desempeño de nuestro cargo, pero sabe El mejor lo que conviene a los intereses de su gloria, al bien de las almas, a nuestro progreso espiritual. Si ha resuelto probarnos en este punto, es dueño de escoger para este fin el instrumento que quiera. A pesar de los lamentos y las recriminaciones de la naturaleza, olvidemos deliberadamente a los hombres para no ver sino a Dios sólo; y besando con filial sumisión su mano que nos hiere con amoroso designio, apliquémonos a recoger todos los frutos que la prueba nos puede proporcionar.
Estas tribulaciones nos brindan, en efecto, ocasiones raras de crecer en muchas y sólidas virtudes. El alma, despojándose de su reputación, elévase por encima de la opinión de los hombres hasta Dios sólo, para servirle con absoluta pureza de intención. La humildad toma fuerza y se arraiga profundamente, cuando acepta esta dura prueba; entonces es cuando el justo se desprecia realmente y acepta ser despreciado por los demás. Afiánzase en la dulzura ahogando los arrebatos de la cólera; en la paciencia, moderando la tristeza que producen estas injusticias. ¡Bella y sublime es la caridad que perdona todos los agravios, que ama a sus enemigos, habla de ellos sin amargura y devuelve bien por mal! La confianza en Dios se dilata en la tranquilidad con que se lleva la cruz, y el amor de Nuestro Señor en la fidelidad en servirle como de ordinario. Dulce fruto de esta amarga pena será vencer el mal con el bien, y disfrutar de continuo la bienaventuranza prometida a los que son perfectamente dulces, misericordiosos y pacíficos.
Quiere Dios por este medio hacernos humildes de corazón, siguiendo el ejemplo y las lecciones del Cordero y de sus fieles amigos. «¿Ha habido jamás reputación más destrozada que la de Jesucristo? ¿De qué injuria no fue blanco? ¿Qué calumnias no pesaron sobre él? Sin embargo, el Padre le ha dado un nombre que está sobre todo nombre, y le ha exaltado tanto más cuanto fue más abatido. Y los Apóstoles, ¿no salían gozosos de los concilios en que habían recibido afrentas por el nombre de Jesús? Porque es verdadera gloria sufrir por tan digna causa. Bien veo que nosotros no queremos sino persecuciones aparatosas, a fin de que nuestra vanidad brille en medio de nuestros sufrimientos; querríamos ser crucificados gloriosamente. Según nuestra apreciación, cuando los mártires sufrían tan crueles suplicios, eran alabados por los espectadores de sus tormentos; ¿no eran, por el contrario, maldecidos y tenidos por dignos de execración? ¡Cuán pocos son los que se determinan a despreciar la propia reputación, a fin de promover así la gloria de Aquel que murió ignominiosamente en la cruz, para procurarnos una gloria que no tendrá fin. »
Así habla San Francisco de Sales, y añade: «¿Qué es, pues, la reputación para que tantos se sacrifiquen ante ese ídolo? Después de todo, no pasa de ser un sueño, una sombra, una opinión, un poco de humo, una alabanza cuya memoria se extingue con su eco, una estimación frecuentemente tan falsa, que muchos se maravillan de verse culpados de defectos que en manera alguna tienen, y alabados de virtudes, sabiendo muy bien que tienen los vicios opuestos.» Venían a veces a decir al Santo Obispo que se hablaba mal de él que se llegaban a decir cosas extrañas y escandalosas. En lugar de defenderse, respondía: «¿No dicen más que eso? Pues en verdad que no saben todo; al lisonjearme, me perdonan y bien veo que me juzgan mejor de lo que soy. ¡Sea Dios bendito! Es preciso corregirse, y si en esto no merezco ser corregido, lo merezco en otras muchas cosas; con que siempre es una misericordia el que me corrijan tan benignamente.»
Sin embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento de la reputación, nuestro abandono en Dios en lo a ella referente, no podemos menos de tener un cuidado razonable. Expresamente lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es voluntad de Dios significada. La buena reputación, dice San Francisco de Sales, «es uno de los fundamentos de la sociedad humana, sin la cual no sólo somos inútiles al público, sino también perjudiciales a causa del escándalo que de nosotros recibe; la caridad, pues, lo exige, y la humildad se complace en que nosotros conservemos y deseemos con toda diligencia el buen nombre. Además, no deja de ser muy útil para la conservación de nuestras virtudes, en particular, de las virtudes aún débiles. La obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales que se nos pueda estimar, estimula a un ánimo generoso con poderosa y dulce violencia. Con todo, no seamos demasiado apasionados, exigentes y puntillosos para conservarla. El desprecio de la injuria y de la calumnia es por lo regular un remedio mucho más saludable que el resentimiento; el desprecio hace que se desvanezcan, y el resentimiento, al contrario, parece darles consistencia. Es necesario ser celoso, mas no idólatras de nuestro buen nombre.»
«Renunciemos, pues, aquella conversación yana, aquel trato inútil, aquella amistad frívola, aquellos modales inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen nombre es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si murmuran, nos reprenden y calumnian a causa de los ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y la diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar, puestos siempre los ojos en Jesucristo crucificado, que será el protector de nuestra fama. Si permite que nos la arrebaten, será para devolvernos otra mejor o para hacernos adelantar en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que mil libras de honra. Si injustamente somos censurados, opongamos con serenidad la verdad a la calumnia, y si ésta persevera, perseveremos también nosotros en humillarnos, pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos juntamente con nuestra alma en manos de Dios. Exceptuemos, sin embargo, ciertos crímenes tan atroces e infames, que nadie tiene derecho a sufrir su imputación, cuando de ellos se puede justamente sincerarse. Exceptuemos, también ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de muchos, porque en estos casos es preciso procurar tranquilamente la reparación de la ofensa recibida.»
Así hablaba San Francisco de Sales a su Filotea, y éste era su modo de obrar. Quería que la dignidad episcopal fuese respetada en su persona, pero era indiferente en cuanto a su persona concernía tocante a la estima y al desprecio, y no tanto le preocupaban las alabanzas como los menosprecios. Defendióse modestamente de ciertas calumnias que podían comprometer su ministerio, pero, en general, permanecía insensible a las injurias y juicios desfavorables que contra él se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos se acordaba (lo que rara vez acontecía). «Los que se quejan de la maledicencia -acostumbraba a decir- son harto delicados, porque al fin y al cabo es una crucecita de palabras que lleva el viento; y se necesita tener la piel y los oídos muy tiernos para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.» En las calumnias de mayor importancia, pensaba en el Salvador expirando como un infame sobre la cruz y entre dos ladrones: «Esta es -decía- la verdadera serpiente de bronce, cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este gran ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejamos, y mayor aún de conservar resentimientos contra los calumniadores.» Pensaba también en el juicio final que nos hará completa justicia, e importábale poco entretanto el ser censurado de los hombres, con tal de agradar a su amado Maestro. Ni siquiera quería se tomase su defensa: «¿Os he dado el encargo de incomodaros por mí? Dejad que hablen, pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación de viento, y es posible también que mis detractores vean mis defectos mejor que los que me aman, siendo de esta manera, más que enemigos, nuestros amigos, puesto que cooperan a la destrucción del amor propio.»
En una palabra, indiferente a las alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de la Providencia, dispuesto a cumplir su obligación con buena o mala fama, y no deseando otra reputación, sino la que Dios juzgara conveniente que disfrutara para los intereses de su servicio. Aun en ocasiones en que podían rechazar la calumnia y que hasta parecía imponérselo el deber, los santos han preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de Nuestro Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado de justificarlos si lo juzgaba conveniente.
San Gerardo de Mayella, entre otros muchos, nos ofrece de ello un memorable ejemplo. «Una infame le acusó de un crimen horrible. Inquieto y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó la denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como el mármol, Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la comunión y de toda relación con los de fuera, y el hermano, sin embargo, no se permitió la menor murmuración. Convencidos de su inocencia, los Padres le instaban a que se justificara: "Hay un Dios -decía- y a El le corresponde ocuparse de eso". Y aconsejado de que para aliviar su martirio pidiese al menos poder comulgar, respondió: "No; muramos bajo el peso de la divina voluntad". Cincuenta días después, satisfecho de haber obrado con Gerardo como con su divino Hijo, "el oprobio de las gentes", declaró su inocencia.
La infeliz que le había acusado retractó su calumnia, declarando haber obrado por inspiración del demonio. El verse declarado inocente no impresionó más a Gerardo que la acusación, y como San Alfonso le preguntase por qué había rehusado disculparse, le respondió de manera sublime diciendo: "Padre mío, ¿no es prescripción de la Regla no excusarse jamás, sino sufrir en silencio cualquier mortificación?"» Es verdad que la Regla no le obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es más de admirar que de imitar, pero, ¡qué lección para nuestra delicadeza!