No hablamos aquí de los gustos y repugnancias
comoquiera, sino de los deseos voluntariamente formados y
adrede proseguidos, de esos deseos que se convierten en
resoluciones, en peticiones y esfuerzos. ¿Son compatibles o
no con el Santo Abandono?
Que lo sean con la simple resignación, nadie lo duda,
«pues aunque la resignación -dice San Francisco de Salesprefiere
la voluntad de Dios a todas las cosas, mas no por eso
deja de amar otras muchas además de la voluntad de Dios»; y aduciendo el ejemplo de un moribundo, añade: «Preferiría vivir
en lugar de morir, pero en vista de que el beneplácito de Dios
es que muera..., acepta de buena gana la muerte por más que
continuaría viviendo aún con mayor gusto.» ¿Sucede lo propio
con la perfecta indiferencia y el santo abandono? ¿Es ir contra
la perfección del abandono desear y pedir que tal o cual
acontecimiento feliz se realice y perdure, que tal prueba
espiritual o temporal no se presente o acabe?
En general, y salvo posibles excepciones, se pueden
formar deseos y peticiones de este género, pero no hay
obligación.
Hay derecho de hacerlo. Pues Molinos fue condenado por
haber sostenido la proposición siguiente: «No conviene que
quien se ha resignado a la voluntad de Dios le haga ninguna
súplica; porque, siendo ésta un acto de voluntad y elección
propias, y pretendiéndose con ellas que la voluntad divina se
amolde a la nuestra, vendría a resultar una verdadera
imperfección. Las palabras evangélicas "pedid y recibiréis no
las dijo Jesucristo para las almas interiores que no quieren
poseer voluntad propia. Es más, estas almas llegan a no
poder dirigir a Dios una petición.»
«No temáis, pues -dice el Padre Baltasar Álvarez-, desear y
pedir la salud, si estáis decididos a emplearla puramente en
servicio de Dios: tal deseo, en vez de ofenderle, le agradará.
En apoyo de mi aserto puedo citar su propio testimonio: Mi
amor a las almas es tan grande, decía El a Santa Gertrudis,
que me fuerza a secundar los deseos de los justos, siempre
que estén inspirados en un celo puro y humanamente
desinteresado. ¿Hay enfermos que desean de veras la salud
para servirme mejor?, que me la pidan con toda confianza.
Más aún: si la desean para merecer mayor galardón, me
dejaré doblegar, pues les amo hasta el extremo de asemejar
sus intereses a los míos.»
En idéntico sentido se expresa San Alfonso: «Cuando las
enfermedades nos aflijan con toda su agudeza, no será falta
darlas a conocer a nuestros amigos, ni aun pedir al Señor que
nos libre de ellas. No hablo sino de los grandes
padecimientos.» La misma doctrina enseña a propósito de las
arideces y de las tentaciones, apoyándola en dos ejemplos entre todos memorables; el primero es el del Apóstol, el cual,
abofeteado por Satanás, no creía faltar al perfecto abandono,
rogando por tres veces al Señor que apartase de él el espíritu
impuro; mas en habiéndole Dios respondido «Bástate mi
gracia», San Pablo acepta humildemente la necesidad de
combatir, y yendo más lejos, se complace en su debilidad,
porque en la aflicción es cuando se siente fuerte, merced a la
virtud de Cristo.
El segundo ejemplo es aún más augusto, y ofrece una
prueba sin réplica. El mismo Jesucristo en el momento de su
Pasión, descubrió a sus apóstoles la extrema aflicción de su
alma, y rogó hasta tres veces a su Padre le librase de ella.
Mas este divino Salvador nos enseñó al propio tiempo con su
ejemplo lo que hemos de hacer después de semejantes
peticiones: resignarnos inmediatamente a la voluntad de Dios,
añadiendo con El: «Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo
que Vos queréis.»
Inútil es añadir nada para dar a entender lo que no es
permitido en parecidas circunstancias. San Francisco de Sales
señala, sin embargo, una excepción: «Si el beneplácito divino
nos fuera declarado antes de su realización como lo fue a San
Pedro el género de su muerte, a San Pablo las cadenas y la
cárcel, a Jeremías la destrucción de su amada Jerusalén, a
David la muerte de su hijo; en tal caso deberíamos unir al
instante nuestra voluntad a la de Dios.» Esto en la suposición
de que el beneplácito divino aparezca absoluto e irrevocable;
de no ser así, conservamos el derecho de formular deseos y
peticiones.
Pero, por lo general, no estamos obligados a ello, pues los
sucesos de que se trata dependen del beneplácito de Dios, a
quien toca decidir, no a nosotros. Y una vez que se haya
hecho cuanto la prudencia exige, ¿por qué no nos será
permitido decir a nuestro Padre celestial: «Vos sabéis cuánto
ansío crecer en virtud y amaros cada vez más? ¿Qué me
conviene para conseguirlo? ¿La salud o la enfermedad, las
consolaciones o la aridez, la paz o la guerra, los empleos o la
total carencia de ellos? Yo no lo sé, pero Vos lo sabéis
perfectamente. Ya que permitís que exponga mis deseos, yo
prefiero confiarme a Vos, que sois la misma Sabiduría y Bondad; haced de mí lo que os plazca. Otorgadme tan sólo la
gracia de someterme con entera voluntad a cuanto
decidiereis.» Parécenos que ningún deseo, ninguna petición
puede testimoniar mayor confianza en Dios que esta actitud, ni
mostrar más abnegación, obediencia y generosidad de
nuestra parte.
Tal es el sentir de San Alfonso. Establece el santo tres
grados en la buena intención: «1º Puédese proponer la
consecución de bienes temporales, por ejemplo, mandando
celebrar una misa o ayunando para que cese tal enfermedad,
tal calumnia, tal contrariedad temporal. Esta intención es
buena, supuesta la resignación, pero es la menos perfecta de
las tres, porque su objeto no se levanta de lo terreno. 2º
Puédese proponer la satisfacción a la justicia divina o
conseguir bienes espirituales: como virtudes, méritos,
aumento de gloria en el cielo. Esta segunda intención vale
más que la primera. 3º Puédese no desear sino el beneplácito
de Dios, el cumplimiento de la divina voluntad. He aquí la más
perfecta de las tres intenciones y la más meritoria.» «Cuando
estamos enfermos, dice en otra parte, lo mejor es no pedir
enfermedad ni salud, sino abandonarnos a la voluntad de
Dios, para que El disponga de nosotros como le plazca.» San
Francisco de Sales es aún más claro y explícito. Nos enseña a
inclinarnos siempre hacia donde más se distinga la voluntad
de Dios y a no tener más deseos que éste. «Aunque el
Salvador de nuestras almas y el glorioso San Juan, su
Precursor, gozasen de propia voluntad para querer y no querer
las cosas, sin embargo, en lo exterior dejaron a sus madres al
cuidado de querer hacer por ellos lo que era de necesidad.»
Nos exhorta a «hacernos plegables y manejables al
beneplácito divino como si fuéramos de cera, no
entreteniéndonos en querer y en desear las cosas; antes
dejando que Dios las quiera y haga como le agradare».
Propone después por modelo a la hija de un cirujano que
decía a su amiga: «Estoy padeciendo muchísimo y, sin
embargo, ningún remedio se me ocurre, pues no sé cuál sea
el más acertado, y pudiera suceder que deseando una cosa
me fuera necesaria otra. ¿No será mejor descargar todo este
cuidado en mi padre que sabe, puede y quiere por mi cuanto requiere la cura? Esperaré a que él quiera lo que juzgare
conveniente y no me aplicaré sino a mirarle, a darle a conocer
mi amor filial e ilimitada confianza. ¿No testimonió esta hija un
amor más firme hacia su padre que si hubiera andado
pidiéndole remedios para su dolencia o que se hubiera
entretenido en mirar cómo le abría las venas y corría la
sangre?»
¿Quién no conoce la célebre máxima: «Nada desear, nada
pedir, nada rehusar»? San Francisco de Sales, cuya es la
fórmula, declara expresamente que ella no se refiere a la
práctica de las virtudes; y personalmente la aplica con
especial insistencia a los cargos y empleos de la Comunidad,
sin dejar de proponerla también para el tiempo de
enfermedad, de consolación, de aflicción, de contrariedad, en
una palabra, para todas las cosas de la tierra y todas las
disposiciones de la Providencia, «sea por lo que mira al
exterior, sea por lo que respecta al interior. Siente un
extremado deseo de grabarla en las almas, por considerarla
de excepcional importancia».
Preguntaron al Santo Doctor si no podía uno desear los
«empleos humildes» movidos por la generosidad. «No,
respondió el Santo; por causa de humildad.» «Hijas mías, este
deseo no implica nada de malo, sin embargo, es muy
sospechoso y pudiera ser un pensamiento puramente
humano. En efecto, ¿qué sabéis vosotras si habiendo
anhelado estos empleos bajos, tendréis el valor de aceptar las
humillaciones, las abyecciones y las amarguras con que
habéis de topar en ellos y si lo tendréis siempre? Hay que
considerar, por tanto, el deseo de cualquier género de cargos,
bajos u honrosos, como una verdadera tentación; y lo mejor
será no desear nunca nada, sino vivir siempre dispuesto a
hacer cuanto de nosotros exigiere la obediencia.»
En resumen, para cuanto se refiere al beneplácito de Dios,
en tanto su voluntad no parezca absoluta e irrevocable,
podemos formular deseos y peticiones, por más que a ello no
estemos obligados, y aún es más perfecto entregarse en todo
esto a la Providencia. Existen, sin embargo, casos en que
sería obligatorio solicitar el fin de una prueba, por ejemplo, si
para ello se recibe la orden del superior. Si viera uno que desmaya por falta de fuerzas y de ánimos, bastaríale orar en
esta forma: Dios mío, dignaos de aliviar la carga o aumentar
mis fuerzas; alejad la tentación o concededme la gracia de
vencerla.
En cuanto al tenor de estas oraciones, se pedirán de un
modo absoluto los bienes espirituales absolutamente
necesarios; los que no constituyen sino un medio de tantos
hanse de pedir a condición de que tal sea el divino
beneplácito, haciendo con mayor razón la misma salvedad con
respecto a los bienes temporales. Lo que es preciso desear
sobre todo es santificar la prosperidad y la adversidad,
«buscando el reino de Dios y su justicia: lo restante nos será
dado por añadidura». A los que invierten este orden y buscan
principalmente el fin de las pruebas, el Padre de la Colombière
dirige el siguiente párrafo eminentemente sobrenatural:
«Mucho me temo que estéis orando y haciendo orar en vano.
Lo mejor hubiera sido mandar decir esas misas y hacer voto
de estos ayunos en orden a alcanzar de Dios una radical
enmienda, la paciencia, el desprecio del mundo, el
desasimiento de las criaturas. Cumplido esto, hubierais podido
hacer peticiones para la recuperación de vuestra salud y
prosperidad de vuestros negocios; Dios las hubiera oído con
gusto o más bien las hubiera prevenido, bastándole conocer
vuestros deseos para satisfacerlos».
Esta doctrina es conforme a la práctica de las almas
santas, pues si a veces piden el fin de una prueba, más
frecuentemente es verlas inclinadas hacia el deseo del
padecimiento al cual se ofrecen cuando sólo escuchan la voz
de su generosidad; mas cuando la humildad les habla con
mayor elocuencia que el espíritu de sacrificio, entonces ya no
piden nada y se remiten a los cuidados de la Providencia.
Finalmente, lo que domina y prevalece en estas almas es el
amor de Dios junto con la obediencia y el abandono a todas
sus determinaciones.
Así vemos que Santa Teresa del Niño Jesús, después de
haber estado llamando largo tiempo al dolor y a la muerte
como mensajeros de gozo, llega un día en que, a pesar de
apreciarlos, ya no los desea; porque sólo necesita amor, y
únicamente se aficiona a «la vida de la infancia espiritual, al camino de la confianza y del total abandono. Mi Esposo, dice,
me concede a cada instante lo que puedo soportar, nada más;
y si al poco rato aumenta mi padecer, también acrecienta mis
fuerzas. Sin embargo, jamás pediría yo sufrimientos mayores;
que soy harto pequeñita. No deseo más vivir que morir; de
manera que si el Señor me diese a escoger, nada escogería;
sólo quiero lo que El quiere; sólo me gusta lo que El hace».
Otra alma generosa «tampoco pedía a Dios la librara de
sus penas; pedíale, sí, la gracia de no ofenderle, de crecer en
su amor, de llegar a ser más pura. Dios mío, ¿queréis que yo
sufra? Sea enhorabuena, yo quiero sufrir. ¿Queréis que sufra
mucho?, quiero sufrir mucho. ¿Queréis que sufra sin
consuelo?, pues quiero sufrir sin consuelo. Todas las cruces
de vuestra elección lo serán de la mía. Empero, si yo os he de
ofender, os lo suplico, sacadme de este estado; si yo os he de
glorificar, dejadme sufrir todo el tiempo que os plaza».
Gemma Galgani tenía una sed asombrosa de inmolación. Y
a pesar de todo, aunque en medio de un diluvio de males y
persecuciones, se portó con tanto heroísmo, implora una
pequeña tregua, quejándose amorosamente en medio de sus
penas interiores: «Decidme, Madre mía, adónde se ha ido
Jesús; Dios mío, no tengo sino a Vos y Vos os escondéis.»
Pero llega a decir con un perfecto abandono: «Si os agrada
martirizarme con la privación de vuestra amable presencia, me
es igual siempre que os tenga contento.»