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miércoles, 31 de agosto de 2022

EL CARDENAL PIE SOBRE LA VERDAD


El Cardenal Pie hace hablar a San Hilario como sigue: “Temo la terrible responsabilidad que pesaría sobre mí por la connivencia, por la complicidad de mi silencio. Temo el juicio de Dios, temo por mis hermanos que han salido del camino de la verdad, temo por mí, pues mi deber es traerlos de vuelta”. San  Hilario dijo que la Iglesia  no puede olvidar su misión esencial. Esta misión es: “Ministros de la verdad, les corresponde declarar lo que es verdad”. (Obras del Cardenal Pie, tomo 6, 14 de enero de 1870)


EL SANTO ABANDONO. Capítulo 4° EL ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU (art 4 y 5)

 



Artículo 4º.- La desigual distribución de los dones naturales 

Es necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad. 

Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. Y será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el desaliento. 

Tenemos el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y rico como hubiera deseado. ¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos. 

En la distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño, espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que de ellos quiere sacar.» 

A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de glorificarle por nuestra santificación. Porque, «¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta, con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias? 

¿Cuántos, por el contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran condenado? No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». Tal vez se nos ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con razón el P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para muchos y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados. Una memoria prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos. ¿Qué seria de nosotros si tuviésemos mayores talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, ¿hay partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a El? ¿No está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura, que el Espíritu Santo llama yana y engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme. Es, pues, legitimo pedirlos. 

El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es». En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. 

Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos. Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará maravillas. «Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero. ¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su santificación? 

Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente. ¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas». «¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los más hábiles teólogos.»

 
Artículo 5º.- Los empleos

El que es dueño de sí mismo, busca una ocupación en armonía con sus gustos y aptitudes, y ha de seguir en todo las reglas de la prudencia cristiana. En nuestros Monasterios no podemos hacer la elección por nosotros mismos; es la obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto de la Comunidad o a desempeñar tal o cual empleo, tal cargo espiritual. 

En esto habrá, pues, materia de abandono y convendrá seguir la célebre máxima del piadoso Obispo de Ginebra: nada pedir, nada rehusar, y por ende, nada desear, si no es el hacer del mejor modo posible la voluntad de Dios; nada temer, si no es hacer nuestra propia voluntad porque esto entraña el doble escollo de exponernos a los peligros buscando los empleos, o de faltar a la obediencia rehusándolos. ¿No será más prudente no desear ni pedir nada, sino conservarnos en santa indiferencia, a causa de la incertidumbre en que nos hallamos? 

No sabemos, en efecto, si es más conforme al divino beneplácito, más ventajoso para nuestra alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo particular. En este último caso nos libramos de muchos peligros y responsabilidades, tenemos completa libertad para entregarnos a Dios solo, para consagrarnos sin reserva a las dulces y santas ocupaciones de María, al gobierno de este pequeño reino que está dentro de nosotros. Mas esto no es pura holganza, sino rudo trabajo. ¿Tendremos siempre la paciencia y el valor de aplicarnos a él con perseverante energía? O quizá, ¿no iremos, como las gentes desocupadas, a pasatiempos de fantasía, a ocuparnos de lo que no nos incumbe? En todo caso, perdemos esas mil ocasiones de sacrificio y abnegación que se encuentran en los empleos. Los cargos, por el contrario, nos ofrecen abundante mies de renunciamiento y de cuidados y de humillaciones. Su mismo nombre lo indica; son una carga y a veces bien pesada para los que la toman en serio; y por esto facilitan la santificación por el sacrificio. 

Los empleos espirituales tienen además una inmensa ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir con frecuencia el pan de la palabra, de estar en trato diario con almas excelentes y de obrar siempre bien para predicar con el ejemplo. Pero también acarrean tremendas responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes beneficios, seremos nosotros quienes primeramente rendiremos cuenta al Dueño. Por otra parte, ¿no es de temer que se absorba uno en lo temporal con detrimento de lo espiritual, que se descuide de sí ocupándose de los otros, que tome pretexto de su cargo para olvidar los deberes de Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un medio de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza? 

En una palabra, éstas y otras parecidas consideraciones han de hacernos muy circunspectos en nuestros deseos, inclinándonos más bien a orar de esta manera: «Dios mío, ¿será más conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo pase por los cargos o que permanezca sin empleo? Yo lo ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en Vos pongo toda mi confianza; disponed de todo esto de manera más favorable a nuestros intereses comunes, que a Vos me entrego.» ¿Quiere esto decir que esté prohibido concebir un deseo y formularlo filialmente? Seguramente que no; pues siendo una petición delicada, ha de mirarse con atención. Como San Alfonso lo hace notar con mucha razón, «si os gusta elegir, elegid siempre los cargos menos agradables». San Francisco de Sales también ha dicho: «Si nos fuera dada la elección, los empleos más deseables serían los más abyectos, los más penosos, aquellos en que hay más que hacer y más en que humillarse por Dios. » 

Aun en este caso, el deseo parece muy sospechoso a nuestro piadoso Doctor. «¿Sabéis por ventura, dice, si después de haber deseado los empleos humildes tendréis la fuerza suficiente para recibir bien las abyecciones que en ellos se encuentran, para sufrir sin sublevaros los disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad? En resumen, de creer al Santo, es preciso tener por tentación el deseo de todos los cargos, cualesquiera que sean, y con mayor razón si son honrosos.

 «En Cuanto a aquellos -dice el P. Rodríguez- que desean puestos y oficios, o ministerios más altos, pareciéndoles que en aquéllos harían más fruto en las almas y más servicio a Dios, digo que se engañan mucho de pensar que ese celo es del mayor servicio de Dios y del mayor bien de las almas; no es sino celo de honra y estimación y de sus comodidades; y por ser aquel oficio y ministerio más honroso y más conforme a su gusto e inclinación, por eso lo desean... Y si yo fuese humilde antes querría que el otro hiciese el oficio alto, porque tengo que creer que lo hará mejor que yo y con más fruto y con menos peligro de vanidad.» 

Concluyamos, pues, con San Francisco de Sales, que será mejor no desear nada, sino abandonarnos por completo en las manos de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin desear una cosa más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos su divina voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en religión, en donde la obediencia es la que da valor a todos nuestros ejercicios.» Estemos dispuestos a recibir los cargos que ella nos imponga; «sean honrosos o abyectos yo los recibiré humildemente, sin replicar ni una sola palabra si no fuere preguntado, de lo contrario, diré sencillamente la verdad como lo siento». No es posible dar a Dios testimonio más brillante de amor y de confianza que dejarle disponer de nosotros como El quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus manos»; yo vivo tranquilo en este pensamiento y no deseo preocuparme de otra cosa. 

Cuando el Superior ha hablado, es Dios quien ha hablado. Ya no se contenta El con declararnos su beneplácito por los acontecimientos, nos significa también su voluntad por boca de su representante. El Señor tenía ya sobre nosotros derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos contraído con El nuevas obligaciones, nos hemos entregado a la Comunidad. El Superior está oficialmente encargado, en nombre de Dios y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que hemos prometido; y ¿no es uno de estos sagrados compromisos el de aceptar que el Superior disponga de nosotros según nuestras santas leyes? ¿Que nos deje en nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite, siempre cumple con su misión, y nosotros hemos de ser fieles a nuestros compromisos. Ora, consulta, reflexiona y decide en conformidad con su conciencia inspirándose en nuestras Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede disponer. De nadie depende, sino de Dios y de los superiores mayores; y por tanto, no ha de pedirnos permiso, ni siquiera exponernos sus motivos de obrar. 

Por otra parte, deber suyo es, no menos que interés suyo y nuestro, procurar ante todo el bien de las almas. Además, Dios, que nos asigna un empleo, pondrá su gracia a nuestra disposición, porque no cabe abandono de su parte cuando, dejando a un lado nuestros gustos y repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos quiere. No tenemos derecho a rechazar un empleo por modesto que sea; pues ninguno hay vil y despreciable sino el orgullo y la falta de virtud. No hay oficio bajo en el servicio del Altísimo; los menores trabajos son de un precio inestimable a sus ojos, cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La Santísima Virgen ha superado en mucho a los mismos Serafines, porque ha realzado con las más santas disposiciones las ocupaciones más sencillas. 

Por otra parte, la Comunidad es un cuerpo que necesita de todo su organismo: necesita una cabeza y precisa también pies y manos; ¿con qué derecho querríamos ser cabeza más bien que pies, y ojos más bien que manos? Desde el momento que nosotros despreciamos un empleo como inferior a nuestros méritos, nos falta la humildad, y ¿no ha querido Dios ponernos precisamente en situación de adquirirla? Y si nosotros le servimos con esforzado ánimo en un oficio a propósito para huir el orgullo del espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no es darle el testimonio más brillante de nuestro amor y de nuestra abnegación? 

No tenemos derecho de rehusar un empleo porque nos parezca superior a nuestros méritos. ¡Extraña humildad la que paralizaría la obediencia y nos haría olvidar nuestros compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser juez de nuestras aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad de elegimos, y nos deja únicamente la de obedecer. Sin duda, motivo para temer tendríamos si nosotros buscáramos los cargos y se nos confiaran a fuerza de nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios quien nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como hemos dicho en el capítulo anterior, es El hábil obrero que sabe ejecutar excelentes obras hasta con pobres instrumentos. 

Los talentos son preciosos cuando están unidos a la virtud; mas Dios quiere sobre todo que su instrumento sea flexible y dócil, es decir, humilde y obediente, fuera de que Dios no nos exige el acierto, sino que pide se obre lo mejor que se pueda, y con eso se da por satisfecho. En fin, nosotros no tenemos derecho a rechazar los empleos, alegando con sobrada facilidad el peligro que en ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido dice San Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo a causa de las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al entrar en religión se asume la obligación de prestar al Monasterio todos los servicios posibles, mas si el temor de pecar pudiera servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y entonces, ¿con quién contar para el servicio del Monasterio y la administración de la Comunidad? Proponeos ejecutar el beneplácito divino y no os faltará la ayuda de Dios.» 

En una palabra, «¿no es mejor dejar a Dios disponer de nosotros según sus miras, atender al empleo que haya tenido a bien imponernos, recibirlo humildemente sin replicar palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que superen nuestras fuerzas o demasiado conformes con nuestras naturales inclinaciones, o también peligrosos para nuestra salvación. Entonces nada más conveniente (y a veces nada más necesario) que dar a conocer a nuestros Superiores estas circunstancias que pueden serles desconocidas, lo que ha de hacerse con toda humildad, dulzura y sumisión que la Regla prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar de nuestros respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su mandato con amor, juzgando que esto nos es más útil, dispuestos por otra parte a vigilar cuidadosamente sobre nosotros, confiando en la ayuda de la gracia», y fieles en dar cuenta exacta de nuestro proceder. 

Terminemos con una observación capital del P. Rodríguez: «Lo que Dios mira y estima en nosotros en esta vida, no es el personaje que representamos en esta vida, no es el personaje que representamos en la Comunidad, uno de superior, otro de predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen cobro que cada uno da de su personaje; y así si el coadjutor hace bien su oficio y representa mejor su personaje que el predicador o que el superior el suyo, será más estimado delante de Dios y más premiado y honrado. Por tanto, nadie tenga deseo de otro personaje ni de otro talento, sino procure cada uno representar bien el personaje que le han dado, y emplear bien el talento que ha recibido», de suerte que glorifiquéis a Dios por vuestra santificación. 

Tendréis, pues, vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la regularidad común y la vida interior, sino cumplir vuestro cargo a la luz de la Eternidad, bajo la mirada de Dios, de manteneros en una estricta obediencia y humildad, y de aprovecharos de los deberes y dificultades del empleo para adelantar en la virtud. He aquí lo esencial, lo único necesario, y el beneficio de los beneficios.
 



miércoles, 24 de agosto de 2022

SAN BARTOLOMÉ APOSTOL Y MARTIR

 


SAN BARTOLOMÉ

Apóstol y Mártir

Patrono de zapateros y fabricantes de zapatos; encuadernadores; carniceros; yeseros. Protector contra las enfermedades nerviosas y neurológicas.

Somos embajadores en nombre de Cristo

y es Dios mismo quien os exhorta por boca nuestra.

(2 Corintios 50, 20)

San Bartolomé, Apóstol, llevó el Evangelio a las regiones más bárbaras de Oriente. Penetró hasta las extremidades de las Indias. Después de haber obrado allí numerosas conversiones y sufrido mucho por la causa de Jesucristo, volvió a la gran Armenia. Convirtió allá al rey Polemón, con doce ciudades de su reino. Los sacerdotes de los ídolos excitaron contra él a Astiages, hermano del rey, que lo hizo desollar vivo, después de lo cual fue decapitado. Refiérese que cien veces al día arrodillábase para orar a Dios.

MEDITACIÓN

SOBRE SAN BARTOLOMÉ

I. Para ser un verdadero apóstol, es decir, un embajador de Cristo, hay que serle fiel, tomar a pecho los intereses de Dios a costa de los propios. Es lo que hace San Bartolomé; deja él todo para seguir a Jesucristo, para predicar su Evangelio; sacrifica sus placeres, sus intereses; hasta da su vida para ganarle almas y extender su reino. ¿Qué haces tú por la gloria de Jesucristo y por la salvación de las almas? Esto es sin embargo lo más agradable a Dios que puedes hacer.

II. Un embajador debe estar perfectamente instruido acerca de lo que quiere su príncipe, a fin de hacer su voluntad en todo. San Bartolomé ora a Dios cien veces al día, para saber cuál es la voluntad de Jesucristo, para implorar sus luces y su auxilio. Trabajes lo que trabajes, si tus acciones no están conformes con las miras de Dios, pierdes tu tiempo. ¿Cuántas veces rezas al día y cómo lo haces? Dios mío, ¡que se cumpla en mí vuestra santa voluntad!

III. Un embajador ha menester de prudencia para llevar a buen término los negocios de su señor; necesita valor para resistir a sus enemigos y dar su vida, si es preciso. San Bartolomé poseyó ambas cualidades. ¿Las tienes tú? Eres tan prudente en las cosas de este mundo, y un niño en las atinentes a tu salvación. Nada te resulta costoso cuando están en juego tus intereses, y el menor obstáculo te detiene cuando se trata de la gloria de Dios. ¡Ah! ¡cuán pocos verdaderos obreros apostólicos existen hoy! ¿Adónde se fue el espíritu de los apóstoles? ¿Dónde están la humildad, los trabajos, el celo de la primitiva Iglesia? (San Bernardo).

La paciencia.

Orad por la India.

ORACIÓN

Dios omnipotente y eterno, que nos inspiráis santa fe en la solemnidad del Apóstol San Bartolomé, os suplicamos que concedáis a vuestra Iglesia que ame lo que él ha creído y que predique lo que él ha enseñado. Por J. C. N. S.

viernes, 19 de agosto de 2022

Carta Encíclica “INGRUENTIUM MALORUM” (REZO DEL SANTO ROSARIO)

 



Carta Encíclica “INGRUENTIUM MALORUM” 

De nuestro Santísimo Señor por la Divina Providencia PAPA PÍO XII a los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios de Lugar en Paz y Comunión con la Sede Apostólica sobre el Rezo del Santo Rosario durante el mes de octubre, principalmente (15 de septiembre de 1951) Venerables hermanos, salud y bendición apostólica. 

1.  Desde que fuimos elevados a la suprema cátedra de Pedro, por designio de la divina Providencia, a la vista de los males inminentes, no hemos cesado nunca de confiar al valiosísimo patrocinio de la Madre de Dios los destinos de la familia humana, y a este fin, como bien sabéis, hemos escrito a menudo cartas de exhortación. Conocéis bien, ¡oh venerables hermanos!, con cuánto celo y con cuánta espontaneidad y concordia ha respondido el pueblo cristiano por todas partes a nuestras sugerencias. Lo han atestiguado repetidas veces granciosos espectáculos de fe y de amor hacia la augusta Reina del cielo y, sobre todo, aquella manifestación de universal alegría que en el último año nuestros propios ojos pudieron contemplar en cierto modo, cuando en la plaza de San Pedro, circundados por una inmensa multitud de fieles, proclamamos solemnemente la Asunción de María Virgen al cielo. 

2.  Si bien el recuerdo de estas cosas nos es grato y nos consuela con firme esperanza en la divina misericordia, al presente, sin embargo, no faltan motivos de profunda tristeza que solicitan y angustian nuestro ánimo paternal.  Tristes condiciones de los tiempos presentes 

3.  Conocéis, en efecto, venerables hermanos, las tristes condiciones de nuestros tiempos. La unión fraternal de las naciones, rota desde tanto tiempo, no la vemos aún restablecida en todas partes, pero por todos lados vemos los espíritus trastornados por el odio y la rivalidad, e incluso se cierne sobre los pueblos la amenaza de nuevos y sangrientos conflictos. A esto se suma aquella violentísima tempestad de persecuciones que ya desde largo tiempo azota con crueldad a la Iglesia, privada de libertad en no pocas partes de la tierra, afligiéndola durísimamente con calumnias y angustias de todo género, haciendo correr también a veces la sangre de los mártires. 

4.  iA cuáles y cuántas insidias vemos sometidos los ánimos de muchos de nuestros hijos en aquellas regiones para que rechacen la fe de sus padres y se aparten miserablemente de la unidad con esta Sede Apostólica! Ni, finalmente, en modo alguno podemos pasar en silencio un nuevo crimen respecto al cual deseamos vivamente reclamar no sólo vuestra atención, sino también la de todo el clero, la de cada uno de los padres y la de la misma autoridad pública; nos referimos a aquellos perversos designios de la impiedad contra la cándida inocencia de los niños. Ni siquiera la edad inocente ha sido perdonada, sino que se osa arrancar también, con gesto temerario, las flores más bellas del místico jardín de la Iglesia, que constituyen la esperanza de la religión y de la sociedad. Si se medita sobre esto, no debe suscitar gran sorpresa el hecho de que por todas partes los pueblos giman bajo el peso del divino castigo y vivan con la pesadilla de calamidades todavía mayores. Alzad los corazones a la Madre de Dios 

5.  Sin embargo, la consideración de una situación tan cargada de peligros no debe abatir vuestro ánimo, venerables hermanos, sino que, acordándoos, por el contrario, de aquella divina enseñanza: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad, y se os abrirá» (Lc 11, 9), con la mayor confianza proponeos alzar espontáneamente vuestros corazones hacia la Madre de Dios, donde siempre ha buscado refugio el pueblo cristiano en la hora del peligro, ya que Ella «ha sido constituida causa de salvación para todo el género humano»'. 

6.  Por ello esperamos con alegre expectación y reanimada esperanza el retorno del mes de octubre, durante el cual acostumbran acudir los fieles con mayor frecuencia a la iglesia para elevar sus súplicas a María por medio del santo rosario. Preces que este año, venerables hermanos, deseamos se hagan con mayor fervor de ánimo, cual lo requieren las necesidades crecientes. Nos es bien conocida, en efecto, su poderosa eficacia para obtener la ayuda maternal de la Virgen; la cual, aunque pueda conseguirse con diversas maneras de orar, sin embargo estimamos que el santo rosario es el medio más conveniente y eficaz, como lo recomiendan su origen, más celestial que humano, y su misma naturaleza. ¿Qué plegaria, en efecto, más idónea y más bella que la oración dominical y el saludo angélico, que forman como las flores de que está compuesta esta mística corona?  Asociándose, además, a la oración vocal la meditación de los sagrados misterios se obtiene otra grandísima ventaja, a saber: que todos, incluso los más sencillos y los menos instruidos, encuentran en ella una manera fácil y rápida para alimentar y custodiar la propia fe. Y en verdad que con la meditación frecuente de los misterios el espíritu insensiblemente absorbe la virtud que allí se encierra, se inflama extraordinariamente con la esperanza de los bienes inmortales y se espolea con fortaleza y suavidad para seguir las huellas del mismo Cristo y de su Madre. La misma recitación de fórmulas idénticas, tantas veces repetidas, lejos de hacer la oración estéril y enojosa, posee una admirable virtud para infundir confianza en el que reza y hacer dulce violencia al corazón materno de María. Excelencias del Santo Rosario 

7.  Trabajad, pues, con especial solicitud, venerables hermanos, para que los fieles puedan cumplir este oficio con la mayor diligencia con ocasión del próximo mes de octubre, y el santo rosario sea por ellos muy convenientemente estimado y profusamente practicado. Por vuestra labor el pueblo cristiano podrá comprender su excelencia, su valor y su saludable eficacia. 

8.  Empero, es sobre todo en el seno de las familias donde Nos deseamos que la costumbre del santo rosario sea difundida por todas partes, religiosamente custodiada y cada vez más desarrollada. Inútil es, desde luego, tratar de llevar remedio a los destinos vacilantes de la vida civil si la sociedad doméstica, principio y fundamento de la unión humana, no es «reincorporada» a las normas del Evangelio. Nos afirmamos que el rezo del santo rosario en la familia es un medio grandemente eficaz para conseguir un fin tan arduo. ¡Qué espectáculo de placidez y tan sumamente grato a Dios cuando, a la caída de la tarde, el hogar cristiano resuena con el frecuente eco de las alabanzas en honor de la augusta Reina del cielo! Entonces el rosario, recitado en común, une ante la imagen de la Virgen, con admirable concordia, los corazones de padres e hijos que retornan del trabajo diario; además, los une piadosamente con los ausentes y con los difuntos, y, por fin, liga a todos más estrechamente con el suavísimo vínculo del amor a la Virgen Santísima, la cual, como Madre amantísima entre sus hijos, se hallará presente, concediendo con abundancia los bienes de la unidad y de la paz domésticas.  Entonces el hogar de la familia cristiana, semejante al de Nazaret, se convertirá en una terrenal morada de santidad y casi un templo, donde el santo rosario no sólo será la rogativa particular que todos los días se eleva hacia el Cielo en olor de suavidad, sino que constituirá también una escuela eficacísima de vida cristiana. En efecto: la consideración de los divinos misterios de la Redención enseñará a los mayores a vivir enfrentados cotidianamente con el fúlgido ejemplo de jesús y de María, a recabarles consuelo en la adversidad y a dirigirse hacia aquellos tesoros celestiales «que no roban los ladrones ni roe la polilla» (Lc 12, 33); llevará, además, a conocimiento de los pequeños las principales verdades de la fe, consiguiendo que en sus almas inocentes florezca como espontáneamente el amor hacia el benignísimo Redentor, cuando, al ver arrodillarse a sus padres ante la majestad de Dios, desde su más tierna edad, aprenderán cuán grande es el valor de la oración recitada en común. Sólo con la oración se afrontarán los peligros 

9.  No dudemos, por consiguiente, en afirmar de nuevo en público cuán grande es la esperanza por Nos depositada en el santo rosario para curar los males que afligen nuestro tiempo. No con la fuerza, ni con las armas, ni con la potencia humana, sino con la ayuda divina obtenida por medio de esta oración, como David con su bondad, la Iglesia podrá afrontar impávida al enemigo infernal, repitiendo contra él las palabras del adolescente pastor: «Tú vienesa mí con la espada, con la lanza y con el escudo; pero yo voy a ti en el nombre del Señor de los ejércitos..., y toda esta multitud conocerá que el Señor no salva con la espada ni con la lanza» (1 Re 17, 44, 49). 

10.  Por esta razón, ¡oh venerables hermanos!, deseamos vivamente que todos los fieles, siguiendo vuestro ejemplo y vuestra exhortación, correspondan solícitos a nuestra paternal indicación, unidos sus corazones y sus voces con igual ardor de caridad. Si aumentan los males y los asaltos de los malvados, debe crecer igualmente el celo de todos los buenos y hacerse siempre más vigoroso; esfuérzanse éstos por obtener de nuestra amantísima Madre, especialmente por medio del santo rosario, el que cuanto antes brillen tiempos mejores para la Iglesia y para la sociedad. 

11.  Roguemos todos que la poderosísima Madre de Dios, movida por las plegarias de tantos hijos suyos, nos obtenga de su Unigénito el que aquellos que se han desviado miserablemente del sendero de la verdad y de la virtud, vuelvan a él con renovado ánimo; el que felizmente se aplaquen los odios y las rivalidades que son fuente de discordia y de toda clase de desventuras; el que la paz, aquella paz verdadera, justa y genuina, vuelva a resplandecer sobre los individuos, sobre las familias, sobre los pueblos y sobre las naciones; el que, finalmente, asegurados como es justo los derechos de la Iglesia, aquel benéfico influjo derivado de ella, penetrando sin obstáculos en el corazón de los hombres, entre las clases sociales y en la entraña misma de la vida pública, aúne con fraternal alianza a la familia de los pueblos y la conduzca a aquella prosperidad que regule, defienda y coordine los derechos y los deberes de todos, sin perjudicar a nadie, siendo cada día mayor por la recíproca y común colaboración. Pensad en los desgraciados 

12.  Tampoco os olvidéis, venerables hermanos y dilectos hijos, mientras entretejéis nuevas flores orando con el rosario mariano; no os olvidéis, repetimos, de aquellos que languidecen desgraciados en las prisiones, en las cárceles, en los campos de concentración. Entre ellos se encuentran también, como sabéis, obispos expulsados de sus sedes únicamente por haber defendido con heroísmo los sacrosantos derechos de Dios y de la Iglesia; se encuentran hijos, padres y madres de familia, arrancados de los hogares domésticos, que pasan su vida infeliz por ignotas tierras y bajo ignotos cielos. Como Nos envolvemos con un afecto singular a todas estas gentes, así también vosotros, animados de aquella caridad fraterna que enama de la religión cristiana, unid junto a la nuestra vuestras preces ante el altar de la Virgen Madre de Dios y recomendadlos a su corazón maternal. Ella, sin duda alguna, con dulzura exquisita, aliviará sus sufrimientos, reavivando en los corazones la esperanza del premio eterno y no dejará de acelerar, como firmemente confiamos, el final de tantos dolores. 

13.  No dudando que vosotros, ¡oh venerables hermanos!, con el celo ardiente que os es acostumbrado, llevaréis a conocimiento de vuestro clero y de vuestro pueblo, en la manera que os parezca más oportuna, esta nuestra paternal exhortación, y asimismo, teniendo por cierto que nuestros hijos diseminados por todas partes sobre la tierra, responderán de buen grado a este nuestro llamamiento, concedemos con cordial efusión nuestra bendición apostólica, testimonio de nuestra gratitud y augurio de celestiales gracias, a cada uno de vosotros, en particular a aquellos que durante el mes de octubre especialmente reciten con devoción el santo rosario. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 del mes de septiembre, fiesta de los Siete Dolores de la bienaventurada Virgen María, el año 1951, decimotercero de nuestro pontificado. 

Pius PP XII. 

miércoles, 17 de agosto de 2022

EL SANTO ABANDONO. Capítulo 4° EL ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU

 



Artículo 3º. La vida o la muerte 

Tarde o temprano hemos de morir. Mas, ¿cuándo será y en qué condiciones? Ignorantes estamos de todo esto. Dios, dueño absoluto de la vida y de la muerte, se ha reservado el día y la hora; a nadie, por regla general, comunica sus secretos, y muchos, aun entre los grandes santos, no lo han conocido, o no lo conocieron sino tarde. Así se explica cómo San Alfonso, treinta o cuarenta años antes de morir hablaba ya de su muerte próxima. Feliz ignorancia que nos advierte que estemos siempre dispuestos, y que estimula sin cesar nuestra actividad espiritual. Hemos de aceptar esta incertidumbre con sumisión y hasta con reconocimiento. Mas, ¿se ha de desear que la muerte venga en breve plazo o que nos deje aún largo tiempo?

 Numerosos motivos nos autorizan a llamarla con nuestros deseos. 

1º Los males de la vida presente. Apenas nacido el hombre, comienza la muerte en él su trabajo, y tiene que luchar sin tregua para librarse de sus asaltos, y a pesar del alimento, del sueño y de los remedios, camina a pasos agigantados hacia la tumba; su vida no es sino una muerte lenta y continua. El trabajo y la fatiga, la intemperie y las estaciones, los achaques y las enfermedades, las penas del corazón y del espíritu, los cuidados y las preocupaciones, todo lleva a hacer de la tierra un valle de lágrimas. A nuestras propias penas, vienen a unirse las de los nuestros, y como si estos tantos males no bastasen, la malicia humana esfuérzase en agravarlos sin medida: los hombres levántanse contra los hombres; las familias, contra las familias; las naciones, contra las naciones; no se sabe ya qué enredos inventar para hacer sufrir, ni qué máquinas de guerra para mejor destrozarse. Suframos la prueba todo el tiempo que Dios quiera, mas, ¿no es natural suspirar por la muerte, cuya bienhechora mano enjugará nuestras lágrimas y nos abrirá la encantadora morada, en donde no habrá ya gemidos de ningún género, sino calma eterna, paz y reposo sin fin? 

2º Los peligros y las faltas de la vida presente La tierra es un campo de batalla, en que nos es preciso luchar día y noche contra un enemigo invisible que no duerme, que no conoce ni la fatiga ni la compasión; enseñado por experiencia sesenta veces secular, conoce demasiado cuál es nuestro Lado flaco, y halla las más desconcertantes complicidades en la plaza sitiada; y nosotros, que somos la debilidad misma y la inconstancia, a pesar del poderoso auxilio de Dios, siempre hemos de temer un desfallecimiento por nuestra parte. En este momento estamos en amistad con Dios, y ¿lo estaremos más tarde? La perseverancia final es un don de Dios, y quien hoy camina por los senderos de la santidad, mañana quizá ande ya por los de la relajación y resbale sobre la pendiente que conduce a los abismos. Aun suponiendo que nos libremos de este supremo infortunio, es cierto al menos que nos quedaremos muy por detrás de nuestros deseos, que caeremos en multitud de faltas ligeras, y que sentiremos bullir en el fondo de nuestro corazón todo un mundo de pasiones y de inclinaciones que nos causan miedo. Hoy, que juzgamos estar preparados, ¿no es natural desear que la muerte venga pronto a poner término a nuestras incesantes faltas y a nuestras continuas alarmas, confirmándonos en la gracia? 

Por otra parte, hemos de vivir en medio de un siglo perverso en que se multiplican los pecados, y crímenes, en que el vicio triunfa, la virtud es perseguida, la Iglesia, tratada como enemiga, Dios, arrojado de todas partes. Y, ¿cómo no suspirar por la compañía de los santos, en donde reina el Dios de la paz, en donde todo regocijará nuestros ojos y nuestros corazones? 

3º El deseo del cielo y del amor de Dios. Hace mucho tiempo que hemos comprendido el vacío, la ineficacia y la nada de la tierra con todos sus falsos bienes, y abandonado el mundo, hemos corrido en busca de sólo Dios. A medida que nuestra alma se despoja y purifica, hácese más vivo el deseo del cielo, el amor divino más ardiente, casi impaciente: es Dios lo que necesitamos, Dios visto, amado, poseído sin tardanza, sufrimos por vivir sin El. Cierto que el Dios de nuestro corazón  está allí, muy cerca de nosotros, en la Santa Eucaristía pero le querríamos sin velo. Déjase a veces encontrar en la oración, mas no basta una unión fugitiva e incompleta, necesitamos su eterna y perfecta posesión. Nuestro cuerpo se levanta como los muros de una prisión entre el alma y su Amado; que caiga de una vez, que deje de ocultarnos el único objeto de todos nuestros afectos. ¿Cuándo se acabará, Señor, este destierro? ¿Cuándo vendréis por mi? ¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos? ¿Cuándo me veré, Señor, con Vos? ¡Cómo se tarda ya esta hora! ¡Qué contento y alegría será para mí, cuando me digan que llega ya! 

Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: ¡ir domum Domini ibimus: stantes erant pedes nostri in atriis tuis, Jerusalem. «Me he alegrado desde que se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor y pronto nos hallaremos, oh Jerusalén, en el recinto de tus murallas». 

A semejanza de la Esposa de los Cantares, el gran Apóstol languidecía de amor y suspiraba por la disolución del cuerpo para estar con Cristo. Estaba enfermo de amor, y en su impaciente ansia de gozar de su Amado, la menor tardanza hacíasele una eternidad y llenaba su corazón de tristeza. Tales eran los sentimientos de Santa Teresa del Niño Jesús en su lecho de muerte. «¿Estáis resignada a morir? ¡Oh, padre mío!, respondía ella, para vivir es para lo que se necesita resignación; muriendo no experimento más que alegría»

 Hay, por tanto, sólidas razones que nos hacen desear la muerte; las hay también igualmente para desear la prolongación de nuestros días, y son casi las mismas. 

1º Los males de la vida presente. Mediante la paciencia y el espíritu de fe, se convierten en ocasión de mayores bienes; despegan de la tierra y hacen suspirar por un mundo mejor; es un excelente purgatorio, una mina de virtudes inagotable. Cuanto más abunden estos males, más rica será la cosecha para el cielo. Si la malicia de los hombres viene a mezclarse en ellos, ¿qué nos importa? Nosotros queremos ver tras el instrumento no otra cosa que la Providencia, y como resultado de todas nuestras pruebas, como adelantamiento espiritual, Dios glorificado, muchas almas salvadas, el purgatorio rociado con sangre de Nuestro Señor. En el cielo no habrá ya sufrimientos, es verdad; mas por lo mismo no será posible dar, como aquí abajo, al divino Maestro el testimonio de la prueba amorosamente aceptada. 

2º Los peligros y las faltas de la vida presente. Reconocemos sin dificultad que el sentimiento del peligro mueve a desear vivamente el cielo; mas el combate no carece de encantos para un alma valiente, ávida de conquistar la vida eterna, y demostrar su amor y abnegación a su Rey amado. El es quien nos llama a las armas, y ¿no estará con nosotros? El claustro es la más segura trinchera, y gracias a la oración y a la vigilancia, esperamos librar un buen combate y no quedar heridos de muerte. Hasta el momento, nuestra victoria está muy lejos de ser completa; sin el auxilio del tiempo, ¿cómo reparar nuestras derrotas, expiar nuestras faltas, rescatar nuestra inutilidad, conquistar un rico botín? Y ahora que Dios se encuentra atacado por todas partes, el puesto de sus amados servidores, ¿no ha de ser combatir a su lado y luchar por su causa? Así lo entendió aquella alma que decía: «Tengo, bien lo sabéis, deseos de ver a Dios, pero en estos tiempos de persecución le tengo mayor de padecer por El; morir cuando las Esposas del Cordero están convocadas para la cumbre del Calvario, no, no es éste mi ideal.» 

3º El deseo del cielo y el amor de Dios. Morir cuanto antes, es quizá lo más seguro, y más pronto nos hallaríamos con nuestro Amado. Con todo, si Dios prolonga nuestra vida, con tal de que nos lleve al puerto, le bendeciremos eternamente por ello; por tanto, a cada paso podemos crecer en gracia y por lo mismo obtener nuevos grados de gloria. En algunos años podemos ganar cientos de miles, millones quizá; es decir: añadir por cientos de miles y de millones nuevas energías a nuestro poder de ver a Dios, de amarle y de poseerle. ¡ Qué magnífico aumento de gloria para El, y de felicidad para nosotros durante toda la eternidad! ¿Tenemos ya caudal suficiente? ¿No sería de desear que aún se acrecentase? Si nuestro cielo se hace esperar, puede embellecerse indefinidamente, y sería quizá con gran perjuicio nuestro el que escuchara Dios nuestros apremiantes deseos.

 4º Si acontece que uno y otro se considera muy necesario a los que le rodean, es señal inequívoca de divina voluntad, y por ende un motivo de moderar sus deseos. San Martín de Tours, en su lecho de muerte, hállase en una situación de este género; no teme morir, no rehúsa vivir, se abandona a la misma Providencia. La misma perplejidad había experimentado el gran Apóstol: «Para mí, la muerte es una ganancia, escribe a los filipenses; pero si se prolonga mi vida, he de sacar fruto de mi trabajo. Por dos partes me veo estrechado: deseo yerme desatado del cuerpo y estar con Cristo, y eso sería mucho mejor; mas mi permanencia en esta vida os es necesaria. No sé qué escoger» 

San Alfonso ensalza indudablemente la perfecta conformidad con la voluntad divina, y con todo, presenta sus argumentos en forma que lleva más a desear la muerte que la vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez. A Santa Teresa le parecía que sufrir era la única rezón de la existencia: Señor, o morir o padecer. No puede soportar por más tiempo el suplicio de verse sin Dios; sin embargo, aceptaría con ánimo varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin del mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. Su amiga María Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba a Dios prolongase su vida. Santa Teresa le manifestó un día el ardor con que deseaba el cielo: «Yo, respondió aquélla, lo deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de destierro puedo dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria, pero en el cielo nada podré ofrecerle.» Según el venerable P. la Puente «estos dos deseos tan diferentes descansan sobre sólidos fundamentos, mas el de María Díaz era mucho más preferible, porque daba más a la gracia, única que puede inspirar el amor de la cruz». San Francisco de Sales, en su última enfermedad, permanece fiel a su máxima: nada desear, nada pedir, nada rehusar. Instábasele a que rezase la oración de San Martín moribundo: «Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo», y con humildad profunda responde: «nada de esto haré; no soy necesario, ni útil, que soy del todo inútil». San Felipe de Neri dijo lo mismo en parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas palabras del Obispo de Ginebra: «Tomo a mi cuidado el cuidado de vivir bien, y el de mi muerte lo dejo a Dios». En una palabra, todos los santos han practicado el perfecto abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida, otros prefirieron no tener ningún deseo. 

Por dicha nuestra, no estamos obligados a hacer una elección y a formar peticiones en consecuencia, puesto que se trata de asuntos cuya decisión se ha reservado Dios. De igual modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás condiciones de nuestra muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a Dios nuestros deseos, o de dejarle el cuidado de ordenarlo todo según su beneplácito, en conformidad con sus intereses, que son también los nuestros. 

Mas hemos de pedir con instancia la gracia de recibir los Sacramentos en pleno conocimiento, y de tener en nuestros últimos momentos las oraciones de la Comunidad; pues entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas ayudas que utilizar. Sin embargo, si nosotros nos hallamos realmente dispuestos, esta petición, por justa que sea, ha de quedar subordinada al beneplácito divino. Nuestro Padre San Bernardo, ausente a causa del servicio de la Iglesia, escribía a sus religiosos: «¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que mi vida entera transcurra en el dolor y mis años en los gemidos? Valdría más morir, pero morir en medio de mis hermanos, de mis hijos, de mis amados. La muerte en estas condiciones es más dulce y más segura. Y hasta va en ello vuestra bondad, Señor; concededme este consuelo antes que abandone para siempre este mundo. No soy digno de llevar el nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar los ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de acompañar con sus plegarias a su alma al reposo de los bienaventurados, si Vos la juzgáis digna de él, y de enterrar sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes compartió la pobreza. Esto, Señor, si he hallado gracia en vuestros ojos, deseo de todo corazón alcanzar por las oraciones y méritos de mis hermanos. Sin embargo, hágase vuestra voluntad y no la mía, pues no quiero vivir ni morir para mí.» Santa Gertrudis, cuando caminaba por una pendiente abrupta, resbaló y fue rodando hasta el valle. Sus compañeras la preguntaron si no había temido morir sin Sacramentos, y la santa respondió: «Mucho deseo no estar privada de los auxilios de la Religión en mi última hora, pero aún deseo mucho más lo que Dios quiere, persuadida como estoy de que la mejor disposición que se puede tener para morir bien es someterse a la voluntad de Dios.» 

Finalmente, lo esencial es una santa muerte preparada por una vida santa, ya que de esto depende la eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de manera absoluta. Esperando el día señalado por la Providencia, sea nuestro cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso para la eternidad el tiempo que Ella nos deja; y cuando nuestro fin parezca próximo, sea nuestra única preocupación conformar y aun uniformar nuestra voluntad con la de Dios, ya en la muerte, ya en todas las circunstancias, hasta las más humillantes, pues nada es más capaz de hacerla santa y apacible.

lunes, 15 de agosto de 2022

LA GLORIOSA ASUNCION DE MARIA SANTÍSIMA A LOS CIELOS

 


Sucedieron grandes maravillas y prodigios en esta preciosa muerte de la Reina.

Porque se eclipsó el sol, y en señal de luto escondió su luz por algunas horas. A la casa del Cenáculo concurrieron muchas aves de diversos géneros y con tristes cantos y gemidos estuvieron algún tiempo clamoreando y moviendo a llanto a cuantos las oían. Conmoviose toda Jerusalén, y admirados concurrían muchos

confesando a voces el poder de Dios y la grandeza de sus obras; otros estaban atónitos y como fuera de sí. Los Apóstoles y discípulos con otros fieles se deshacían en lágrimas y suspiros. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanos. Salieron del purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que, en expirando María santísima, en la misma hora tres personas expiraron también, un hombre en Jerusalén y dos mujeres

muy vecinas del Cenáculo; y murieron en pecado sin penitencia, con que se condenaban, pero llegando su causa al tribunal de Cristo pidió misericordia para ellos la dulcísima Madre y fueron restituidos a la vida, y después la mejoraron de manera que murieron en gracia y se salvaron. Este privilegio no fue general para otros que en aquel día murieron en el mundo, sino para aquellos tres que concurrieron a la misma hora en Jerusalén.

Hija mía, sobre lo que has entendido y escrito de mi glorioso tránsito, quiero

declararte otro privilegio que me concedió mi Hijo santísimo en aquella hora. Ya dejas escrito (CF. supra n. 739) cómo Su Majestad dejó a mi elección si quería admitir el morir o pasar sin este trabajo a la visión beatífica y eterna. Y si yo rehusara la muerte, sin duda me lo concediera el Altísimo, porque como en mí no tuvo parte el pecado, tampoco la tuviera la pena que fue la muerte. Como también fuera lo mismo en mi Hijo santísimo, y con mayor título, si Él no se cargara de satisfacer a la divina Justicia por los hombres,

por medio de su pasión y muerte. Esta elegí yo de voluntad para imitarle y seguirle, como lo hice en sentir su dolorosa pasión; y porque, habiendo yo visto morir a mi Hijo y a mi Dios verdadero, si rehusara yo la muerte no satisficiera al amor que le debía y dejara un gran vacío en la similitud y conformidad que yo deseaba con el mismo Señor humanado, y Su Majestad quería que yo tuviese en todo similitud con su humanidad santísima; y como yo no pudiera desde entonces recompensar este defecto, no tuviera mi alma la plenitud de gozo que tengo de haber muerto como murió mi Dios y Señor.

Por esto le fue tan agradable que yo eligiese el morir, y se obligó tanto su dignación en mi prudencia y amor que en retorno me hizo luego un singular favor para los hijos de la Iglesia, conforme a mis deseos. Este fue, que todos mis devotos que le llamaren en la muerte, interponiéndome por su abogada para que les socorra, en memoria de mi dichoso tránsito y por la voluntad con que quise morir para imitarle estén debajo de mi especial protección en aquella hora, para que yo los defienda del demonio y los asista y ampare y al fin los presente en el tribunal de su misericordia y en él interceda por ellos. Para todo esto me concedió nueva potestad y comisión y el mismo Señor me prometió que les daría grandes auxilios de su gracia para morir bien, y para vivir con mayor pureza, si antes me invocaban, venerando este misterio de mi preciosa muerte. Y así quiero, hija mía, que desde hoy con íntimo afecto y devoción hagas continuamente memoria de ella y bendigas, magnifiques y alabes al Omnipotente, que conmigo quiso obrar tan venerables maravillas en beneficio mío y de los mortales. Con este cuidado obligarás al mismo Señor y a mí para que en aquella última hora te amparemos.


martes, 2 de agosto de 2022

EL MILAGRO DE ZARAGOZA

 





FUENTE

En el glorioso Alzamiento nacional de 1936 Zaragoza quedó en manos de los militares, apoyados por el pueblo, al adelantarse en la toma de la ciudad a los revolucionarios del Frente Popular. Inmediatamente estos lanzaron un ultimátum por radio para que la ciudad se rindiera o de lo contrario sería bombardeada.

La madrugada del 3 de agosto hacía una noche muy clara con luna llena, cuando sobre las 2,30 un avión Fokker del servicio postal que había despegado del aeródromo del Prat en Barcelona cargado con 4 bombas se dejaba oír en pleno centro de la ciudad, creando confusión entre los vecinos más próximos ya que era extraño, sobre todo a esas horas. El avión volaba bajo, a unos 150 metros, casi rozando las torres del Pilar y al no haber defensas antiaéreas el piloto pudo sobrevolar tranquilamente la zona eligiendo el mejor lugar para lanzar su mortífera carga.

Los testigos vieron el lanzamiento de las cuatro bombas. La primera de 50 kilos quedó clavada en la plaza del Pilar según puede observarse en la foto, la segunda cayó el rio Ebro y las otras dos impactaron sobre la misma Basílica del Pilar, pero ninguna hizo explosión. De haber detonado habrían destrozado el sagrario con el Santísimo Sacramento, la imagen de la Virgen y el pilar sobre el que reposa. Hubiera sido una catástrofe tratándose de la verdadera Patrona de España, ya que el nombramiento como patrona de la Inmaculada fue una maniobra de las Fuerzas Secretas para evitar tener un santuario físico de Ella.

Desde primeras horas de la mañana la gente se arremolinaba alrededor del templo indignada con semejante sacrilegio y dando gracias a Dios por no haberse producido mayores daños.

Acabó siendo un estímulo para la resistencia de la plaza, desde donde se oían los cañonazos de los combates en las inmediaciones. La consigna, si entraban los rojos en la ciudad, era atrincherarse en la Basílica y resistir a toda costa.

El diario Solidaridad Obrera del bando rojo publicó en primera página la noticia del bombardeo y anunciaba la inminente caída de la Zaragoza, cosa que nunca se produjo.

Tres de las bombas fueron desmontadas por artificieros y después de analizarlas el director del Parque de Artillería habló de un error de fabricación.

No obstante, la palabra milagro estaba en boca de los zaragozanos creyendo firmemente en la intervención divina, directa o indirectamente. Es incuestionable que hubo un hecho prodigioso cuando los comunistas intentaron destruir el templo, pues Ella lo impidió.

Ahora, los comunistas en el Gobierno que celebran los crímenes del Che Guevara, ciertamente lamentan que las bombas lanzadas sobre el Pilar no explotasen.

Para saber mas de ese atentado comunista fallido dar clic en el siguiente enlace:

https://www.elpandelospobres.com/milagro-de-las-bombas-de-el-pilar-de-zaragoza-madrugada-del-3-de-agosto-1936