Sucedieron grandes maravillas y prodigios en esta preciosa muerte
de la Reina.
Porque se
eclipsó el sol, y en señal de luto escondió su luz por algunas horas. A la casa
del Cenáculo concurrieron muchas aves de diversos géneros y con tristes cantos
y gemidos estuvieron algún tiempo clamoreando y moviendo a llanto a cuantos las
oían. Conmoviose toda Jerusalén, y admirados concurrían muchos
confesando a
voces el poder de Dios y la grandeza de sus obras; otros estaban atónitos y
como fuera de sí. Los Apóstoles y discípulos con otros fieles se deshacían en
lágrimas y suspiros. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanos. Salieron
del purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que, en
expirando María santísima, en la misma hora tres personas expiraron también, un
hombre en Jerusalén y dos mujeres
muy vecinas
del Cenáculo; y murieron en pecado sin penitencia, con que se condenaban, pero
llegando su causa al tribunal de Cristo pidió misericordia para ellos la
dulcísima Madre y fueron restituidos a la vida, y después la mejoraron de
manera que murieron en gracia y se salvaron. Este privilegio no fue general
para otros que en aquel día murieron en el mundo, sino para aquellos tres que
concurrieron a la misma hora en Jerusalén.
Hija mía,
sobre lo que has entendido y escrito de mi glorioso tránsito, quiero
declararte
otro privilegio que me concedió mi Hijo santísimo en aquella hora. Ya dejas escrito
(CF. supra n. 739) cómo Su Majestad dejó a mi elección si quería admitir el
morir o pasar sin este trabajo a la visión beatífica y eterna. Y si yo rehusara
la muerte, sin duda me lo concediera el Altísimo, porque como en mí no tuvo
parte el pecado, tampoco la tuviera la pena que fue la muerte. Como también
fuera lo mismo en mi Hijo santísimo, y con mayor título, si Él no se cargara de
satisfacer a la divina Justicia por los hombres,
por medio de su pasión y muerte. Esta elegí yo de voluntad para
imitarle y seguirle, como lo hice en sentir su dolorosa pasión; y porque,
habiendo yo visto morir a mi Hijo y a mi Dios verdadero, si rehusara yo la
muerte no satisficiera al amor que le debía y dejara un gran vacío en la
similitud y conformidad que yo deseaba con el mismo Señor humanado, y Su
Majestad quería que yo tuviese en todo similitud con su humanidad santísima; y como
yo no pudiera desde entonces recompensar este defecto, no tuviera mi alma la plenitud
de gozo que tengo de haber muerto como murió mi Dios y Señor.
Por esto le fue tan agradable que yo eligiese el morir, y se
obligó tanto su dignación en mi prudencia y amor que en retorno me hizo luego
un singular favor para los hijos de la Iglesia, conforme a mis deseos. Este
fue, que todos mis devotos que le llamaren en la muerte, interponiéndome por su
abogada para que les socorra, en memoria de mi dichoso tránsito y por la
voluntad con que quise morir para imitarle estén debajo de mi especial protección
en aquella hora, para que yo los defienda del demonio y los asista y ampare y al
fin los presente en el tribunal de su misericordia y en él interceda por ellos.
Para todo esto me concedió nueva potestad y comisión y el mismo Señor me
prometió que les daría grandes auxilios de su gracia para morir bien, y para
vivir con mayor pureza, si antes me invocaban, venerando este misterio de mi
preciosa muerte. Y así quiero, hija mía, que desde hoy con íntimo afecto y
devoción hagas continuamente memoria de ella y bendigas, magnifiques y alabes
al Omnipotente, que conmigo quiso obrar tan venerables maravillas en beneficio
mío y de los mortales. Con este cuidado obligarás al mismo Señor y a mí para
que en aquella última hora te amparemos.