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martes, 22 de diciembre de 2020
LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 28, 29 y último)
Capitulo 28
EL GLORIOSO SAN JOSÉ
“Ya que Dios te ha dado a conocer estas cosas, gobernarás mi casa” (Gn 41, 40)
La Iglesia no conserva ninguna señal concerniente al lugar en que. está enterrado San José, ni tampoco venera sus reliquias. Silencioso durante su vida y silencioso en la muerte, era lógico que también después se viera despojado de todo aquello que no es esencial a una verdadera gloria.
Era el santo por excelencia que había comprendido, en palabras de Bossuet, «que no hay mayor gloria que ocultarse en Jesucristo». Buscaba no lo que el mundo aplaude, sino lo que complace al Señor. Si en ese desaparecer ante la voluntad divina encontró lo que procura al alma sus mayores alegrías, tal cosa no fue más que el preludio de las maravillosas recompensas con que Dios le coronaría. Su glorificación debía edificarse sobre su abajamiento. Porque no había buscado aparentar, fue soberanamente exaltado. Porque amó la oscuridad, Dios, según su promesa, le rodeó de luz y le propuso a la admiración de todo el Universo. Pero, al mismo tiempo, quiso dejar a los hombres la tarea de descubrir su grandeza y adquirir una conciencia cada vez más luminosa de ella, como para verificar la profecía pronunciada por Jacob sobre el otro José del Antiguo Testamento: Joseph acrescens, José está destinado a subir.
María, sin duda, hablaría a San Juan y a los demás Apóstoles de su querido esposo, que la había rodeado de tanto cariño, y dedicación, y que ella había amado con toda su ternura virginal. Podría decirse que los primeros panegíricos de San José fueron pronunciados por ella.
Sin embargo, hay que reconocer que su culto era casi inexistente en la primitiva Iglesia. Al menos, no han quedado huellas de esa devoción. Un velo cubre su nombre y su recuerdo durante los primeros siglos cristianos. Se diría que quien durante toda su vida se complació en el silencio deseaba continuar siendo desconocido, una vez en el seno de la bienaventuranza celestial.,
Esta aparente desatención de los primeros cristianos tiene una explicación muy sencilla. Mientras la Iglesia estuvo en período de formación y de combate, importaba, más que promover el culto debido al esposo de María, procurar que la virginidad de la Madre de Cristo fuese reconocida y honrada para que la divinidad de Nuestro Señor quedase firmemente establecida. Favoreciendo la devoción a San José, la Iglesia corría el riesgo de que alguien se equivocase y pensara que esos honores se le tributaban como padre de Jesús según la carne.
En efecto: mientras se puede constatar que los primeros cristianos profesaban devoción hacia otros santos, especialmente hacia Juan Bautista, los Apóstoles y los primeros mártires, parecen olvidar a San José. No es que no se le mencione en las homilías o que los grandes Doctores oculten sus prerrogativas como padre nutrido de Jesús. En algunos de ellos, como Orígenes, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo y, sobre todo, San Agustín, encontramos ya el germen de lo que la mística y la teología desarrollarán más tarde. No se trata de la oscuridad absoluta, pero los elogios que se hacen de él no incluyen un culto de invocación.
Ese retraso contribuyó a rodear de un mayor brillo el pavés de honor sobre el que se alzaría un día, pues Dios, que le había tratado en la tierra con tanta deferencia, no podía permitir que durara siempre el silencio en tomo suyo.
En el siglo XII, San Bernardo orientó los espíritus y los corazones hacia el Santo Patriarca, subrayando su incomparable santidad. No invita todavía a los fieles a rezarle, pero establece las bases de su culto, proponiendo sus virtudes a la admiración de los cristianos.
Más tarde llegaron los grandes heraldos del culto a San José. En el siglo XIV, el Cardenal Pedro d'Ailly que fue el primero en componer un tratado de teología sobre él, y su discípulo Gerson, canciller como su maestro de la Universidad de París, quien, en diversos tratados de rigurosa doctrina, enumeró las razones existentes para honrarle. Luego, un franciscano, San Bernardino de Sena, gran predicador del siglo XV, Isidoro de Isolanis, dominico del siglo XVI, y la reformadora del Carmelo, Santa Teresa de Jesús, contribuyeron con la influencia de sus enseñanzas, de sus escritos y de su ejemplo, a hacer popular la devoción a San José.
A partir de esa época, el culto de los cristianos al Santo Patriarca no ha cesado de aumentar y de enriquecerse. La Iglesia, por su parte, ha pagado con generosidad el tributo de homenaje que tanto tardó en concederle.
En la Carta apostólica Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871, Pío IX declara: «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a fin de aumentar y promover cada vez más en el corazón de los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con la mayor confianza, no se olvidaron, siempre que tuvieron ocasión, de otorgarle, bajo nuevas formas, señales de culto público. Entre esos Pontífices, basta con mencionar a nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso que se incluyera la fiesta de San José en el Breviario y el Misal romanos; Gregorio XV, que decretó el 8 de mayo de 1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto, en todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de 1670 concedió a esa misma fiesta el rito doble de segunda clase; Clemente XI, quien por un decreto de 4 de febrero de 1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre de 1726 ordenó que el nombre de San José se incluyera en las letanías de los Santos ».
El mismo Pío IX, el segundo año de su Pontificado, extendió a la Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la fiesta del Patrocinio de San José, que se celebraba ya en varios lugares por concesión especial de la Santa Sede. Luego, respondiendo a innumerables súplicas procedentes de todos los países de la Cristiandad, declaró expresamente a San José Patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870. «Así como Dios estableció al Patriarca José, hijo de Jacob, gobernador de todo Egipto para asegurar al pueblo el trigo que necesitaba para vivir decía el Papa en el decreto, así también, cuando se cumplieron los tiempos en que el Eterno decidió enviar a la tierra a su Hijo único para rescatar al mundo, escogió otro José, del cual era figura el primero, estableciéndole señor y príncipe de su casa y de sus bienes y constituyéndole guardián de sus más ricos tesoros».
León XIII, por su parte, en su Encíclica Quamquam pluries de 15 de agosto de 1899, desarrollaría las razones y los motivos especiales por los cuales José había sido designado protector de la Iglesia.
El patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón de las funciones que ejerció junto a Jesús y María en la intimidad del hogar de Nazaret. Habiendo sido por voluntad de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la Iglesia se encontraba presente en. estado de germen, ¿cómo actualmente no continuará ejerciendo en el cielo con la Iglesia adulta la misión que ejerció en su nacimiento? Le corresponde, en efecto, velar por este cuerpo de Cristo que es la Iglesia como supo velar por el Niño Jesús, protegiéndola contra sus enemigos y procurando que crezca.
Actualmente, su culto florece en todo el pueblo cristiano. Pocas iglesias o capillas hay que no tengan un altar o una imagen suya. Innumerables son las casas religiosas, los hospitales, las Congregaciones, los colegios bajo su advocación. Le está consagrado un día a la semana, el miércoles, y un mes al año, el de marzo. Un número cada vez mayor de cristianos le rezan con un fervor y una piedad que lleva a algunos a ofrecerse en holocausto para que le sean dados en el seno de la Iglesia honores cada vez más grandes. Y a Roma llegan súplicas para que su nombre sea invocado después del de María en el Confiteor y se haga mención de él en el Canon de la Misa.
Sobre el destino triunfal del humilde José, planean las palabras proféticas que pronunció el Faraón refiriéndose a su primer ministro (Gn 41, 37 y ss): Puesto que Dios te ha dado a conocer todas estas cosas, no hay nadie que sea tan inteligente y tan sabio como tú. Así pues, gobernarás mi casa y todo mi pueblo obedecerá tu voz...
Y el Faraón, quitándose el anillo, lo puso en el dedo de José, y lo hizo revestir con trajes de fino lino, y le paso en el cuello un collar de oro. Le hizo montar en el segundo de sus carros, y gritaban ante él: ¡De rodillas!
Capitulo 29
EL MAYOR DE LOS SANTOS DESPUÉS DE MARIA
“El Faraón hizo montar en el segundo de sus carros a José, y gritaban ante él: ¡De rodillas!” (Gn 41, 43)
Fue una especie de lugar común entre los teólogos, a partir del siglo XVI, comparar la grandeza de San José con la de otros santos para precisar el lugar que le correspondía en la asamblea de los que Dios ha coronado en el cielo.
En sus discusiones citaban a menudo el texto precursor de San Gregorio Nacianceno, quien había escrito: «El Señor ha reunido en José, como en el sol, toda la luz y el esplendor que los demás santos tienen juntos».
Es indudable que cuando Dios predestina un alma a una misión le otorga todos los dones necesarios para su realización. Ahora bien, después de la de María, Madre del Verbo encarnado, ¿qué otra función sobrepasa o incluso iguala la de José, padre adoptivo de Cristo y esposo de su Madre? Comparándola, pues, a María, se decía justamente que después de Ella ninguna criatura habla estado tan cerca del Verbo encarnado y que ninguna, en consecuencia, había poseído en el mismo grado la gracia santificante.
León XIII, en su Encíclica Quamquam pluries, se hacía eco de esa misma opinión: «Ciertamente —dice—, la dignidad de Madre de Dios es tan alta que nada la puede sobrepasar. Sin embargo, como existe entre la Bienaventurada Virgen y José un lazo conyugal, no cabe duda de que éste se aproximó más que nadie a esa dignidad supereminente que coloca a la Madre de Dios muy por encima de todas las demás criaturas».
Por haber llevado en sus brazos a quien es el corazón y el alma misma de la Iglesia, se le consideraba más grande que San Pedro, sobre el que Jesús quiso edificar su Iglesia. Y por haber vivido durante treinta años en la intimidad de Cristo y en la meditación constante del espectáculo de su vida, se estimaba su grandeza superior a la de San Pablo, quien, sin embargo, había recibido la revelación de tan sublimes misterios. Se le consideraba también más grande que Juan el Evangelista, que había tenido el privilegio de posar una vez su cabeza en el pecho del Salvador, mientras que él había sentido a menudo los latidos de su corazón infantil. Y más grande que los demás Apóstoles, que propagaron el nombre adorable de Jesús, pero que José mismo le impuso...
Más difícil era tratar de colocarle por encima de San Juan Bautista, a causa de las palabras de Jesús: En verdad os digo que no ha habido nadie más grande que él entre los hijos de mujer.Dificultad que se resolvió diciendo que Jesús, al pronunciar estas palabras, quiso establecer una comparación con los profetas del Antiguo Testamento, los cuales anunciaban al Cristo futuro, mientras que Juan Bautista le anunció cuando ya había venido, mostrándole, por decirlo así, con el dedo. Puede decirse, por otra parte, que esas palabras de Jesús no tenían más objeto que comparar a Juan Evangelista, el profeta más grande del Antiguo Testamento, con la nueva grandeza que confiere a un elegido la llamada al reino de los cielos, un reino del que la Iglesia representa la primera fase; por eso añadió Jesús: Qui minor est in regno coelorum ,major est illo. Que puede traducirse así: "Por grande que sea Juan Bautista, que cierra el Antiguo Testamento, su grandeza no es nada ante la del más pequeño de los cristianos".
La doctrina de la preeminencia de San José sobre todos los demás santos se presenta actualmente con garantías de seria probabilidad, y tiende a convertirse en enseñanza comúnmente admitida en la Iglesia'. La declaración de León XIII, antes citada, es particularmente reveladora en este punto.
Otros problemas concernientes a presuntos privilegios de San José que se le quieren atribuir como prolongación de los de María, siguen siendo objeto de discusión entre los teólogos. Hay que reconocer que sus conclusiones, cuando pretenden ser afirmativas, reposan sobre bases más débiles.
No se trata, por supuesto, de considerar a José exento del pecado original, pero algunos piensan que pudo ser santificado en el seno de su madre. Dicen que si este privilegio les fue concedido a algunos santos, como jeremías y San Juan Bautista, no le pudo ser negado al esposo de la Virgen María, cuya grandiosa predestinación sobrepasa con mucho la de esos personajes. Tal es la opinión de Gerson, de San Alfonso María de Ligorio y de muchos otros teólogos. La misión de padre adoptivo de Jesús, que le coloca tan cerca del Redentor, requiere, según ellos, que fuese santo antes de nacer. Los teólogos que profesan una opinión contraria objetan que siendo la santificación desde el seno maternal un favor excepcional concedido sólo con vistas a una utilidad común, no le era necesaria a José antes de nacer, pues su oficio no comenzó realmente hasta que se convirtió en prometido de María. Suárez concluye razonablemente que no se podría abrazar la tesis de la presantificación del esposo de María —la cual no se apoya en ningún texto de la Escritura— más que si se pudiera respaldar con razones válidas y con la autoridad de la mayoría de los Padres de la Iglesia, lo que no es el caso.
Los pareceres están igualmente divididos cuando se discute si la concupiscencia se hallaba en José no suprimida, pero sí encadenada o paralizada por una gracia especial, hasta el punto de permitirle evitar todo pecado, incluso el venial. También en este caso hay que responder que nuestra admiración y nuestra devoción a José no nos obligan a suponer este privilegio. Se trata de una tesis indemostrable que no se apoya en ninguna razón seria. La concesión de un privilegio tan especial, tan absoluto, tan completo, no puede ser considerada como algo imposible incluso para un hombre venido a este mundo con la mancha del pecado original, pero tampoco puede ser objeto de una demostración teológica. Todo lo que se puede afirmar es que José, confirmado con la gracia desde sus esponsales con María, beneficiándose constantemente de la proximidad de la que había sido concebida inmaculada, y no habiéndose resistido nunca a las gracias actuales que recibía, vio aumentar constantemente .en su alma ese tesoro sobrenatural; pudo elevarse así a un estado de tan eminente perfección que el pecado le fue extraño en la medida en que esto es posible para una criatura humana.
Algunos autores, entre ellos Suárez, San Bernardino de Sena, San Francisco de Sales y Bossuet, e incluso varios Padres de la Iglesia, consideran como seguro que José fue uno de los santos de que nos habla el Evangelio (Mt 27, 52-53) que abandonaron sus tumbas tras la muerte de Jesús y se aparecieron a muchos en Jerusalén. Santo Tomás dice a este respecto que su resurrección fue definitiva y absoluta, y San Francisco de Sales llega a decir que «si es cierto —como debemos creer— que en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos nuestros cuerpos resucitarán en el día del juicio, no cabe duda que Nuestro Señor haría subir al cielo en cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la gracia de llevarle a menudo en sus benditos brazos». Los que comparten esta opinión hacen valer como argumento que Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar aún más su propia resurrección y dar más brillo a su triunfo, tuvo que incluir entre ellos y colocar en primera fila a su padre adoptivo; por otra parte, sin la asunción gloriosa de José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia, reconstituida en el cielo, habría tenido una nota discordante en su exaltación gloriosa.
Tales asertos son sin duda respetables, pero no tenemos ningún medio de verificarlos. Nada nos impide tenerlos por probables, como nadie puede obligamos a aceptarlos. La opinión contraria tiene numerosos partidarios que no admiten en el cielo actualmente otros cuerpos gloriosos que el de Nuestro Señor y el de su Santísima Madre.
En cuanto al título de corredentor, que algunos creen poder atribuirle, hay que reconocer que procede de intenciones poco prudentes. José fue corredentor sólo en la medida en que lo son todos los que voluntariamente unen sus méritos y sus sufrimientos a los del Salvador, con objeto, como dice San Pablo, de completar lo que falta a la Pasión de Cristo. Lo fue, eso sí, en mayor grado, por haber guardado, protegido y alimentado a la Víctima divina con vistas al Sacrificio de la Cruz, por haberle ofrecido anticipadamente al Templo como un bien que le pertenecía y por haber experimentado, a causa de Jesús, sufrimientos cuyo mérito satisfactorio aprovecha a toda la humanidad, rescatada por la sangre de Cristo.
Digamos, como conclusión, que para expresar la grandeza de José no es preciso adornarle con títulos sobreañadidos y de orden excepcional. Basta, pensando en la humildad con que quiso vivir, evocar las palabras de Jesús (Mc 18, 4): El que se humille como un nido, ese será el más grande en el reino de los cielos.
Capitulo 30
MODELO DE LOS CRISTIANOS
“Recurrimos a ti en nuestras tribulaciones, bienaventurado José... a fin de que sostenidos por tu ejemplo y tu ayuda, podamos vivir santamente...» (Oración de León XIII a San José)
Nuestros antepasados, sabiendo quizá mejor que nosotros que Dios no es extraño a ningún detalle, por pequeño que sea, de nuestro destino, se entretuvieron en estudiar el nombre de José', observando que todas las letras que lo constituyen son iniciales de virtudes primordiales del Santo: J, de justicia, 0, de obediencia, S, de silencio, E, de experiencia, P, de prudencia y H, de humildad'. Tal vez nos sintamos tentados a sonreír ante este candor que busca signos providenciales hasta en las letras de un nombre, pero hay que reconocer que esas virtudes caracterizaron en efecto el alma de José, tal como la tradición cristiana las refiere y enumera.
Todas las perfecciones evangélicas coexisten en su alma en admirable equilibrio, bajo el signo de una serenidad que se nos muestra como emanación de la divina Sabiduría.
La primera de las virtudes que colocó en su vida en un lugar de honor fue la obediencia. Siempre que el Evangelio nos habla de él es para mostrárnoslo en el ejercicio de la misma: Así pues, levantándose, hizo todo lo que Dios le había significado. “Levantarse", en el vocabulario de la Biblia, expresa la prontitud, la docilidad y la energía con que uno se entrega a la tarea que acaba de serle asignada.
José se nos aparece, pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente, como el centurión del Evangelio al que se le dice "Ve", y él va, "Ven", y él viene, "Haz esto", y lo hace. Los hombres aún no conocían el Padrenuestro y ya José había pronunciado su frase central: "Padre, hágase tu voluntad". Había comprendido que, para los seres creados, la verdadera sabiduría consiste en vivir de acuerdo con su Creador, a semejanza del Hijo de Dios, que al venir a este mundo se ofreció en oblación: Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad. Así, a cada consigna del cielo, se entrega a su cumplimiento como un niño, es dócil a todas sus llamadas, rápido en responder a todos los trabajos, a todas las pruebas, a todos los sacrificios. Ha puesto toda su vida en manos de Dios: está siempre a la escucha, al acecho de sus mandatos. No sabe a dónde le conduce Dios, pero le basta con saberse conducido por él. jamás desfallece en su misión. No regatea, no tergiversa, no objeta nada, no pide explicaciones. No se irrita, no se queja cuando se le trata aparentemente sin miramientos y sólo se ve iluminado en el último momento. No retarda el momento de entregarse. Va hasta el fin en el cumplimiento de su deber sin dejarse intimidar por nada.
La obediencia es propia de almas fuertes y humildes. Solo Dios podría medir la profundidad de la humildad de José. Se sabía incomparablemente privilegiado por Dios, en razón de su misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse o en reservarse un puesto en el gran misterio de la Encarnación que domina la Historia; ni siquiera utiliza su título de padre adoptivo del Hijo de Dios para destacarse y subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen caído en el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magnificat de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que descubre en él no ve más que un don gratuito de Dios y de su liberalidad. Sólo se distingue de los demás por su profunda modestia y su discreción total. Más todavía que Isabel, se dice: ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios y su Madre se dignen habitar en mi casa? Y más también que Juan Bautista, añade: Es menester que Jesús crezca y yo disminuya.
Pone todo su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no nos transmite una sola palabra suya. En todas las situaciones singulares en que Dios le pone, permanece silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le manda, y que el silencio es e¡ ambiente propio de una vida que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con El.
No tenemos por qué lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio. Se' sabe depositario del secreto del Padre eterno y, para mejor. guardarlo sin que nada se transparente, se envuelve él mismo en el secreto; no quiere que se vea en él más que un obrero que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus palabras obstaculicen la manifestación del Verbo.
Su desaparecer silencioso no expresa tan sólo su aceptación de los designios divinos; es también un rendido homenaje a las magnificencias de Dios, la expresión de su asombro frente a lo que ha querido hacer de él, un pobre hombre que nada merece. Se reconoce tan repleto de dones que. sólo el silencio le parece digno de sus acciones de gracias. Las palabras le faltan para expresar su anonadamiento ante el misterio que se desarrolla en su casa. Necesita un recogimiento cada vez más profundo para meditar todas las gracias cuyo recuerdo guarda en su corazón.
Hay quien no ve en José, el silencioso, más que un pobre santo arcaico que vivió hace dos mil años en un oscuro pueblo y que no tiene nada que enseñar a los hombres de hoy. La realidad es, por el contrario, que muestra a nuestra época —la cual no brilla precisamente por su modestia y su sumisión— las enseñanzas más urgentes y necesarias. Ningún modelo con más verdadera grandeza. Actualmente no se estima más que la agitación, el ruido, el oropel, el resultado inmediato. Falta fe en las ventajas y la fecundidad del retiro, del silencio, de la meditación; esas virtudes primordiales no aparecen ya más que como prácticas periclitadas, esfuerzos perdidos para el progreso del mundo. Se rechaza todo lo que contraría un vulgar aburguesamiento. Todo contribuye, en nuestros días, a exaltar la independencia de la persona humana y a reivindicar unos pretendidos derechos. El gran sueño de muchos hombres es tener un nombre y cubrirse de oropeles, obtener distinciones, subirse a un estrado, tener una situación que obligue a los demás a inclinarse ante ellos.
José nos enseña que la única grandeza consiste en servir a Dios y al prójimo, que la única fecundidad procede de una vida que, desdeñando el brillo y las hazañas pendencieras, se aplica a realizar consciente y amorosamente su deber, por humilde que sea, sin buscar otra compensación que agradar a Dios y someterse a sus designios, no teniendo otro temor que no servir bastante bien. Servidor por excelencia es aquel que, olvidándose de sí mismo, no vive más que para .la gloria de su Señor y organiza toda su existencia en función de esa gloria; No ' busca una actividad incesante, porque es dentro de su alma donde no cesa de crecer su amor, siempre a la escucha de la voluntad divina, en espera de la menor indicación para actuar.
El mensaje de José es una llamada a la primacía de la vida interior, de la contemplación sobre la acción exterior y la agitación;, nos habla de la urgencia de la abnegación, fundamento indispensable' de toda fecundidad.
Nos enseña, finalmente, que lo esencial no es parecer, sino ser; no es estar adornado de títulos, sino servir, vivir la vida bajo el signo del querer divino y la busca de la gloria de Dios.
Sobre la santidad incomparable de José, fulgurante de esplendores ocultos, planean las palabras que pronunció Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 11, 25).
viernes, 18 de diciembre de 2020
LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 26 Y 27)
Capitulo 26
LOS ÚLTIMOS AÑOS
“En cuanto a mi hijo José, le veo que crece, que no deja de crecer” (Gn 49, 22)
Cuando el patriarca Jacob sintió que iba a morir, hizo llamar a sus hijos. Antes de bendecirlos, les anuncié proféticamente el destino que entreveía para cada uno de ellos. Al llegarle el turno a José, su preferido, el entusiasmo se apoderó de él y, evocando el prodigioso ascenso de quien se había convertido en primer ministro del Faraón, exclamó: En cuanto a mi hijo José, le veo que crece, que no deja de crecer...
Estas palabras de Jacob moribundo, las aplica la Iglesia a otro José, hijo de otro Jacob, el humilde carpintero de Nazaret. El crecimiento a que se refiere es el progreso continuo de su culto, el de la misión que se le encomienda respecto a la Iglesia y también al desarrollo constante de su vida espiritual.
Antes de verse elevado a la dignidad de esposo de María, ya se le dio el título de "justo", pero su "justicia" se vio enormemente acrecentada en la atmósfera del hogar de Nazaret.
Cuanto más cerca se está, física y moralmente, de la fuente de la santidad, más abundantemente se recibe la gracia. Pues bien, José tenía constantemente ante su vista el espectáculo de la perfección inmaculada de María y de la santidad increada del Dios hecho Hombre. ¿Cómo el contacto de las virtudes que ambos tenían en grado eminente no se las iba a contagiar?
El Evangelio nos dice que, al acercarse María, Juan el Bautista, todavía en el seno de su madre, quedó santificado. José, que vivía bajo el resplandor inmediato del "sol de justicia" y de la que, habiéndole engendrado, había recibido la misión de traerle al mundo, tuvo que verse inundado de efluvios santificantes.
Cuando Jesús niño echaba sus bracitos al cuello de José, para acariciarle, no cabe duda que esta manifestaci6n afectuosa se vela acompañada de una compenetración más estrecha con su divinidad. Luego, a, medida que Jesús fue creciendo en compañía de José, éste recibiría una efusión cada vez más abundante de luces y de amor. Su vida se desarrollaba en el silencio y la oscuridad, pero esa oscuridad silenciosa escondía una asombrosa disponibilidad. A fuerza de plegarse a las exigencias divinas y de responder a las llamadas de la gracia con una generosidad sin reservas, había pasado a formar parte, de una manera excelente, de ese grupo de almas de buena voluntad a las que los ángeles de Belén habían anunciado la paz.
Mientras que para muchos hombres su preocupación más absorbente, su único ideal, es procurar aparentar, brillar, pavonearse, José sólo tenía una ambición: tomar conciencia, de manera cada vez más viva, de su papel y de su misión, para ejercerla en plena comunión con el Padre celestial. Procuraba esclarecer el presente a la luz del pasado y le gustaba rememorar todo lo que había visto y oído, recordar cómo Dios le había conducid¿ por un camino de gozos y dolores.
Los cristianos que contemplan el misterio de José, descubren en su vida, lo mismo que en la de María, siete dolores y siete gozos. Y como nuestras consideraciones se acercan a su término, vamos a desgranar,, en retrospectiva, el rosario de las alegrías y de las penas con que Dios fue puliendo su alma.
La primera e indecible angustia le asaltó cuando advirtió en su prometida señales de una próxima mat2rnidad. Su corazón se rompía pensando en que tendría que separarse de ella. Pero cuando el ángel le tranquilizó, diciéndole que la criatura que llevaba en su vientre era obra del Espíritu Santo, la espantosa pesadilla se transformó en un canto de alabanza y en un respeto y un cariño redoblados.
Su corazón se vio traspasado por segunda vez cuando, en el momento en que iba a nacer Jesús, todas las puertas de Belén se cerraron ante él y tuvo que refugiarse en un miserable establo. Nada tenía para acoger dignamente al Niño-Dios. Pero, qué alegría cuando pudo recibir al recién nacido de manos de María, apretarle contra su corazón, arrodillarse a sus pies para adorarle y ver cómo acudían, enviados por Dios para rendirle homenaje, los pastores y los Magos.
Un tercer golpe lo recibió el día en que su oficio paternal le obligó a marcar la carne del niño con la circuncisión, vertiendo así sus primeras gotas de sangre. Pero en ese mismo instante se sintió feliz de imponerle, pronunciándolo el primero, el nombre de Jesús, que los siglos futuros pronunciarían con tanto amor. Iluminado sobre el significado de ese nombre, entreveía ya la obra de salvación realizada por el sacrificio de este niño, cuya carne acababa de cortar.
El cuarto dolor se lo causó el anciano Simeón cuando, descorriendo el velo del porvenir, había anunciado que Jesús sería para los hombres un signo de contradicción y que su Madre vería un día traspasado su corazón. Pero, al mismo tiempo, una nueva profecía había venido a consolar inmensamente su alma. Jesús iba a ser la luz de las naciones y la gloria de Israel.
La predicción de Simeón no tardaría en realizarse con ocasión de la huída a Egipto. Sería su quinto dolor. Tuvo que exiliarse precipitadamente, para sustraer a Jesús de la ira de Herodes. Pero tuvo también el gozo de gastarse y agotarse en servicio de Jesús y de María, realizando junto a ellos la función que Dios le había confiado. Su exilio sería un desierto florecido.
A su regreso de Egipto, nada más poner pie en el suelo palestino, se estremeció de nuevo al saber que la ferocidad de Herodes se prolongaba en su hijo Arquelao, que reinaba en Judea. Pero, sin tardar, Dios hizo brillar sobre esta nueva angustia una luz consoladora que le inspiró buscar refugio en Nazaret, ese querido pueblo donde el ángel de la Anunciación había traído su embajada a María. Allí, con Jesús y ella, reemprendería la vida familiar en dulce intimidad.
Finalmente, el séptimo dolor alcanzó a José en pleno corazón el día en que perdió a Jesús en Jerusalén y, con indecible aflicción, lo estuvo buscando durante tres días, imaginándose los mayores peligros y desgracias. Pero, ¡qué alegría cuando lo encontró! Su amor se vio enriquecido tras el temor que había experimentado de verse separado de él para siempre.
Así pues —pensaba José—, las pruebas no me han faltado, pero Dios me ha compensado con enormes alegrías. Se repetía las palabras que Tobías había escuchado (XII, 13): Porque eras amable a Dios, la tentación tenía que probarte. Lejos de protestar, había encontrado en sus dolores crucificantes la ocasión de acrecentar sus virtudes y enriquecer su ,amorosa fidelidad.
En cuanto a sus alegrías, decía a Dios que no merecía tantas, que le había tratado con demasiada magnificencia y que su vida era corta para darle gracias. Que, por lo demás, era el servidor de sus designios y que si El estimaba que su tarea había terminado, aceptaba abandonar la tierra con la misma sumisión...
Capitulo 27
LA MUERTE DEL BUEN SERVIDOR
“Ahora, Señor, puedes dejar partir en paz a tu siervo, pues mis ojos han visto tu salvación que has preparado a la faz de todos los pueblos” (Lc 2, 29)
Se habla tan poco de José en el Evangelio que ni siquiera refiere su muerte, como tampoco cuenta su nacimiento. Sólo se hace mención de él en tanto en cuanto su vida esclarece la de Jesús, es decir, desde el día en que se compromete con María hasta el momento en que su hijo adoptivo, convertido en adulto, ya no tiene necesidad de él.
Por eso, si se quiere hablar de la muerte de José, es preciso suplir al Evangelio y buscar en su silencio indicaciones que la meditación incesante de los siglos cristianos ha transformado en resplandores de probabilidad.
De hecho, no conocemos nada de esa muerte, de su tiempo y de sus circunstancias, aunque todos los autores están de acuerdo en estimar que José murió antes de la manifestación de Jesús en su ministerio público. El Evangelio parece sugerírnoslo cuando el anciano Simeón, el día de la Presentación de Jesús en el Templo, al desvelar el futuro, anuncia sólo a María que la traspasará una espada de dolor. ¿No habría asociado a su esposo, allí presente, si su clarividencia inspirada le hubiese visto junto a ella en la hora suprema de la prueba definitiva?... José no aparece en el momento de la Pasión, y si Jesús, a punto de expirar, confió su Madre a San Juan, ¿no es todo ello una prueba, al menos probable, de que la muerte le había arrebatado a su fiel apoyo ... ?
Tampoco se le menciona a lo largo de la vida pública del Señor. Sin embargo, los galileos llaman a Jesús, el hijo del carpintero, lo que indica, probablemente, que no había pasado mucho tiempo desde su muerte, pues que sus paisanos le recordaban todavía.
Es fácil sospechar que la presencia de José cuando Jesús comenzó su predicación habría podido crear malentendidos en los oyentes, sobre todo al oírle hablar constantemente de su "Padre".
Se puede conjeturar, por lo tanto, que José no murió de viejo. Si se casé, como parece lógico, a una edad en armonía con la de su esposa, no debía tener más de sesenta años cuando murió. Así pues, debió debilitarse muy deprisa. Los cuidados atentos y la delicada dedicación de María sólo lograron retardar su tránsito. Había consumido sus fuerzas, hasta el límite de lo posible, en el taller, donde Jesús, desde hacía tiempo, cargaba con las tareas más duras. Un día, al regresar del trabajo, él, que nunca se quejaba, se sentiría cansado, con una fatiga que le mareaba, le hacía tiritar y ponía frío en su corazón. Se extendería sobre la esterilla y, enseguida, María y Jesús, alarmados, acudirían a su lado para prodigarle sus cuidados y tratar de atenuar sus dolores.
José comprendería que le había llegado la hora de abandonar esta tierra y, lejos de protestar, él, que toda su vida no había querido ser más que el servidor de los designios del Señor, se pondría más que nunca en las manos del Dios.
Acogería la enfermedad lo mismo que todo lo demás, como enviada por Dios. Le diría que es Señor de todas las cosas y que le corresponde señalar la hora de nuestra partida, lo mismo que la de nuestra llegada. La perspectiva de la muerte se le aparecía como un medio supremo de aceptar la voluntad del divino Maestro.
Comprendía que su tarea había terminado y creía que había hecho todo lo posible para conducirla a buen término. El Padre Eterno le había confiado al Verbo encarnado y a su Madre para que los protegiera y fuese su padre nutricio. No les había proporcionado, ciertamente, ni el excesivo bienestar ni la riqueza, pero, con la ayuda de Dios, les había procurado lo necesario. Desde hacía tiempo, su aprendiz se había convertido en maestro carpintero, y ya no tenía necesidad de sus lecciones.
Por otra parte, presentía que su presencia al lado de Jesús, lejos de ser necesaria, podía serle embarazosa. El mundo no debía creer que él era el verdadero padre de ese hombre joven. Absteniéndose de toda curiosidad, nunca había hecho a su hijo adoptivo preguntas concernientes a la hora y la forma en que se manifestaría. Quizá se habría sentido asombrado alguna vez por la similitud de su vida con la de los demás, e incluso de que pareciese querer hundirse cada vez más en la oscuridad de su tenducho, pero sospechaba que eso no podía ser siempre así y que Jesús no tardaría mucho en revelarse al mundo como enviado de Dios.
"Sí —se decía—, es bueno, es oportuno que yo me vaya". Y acordándose del cántico de despedida de Simeón, repetía los versículos adaptándolos a su propia misión: "Ahora, Señor, puedes dejar a tu servidor partir en paz. He guardado el secreto inefable. No me he quedado con nada. De nada me he aprovechado. No he discutido nunca tus designios. Mis ojos no han visto la plena manifestación de la salvación prometida al mundo. Del Mesías, no he conocido más que las humillaciones y la oscuridad. Hasta ahora, ha pasado su vida como yo, cepillando planchas de madera. No ha iniciado su misión, Él, que es el Salvador de los hombres y la luz del mundo. Pero eso no es cosa mía. He visto ya bastante como para cantar el Magnificat, que María me ha enseñado. He asistido a la siembra y me basta con saber que la cosecha está cerca. Será mejor que yo no esté cuando llegue ese momento; los hombres creerán más fácilmente que Jesús no tiene un padre según la carne".
Estos pensamientos, que verosímilmente pasarían por su cabeza, no los expresaría con palabras; estaba tan habituado a callarse para dejar hablar a Dios que no le parecía necesario abandonar su silencio. Retengamos, no obstante, estas palabras que San Francisco de Sales pone en sus labios: «Niño mío, de la misma manera que tu Padre celestial puso tu cuerpo en mis manos cuando viniste al mundo, yo, al dejar este mundo, pongo mi espíritu en las tuyas».
Sin ruido, sin quejas, sin dejar testamento, se preparó para morir. Como los sacramentos no habían sido instituidos, no pudo recibir al viático ni la extremaunción, pero tuvo a su lado a la fuente de la gracia y a la mediadora de la gracia, rodeándole con toda su ternura y toda su dedicación.
El Padre Patrignani, en una obra célebre sobre San José, contemplándole en su muerte, le interpela así: «Tuviste continuamente junto a tu lecho a Jesús y María, prestándote diligentemente los mismos servicios que les habías prodigado durante toda tu vida. Alternándose, te prestaban todos los alivios medicinales compatibles con su pobreza. Jesús te confortaba con palabras de vida eterna, María con cuidados y atenciones llenas de cariño. ¡Cuántas veces Jesús sostendría con sus manos tu cabeza desmayada! ¡Cuántas María secaría tu frente pálida y sudorosa! ¿Cómo no ibas a morir de amor viéndote, en tu agonía, sostenido por un Dios y consolado por su Madre?»
La piedad filial de Jesús le acogió en su agonía. Le diría que la separación sería corta y que pronto se volverían a ver. Le hablaría del convite celestial al que iba a ser invitado por el Padre eterno, cuyo mandatario era en la tierra: "Siervo bueno y fiel, la jornada de trabajo ha terminado para ti. Vas a entrar en la casa celestial para recibir tu salario. Porque tuve hambre y me diste de comer. Tuve sed y me diste de beber. No tenía morada y me acogiste. Estaba desnudo y me vestiste...".
Y el que durante toda su vida, en contraste con la rebelión de Lucifer, no había tenido otro pensamiento y otra pretensión que servir, se durmió como un niño en los brazos de Dios.
Su muerte es modelo acabado de tránsito tranquilo y lleno de consuelos, ya que entró en el reposo eterno entre los brazos de Jesús y de María. Por eso, los Soberanos Pontífices, especialmente Pío IX, León XIII y Benedicto XV, confirmando lo que la piedad cristiana había intuido desde hacía mucho tiempo, lo ofrecen a los cristianos como patrón de los moribundos, alentándolos a invocarle para que les libre del .peligro de la muerte eterna y su vuelta al Dueño de la vida sea tranquila y sonriente, como la suya.
Jesús y María le cerraron los ojos, lavaron su cuerpo y lo envolvieron en un lienzo salpicado de mirra y áloe. Luego, vestidos de duelo, la cabeza cubierta con un manto, según la costumbre, acompañaron hasta el camposanto su cuerpo, conducido a hombros por un grupo de jóvenes.
Es lógico pensar que Jesús, que más tarde lloraría ante la tumba de su amigo Lázaro, vertería también amargas lágrimas en el entierro de su padre adoptivo. Y los que le vieran llorar, pronunciarían tal vez las mismas palabras que en Betania: ¡Mirad cómo te amaba!
Los habitantes de Nazaret se unirían a la comitiva fúnebre. Parientes, vecinos, clientes, elogiarían a este justo que no había tenido otra ambición que honrar a Dios y amar a sus semejantes, a este hombre humilde cuya vida había sido una condena muda de los hinchados y los orgullosos, este trabajador silencioso que jamás hizo sombra a nadie, a este cabeza de familia dulce y pacífico que nunca se mezcló en querellas políticas, a este descendiente de David que, reducido a la pobreza, había aceptado sin quejarse la modestia de su condición.
Y mientras Jesús y María regresaban a su casa, que les parecería tan vacía y que durante ocho días —según el rito— permanecería con las puertas abiertas para recibir a los parientes y a los amigos que vinieran a consolarles, el alma de José entraría en el Limbo para anunciar a los justos, que esperaban allí el momento de entrar en el Paraíso . de Dios, su próximo rescate: "El Redentor ha bajado a la Tierra, ¡pronto se nos abrirán las puertas de los Cielos! ". Y los justos se estremecerían de esperanza y de agradecimiento. Rodearían a José y entonarían un cántico de alabanza que ya no se interrumpiría en los siglos venideros: "¡Bendito seas tú, que nos anuncias al Salvador! ¡Bendito sea el Emmanuel, que has llevado en tus brazos! ¡Bendita sea la Virgen, tu santísima esposa.
sábado, 12 de diciembre de 2020
NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE (12 DE DICIEMBRE)
¿NO ESTOY YO AQUÍ QUE SOY TU MADRE?
VIDEO: Historia de la Virgen de Guadalupe
UNA MUJER VESTIDA DE SOL CON LA LUNA BAJO SUS PIES Y UNA CORONA DE DOCE ESTRELLAS BAJO SU CABEZA (APOC 12,1)
jueves, 10 de diciembre de 2020
LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 24 Y 25)
Capitulo 24
TAMBIÉN JESÚS EDUCA A JOSÉ
“Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia” (Lc 2, 52)
Debemos representamos el taller de Nazaret como prolongación de Belén y preparación del Calvario. Se trata del mismo misterio de enseñanza, o, más bien, de enseñanzas que se complementan. En Belén aprendemos la necesidad del desprendimiento y la renuncia, en Nazaret la dignidad del trabajo, su valor santificador y redentor.
Es de lamentar que se repita a menudo, con inexactitud, que Dios, al venir a este mundo, se hizo obrero manual para escoger lo que hay de más bajo y despreciable. En realidad es todo lo contrario, ya que vino a enseñarnos todo lo que tiene de grande el uso de las fuerzas que nos ha dado; a decimos que el cumplimiento de cualquier tarea, por oscura que sea, es a sus ojos algo tan sagrado que no consideró indigno de su divinidad aplicarse él mismo a ella.
Jesús y José forman parte así de la llamada clase obrera, cuyo trabajo han santificado.
Externamente, nada distinguía su taller del de los demás, pero el amor que animaba a los dos artesanos resaltaba y sublimaba su labor, Cada uno de los movimientos de sus manos, afanadas de la mañana a la noche, es como una liturgia, como la ofrenda y la consagración de iodo su ser al Dios Creador.
¿Por qué escogió Jesús ser un obrero de la madera? Sin duda porque ésta es uno de los elementos más necesarios y más extendidos por la tierra: debía servirse de ella para realizar nuestra Redención, como la Iglesia debía servirse, siguiendo sus enseñanzas, de la piedra para los altares, del agua para el bautismo, del pan y el vino para la Eucaristía, del aceite para otros sacramentos.
Por la madera del árbol maldito del Paraíso terrestre, vino nuestra perdición; era preciso, pues, que se convirtiese en instrumento de salvación. Un pesebre de madera acogió al Mesías en Belén; un día, sobre el Gólgota, se alzará una Cruz de madera sobre la cual se extenderá, clavado con clavos, en un abrazo sangriento y mortal. En el intervalo, durante su vida oculta en Nazaret, pasa los años trabajando la madera y puliéndola con amor. Cuando pasa su mano por una viga de roble, de cedro o de olivo para palpar los nudos y las vetas, su gesto semeja una caricia a esa materia que va a permitirle salvar el mundo.Isaías había profetizado:
Un niño nos ha nacido,
un hijo se nos ha dado;
lleva sobre sus hombros el imperio.
Este imperio que pesa sobre sus hombros son, por el momento, las vigas de madera que lleva cuando trabaja. Todos los días, objetos de madera confeccionados por él salen de su taller. Porque pronto su voz va a proclamar que él es el pan vivo descendido del Cielo y el que come de mi carne y bebe de mi sangre tiene vida eterna, el trigo y la vid gozarán de una honra suprema en la futura Iglesia. Pero no hay que olvidar que serán necesarios arados para que se abran los surcos y surjan de la gleba las espigas doradas y maduren las uvas bermejas. El tiempo de la siembra se acerca, pero hay que preparar los aperos que servirán para la siega...
Y los dos artesanos se afanan serenamente en su taller. Suelen permanecer en silencio, porque no tienen necesidad de palabras para hacerse comprender y sentir su corazón y su alma en armonía. Jesús admira a quien honra corno padre; detiene su mirada complacido sobre este hombre justo que trabaja junto a él y que es la ' más hermosa expresión de esa santidad que viene a traer al mundo. Le ve prudente, paciente, buen consejero, previsor, entregado; su alma es impermeable al orgullo y su corazón caritativo le empuja a darse constantemente a los demás. Interiormente repite lo que se dijo en los días de la Creación: Y vio Dios que era bueno... Jesús ve que José es una obra maestra, y da gracias a su Padre celestial por la grandeza moral y religiosa que se esconde en este justo, totalmente adaptado a la función que le ha sido encomendada y cuya alma es tan dócil y abierta a la gracia.
En el taller, Jesús es el aprendiz y José es el patrón, pero a menudo el patrón contempla a su aprendiz para aprender. Viéndole inclinado sobre el banquillo evoca las palabras del Ángel en la Anunciación, que María le ha repetido tantas veces: Será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos de los siglos. Y su reino no tendrá fin. Quizá les desconcierta que el "Hijo del Altísimo" se conforme con la oscura tarea de un artesano pueblerino. Sin darse cuenta claramente de su misión entre los hombres, adivina que lo que hace Jesús está relacionado con el nombre que él mismo, por mandato de Dios, le ha puesto: Jesús, es decir, Salvador, que coincide con lo que los Profetas, especialmente Isaías y Zacarías (Is 42, 2-4; Zac 9, 9), anunciaron del Mesías: la dulzura, la humildad, la mansedumbre de este elegido de Yahvé que no gritará, no alzará la voz en las calles, no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que todavía humea.
José no le comunica su asombro ante su tardanza en darse a conocer al mundo, ante el paso del tiempo sin que en apariencia aporte nada a la salvación anunciada. Sabe que todo lo que ve debe tener un sentido, y se entrega a la voluntad de Dios.
María vivirá más tiempo que él cerca de Jesús, pues morirá probablemente —lo veremos— antes de su manifestación al pueblo. Pero, mientras espera, es él el más favorecido, pues están juntos todo el día. A su lado trabaja, come, duerme... Con él reza.
Como el árbol plantado al borde de las aguas, del que hablan los Salmos, que conserva sus hojas siempre verdes y da frutos abundantes, así José, viviendo siempre cerca de la fuente de todas las gracias y de toda vida, vio su fe fortalecida, su amor enriquecido. El Evangelio se le manifestaba de manera concreta, familiar, continua.
Incluso antes de nacer Jesús, el amor que le tenía se había visto fecundado por las lágrimas y la angustia. Más tarde se desarrollaría con los cuidados que le prodigaba, con los temores y las privaciones que tuvo que sufrir por su causa, con la protección que le dio en el exilio. Al salir Jesús de la infancia y no tener necesidad de la misma solicitud, convertido ya en un compañero de su vida, José se aplicaría a conformar totalmente su voluntad con la de él. Nutre su vida espiritual con lo que ve y oye, cuyo recuerdo conserva fielmente en su memoria.
No vive más que para Jesús. El es el objeto de sus aspiraciones y de sus deseos. Está a su lado. Eso le basta. Realiza el programa que más tarde San Pablo propondrá a los filipenses: Mihi vivere Christus est. Mi vida se resume en una palabra: Cristo. Y en la medida en que Jesús se le manifiesta, su obediencia a Dios se hace más sólida; su alimento, como el de Jesús, es hacer la voluntad del Padre.
Capitulo 25
LA "TRINIDAD" DE NAZARET
“Y los tres sólo son uno” (1 Jn 5, 7, Vg)
Nazaret no era en absoluto una ciudad famosa. Era más bien un pueblo insignificante; antiguo, sin duda, pero sin historia. Un proverbio de la época ridiculizaba su pequeñez. Está distribuido en anfiteatro en la ladera de una colina, rodeado de trigales, de huertos y de viñas y un tanto apartado de las vías de comunicación que discurrían a sus pies, como desdeñándolo.
La etimología más probable de Nazaret es En-Nazira, que quiere decir guardián, pero una tradición que parece tener su origen en San Jerónimo dice que significa "ciudad de las flores". Ciertamente, el espectáculo que ofrece en primavera, le hace merecedor de este nombre.
Sus calles eran más bien callejuelas que trepaban estrechas y sinuosas. Muchas de sus casas se adosaban a la ladera, como todavía algunas hoy.
En una de esas casas vivía la Sagrada Familia, que no se distinguiría en nada de las demás. La fachada sería de mampostería, pero la mayor parte del resto —no más de dos o tres piezas— estaría horadada en la roca calcárea. La habitación más grande, a la que daría acceso la puerta de entrada, serviría de comedor y cuarto de estar. En el interior, habría alguna más. La zona de la casa construida de mampostería estaría cubierta por una terraza, a la que se subiría por una escalera exterior.
Nada de lujo ni de confort. Sobre el suelo, de tierra batida, unas alfombras de esparto. El mobiliario, semejante al de las gentes de su clase: unas camas, unos arcones para la ropa, los utensilios de cocina, un ánfora, una rueda de molino, algunos tapices y cojines para los visitantes...
En esta humilde morada no hay —escribe Claudel— más que «tres personas que se aman y van a cambiar la faz del mundo». Son sólo tres, pero el mutuo amor que las anima, nunca desmentido, cada vez más íntimo, más tierno y más fuerte, las une en una unidad maravillosa que nos hace pensar en la Trinidad eterna, de la que diría San Juan: Et hi tres unum sunt, y los tres sólo son uno. El amor une sus almas en una sola y su corazón en un solo corazón. Su comunión es constante.
Los tres tienen distinta dignidad, pero el orden querido por Dios es perfectamente observado. José se somete a la voluntad divina, María está subordinada a José y Jesús obedece a ambos. La precedencia, pues, es inversa a su excelencia. El último de los tres en dignidad y grandeza es el primero en autoridad. Se trata de un orden conforme a la ley evangélica que quiere que los primeros sean los últimos y los últimos los primeros... Una lección de Dios que nos dice que el poder es más un servicio que un privilegio.
José representa la autoridad divina. Se sabe muy por debajo de su hijo y de su esposa, y pensando en la distancia que le separa de Dios y de la más pura de las criaturas, su espíritu zozobra. Con todo, cuando llega la hora de ejercer su autoridad, no se inquieta ni vacila.
Con la misma espontaneidad, Jesús y María vuelven sus ojos hacia él como hacia el que ha sido designado por Dios para comunicarles sus consignas, y, lejos de sentirse frustrados al obrar así, comprenden que es para ellos el único medio de compenetrarse más y más con la voluntad de Dios.
Pero aunque mandan sobre Jesús y éste' les obedece, María y José 1e consideran su Maestro y su modelo. Hay en él tal santidad, que sienten un impulso irresistible de imitarle. Es el espejo de su ideal y tratan de grabar en ellos el sello de su perfección, como él mismo dirá más tarde que es la marca, la señal del Padre.
Los tres llevan una vida oculta. A ojos de sus compatriotas, no son más que unos israelitas piadosos, fervientes, fieles, observantes de la Ley. Su conducta es edificante, pero sus prácticas religiosas, aunque llaman la atención, no tienen nada de espectacular, de insólito, de especial. Nada hace transparentar las riquezas que desbordan sus almas. Nada dan a conocer del secreto divino, hasta tal punto que los parientes próximos de Jesús no sabrán descubrir en él al Verbo hecho carne.
Viven discretamente, sin tratar de prevalecerse de sus privilegios y de sus títulos. En apariencia, su vida es tan ordinaria, tan sin historia, tan sin brillo, que el Evangelio nada tiene que decirnos de ella. Se diría que se trata de una especie de acuerdo tácito el que los evangelistas silencien la vida que llevaba la Sagrada Familia en Nazaret.
Uno está tentado de lamentarse: "Señor, ¿no has dicho que no conviene poner la luz bajo el celemín? ¿Por qué tardaste tanto en manifestarte? Y si querías ocultarte Tú, ¿por qué no permitiste que el mundo conociera la santidad de quien elegiste como padre, y de tu madre?".
La hora de la revelación llegará un día. Mientras tanto, antes de predicar, hay que dar ejemplo. Antes de enseñar a los demás a guardar silencio, a desaparecer, a ser abnegados, humildes, es preciso que Jesús y los que sigan su camino comiencen por ofrecer a los hombres el espectáculo de todas esas virtudes. Es preciso que el mundo sepa que lo más provechoso, lo más útil, lo más evangélico, es lo que no tiene oropel, lo que se consume en el cumplimiento silencioso del deber cotidiano.
El ritmo de las jornadas de los tres miembros de la Sagrada Familia es, pues, el mismo de las demás familias de Nazaret. El Libro de la Sabiduría, al describir a la "mujer fuerte", dice que se levanta antes de que amanezca para preparar la comida de los suyos. Así obraría María. Presentaría a Jesús y a José sus asientos, les serviría la comida, se preocuparía por su trabajo. Y José, en la mesa, bendeciría los alimentos y, según la costumbre, sería el primero en partir el pan y beber el vino. Luego, mientras María pone orden en la casa, barre, da de comer a las gallinas, va a la fuente y al mercado, amasa el pan, enciende el horno y hace un bizcocho, los dos carpinteros trabajan en el taller. Cuando vuelvan a mediodía, todo estará a punto.
Por la tarde, María les esperaría sentada a la puerta y saldría a su encuentro al verles venir. Les mostraría su alegría y contemplaría con amor su rostro cubierto de polvo y sudor. Tomaría entre las suyas sus manos callosas, fatigadas para ella. En cuanto a ellos, le entregarían las ganancias del día. Escasas, sin duda, pues por concienzudo e intenso que fuera su trabajo, la clientela abusaría de su escrupulosa honestidad. Pero María sonríe y les dice que es más que suficiente; incluso les sugiere dar una parte a alguna familia del pueblo que pasa necesidad.
Las horas que siguen, a la caída de la tarde, son para ellos de descanso y de intimidad familiar. Todos y cada, uno se sienten felices de estar juntos y elevan al Señor sus alabanzas y acciones de gracias.
Son momentos de conversaciones piadosas, de efusiones ávidamente esperadas, en los que Jesús, antes de enseñar la buena nueva del Evangelio, ofrece las primicias a los que humanamente es tributario.
Y cuando llegara el momento de irse a dormir, María y José se preguntarían, como más tarde los discípulos de Emaús: ¿No arde acaso nuestro corazón cuando nos habla y nos explica las Escrituras?...