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viernes, 30 de diciembre de 2022

Padezcamos ahora para gozar eternamente

 


                                               ¿Qué es la eternidad?

   Es lo que no tiene fin. Es un mar sin riberas. Es un espacio sin término. Un momento que nunca pasa. Bajada a un abismo sin fondo. Noche sin nuevo día. Circunferencia que no se sabe dónde comienza y acaba. Reloj que sólo señala esta hora: siempre.

   ¿Cuántos siglos tiene toda la eternidad? Todos. Pongamos el número mayor de siglos que pueda concebirse. ¿Ha pasado ya el primer instante de la eternidad? No, porque queda ella toda tan entera como antes.

   Si un condenado derramase cada cien años una lágrima, ¿cuántos siglos habrían de pasar hasta que sus lágrimas igualasen las aguas del océano?

   Si todo el espacio fuese de papel y en él se escribiera la unidad seguida de tantos ceros como caben en todo el cielo, ¿cuándo acabarían de pasar los siglos representados por ese número?

   Si hubiese un monte que llegara hasta las estrellas y un ángel quitara un granito cada mil años, ¿cuándo acabaría de desaparecer ese monte?

   Pues cuando todos esos siglos hubieran pasado, la eternidad no sólo no habría terminado, sino ni siquiera comenzado.

   Todo es mudable en la vida: sus penas se acaban, se alivian o acaban con quienes las padecen. En el infierno serán sin alivio sin fin.

   ¡Qué despecho será para el condenado viendo que se acabaron las llamas de San Lorenzo, la cruz de San Andrés, los ayunos de San Hilarión, las disciplinas de Santo Domingo, y que sus propias penas ni se pasan, ni tienen esperanza de que se acaben. Padezcamos ahora para gozar eternamente.

   ¿Qué será nuestra vida de cincuenta, sesenta, ochenta años, comparada con la eternidad?

   Por un instante que duró el pecado de los ángeles tienen ahora una eternidad de condenación.

   De la misma manera, pasada la vida pecadora del hombre le parecerá un relámpago comparada con la eternidad.

   Repitamos muchas veces ¡siempre! ¡Jamás! Siempre durará el infierno; jamás se acabará. Siempre será el condenado odiado de Dios; jamás le perdonará. Siempre blasfemará de la Virgen Santísima; jamás será mirado con misericordia por Ella. Siempre tendrá los demonios por señores; jamás se verá libre de su yugo. Siempre sentirá que le roe las entrañas su mala conciencia. Jamás tendrá un instante de paz en su espíritu.

   ¡Oh, si los hombres pensaran estas verdades! No quieren…

   Tengamos con ellos la inmensa caridad de hacerlos pensar; aunque no quieran.

   Ignacianas

   Angel Anaya S.J.


jueves, 15 de diciembre de 2022

LOS MARTIRES DE LA VENDEE

 

1a PARTE

DISERTADO POR EL DR ALBERTO BARCENA



2a PARTE



LA POSESIÓN DIABÓLICA: causas y remedios





FUENTE: Presencia de Satán en el Mundo Moderno. Monseñor Cristiani. Capitulo III, paginas de la 63 a la 74 

De la posesión - Su naturaleza,  sus causas, sus remedios  
 
Antes de abordar los casos de posesión, muy diferente a las infestaciones cuyos ejemplos más famosos acabamos de exponer, nos parecen indispensables algunas explicaciones doctrinales.  
 
Un hecho extraordinario  
 
No existe tal vez un hecho más extraordinario que el de la posesión diabólica. Que tal hecho existe es lo que demuestran muchísimas experiencias. Existieron poseídos, sin duda, largo tiempo antes de la venida de Jesucristo a la tierra. Los hubo alrededor de El y hemos visto que el Evangelio nos lo garantiza. Se produjeron innumerables casos en la Iglesia primitiva y la institución de la Orden de los Exorcistas, entre los miembros del clero, es una buena prueba de ello. Tenemos la intención, en los capítulos siguientes, de proporcionar ejemplos notables entre los cuales trataremos de dar en lo posible algunos de los más recientes. Por añadidura, la teología católica ha tomado tan decidida posición con respecto a este problema, que está autorizada a tener una teoría completa, basada sobre los hechos, de la posesión demoníaca; en tanto que el Ritual Romano, órgano oficial de la acción eclesiástica, explica las señales por las cuales se conoce la verdadera posesión y da los remedios que es necesario oponerle, remedios que son lisa y llanamente los exorcismos, de los cuales hablaremos dentro de un instante.  
 
En lo que concierne a la posesión y a sus causas, no podemos elegir una guía más segura y más precisa que la obra de monseñor Saudreau: "El Estado místico... y los hechos extraordinarios de la Vida Espiritual." (1) 
 
Naturaleza de la posesión  
 
Si se ha comparado algunas veces la posesión diabólica a la Encarnación, es debido solamente a una cierta analogía. La posesión es una imitación y de acuerdo con la palabra que ya hemos empleado, una "payasada" de Satán, digamos: una caricatura de la Encarnación. "La posesión no llega jamás hasta la animación", escribe sin tardanza monseñor Saudreau. Esto quiere decir que el Demonio no reemplaza el alma del poseído, no da vida al cuerpo, pero, sin que sepamos cómo, se apodera de ese cuerpo, hace su vivienda en él, ya sea en el cerebelo, ya sea en las entrañas, pero en todo caso en el sistema nervioso. Le quita pues al alma, su dominio normal sobre el cuerpo y sobre los miembros, imprime a las facciones del rostro una expresión desconocida y que responde a la acción de él, del Demonio; es decir ¡que traduce su cólera, su ira, su orgullo, sus designios o, bajo la flagelación de los exorcismos, sus sufrimientos! El Demonio parece mirar por los ojos del poseído, hablar por su boca, a tal punto que se sirve de un lenguaje a menudo tobsceno e infame, aun mismo cuando su víctima sea una persona delicada y de buena educación, a la cual semejante lenguaje le es totalmente extraño. Y como los demonios son muchos, como tienen cada cual su carácter propio, imprimen tan claramente su sello particular al poseído que puede adivinarse cuál es el demonio que opera en éste, cuando hay varios dentro de él.  
 
Cabe destacar, sin embargo, que esta acción del Demonio está condicionada por la naturaleza y el carácter del poseído. El cual emplea igualmente sus maneras habituales de hablar, de tenerse, de actuar.  
 
El Demonio no está siempre presente en el poseído. Entra en él cuando quiere. Provoca en él ataques. Un poseído podrá hasta ser liberado momentáneamente por los exorcismos, y luego ser presa de nuevo del Demonio. En su estado normal el poseído es como todo el mundo. No se diría que se halla sometido a manifestaciones tan extrañas como las que se comprueban en él durante una crisis. Estas mismas crisis no son siempre igualmente violentas. En ciertos casos, el proceso conserva toda su conciencia. Pero no puede dominar las contorsiones, las gesticulaciones, las palabras, que otro opera y pronuncia en él, y permanece extraño a ellas. Otras veces, el Demonio lo duerme a tal punto que no sabrá nada de lo ocurrido y por consiguiente no guardará ningún recuerdo de todo ello. Con mucha frecuencia el Demonio va y viene a través del cuerpo; se pasea, en cierto modo, de la cabeza a los pies de su víctima, provoca en alguno de sus miembros una rigidez semejante a la de una barra de hierro, sin alterar los otros.  
 
Los demonios, por otra parte, no actúan todos de la misma manera, porque están lejos de ser todos iguales. El biógrafo de San Martín que fué, como es sabido, un temible destructor de demonios, en el siglo iv de nuestra era, ya hacía esta observación.  
 
Creía, no sin razón, que todos los dioses del paganismo eran demonios, pero hacía una gran diferencia entre Mercurio, demonio ágil, maligno y encarnizado, y Júpiter al cual consideraba bruto y estúpido: Jovem brutum et hebetem esse dicebat. De igual modo en Jean Casien, el abate Serenius declara: "Todos los demonios no tienen la misma crueldad, la misma ira, como no tienen la misma fuerza ni la misma malicia." Diremos más adelante que hay un demonio del orgullo, que es Satán, un demonio de la avaricia, que sería Belzebú y un demonio de la impureza que tomó el nombre de Isacaronf en un caso de posesión que nos proponemos estudiar. Pero también hay demonios de la pereza, de la intemperancia, de la blasfemia, etc. Lo cual no impide que los demonios dueños de tal o cual "especialidad" en el mal, sean igualmente aficionados a otros vicios. Los demonios no tienen tampoco todos el mismo poder. Algunos que los exorcismos echan sin vuelta y como sin dificultad; otros que resisten largo tiempo, que se obstinan o que reinciden sin descanso. Como lo observa monseñor Saudreau: "Cuando las vejaciones están producidas por demonios de último orden, algunas oraciones o prácticas piadosas, algunos exorcismos, bastan en general para hacerlas cesar."  
 
En cambio, en los casos más célebres de posesión, los exorcistas tienen que librar batallas pertinaces y parece que tuvieran entonces que luchar con los príncipes del infierno.  
 
Citaremos en un capítulo especial un caso que, después de seis años de esfuerzos y después de peripecias innumerables y palpitantes, todavía no ha llegado a su término, a principios de este año 1959.  
 
Causas de la posesión  
 
El buen sentido popular tendería a colocar en la primera fila de las causas de la posesión las faltas del poseído. No es así en absoluto. Los casos de posesión, en realidad, son muy variables y relativamente raros. Si decimos, al igual que el profesor Lhermitte, que citaremos oportunamente, que son "más numerosos de lo que se cree" no significa necesariamente un porcentaje elevado de la cantidad de pecadores. Si los demonios hicieran libremente sus estragos entre los hombres, la humanidad estaría trastornada, no seríamos ya dueños de nuestros destinos, la obra de Dios entre nosotros estaría desviada de su objetivo. La cosa es en sí inconcebible y por más poderosos que sean los demonios es una verdad que "esos perros están encadenados". Se trate de la infestación, como en el caso del cura de Ars, o de la obsesión o de la posesión, nada ocurre sin el permiso de Dios. Los demonios no actúan entre nosotros sino en la medida en que obtienen, como está escrito en el Libro de Job, el permiso de Dios, soberano Señor. El caso del mismo Job sometido a las infestaciones de Satán, es una buena prueba de que no son las faltas de la víctima las que explican sus penas. En el caso del santo cura de Ars es, si fuera posible, todavía más evidente. Los ataques del Demonio tienen una razón de ser que nosotros creemos adivinar.  
 
Las posesiones y en general las "diabluras" espectaculares como las que hemos citado ya y citaremos de nuevo, son prueba de la realidad de un mundo preternatural en el cual muchos hombres ya no creen. Dios deja libre curso, en determinados casos, al orgullo o al deseo de homicidio de tal o cual demonio, para arruinar la táctica general denunciada por Baudelaire en esta conocida frase: "¡La mejor astucia del Diablo es la de persuadirnos que no existen!"  
 
Recordemos que Baudelaire, nacido en 1821, murió en 1867. Fué precisamente en la época en que formuló esta explicación que acabamos de transcribir que, por una violación de la táctica demoníaca, se produjeron en Ars, en Lourdes, en Alsacia y otros lugares, manifestaciones diabólicas que no permitieron acreditarse esa mentira de que "el diablo no existe".  
 
Pero si ni las infestaciones y ni siquiera las posesiones, que son mucho más graves, no siempre pueden imputársela a las faltas de los infestados o poseídos, ocurre, no obstante, que estas faltas son la causa inmediata de esta clase de infortunio. El abate Saudreau cita muchos casos en el pasado. Luego añade, hablando de un hecho reciente, conocido por él:  
 
"Tenemos el caso contemporáneo — quizá dure todavía — de una persona a quien le ocurrió semejante desgracia, como consecuencia de una oración a Mercurio que ella le había rezado, siguiendo el consejo de una vieja que se las daba de curandera."  
 
Los sortilegios  
 
En muchos casos de los cuales hablaremos, parecería que en el origen de la posesión hubiera habido un maleficio. Así se llama lo que el público denomina más corrientemente "una brujería". El abate Saudreau es categórico en este punto: "Una de las causas más frecuentes de las vejaciones diabólicas — escribe — es el maleficio." Y precisa que "los maleficios son los sacramentos del diablo".  
 
Actúa por medio de "sortilegios", cuyo secreto ha descubierto a sus adherentes. Entre los pueblos que siguen siendo paganos, es raro que el brujo no ejerza una especie de autoridad y de preeminencia. Todo el mundo lo detesta, pero todo el mundo le teme y recurre a él. Posee poderes que se consideran sobrenaturales. Se le juzga capaz de dominar la enfermedad, las fuerzas de la naturaleza, ¡la meteorologia misma! El brujo no ha desaparecido enteramente de nuestros viejos distritos campesinos. Existen en nuestros campos, individuos a los cuales se les atribuyen poderes misteriosos y considerables. Estos poderes son los que se llaman a veces "magia", a veces "brujería". Que en la magia y en la brujería haya una gran parte de superstición, es indudable y es deplorable. Pero que todo sea falso en las acciones que se les atribuyen no ha sido, tal vez, demostrado. El ritual reconoce, en todo caso, la existencia de la magia y ordena combatirla. Existen en el ritual oraciones en contra de esto. Parecería que el Demonio, después de haber establecido su ritual propio para el lanzamiento de sortilegios, se halla obligado a actuar cuando el brujo observa las formas que él ha prescrito. Se nos asegura que circulan esta clase de rituales demoníacos en nuestras campiñas de Francia. Libretos tales como "El dragón rojo", y el "Gran Alberto" proporcionan fórmulas mágicas, y estas fórmulas se emplean para dañar a los que uno quiere mal o de los cuales se está celoso. Un brujo lanza sus sortilegios y no son siempre ineficaces. Se explican de este modo las innumerables peripecias que se manifiestan en el curso de los exorcismos. El demonio huye bajo la acción benéfica del exorcista pero vuelve a la carga. Se diría que va a quejarse de los golpes recibidos al brujo que lo ha puesto en acción el cual le ordena volver a la carga. Es lo que observa con mucha claridad el abate Saudreau:  
 
"Un demonio que ha perdido gran parte de sus fuerzas —escribe— por causa de los conjuros y de las prácticas santas, parecerá a veces que ha vuelto a encontrar nuevo vigor, e interrogado por el exorcista estará obligado a reconocer que debe a las prácticas mágicas las fuerzas que ha recobrado." 
Los maleficios tienen pues una acción y esta acción no puede ser sino diabólica. El abate Saudreau lo comprueba cuando dice: "Casi todas las posesiones célebres tuvieron por causa maleficios, por ejemplo la de Madeleine de la Palud y de Louise Capel, en Marsella, la de las Ursulinas de Loudun, la de las Hermanas Hospitalarias de Louviens". 
 
Pero los maleficios no tienen todos la misma eficacia, y actúan con mayor vigor cuando están perpetrados en formas más culpables. Existen en el transcurso de los siglos — y aún existen hoy— formas de sortilegios que emplean preferentemente el sacrilegio, la profanación de la hostia consagrada, por ejemplo, o la celebración de "misas negras". En el siglo xvii, en proceso célebre, se descubrió que los maleficios tenían por base asesinatos de niños, pecados contra natura, misas sacrilegas.  
 
En los casos nombrados más arriba por el abate Saudreau, "los autores de los maleficios eran sacerdotes infortunados, y hostias consagradas habían sido horriblemente profanadas para componer amuletos". En fin, tenemos motivos para creer que existe entre los brujos o fabricadores de maleficios, una horrible jerarquía que no permite sino a los más pervertidos, o a los más dañinos de entre ellos, "movilizar", si así puede decirse, a los más temibles tenientes de Lucifer o a Lucifer en persona.  
 
Nos vemos obligados a hacer conjeturas sobre algunos puntos de esta acción demoníaca. Pero que hayan existido y que aún existen "pactos" con Satán, es algo que parece bien demostrado.  
 
Este asunto, por otra parte, será estudiado más adelante en un capítulo especial sobre el "satanismo".  
 
Misterios no elucidados  
 
Habiendo hablado de las dos primeras causas de la posesión: faltas del poseído o, con mayor frecuencia, maleficio que le ha sido dirigido, el abate Saudreau no cree que ha agotado su lista de explicaciones posibles. Quedan algunos casos que no corresponden ni a una ni a otra de las categorías que acabamos de nombrar.  
 
La posesión puede ser y es seguramente, a veces, una prueba permitida por Dios, como en el caso del santo hombre Job o en el del cura de Ars; sin que haya habido falta por parte del infestado o del poseso y sin que haya habido maleficio. El Demonio recibe u obtiene, a su pedido, el permiso de actuar. Este permiso le es acordado. Es una prueba como cualquier otra, peor que muchas otras, pero que resulta para confusión de Satán y de su orgullo. El Arpeo convertido en "camarada" del cura de Ars no debe de haber estado orgulloso de su fracaso frente a éste. Por lo demás ¡no se privaba de decirle su odio, de escupirle su cólera! El cura de Ars le quitaba almas. El lo hostigaba sin cesar, sin poder, sin embargo, vencerlo.  

Citaremos un caso más adelante en el cual el demonio fué autorizado a "poseer" a su cliente, sin poder salir de él cuando se le daba la gana: es el caso de Antoine Gay que merece un examen detallado. Pero el abate Saudreau cita un caso muy parecido, el de Nicole Aubry, de Vervins, cuya posesión, nos dice, conmovió a Francia entera (1565). Ella no había sido víctima de "magia". Los demonios, en el transcurso de los exorcismos, declararon, muy a pesar suyo, que esta posesión había tenido lugar por voluntad de Dios, para manifestar el poder de los exorcismos católicos y proporcionar así a los calvinistas de la región una razón para convertirse. Estos demonios agregaban que sufrían mucho de hablar en contra de sí mismos y de poseer a esta mujer. Es exactamente lo que volveremos a comprobar en el caso de Antoine Gay. En el caso de Nicole Aubry, buen número de calvinistas se convirtió, en efecto.  
 
Se verifica, pues, en ciertos casos de posesión, de acuerdo con la frase de San Agustín, que Dios prefiere extraer el bien del mal antes que suprimir del todo el mal. Ha habido en la historia almas que han aprovechado los sufrimientos de la posesión para elevarse a un alto grado de santidad. "Si Marie des Vallées, quien fué poseída como consecuencia de maleficios — dice el abate Saudreau —, no hubiera tenido que sufrir esta prueba que resultó para ella un largo y terrible martirio, no se hubiera elevado a ese alto grado de heroísmo que hizo llamarla "la santa de Coutances" (1590-1656). Todo el mundo conoce también el célebre caso del padre Surin cuya prueba — la posesión — duró treinta y un años y fué para él la fuente indudable de méritos muy grandes.  
 
Sabemos de casos en los cuales todos los exorcismos son impotentes, a tal punto que los demonios mismos se ven obligados a confesar que se marcharían de buena gana por los sufrimientos que les causan los exorcismos, pero que no pueden irse porque Dios no se lo permite.  
 
En un caso histórico señalado ya por nosotros, el de Madeleine de la Palud, la poseída de Marsella, los exorcismos consiguieron echar a Asmodée y a otros dos demonios anónimos, en 1611, pero por permisión divina quedó uno, Belzebú, que hubiera deseado mucho irse, pero debió quedar cautivo en el cuerpo de la poseída.  
 
En un caso semejante, y más adelante citaremos un ejemplo notable de la cosa, en época muy reciente, el exorcista consiguió desatar los lazos de la posesión. Una posesa, por ejemplo, que el diablo no deja confesar ni comulgar, puede hacerlo de tiempo en tiempo bajo la acción de los exorcismos, pero el demonio no ha sido echado o ha vuelto. En este caso, empero, la víctima que ha comprendido su estado y conoce el provecho espiritual que puede sacar de él, acepta ese estado. Sabe que el demonio está dentro de ella como un animal enjaulado, una bestia enfurecida, pero que no podrá en definitiva hacerle ningún mal.  
 
"El poseído — escribe el abate Saudreau — continúa pues sufriendo, pero sus sufrimientos son extremadamente útiles a la Iglesia porque el demonio no puede actuar más que sobre un alma que se santifica a pesar suyo. ¡Cuántas almas débiles escapan a sus seducciones!"  
 
Un biógrafo reciente de San Jean Eudes, el padre Boulay, declaraba que había en esa época —el año 1907— más de treinta personas que habían aceptado ser víctimas para la salvación de las almas. Y al citar esto el abate Saudreau añade: "Sabemos nosotros de varias otras, en diversas diócesis, que no son conocidas de él ni están comprendidas en este número".  
 
Un exorcista de nuestros días, muy ejercitado, nos ha afirmado igualmente que existen "poseídos-víctimas", ¡que ofrecen sus sufrimientos para el clero de nuestro tiempo tan necesitado de ello!  
 
Por lo demás, no vayamos a creer que todo es sin compensación para estas almas extraordinarias. Casi siempre es todo lo contrario.  
 
"Cuando los demonios toman posesión de un alma fiel — concluye el abate Saudreau—, Dios permite a menudo que ésta reciba del Cielo un auxilio extraordinario, que viene a ser como el contrapeso de las pruebas extraordinarias que le hace sufrir el infierno. Frecuentemente si tiene visiones diabólicas, tendrá, como desquite, visiones celestes; si el demonio la golpea, su ángel guardián la reconforta. Los santos que le inspiran mayor devoción, los ángeles que ella invoca, a veces impiden que los demonios le hagan daño, la ayudan poderosamente a realizar los actos de virtud que debilitarán al enemigo y la impulsarán hacia la perfección". 
 
En suma, los casos de posesión son casos extremos de un hecho inmenso que se extiende por todo el universo espiritual: la lucha del bien contra el mal, de la Ciudad de Dios contra la Ciudad de Satán.  
 
La posesión, colocada de nuevo en su marco, no es más que un episodio más llamativo de la inmensa pelea de los espíritus. Tiene su razón de ser precisamente en este carácter de visibilidad. Si es verdad que "la mejor astucia del Diablo es la de persuadirnos que no existe", no hay de su parte más flagrante contradicción, absurdo más revelador, que las manifestaciones de la posesión.  
 
Mucho más terribles, por cierto, son los casos de posesión invisible, los casos en los cuales Satán no tiene que mostrarse cuando está más presente que nunca alentando dentro de los corazones que se le han entregado los designios más abominables. ¿No fue éste el caso de ese apóstol, cuyo nombre casi nunca está escrito en el Evangelio sin que el mote de traidor vaya unido a él? Quizá no había, a decir verdad, invocado a Satán. Pero el Evangelio de San Juan dice exactamente que después "del bocado, en la última Cena, entró en él Satán".  
 
Y San Agustín comenta esta entrada del Demonio diciendo: "Entró para poseer más completamente al que ya se había entregado a él".  

Remedios  
 
¿Las posesiones diabólicas no tienen remedio? ¿Dios habría abandonado a sus criaturas en poder de Satán sin proporcionarles los socorros suficientes para escapar a su dominio?  
 
Es evidentemente imposible. No existe predestinación al mal y al infierno. 
 
El remedio que Dios ha querido para la posesión es lo que llamamos por un vocablo extraído del griego: exorcismo, que significa conjuro. Pero existen reglas muy precisas para practicar el exorcismo. La primera cosa es asegurarse que se trata de una posesión y no de una enfermedad de orden natural. Para lo cual el simple razonamiento sugiere el procedimiento siguiente: si el sujeto manifiesta en él la presencia de tina inteligencia diferente de la suya, existe posesión y no enfermedad. Anotaremos en un instante las precisiones que proporciona sobre este punto esencial el Ritual Romano. Pero los autores reconocen por unanimidad que los comienzos de la posesión son generalmente muy insidiosos. El demonio sabe, desde hace mucho tiempo, que los exorcismos son de uso corriente en la Iglesia, que tienen sobre él un poder temible, que sufre por ellos física y moralmente, es decir en su orgullo. Para evitar el exorcismo se esfuerza por disimular el hecho de la posesión durante semanas y meses. En un ejemplo que citaremos más adelante, los exorcismos regulares sólo comenzaron al término de tres años. El objetivo de Satán parece haber sido en este caso particular, y ocurre lo mismo en muchos otros, hacer pasar a la poseída por loca para que la encerraran en un instituto psiquiátrico y así privarla de toda intervención espiritual.  
 
Esta táctica del demonio se halla ya denunciada en el siglo xvn por el padre Surin. Y el Ritual donde se resume la experiencia secular de la Iglesia dice textualmente: "Los demonios tienen la costumbre de dar contestaciones erróneas y de no manifestarse sino con gran dificultad a fin de inducir al exorcista a renunciar o hacer creer que el paciente no está poseído." Esta táctica del silencio y del incógnito es tanto más fácil en nuestros días cuanto muchos médicos, inclusive creyentes, no admiten ya la posibilidad de la posesión y tratan a los enfermos por procedimientos naturales de los cuales el demonio se burla soberanamente. Lo más delicado de todo, por lo tanto, es guardar el equilibrio, el justo medio, no creer demasiado pronto en la posesión, mientras que la hipótesis de una enfermedad natural no sea descartada, y no retardar el empleo de remedios naturales, propuestos por la Iglesia, cuando el hecho de la posesión se ha tornado certidumbre.  
 
Las primeras sospechas de la presencia del demonio reposan sobre indicios que no son decisivos, pero a los cuales hay motivo para tener en cuenta si se desea ejercer un control más atento sobre el sujeto sospechoso. De acuerdo con Saudreau, citando a un especialista de su época, el doctor Hélot (en Neurosis y posesiones, "El diagnóstico"), los síntomas son los siguientes: lº convulsiones en las que puede discernirse una inteligencia extraña a la del paciente, con frecuentes alternativas de estados normales y anormales; 2 º movimientos extraordinarios que no pueden producirse sin adiestramiento prolongado, tales como saltos, bailes, equilibrios, reptaciones complicadas, golpes, llagas, caídas sin causa aparente, torsiones del cuello, de la nuca, etc.; 3º deformaciones, dolores intolerantes, súbitamente aplacados mediante agua bendita, el signo de la cruz, el pan bendito, etc.; 4º pérdida súbita de los sentidos y de la sensibilidad, instántaneamente devueltos por un conjuro; 5º gritos de animales, aullidos involuntarios e inconscientes, en el sentido de que el sujeto no los recuerda inmediatamente después; 6º visiones extrañas y diabólicas en una 7º persona de otro modo normal; 79 iras y furores súbitos causados por la presencia de objetos benditos, o la vista de un sacerdote, o al pasar delante de una iglesia cuando se desea entrar en ella; 8º imposibilidad de ingerir o de conservar alimentos benditos o bebidas benditas.  
 
Todos estos síntomas separados o juntos son solamente indicios. Deben despertar la atención. Importa, cuando se los comprueba, armarse de valor. Los exorcismos significan librar una batalla que puede ser dura y larga. No hay que retroceder ante los inconvenientes que pueda causar. El Ritual dice con mucha razón: "Los demonios suscitan todos los obstáculos que pueden levantar para impedir que el paciente sea sometido a exorcismos".  
 
Con toda seguridad será necesario conferenciar con uno o más médicos, discutir la cosa con ellos asegurándose que son a la vez competentes y prudentes, es decir que no oponen a los hechos de posesión un prejuicio irrazonable con el fin de no acusar recibo. Hablando de algunos de sus colegas, el doctor Hélot decía: ¡Tienen oídos para no oír!"  
 
Es evidente que existen inconvenientes para lanzarse en exorcismos que no tuvieran su razón» de ser, porque sería exponer la religión al descrédito. Pero existen inconvenientes mucho mayores en retardar indefinidamente el exorcismo cuando no hay otro medio para aliviar a pobres seres que el demonio atormenta. Y no es solamente ni principalmente el cuerpo de la víctima lo que corre peligro, sino también su alma si no se la ayuda a tiempo. Cuando se ha llegado a la conclusión de que el exorcismo es necesario, es pues un deber proceder a él sin tardanza, preparándose por el ayuno y la plegaria, poniendo en acción todos los medios de los cuales la Iglesia dispone. No hay que olvidar que no se trata aquí de una intervención facultativa. Del mismo modo que el Código Civil reconoce el delito de "no asistencia" a una persona en peligro, la teología reconoce um* falta en quienes tienen a su cargo las almas, y no intervienen en favor de un sujeto sometido a la acción de Satán. Es la advertencia de Saudreau, quien escribe: "Tanto que los teólogos que han tratado estas cuestiones ex profeso declaran que es pecado mortal para aquel que tiene a su cargo las almas, si no exorcisa a los que están poseídos. Es evidente que sería pecado mortal también oponerse a que se lleve socorro a pobres almas que tienen que sufrir una prueba espiritual y corporal tan terrible".  
Posesión probada  
 
Lleguemos pues a los síntomas que da el Ritual como indudables pruebas de la posesión. Hemos visto que estos síntomas son en general los que revelan la presencia de una inteligencia evidentemente ajena a la del paciente. 
 
 l º Hablar un idioma desconocido o comprender a quien lo habla; 2º Dar a conocer cosas lejanas u ocultas; 3º Desplegar fuerzas superiores a su edad o condición, como mantenerse en el aire sin punto de apoyo, andar con la cabeza para abajo y los pies contra una bóveda o un cielo raso, permanecer inmóvil a pesar de los esfuerzos de hombres sumamente robustos que reúnen sus fuerzas, etc.  
 
Estos diversos ejemplos no están literalmente en el Ritual pero forman en él un comentario autorizado.  
 
Por añadidura, el sacerdote provisto de la autorización episcopal para un exorcismo oficial y público o semipúblico — porque los exorcismos privados están permitidos a todos los cristianos — se dará cuenta pronto, en el transcurso del exorcismo, que tiene frente a él a un adversario inteligente, con respuestas a menudo inesperadas, muy distintas en todo caso de las que daría el sujeto en un estado normal. Así, en el cuerpo de una mujer poseída y hablando por boca de esta mujer, Satán hablará siempre en masculino de sí mismo, se glorificará en términos grandilocuentes de los cuales daremos ejemplos, revelará cosas ocultas, responderá de más o menos buen grado a las preguntas que se le hacen, sobre todo cuando se le da la orden en el nombre de Dios, en nombre de Cristo, y más especialmente en nombre de la Virgen, de dar estas contestaciones. En cuanto el Demonio se ve obligado a declinar su calidad "es tan fácil llegar a esta convicción — dice el abate Saudreau — como saber con certidumbre los otros hechos de la vida ordinaria". El exorcista no debe jamás retroceder, jamás perder la paciencia ni el valor, pero es muy importante para él prepararse lo mejor posible por la oración y la mortificación a las batallas seguramente violentísimas que tendrá que librar. La lucha contra Satán no es asunto de poca monta. Es por el contrario algo muy serio y muy conmovedor.  
 
El exorcista puede estar seguro de que el demonio tratará de vengarse de él por los golpes recibidos. Pero se consuela pensando que es el campeón de Cristo y de Dios contra el Poder del mal. Es para el exorcista una certidumbre que puede extraer de su acción gracias eminentes, tanto que tiene el derecho de "considerar la tarea que le incumbe como uno de los medios más poderosos de santificación que la Providencia pudo haberle reservado". (Saudreau.)  
 
No olvidemos por otra parte que uno de los cuidados más solícitos del exorcista será no solamente el de "curar" al poseído, sino de conducirlo, a él también, a la santidad. No hay nada que pueda rechazar más seguramente el poder de Satán y su dominación que la sólida conversión de la víctima contra la cual se encarniza, si ésta tiene necesidad de conversión, y su progresión en la virtud si no la tiene. Los vicios y los defectos del pac'ente son puntos de apoyo para la persecución diabólica, y en sentido inverso, los actos de piedad cumplidos con la ayuda del exorcista, por el paciente, son las garantías más seguras de la derrota del demonio.   
 
La legislación canónica  
 
Al terminar este capítulo de doctrina sobre la posesión es indispensable citar aquí las disposiciones canónicas concernientes a los exorcismos. Los artículos o cánones del Codex juris ecclesiastici son tres: 1151 a 1153.  
 
Canon 1151: "Nadie puede, aunque esté revestido del poder de exorcista, proferir exorcismos contra los obsesionados, de manera legítima si no ha recibido del Ordinario —es decir de su obispo— un permiso especial y expreso".  
 
Este permiso no será acordado por el Ordinario más que al sacerdote dotado de piedad, de prudencia y de conducta irreprochable: y éste no procederá a los exorcismos sino después de haber comprobado con certidumbre, después de un examen atento y prudente, que el sujeto por ser exorcizado está realmente obsesionado por el demonio.  
 
Canon 1152: "Los exorcismos practicados por ministros legítimos pueden ser hechos no solamente sobre fieles y catecúmenos, sino también sobre no católicos o excomulgados".  
 
Canon 1153: "Los ministros de los exorcismos que son practicados en el bautismo y en las consagraciones y las bendiciones, son los mismos que son ministros legítimos de los mismos ritos sagrados".  
 
Este último canon quiere decir que si todo el mundo, en caso de necesidad, puede bautizar, no son más que los ministros del bautismo solemne, es decir acompañado de todos los ritos establecidos por la Iglesia, en el número de los cuales están los exorcismos, y los ministros de las consagraciones y bendiciones rituales, los que pueden legítimamente practicar los exorcismos públicos y oficiales con el permiso episcopal. De hecho, el obispo no otorga jamás el poder de exorcizar solemnemente sino a un sacerdote elegido con cuidado por su competencia y la dignidad de su vida.  
 
(1) Vamos a utilizar la segunda edición, París, Amat, 1921, en el capítulo XXII, intitulado: "Hechos preternaturales diabólicos." 
 
 

miércoles, 7 de diciembre de 2022

LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

 


                                   La Fiesta de la Pureza

Bien podría llamarse así a la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, la flor de los cielos que por los cuidados exquisitos de Jesús, se ha aclimatado en nuestra árida tierra. Mirar hacia abajo y medir la distancia que separa a un alma de la tierra, o mirar hacia arriba y vislumbrar su aproximación a Dios, eso es la pureza: alejamiento de lo terreno y participación de lo divino.
¡La Inmaculada gozo de la familia franciscana! El año de 1645 toda la Orden de los Frailes Menores tomó por Patrona a la Virgen María Madre de Dios, en cuanto la confesamos y celebramos inmune de la culpa original en su misma concepción.

La fiesta de la Inmaculada Concepción y de la Natividad del Señor están entre sí íntimamente enlazadas, la primera es la fiesta de la pureza, la segunda es la fiesta de la fecundidad de la pureza.  Dios hizo tan pura a la Santísima Virgen para que fuera su Madre, y fue Madre de Dios por ser tan pura.

   La conducta de Dios y la conducta de la Virgen bendita nos predican horror al pecado, estima de la gracia y deseo de una santidad más perfecta. ¡Cómo contrasta en esto nuestra conducta con las suyas! La Santísima Virgen no ha tenido parte en nuestra degradación  moral; todas sus intenciones se dirigen al bien… y, no obstante, tomó todas las precauciones que nuestra fragilidad nos hace necesarias: huida del mundo, vigilancia sobre sí  misma, austera penitencia, trabajo continuo, oración ferviente… está llena de gracia desde el momento de su concepción y lejos de descansar en la abundancia de los dones que ha recibido, se dispuso continuamente a hacerse acreedora a otros nuevos acrecentando sin cesar el tesoro de sus merecimientos.

   ¿Y nosotros? Con demasiada frecuencia nuestras imprudencias nos exponen a perder la gracia, nuestras flojedades impiden aumentar en nosotros sus riquezas. Con la vigilancia que tuvo nuestra Madre del Cielo las gracias que recibimos serían suficientes para librarnos del pecado; con la fidelidad que tuvo Ella, serían abundantes para elevarnos a la perfección que requiere nuestro estado.

   Ante la perfección incomparable de la Santísima Virgen, ¿qué pensar nosotros, pobres pecadores, que al pecado original hemos agregado tantos pecados personales, que somos tan  miserables que hasta en nuestros mismos actos de virtud nos buscamos a nosotros mismos y no puramente a Dios?
                                                                           
                                 Mi Compromiso con la Inmaculada
                   ¡Trabajar por el reino de Jesucristo por medio de María!

¿Qué es mi compromiso con la Inmaculada?
Es una promesa hecha en secreto a Nuestra Señora, por lo cual me obligo, para este año del 8 de diciembre de 2022 al 8 de diciembre de 2023, de una manera individual, a VIVIR EN GRACIA DE DIOS mediante los siguientes pasos:

   Primero.- Poner un ESFUERZO ESPECIALÍSIMO, durante todo el año, para mi mariano, por conservar la GRACIA SANTIFICANTE y huir de las ocasiones y peligros de pecar.

   Segundo.- En caso de haber caído en pecado mortal,RECUPERAR INMEDIATAMENTE LA GRACIA, por un acto de perfecta contrición con el propósito de no volver a pecar y de confesarme, si es posible, dentro de los tres días siguientes.

   Tercero.- Rezar cada noche LAS TRES AVEMARÍAS, pidiendo para mí y para todos los hombres, especialmente para los que han hecho este mismo Compromiso, el deseo sincero de vivir en gracia de Dios y de poner los medios para no perderla jamás.

   Cuarto.- Ayudar a otra persona para que viva en gracia de Dios.

                                                          PROMESA

   Porque quiero vivir en la libertad de los hijos de Dios y no en la servidumbre de los esclavos del pecado; porque quiero colaborar en la construcción del reino de Dios sobre la tierra; porque amo y honro a  mi Madre y Reina del Cielo, la Santísima Virgen María, concebida sin pecado: prometo, con la confianza puesta en la gracia de Dios, cumplir durante todo este año, leal y esforzadamente mi

                               COMPROMISO CON LA INMACULADA

   Yo N: confiado en el auxilio de Dios y en la protección de mi Madre del Cielo, me COMPROMETO a:
1° LUCHAR sinceramente durante todo el año mariano por conservarme en ESTADO DE GRACIA manteniendo mi alma limpia de todo pecado mortal.
2° COMBATIR con valentía –como obsequio especial a mi MADRE INMACULADA- por mantener íntegros los ideales de la PUREZA en mis pensamientos, palabras y obras.
3° En caso de perder la gracia por el pecado mortal, haré inmediatamente un ACTO DE CONTRICIÓN y me confesaré lo más pronto posible.

¡Oh Virgen Inmaculada, los hijos siempre se parecen a su madre; muestra pues que eres nuestra Madre dándonos tu parecido con una migaja siquiera de tu pureza!


                                                   ¡Sea para gloria de Dios!

Deberes de los padres para con los hijos (Santo Cura de Ars)

martes, 29 de noviembre de 2022

Sermon sobre la Parusía y fin de los tiempos

 


El Evangelio de este Vigesimocuarto y último Domingo de Pentecostés presenta a nuestra consideración la Parusía, es decir, la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo: Verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.

El relato comienza con la señal de la misma: Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo.

¿Cómo se ha llegado a este anuncio profético? Al salir del Templo, Nuestro Señor había anticipado la destrucción de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos, San Pedro, San Andrés, Santiago y San Juan le interrogaron sobre su Parusía, a la cual se había referido hacia el final de dicho discurso.

En su respuesta, Nuestro Señor, después de detallar los sucesos anteriores a esta Segunda Venida, que constituyen el comienzo de los dolores, nos proporciona este signo, propiamente tal de su Regreso en Gloria y Majestad. A esto siguen los detalles del mismo, para terminar con la parábola de la higuera y la exhortación a la vigilancia.

Indicada la profecía de Daniel, Jesús amonesta a sus discípulos a que presten atención a ella, que la interpreten según los indicios que les da, y que sigan sus consejos.

Y para que no lo tomen como hipérbole, añade: Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla.

Con todo, hasta en aquel torbellino de la justicia, deja entrever Dios su misericordia: Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días.

A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre, seguirá la magnificencia de su personal Venida: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre.

Y en medio del universal terror y expectación, verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.

Termina Jesús las terribles predicciones con unas palabras de consuelo y aliento para los suyos: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención.

Los espantosos e imprevistos acontecimientos predichos por el Señor reclaman vigilancia asidua; de lo contrario nos encontrará desprevenidos.

Como enseñanza bien práctica para nosotros, debemos tener en claro que la cuestión de los “signos de los tiempos”, o sea la de las señales del Reino Mesiánico, era una controversia bien debatida en la antigüedad, como lo es en nuestros días. Las dos situaciones parecen análogas.

Las ideas que los fariseos se habían forjado sobre el Reino Mesiánico les impidieron verlo venir, y los llevó a la ruina. Imaginemos por un instante lo que aconteció con el rechazo de Jesucristo y, luego más tarde, al no reconocer los signos de la destrucción de Jerusalén.

Las señales valen también para nosotros, para la Segunda Venida; y, si no vigilamos, nos puede pasar exactamente lo mismo que a ellos. ¿Qué sucedería si no distinguiésemos los signos y nos quedásemos al interior de la ciudad antes de que se cierre al sitio?

Y, sin embargo, ¿qué se dice hoy en día acerca de la Segunda Venida de Nuestro Señor?

Los más grandes doctores y escritores católicos de los últimos dos siglos han vislumbrado el parecido de muchos fenómenos modernos con las “señales” que están en el discurso escatológico y en el Apocalipsis. Mas la herejía contemporánea cierra los ojos y levanta cortinas de humo.

En suma, es un entibiamiento de la fe, que tiene como consecuencia desvirtuar la Sagrada Escritura; lo cual, por otra parte, también está profetizado y constituye otro de los signos precursores del fin del mundo.

Por lo tanto, prestemos atención a las palabras de Nuestro Señor: Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones… Estad en vela, pues; orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre.

Ahora bien, la sociedad toda, tanto civil como religiosa, está en crisis. Y este conflicto muestra signos de una crisis final. A todo nivel, en todos los ámbitos, pueden observarse los signos de un deterioro acelerado, de una decadencia generalizada.

La Iglesia Católica, en particular, desde el Concilio Vaticano II es atacada por la vía jerárquica, tanto en su estructura externa como en su identidad interior. Es la consecuencia de la puesta en práctica de un vasto programa masónico, que cambia sutilmente la religión en un humanismo por medio de la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad, la revolución de la liturgia, la enseñanza catequética perniciosa, las directivas heréticas y subversivas dadas por aquellos que deberían por misión guiar a los fieles en la Fe…

Dada la extraordinaria importancia de la Iglesia para la conservación de la sociedad, desmenuzada aquella, la armazón social cae en ruinas. Y esto es, de hecho, lo que sucede. Es suficiente considerar lo acaecido en los sesenta últimos años en los países que eran oficialmente católicos…, hoy son Estados explícitamente apóstatas… Y a los Pontífices conciliares les cabe la gran responsabilidad.

Si a todo esto sumamos los trastornos y desastres naturales sin precedentes, la simple visión humana, no cegada por las pasiones o intereses mundanos, indicaría que nos encontramos en los últimos tiempos.

Si bien Nuestro Señor no nos ha predicho la fecha precisa de su retorno, que nadie conoce, ni siquiera los Ángeles del Cielo; si bien es cierto que la Iglesia prohíbe a los fieles avanzar fechas exactas, porque sólo el Padre la conoce; sin embargo, los cristianos de todos los tiempos tienen el deber de confrontar los signos de su tiempo con las señales dadas por Nuestro Señor para recocer la inminencia de su Segunda Venida.

Basta recordar las significativas declaraciones de los Papas, prácticamente durante un siglo entero, desde Gregorio XVI hasta Pío XII, sobre la proximidad del fin de los tiempos, considerándola como una realidad de su época. Los Sumos Pontífices no fueron reacios a fundamentar sus apreciaciones sobre los signos dados por Nuestro Señor para hacerlas valer.


Consideremos algunos de esos Textos Pontificios:


1) Mirari vos, Gregorio XVI, del 15 agosto 1832:


“Tristes, en verdad, y con muy apenado ánimo Nos dirigimos a vosotros, a quienes vemos llenos de angustia al considerar los peligros de los tiempos que corren para la religión que tanto amáis. Verdaderamente, pudiéramos decir que ésta es la hora del poder de las tinieblas para cribar, como trigo, a los hijos de elección. Sí; la tierra está en duelo y perece, inficionada por la corrupción de sus habitantes, porque han violado las leyes, han alterado el derecho, han roto la alianza eterna.

Es el triunfo de una malicia sin freno, de una ciencia sin pudor, de una disolución sin límite. Se desprecia la santidad de las cosas sagradas; y la majestad del divino culto, que es tan poderosa como necesaria, es censurada, profanada y escarnecida.

De ahí que se corrompa la santa doctrina y que se diseminen con audacia errores de todo género. Ni las leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las santas enseñanzas están a salvo de los ataques de las lenguas malvadas.

De aquí que, roto el freno de la religión santísima, por la que solamente subsisten los reinos y se confirma el vigor de toda potestad, vemos avanzar progresivamente la ruina del orden público, la caída de los príncipes, y la destrucción de todo poder legítimo.

Debemos buscar el origen de tantas calamidades en la conspiración de aquellas sociedades a las que, como a una inmensa sentina, ha venido a parar cuanto de sacrílego, subversivo y blasfemo habían acumulado la herejía y las más perversas sectas de todos los tiempos.”



2) E Supremi Apostolatus, San Pío X, del 4 de octubre de 1904:

“Verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nosotros.

Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.

Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.

Esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.”



3) Caritate Christi compulsi, Pío XI, del 3 de mayo de 1932:

“Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual. Mas ante ese odio satánico contra la religión, que recuerda el mysterium iniquitatis de que nos habla San Pablo (II Tes. 2, 7), los solos medios humanos y las previsiones de los hombres no bastan”.



4) Pío XII, Mensaje Pascual de 1957:

“Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección, que no admita ya ningún dominio de la muerte (…) ¡Ven, Señor Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía a tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine con el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!”



Monseñor Marcel Lefebvre, en reiteradas oportunidades, hizo referencia a los signos apocalípticos.

1) Homilía del 29 de junio de 1987:

“… No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás. Es un combate que pide todas las fuerzas sobrenaturales de las que tenemos necesidad para luchar contra el que quiere destruir la Iglesia radicalmente, que quiere la destrucción de la obra de Nuestro Señor Jesucristo. Lo quiso desde que Nuestro Señor nació y él quiere seguir suprimiendo, destruir su Cuerpo Místico, destruir su Reino, y a todas sus instituciones, cualquiera que fueran. Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico, en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad. No nos atrevemos a declarar más el reino social de Nuestro Señor porque eso suena mal a los oídos del mundo laico y ateo. La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad. Ante esta situación totalmente excepcional, debemos tomar medidas excepcionales”. 

Hay que estar en guardia con el advenimiento de una nueva iglesia falsa que abarcaría a todas, incluida la católica del oficialismo, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets.

Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno. Corremos el riesgo de ver llegar estas cosas. Debemos siempre prepararnos para ello.”

Mons Lefebvre:

2) Artículo Tiempo de tinieblas, publicado en octubre de 1987:

“Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción. Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido. No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal. Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa. Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones. La Iglesia no es más la Esposa de Cristo, que es el único Dios. Por el momento, es una apostasía más material que formal, más visible en los hechos que en la proclamación. No puede decirse que el Papa es apóstata, que ha renegado oficialmente de Nuestro Señor Jesucristo; pero en la práctica, se trata de una apostasía”.

Es muy importante ser conscientes de los tiempos que vivimos; porque no sólo el pasado, sino también el futuro explica el presente: la inminencia de la Parusía explica la magnitud de esta crisis y aporta la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos de calamidades.

Debemos deplorar la indiferencia, la liviandad y hasta el desprecio respecto de la escatología que se encuentran a menudo en la mayoría de los creyentes, muchos de ellos clérigos y religiosos.

Gracias a la Sagrada Escritura, aquello que podría convertirse en desesperación, se torna en viva Esperanza. Conservemos, pues, esta Esperanza en la proximidad del Reino de Cristo, anunciado, precisamente, por el hecho de esta confusión eclesial sin precedentes y por las victorias luciferinas en todo el mundo.

La Sagrada Escritura es categórica en este punto: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación… Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. (Luc XXI.).


lunes, 28 de noviembre de 2022

¿POR QUE DEBEMOS REZAR A NUESTRA SANTA MADRE ?




  Petición: Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.
Por qué cosas te pedimos ruegues:
  Virgen de las vírgenes, azucena celestial, lirio inmaculado, fuente de pureza, inspiradora de la vocación a la castidad, alumbra los ojos de tus devotos para que entiendan cuán grande es la distancia que hay entre la excelencia de ser madre y la excelencia de ser Virgen. No hay en el jardín de la Iglesia flor más hermosa que la de la virginidad, recreo y admiración de los ángeles.
  Ruega por nos para que no manchemos nuestras almas con las suciedades de la carne.
  Ruega por nos para que huyamos de los espectáculos y diversiones, que, si no enlodan las almas con la culpa grave, las hacen bordear graves peligros y las empañan con el vaho de la sensualidad.
  Ruega por nos para que los padres y madres no se cieguen creyendo que, a pesar de la libertad de sus hijos e hijas, saben ellas y ellos conservar su inocencia y su pureza, cuando tantas veces ocurre que no son ángeles sino sólo en la apariencia de los rostros y las palabras.
  Ruega por nos para que los padres y las madres de nuestros niños no los abandonen en manos de servidores sin conciencia, que les hacen perder la pureza antes de conocerla.
 Títulos que tenemos para que ruegues por  nosotros:
  Muchos títulos tenemos para pedirte que ruegues por nosotros: que eres Refugio de pecadores, que eres Auxilio de los cristianos, que eres Virgen poderosa; pero el mejor es que eres santa, y Madre santa, y Virgen y Madre santa, y santa Madre de Dios.
  Y por eso mismo, Madre de misericordia y Madre omnipotente; que si ruegas por nosotros, alcanzarás cuanto quieras.
  Por qué cosas NO te pedimos que ruegues:
  Santa Madre de Dios, no ruegues por nosotros para que nos dé riquezas, sino lo necesario para la vida que Él ganó con el trabajo de sus manos.
  No ruegues por nosotros para que gocemos de esta vida, porque tu Hijo amenazó diciendo: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque día vendrá en que os lamentaréis y lloraréis!”.
  No ruegues por nosotros para que los hombres nos honren y nos aplaudan, porque todo eso es vanidad, y no hay otra dicha en esta vida sino temer y amar a Dios.
  No ruegues para que vivamos muchos años, que, aunque la muerte es dolorosa y repugnante a la naturaleza, y natural y humano el deseo de vivir, y lícito pedir la salud y desear  no venga la muerte ni para nosotros ni para los nuestros; pero queremos que nuestra voluntad se conforme con la de Dios, que nos ama y sabe lo que nos conviene y tiene contados los días y momentos de nuestra existencia.
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo:
  Ruega por nosotros para que alcancemos esas promesas.
  La promesa que cantaron los ángeles en las alturas: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
  La promesa hecha a los pobres de espíritu, que no tienen el corazón apegado a las riquezas: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos”.
  La promesa hecha a los que lloran sus culpas y las culpas ajenas: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.
  Las promesas hechas a los mansos, a los pacíficos, a los limpios de corazón, a los que padecen persecución por la justicia, a los que guardan los mandamientos; que son todas una promesa: la vida eterna.
  Ruega por nosotros para que nos hagamos dignos de las promesas de Cristo luchando valerosamente contra nuestras pasiones, luchando generosamente por la extensión del reino de tu Hijo.
  Ruega por nosotros para que antes de perder esas promesas por el pecado, Dios nos envíe la muerte, que no lo será, sino tránsito y dulce sueño y logro de sus promesas.
  ¡Oh dulce Madre, cuándo será que libres de las miserias y los peligros de esta vida, tengamos la inmensa dicha de ser llevados por nuestros ángeles de la guarda hasta tu trono de gloria, y allí, postrados a tus pies, besar tus divinas y maternales manos y recibir de ellas la corona que ha de ceñir nuestra frente por los siglos de los siglos! Amén.

Ignacianas

viernes, 25 de noviembre de 2022

EL SANTO ABANDONO. Capítulo 5: EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN. (Artículo 2º.- Las humillaciones)

 



Artículo 2º.- Las humillaciones

La humildad es una virtud capital y su acción altamente

beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los

peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y

orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a

los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores;

es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace

adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su

autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido

con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,

«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad

personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al

humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el

humilde se inclina y le colma de gracias, y después del

abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus

secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La

palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será

ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será

humillado».


Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un

tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto

de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la

humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes

no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo

convendría esforzarse por descender. Cuánto convendría

meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño

Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en

todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis

decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no

llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una

elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en

el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer

rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.»


Muchos son los caminos que conducen a la humildad.

Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según

esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación

conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio

a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es

verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o

retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas,

empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen

realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la

perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad?

-concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la

humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis

ser elevados a la humildad.»


Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de

practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al

beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del

abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios

significada. La mayor parte de las personas no quieren sino

ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y

no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio

a medio.


Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar

siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a

nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones.

San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí

mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del

corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado

orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como

humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al

puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina

sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad».

Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para

abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros claustros

será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros

superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los

doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito, se

fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de

esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión

de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose

obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad?

Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente,

sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente

humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente;

porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se

hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de

Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se

considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la

plebe y la escoria del mundo.» Humillación excelente es

también descubrir el fondo de nuestros corazones y de

nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos,

dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras

malas inclinaciones y, en general, de todos los males de

nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse

ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo

Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las

penitencias usadas en nuestros Monasterios. Además de

estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas.

San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas,

porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e

imperceptiblemente, y ponía en sexto grado procurarse las

abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».


El santo estimaba mucho las humillaciones que no son de

nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que

nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de

que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar

nuestro amor propio.


Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos

digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir

todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en

nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya

nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y

oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma

razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a

ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la

Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la

corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por

aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra,

utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes

y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en

caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino

instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o

recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no

viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo

por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para

la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y

bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario,

éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y

dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz,

dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las

faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el

remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y

méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el

precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra

perfección».


La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con

indignación o se sufre murmurando; y esto explica cómo «se

hallan tantas personas humilladas que no son humildes». Sólo

será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la

medida en que la reciba humildemente como si fuera de la

mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la

necesito y bien la he merecido. Y si una ligera ofensa, una

falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente

para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el

orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar

de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi

remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber

agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor

propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera

humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo

después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los

humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y

nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos

de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y

ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía la confusión, se lo

agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a

trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias

de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la

vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en la

presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han

quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es

menos merecido.


San Pedro mártir, puesto injustamente en prisión,

quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he

cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el divino

Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia

en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor,

solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre», y

con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que

le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le

condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al

suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el

más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es

maltratada con bofetadas, manchada con salivazos. No

aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de

reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre

y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque

se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles

criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con

deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y

recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la

Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no

suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones?

¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una

vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a

Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría

derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado,

tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás

siendo todavía sensible a los desprecios»?


Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto

amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto

y hasta se considera uno dichoso en compartir las

humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el amor «nos hace considerar como favor

grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias,

vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace

renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado

Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la

abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no

queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas

del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio

que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los

sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más

gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».


Al hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus

propias disposiciones. En medio de la tempestad, de los

desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a

ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin

conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión

para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si

alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le

hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que

enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca

infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es

precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro

Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios

de mi confusión! Si descaradamente somos insultados,

magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a

montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a

vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los mismos

sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su

compañero: «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que

ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los

lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»