Artículo 1º.- La salud y la enfermedad
Se puede hacer un buen uso de la salud y de la
enfermedad, y se puede abusar de la una y de la otra.
La salud se recomienda suficientemente por sí misma, sin
que sea necesario afirmar que favorece la oración, las
piadosas lecturas, la ocupación no interrumpida con Dios, que
facilita el trabajo manual e intelectual, que hace menos penoso
el cumplimiento de nuestros deberes diarios. Es un precioso
beneficio del cielo del que nunca se hace caso sino después
de haberlo perdido. En tanto que se la posee, no siempre se
pensará en agradecerla a Dios que nos la concede; se
experimentará quizá más dificultad en someter el cuerpo al
espíritu, en no derramarse demasiado en los cuidados de la
vida presente, en vivir tan sólo para la eternidad que no
parece cercana.
«La enfermedad como la salud es un don de Dios. Nos lo
envía para probar nuestra virtud o corregirnos de nuestros
defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o para
desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para
desprendernos del amor a las cosas de la tierra y de los
placeres sensuales, para amortiguar el ardor impetuoso y
disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo;
para recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de
destierro y que el cielo es nuestra verdadera patria; para
procurarnos, en fin, todas las ventajas que se consiguen con
esta prueba, cuando se acepta con gratitud como un favor
especial.» Bien santificada es, en efecto, «uno de los tiempos
más preciosos de la vida, y con frecuencia, en un día de
enfermedad soportada cual conviene, avanzaremos más en la
virtud, pagaremos más deudas a la justicia divina por nuestros
pecados pasados, atesoraremos más, nos haremos más
agradables a Dios, le procuraremos más gloria que en una
semana o en un mes de salud. Mas si el tiempo de
enfermedad es tiempo precioso para nuestra salvación, son
muy pocos los que lo emplean útilmente, los que hacen
producir a sus enfermedades el valor que merecen».
«Por mi parte -dice San Alfonso, llamo al tiempo de enfermedades la
piedra de toque de los espíritus; pues entonces es cuando se
descubre lo que vale la virtud del alma. Si soporta esta prueba
sin inquietud, sin deseos, obedeciendo a los médicos y a sus
Superiores, si se mantiene tranquila, resignada en la voluntad
de Dios, es señal de que hay en ella un gran fondo de virtud.
Mas, ¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos
cuidados que de los otros recibe, de sus sufrimientos que
encuentra insoportables, de la ineficacia de los remedios, de la
ignorancia del médico y que llega a veces hasta murmurar
contra Dios mismo, como si le tratase con demasiada
dureza?»
¿Seremos del número de los sabios, que no abundan, que
no se preocupan ni de la salud ni de la enfermedad, y que
saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien, ¿no
llegaremos a convertir la salud en un escollo y la enfermedad
en causa de ruina? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo
sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que establecerse en una
santa indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea cual
fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre
dispuestos a recibir con amor y confianza lo que la
Providencia tuviera a bien enviarnos, la plenitud de las
fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.
Sin embargo, el abandono no quita sino la preocupación;
no dispensa en manera alguna de las leyes de la prudencia, ni
siquiera excluye un deseo moderado. Nuestra salud puede ser
más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella
necesitamos para desempeñar nuestras obligaciones. «No es,
pues, pecado sino virtud -dice San Alfonso tener de la misma
un cuidado razonable, encaminado al mejor servicio de Dios.»
Aquí se han de temer dos escollos: las muchas y las pocas
precauciones. No tenemos derecho a comprometer inútilmente
nuestra salud por excesos o culpables imprudencias. Mas, por
el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado en cuidar de
ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia del
amor propio se pasa fácilmente de lo necesario a lo
superfluo». Este segundo escollo es mucho más de temer que
el primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico
contra los sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no piensa sino en la voluptuosidad; Hipócrates, en la
salud; mi Maestro me predica el desprecio de la una y de la
otra y me enseña a perder, si es necesario, la vida del cuerpo
para salvar la del alma, y con esta palabra condena la
prudencia de la carne que se deja llevar hacia la
voluptuosidad, o que busca la salud más de lo necesario.
Santa Teresa compadece amablemente a las personas
preocupadas con exceso de su salud, que pudiendo asistir al
coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de hacerlo
«un día porque les duele la cabeza, otro porque les dolió, y
dos o tres días más por temor de que les duela». La santa
misma no evitó siempre este escollo, según lo declara en su
Vida: «Que no nos matarán estos negros cuerpos que tan
concertadamente se quieren llevar para desconcertar el alma;
y el demonio ayuda mucho a hacerlos inhábiles. Cuando ve un
poco de temor no quiere él más para hacernos entender que
todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas
nos hace temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé;
y yo no sé qué mejor vista o salud podemos desear que
perderla por tal causa. Como soy tan enferma, hasta que me
determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre
estuve atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas
como quiso que entendiese este ardid del demonio, y como
me ponía delante el perder la salud, decía yo: "poco va en que
me muera... ¡Sí! ¡El descanso! ... No he menester descanso,
sino cruz". Ansí otras cosas. Vi claro que en muy muchas,
aunque yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del
demonio o flojedad mía, que después que no estoy tan mirada
y regalada tengo mucha más salud».
Bien persuadidos de que la santidad es el fin y la salud un
medio accesorio, opongamos a todos los artificios del enemigo
la valiente respuesta de Gemma Galgani: «Primero el alma,
después el cuerpo»; y no olvidemos este importante aviso de
San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado
de vuestra salud corporal, pongáis en peligro la salud de
vuestra alma, o por lo menos la obra de vuestra santificación.
Pensad que si los santos hubieran como vos cuidado tanto de
su salud, jamás se hubieran santificado.»
Cuando la enfermedad, la debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido exhalar quejas resignadas,
formular deseos moderados y presentar súplicas sumisas?
Seguramente que sí.
San Francisco de Sales consiente a su querido Teótimo
repetir todas las lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal
que lo más alto del espíritu se conforme con el divino
beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de los que no
cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a
quienes referir por menudo sus dolores, cuyo mal es siempre
incomparable, mientras que el de los otros no es nada. Jamás
se le vio hacer personalmente el quejumbroso: decía
sencillamente su mal sin abultarlo con excesivos lamentos, sin
disminuirlo con engaños. Lo primero le parecía cobardía; lo
segundo, doblez.
«No os prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros
sufrimientos cuando son graves. Mas poneros a gemir por un
pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a
vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los males
nos afligen con vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre
de ellos. Más perfecto es no quejarse de los dolores que se
tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la enfermedad, sino
abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga
de nosotros como le plazca. Si con todo necesitamos solicitar
nuestra curación, sea por lo menos con resignación y bajo la
condición de que la salud del cuerpo convenga a la del alma;
de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin efectos,
ya que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan
con resignación.»
«Paréceme -dice Santa Teresa- que es una grandísima
imperfección quejarse sin cesar de pequeños males. No hablo
de los males de importancia, como una fiebre violenta, por
más que deseo que se soporten con paciencia y moderación,
sino que me refiero a esas ligeras indisposiciones que se
pueden sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a los
grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden
ocultarse por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se trate de
verdaderas enfermedades, deben declararse y sufrir que se
nos asista con lo que fuere necesario»
En una palabra, los doctores y los santos admiten quejas moderadas y oraciones sumisas; tan sólo condenan el exceso
y la falta de sumisión. Mas prefieren inclinarse, como San
Francisco de Sales, «hacia donde hay señales más ciertas del
divino beneplácito», y decir con San Alfonso: «Señor, no
deseo ni curar, ni estar enfermo; quiero únicamente lo que Vos
queréis». San Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la
curación a Nuestro Señor como a quien nos la puede
conceder, pero con esta condición: si tal es su voluntad. Mas
personalmente, jamás oraba para ser librado de la
enfermedad; era demasiada gracia para él, decía; sufrir en su
cuerpo a fin de que, como no hacía mucha penitencia
voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese asimismo
en el oficio de San Camilo de Lelis, que teniendo cinco
enfermedades largas y penosas, las llamaba «las
misericordias del Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser
librado de ellas.
Lejos de nosotros el pensamiento de condenar al que
ruega para obtener la curación o alivio de sus males, con tal
de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha curado a los
enfermos que se apiñaban en torno suyo; y con frecuencia
recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no
dudarlo, hay en ello una magnífica demostración de fe y
confianza gloriosa en Dios, impresionante para el pueblo
cristiano. Mas he aquí otro enfermo despegado de sí mismo,
tan unido a la voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto
Dios quiera enviarle, que se limita a manifestar a su Padre
celestial su rendimiento y su confianza, y sea cual fuere la
voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta
con cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso,
¿no muestra tanto como los otros, y aún más, su fe, confianza,
amor, sumisión y humilde abnegación? Cada cual puede
pensar y tener sus preferencias y seguir su atractivo, pero en
cuanto a nosotros, ninguna opinión nos agrada tanto como la
de San Francisco de Sales y de San Alfonso.
«Cuando se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo
de Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles y
según Dios (que los religiosos que viven bajo un Superior
reciban el tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y
sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con entera
resignación el efecto que Dios quiera otorgar. Si es de su
agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis
con humildad, y si le place que el mal supere a los remedios,
bendecidle con paciencia. Porque es preciso aceptar no
solamente el estar enfermos, sino también el estar de la clase
de enfermedad que Dios quiera, no haciendo elección o
repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea, por
abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la
aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en
vez de humillarle. Mas cuando se padece un mal sin honor, o
el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son
nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la
humildad, la modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! »
Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es
preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas
veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de
cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi
deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos
heroicos». Conviene dar a conocer a los Superiores nuestras
enfermedades, pero inspirándonos en tan hermosa
generosidad, continuaremos llenando fielmente en la
enfermedad las obligaciones que tan sólo piden una buena
voluntad, y en la medida que fuere posible, las que exigen la
salud. Y a fin de santificar nuestros males seguiremos este
prudente aviso de San Francisco de Sales: «Obedeced, tomad
las medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios,
acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor.
Desead curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para
obedecerle, disponeos a morir, si así le place, para alabarle y
gozar de El. Mirad con frecuencia con vuestra vista interior a
Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de
disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos
nuestros sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en
modo alguno comparables a los suyos, y que jamás vos
podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El ha sufrido
por vos.»
Así hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma
violenta, durante treinta años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había acogido como
a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan
sofocada que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío
-decía entonces-, que se haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor,
más! » Un día que se le compadecía, exclamó: « ¡Oh!, no es
nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.»
Comenzó después a cantar como si fuera una joven de quince
anos: «¿Cuándo te veré, oh bella patria?»