Artículo 4º.- La desigual distribución de los dones naturales
Es necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad.
Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. Y será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el desaliento.
Tenemos el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y rico como hubiera deseado. ¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos.
En la distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño, espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que de ellos quiere sacar.»
A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de glorificarle por nuestra santificación. Porque, «¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta, con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias?
¿Cuántos, por el contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran condenado? No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». Tal vez se nos ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con razón el P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para muchos y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados. Una memoria prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos. ¿Qué seria de nosotros si tuviésemos mayores talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, ¿hay partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a El? ¿No está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura, que el Espíritu Santo llama yana y engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme. Es, pues, legitimo pedirlos.
El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es». En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir.
Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos. Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará maravillas. «Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero. ¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su santificación?
Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente. ¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas». «¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los más hábiles teólogos.»
Artículo 5º.- Los empleos
El que es dueño de sí mismo, busca una ocupación en armonía con sus gustos y aptitudes, y ha de seguir en todo las reglas de la prudencia cristiana. En nuestros Monasterios no podemos hacer la elección por nosotros mismos; es la obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto de la Comunidad o a desempeñar tal o cual empleo, tal cargo espiritual.
En esto habrá, pues, materia de abandono y convendrá seguir la célebre máxima del piadoso Obispo de Ginebra: nada pedir, nada rehusar, y por ende, nada desear, si no es el hacer del mejor modo posible la voluntad de Dios; nada temer, si no es hacer nuestra propia voluntad porque esto entraña el doble escollo de exponernos a los peligros buscando los empleos, o de faltar a la obediencia rehusándolos. ¿No será más prudente no desear ni pedir nada, sino conservarnos en santa indiferencia, a causa de la incertidumbre en que nos hallamos?
No sabemos, en efecto, si es más conforme al divino beneplácito, más ventajoso para nuestra alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo particular. En este último caso nos libramos de muchos peligros y responsabilidades, tenemos completa libertad para entregarnos a Dios solo, para consagrarnos sin reserva a las dulces y santas ocupaciones de María, al gobierno de este pequeño reino que está dentro de nosotros. Mas esto no es pura holganza, sino rudo trabajo. ¿Tendremos siempre la paciencia y el valor de aplicarnos a él con perseverante energía? O quizá, ¿no iremos, como las gentes desocupadas, a pasatiempos de fantasía, a ocuparnos de lo que no nos incumbe? En todo caso, perdemos esas mil ocasiones de sacrificio y abnegación que se encuentran en los empleos. Los cargos, por el contrario, nos ofrecen abundante mies de renunciamiento y de cuidados y de humillaciones. Su mismo nombre lo indica; son una carga y a veces bien pesada para los que la toman en serio; y por esto facilitan la santificación por el sacrificio.
Los empleos espirituales tienen además una inmensa ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir con frecuencia el pan de la palabra, de estar en trato diario con almas excelentes y de obrar siempre bien para predicar con el ejemplo. Pero también acarrean tremendas responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes beneficios, seremos nosotros quienes primeramente rendiremos cuenta al Dueño. Por otra parte, ¿no es de temer que se absorba uno en lo temporal con detrimento de lo espiritual, que se descuide de sí ocupándose de los otros, que tome pretexto de su cargo para olvidar los deberes de Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un medio de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza?
En una palabra, éstas y otras parecidas consideraciones han de hacernos muy circunspectos en nuestros deseos, inclinándonos más bien a orar de esta manera: «Dios mío, ¿será más conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo pase por los cargos o que permanezca sin empleo? Yo lo ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en Vos pongo toda mi confianza; disponed de todo esto de manera más favorable a nuestros intereses comunes, que a Vos me entrego.» ¿Quiere esto decir que esté prohibido concebir un deseo y formularlo filialmente? Seguramente que no; pues siendo una petición delicada, ha de mirarse con atención. Como San Alfonso lo hace notar con mucha razón, «si os gusta elegir, elegid siempre los cargos menos agradables». San Francisco de Sales también ha dicho: «Si nos fuera dada la elección, los empleos más deseables serían los más abyectos, los más penosos, aquellos en que hay más que hacer y más en que humillarse por Dios. »
Aun en este caso, el deseo parece muy sospechoso a nuestro piadoso Doctor. «¿Sabéis por ventura, dice, si después de haber deseado los empleos humildes tendréis la fuerza suficiente para recibir bien las abyecciones que en ellos se encuentran, para sufrir sin sublevaros los disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad? En resumen, de creer al Santo, es preciso tener por tentación el deseo de todos los cargos, cualesquiera que sean, y con mayor razón si son honrosos.
«En Cuanto a aquellos -dice el P. Rodríguez- que desean puestos y oficios, o ministerios más altos, pareciéndoles que en aquéllos harían más fruto en las almas y más servicio a Dios, digo que se engañan mucho de pensar que ese celo es del mayor servicio de Dios y del mayor bien de las almas; no es sino celo de honra y estimación y de sus comodidades; y por ser aquel oficio y ministerio más honroso y más conforme a su gusto e inclinación, por eso lo desean... Y si yo fuese humilde antes querría que el otro hiciese el oficio alto, porque tengo que creer que lo hará mejor que yo y con más fruto y con menos peligro de vanidad.»
Concluyamos, pues, con San Francisco de Sales, que será mejor no desear nada, sino abandonarnos por completo en las manos de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin desear una cosa más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos su divina voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en religión, en donde la obediencia es la que da valor a todos nuestros ejercicios.» Estemos dispuestos a recibir los cargos que ella nos imponga; «sean honrosos o abyectos yo los recibiré humildemente, sin replicar ni una sola palabra si no fuere preguntado, de lo contrario, diré sencillamente la verdad como lo siento». No es posible dar a Dios testimonio más brillante de amor y de confianza que dejarle disponer de nosotros como El quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus manos»; yo vivo tranquilo en este pensamiento y no deseo preocuparme de otra cosa.
Cuando el Superior ha hablado, es Dios quien ha hablado. Ya no se contenta El con declararnos su beneplácito por los acontecimientos, nos significa también su voluntad por boca de su representante. El Señor tenía ya sobre nosotros derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos contraído con El nuevas obligaciones, nos hemos entregado a la Comunidad. El Superior está oficialmente encargado, en nombre de Dios y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que hemos prometido; y ¿no es uno de estos sagrados compromisos el de aceptar que el Superior disponga de nosotros según nuestras santas leyes? ¿Que nos deje en nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite, siempre cumple con su misión, y nosotros hemos de ser fieles a nuestros compromisos. Ora, consulta, reflexiona y decide en conformidad con su conciencia inspirándose en nuestras Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede disponer. De nadie depende, sino de Dios y de los superiores mayores; y por tanto, no ha de pedirnos permiso, ni siquiera exponernos sus motivos de obrar.
Por otra parte, deber suyo es, no menos que interés suyo y nuestro, procurar ante todo el bien de las almas. Además, Dios, que nos asigna un empleo, pondrá su gracia a nuestra disposición, porque no cabe abandono de su parte cuando, dejando a un lado nuestros gustos y repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos quiere. No tenemos derecho a rechazar un empleo por modesto que sea; pues ninguno hay vil y despreciable sino el orgullo y la falta de virtud. No hay oficio bajo en el servicio del Altísimo; los menores trabajos son de un precio inestimable a sus ojos, cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La Santísima Virgen ha superado en mucho a los mismos Serafines, porque ha realzado con las más santas disposiciones las ocupaciones más sencillas.
Por otra parte, la Comunidad es un cuerpo que necesita de todo su organismo: necesita una cabeza y precisa también pies y manos; ¿con qué derecho querríamos ser cabeza más bien que pies, y ojos más bien que manos? Desde el momento que nosotros despreciamos un empleo como inferior a nuestros méritos, nos falta la humildad, y ¿no ha querido Dios ponernos precisamente en situación de adquirirla? Y si nosotros le servimos con esforzado ánimo en un oficio a propósito para huir el orgullo del espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no es darle el testimonio más brillante de nuestro amor y de nuestra abnegación?
No tenemos derecho de rehusar un empleo porque nos parezca superior a nuestros méritos. ¡Extraña humildad la que paralizaría la obediencia y nos haría olvidar nuestros compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser juez de nuestras aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad de elegimos, y nos deja únicamente la de obedecer. Sin duda, motivo para temer tendríamos si nosotros buscáramos los cargos y se nos confiaran a fuerza de nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios quien nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como hemos dicho en el capítulo anterior, es El hábil obrero que sabe ejecutar excelentes obras hasta con pobres instrumentos.
Los talentos son preciosos cuando están unidos a la virtud; mas Dios quiere sobre todo que su instrumento sea flexible y dócil, es decir, humilde y obediente, fuera de que Dios no nos exige el acierto, sino que pide se obre lo mejor que se pueda, y con eso se da por satisfecho. En fin, nosotros no tenemos derecho a rechazar los empleos, alegando con sobrada facilidad el peligro que en ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido dice San Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo a causa de las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al entrar en religión se asume la obligación de prestar al Monasterio todos los servicios posibles, mas si el temor de pecar pudiera servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y entonces, ¿con quién contar para el servicio del Monasterio y la administración de la Comunidad? Proponeos ejecutar el beneplácito divino y no os faltará la ayuda de Dios.»
En una palabra, «¿no es mejor dejar a Dios disponer de nosotros según sus miras, atender al empleo que haya tenido a bien imponernos, recibirlo humildemente sin replicar palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que superen nuestras fuerzas o demasiado conformes con nuestras naturales inclinaciones, o también peligrosos para nuestra salvación. Entonces nada más conveniente (y a veces nada más necesario) que dar a conocer a nuestros Superiores estas circunstancias que pueden serles desconocidas, lo que ha de hacerse con toda humildad, dulzura y sumisión que la Regla prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar de nuestros respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su mandato con amor, juzgando que esto nos es más útil, dispuestos por otra parte a vigilar cuidadosamente sobre nosotros, confiando en la ayuda de la gracia», y fieles en dar cuenta exacta de nuestro proceder.
Terminemos con una observación capital del P. Rodríguez: «Lo que Dios mira y estima en nosotros en esta vida, no es el personaje que representamos en esta vida, no es el personaje que representamos en la Comunidad, uno de superior, otro de predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen cobro que cada uno da de su personaje; y así si el coadjutor hace bien su oficio y representa mejor su personaje que el predicador o que el superior el suyo, será más estimado delante de Dios y más premiado y honrado. Por tanto, nadie tenga deseo de otro personaje ni de otro talento, sino procure cada uno representar bien el personaje que le han dado, y emplear bien el talento que ha recibido», de suerte que glorifiquéis a Dios por vuestra santificación.
Tendréis, pues, vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la regularidad común y la vida interior, sino cumplir vuestro cargo a la luz de la Eternidad, bajo la mirada de Dios, de manteneros en una estricta obediencia y humildad, y de aprovecharos de los deberes y dificultades del empleo para adelantar en la virtud. He aquí lo esencial, lo único necesario, y el beneficio de los beneficios.