Por perfectas que sean nuestra confianza en Dios y
nuestra total entrega en manos de la Providencia para cuanto
sea de su agrado, jamás quedaremos dispensados de seguir
las reglas de la prudencia. La práctica de esta virtud, natural y
sobrenatural, pertenece a la voluntad significada: es ley
estable y de todos los días. Dios quiere ayudarnos, pero a
condición de que hagamos lo que de nosotros depende: «A
Dios rogando y con el mazo dando», dice el refrán, obrar de
otra manera es tentar a Dios y perturbar el orden por El
establecido. A todos predica Nuestro Señor la confianza, pero
a nadie autoriza la imprevisión y la pereza. No exige que los
lirios hilen, ni que las aves cosechen; mas a los hombres nos
ha dotado de inteligencia, previsión y libertad, y de ellas quiere que nos valgamos. Abandonarse a Dios sin reserva y sin
poner cuanto estuviere de nuestra parte sería descuido y
negligencia culpables. Mejor calificación merece la piedad de
David, el cual, aunque espera resignado cuanto Dios tuviere a
bien disponer respecto de su reino y de su persona durante el
levantamiento de Absalón, no por eso deja de dar
inmediatamente a las tropas y a sus consejeros y principales
confidentes las órdenes necesarias para procurarse un lugar
retirado y seguro, y para restablecer su posición política. «Dios
lo quiere...», así hablaba Bossuet a los quietistas de su
tiempo, que so pretexto de dejar obrar a Dios, echaban a un
lado la previsión y solicitud moderadas. Y añade: «Ved ahí en
qué consiste, según la doctrina apostólica, el abandono del
cristiano, el cual bien a las claras se ve que presupone dos
fundamentos: primero, creer que Dios cuida de nosotros; y
segundo, convencerse de que no son menos necesarias la
acción y la previsión personales; lo demás seria tentar a
Dios».
Porque si hay sucesos que escapan a nuestra previsión y
que dependen únicamente del beneplácito divino, como lo son
respecto a nosotros las calamidades públicas o los casos de
fuerza mayor, hay otros en que la prudencia tiene que
desempeñar un papel importante, ya para prevenir
eventualidades molestas, ya para atenuar sus consecuencias,
ya también para sacar siempre de ellos nuestro provecho
espiritual. Citemos sólo algunos ejemplos. Con absoluta
confianza debemos creer que Dios no ha de permitir seamos
tentados por encima de nuestras fuerzas, fiel como es a sus
promesas; mas esto a condición de que «quien piensa que
está firme, mire no caiga», y de que cada uno «vele y ore para
no caer en la tentación». En las consolaciones y sequedades,
en las luces y oscuridades, en la calma y tempestad, en medio
de estas u otras vicisitudes que agitan la vida espiritual,
habremos de comenzar por suprimir, si de ello hubiere
necesidad, la negligencia, la disipación, los apegos, cuantas
causas voluntarias se opongan a la gracia; procurando al
mismo tiempo permanecer constantes en nuestro deber en
contra de tantas variaciones. Sólo así tendremos derecho de
abandonarnos con amor y confianza al beneplácito divino.
Lo propio deberán hacer las personas que desempeñen
cargos cuando pasen por alternativas de acierto y de fracaso;
las cuales, ora se les ponga el cielo claro y sereno, ora
encapotado, siempre tendrán el deber y habrán de sentir la
necesidad de confiarse a la divina Providencia; empero «no
conviene que el superior, so pretexto de vivir abandonado a
Dios y de reposar en su seno, descuide las enseñanzas
propias de su cargo», y deje de cumplir sus obligaciones. Y lo
mismo en lo concerniente a lo temporal; sea cual fuere el
abandono en Dios, es de necesidad que uno siembre y
coseche y que otro confeccione los vestidos, que éste prepare
la comida y así en todo lo demás. Otro tanto ha de decirse en
cuanto a la salud y la enfermedad. Nadie tiene derecho a
comprometer su vida por culpables imprudencias, debiendo
cada cual tener un cuidado razonable de su salud; y si es del
agrado de Dios que uno caiga enfermo, «quiere El por
voluntad declarada que se empleen los remedios
convenientes para la curación; un seglar llamará al médico y
adoptará los remedios comunes y ordinarios; un religioso
hablará con los superiores y se atendrá a lo que éstos
dispusieren». Así han obrado siempre los santos, y si a veces
los vemos abandonar las vías de la prudencia ordinaria,
hacíanlo para conducirse por principios de una prudencia
superior.
El abandono no dispensa, pues, de la prudencia, pero
destierra la inquietud. Nuestro Señor condena con insistencia
la solicitud exagerada, en lo que se refiere al alimento, a la
bebida, al vestido, porque, ¿cómo podrá el Padre celestial
desamparar a sus hijos de la tierra, cuando proporciona la
ración ordinaria a las avecillas del cielo que no siembran, ni
siegan, ni tienen graneros, y cuando a los lirios del campo,
que no tejen ni hilan, los viste con galas que envidiaría el rey
Salomón? San Pedro nos invita también a depositar en Dios
todos nuestros cuidados, todas nuestras preocupaciones
porque el Señor vela por nosotros. Habíalo ya dicho el
Salmista: «Arroja en el seno de Dios todas tus necesidades y
El te sostendrá: no dejará al justo en agitación perpetua».
En parecidos términos se expresa San Francisco de Sales
hablando de la prudencia unida al abandono; quiere el santo que ante todo cumplamos la voluntad significada; que
guardemos nuestros votos, nuestras Reglas, la obediencia a
los superiores, pues no hay camino más seguro para nosotros;
que asimismo hagamos la voluntad de Dios declarada en la
enfermedad, en las consolaciones, en las sequedades y en
otros sucesos semejantes; en una palabra, que pongamos
todo el cuidado que Dios quiere en nuestra perfección. Hecho
esto, el santo pide que «desechemos todo cuidado superfluo e
inquieto que de ordinario tenemos acerca de nosotros mismos
y de nuestra perfección aplicándonos sencillamente a nuestra
labor y abandonándonos sin reserva en manos de la divina
Bondad, por lo que mira a las cosas temporales, pero sobre
todo en lo que se refiere a nuestra vida espiritual y a nuestra
perfección». Porque «estas inquietudes provienen de deseos
que el amor propio nos sugiere y del cariño que en nosotros y
para nosotros nos tenemos».
Esta unión moderada de la prudencia con el abandono es
doctrina constante en el Santo Doctor. Cierto que en alguna
parte al alma de veras confiada la invita a «embarcarse en el
mar de la divina Providencia sin provisiones, ni remos, ni
virador, sin velas, sin ninguna suerte de provisiones… no
cuidándose de cosa alguna, ni aun del propio cuerpo o de la
propia alma.., pues Nuestro Señor mirará suficientemente por
quien se entregó del todo en sus manos». Mas el piadoso
Doctor estaba hablando de la huida a Egipto, es decir, de uno
de esos trances en que siendo imposible al hombre prever ni
proveerse, no le queda más remedio que entregarse y
confiarse de todo en todo a la divina Providencia.