En la Epístola de hoy, tomada de su Carta a los Romanos, San Pablo nos enseña: Todas las cosas que han sido escritas en los Libros Santos para nuestra enseñanza se han escrito, a fin de que mediante la paciencia y el consuelo que se sacan de las Escrituras, mantengamos firme la esperanza.
Y a su discípulo San Timoteo le declaró: Toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté bien provisto para toda obra buena.
Y por eso le exhorta, diciendo: Permanece en lo que has aprendido y te ha sido confiado, considerando de quiénes lo aprendiste, y porque desde la infancia conoces las Escrituras Sagradas, que pueden instruirte en orden a la salud por la fe en Jesucristo.
Lo que el Apóstol enseña en esta exhortación es de suma importancia doctrinal. Ahí tenemos indicado el cauce por el cual llega a nosotros la verdad revelada: Tradición y Sagrada Escritura.
De la Escritura dice el Apóstol que es divinamente inspirada, afirmación básica, en virtud de cuya realidad los Libros Sagrados están por encima de cualquier otro libro, por profundo y bien compuesto que lo supongamos.
De esa realidad, que la hace estar exenta de todo error, fluye como consecuencia necesaria su utilidad para enseñar la verdadera doctrina, para combatir los errores, para corregir los vicios y para hacer progresar en la vida moral.
Bien pertrechado con su conocimiento, el hombre de Dios o ministro del Evangelio estará en condiciones de desempeñar debidamente su ministerio.
Lo que en la Escritura se contiene para nuestra enseñanza es la paciencia y el consuelo que Ella contiene.
Porque en la Sagrada Escritura encontramos la paciencia de los Santos en soportar las desdichas, y hallamos también en Ella el consuelo que Dios les dio, según el Salmo XCIII, 19: A proporción de los muchos dolores que atormentaron mi corazón, tus consuelos llenaron de alegría mi alma.
Cuál sea el fruto que de esta doctrina recibimos lo muestra agregando: tengamos la esperanza.
Por enseñarnos la Sagrada Escritura que aquellos que pacientemente soportaron por Dios la tribulación fueron divinamente consolados, recibimos la esperanza de que, como ellos, también nosotros seremos consolados, si en las mismas tribulaciones somos pacientes.
Por lo tanto, permanezcamos en lo que hemos aprendido y nos ha sido confiado, considerando de quiénes lo aprendimos, y porque conocemos las Escrituras Sagradas, que pueden instruirnos en orden a la salud por la fe en Jesucristo.
El hombre ha sido creado para conocer y glorificar a Dios; pero, en lugar de ir por ese camino, los seres humanos han divinizado la creación; de donde resultó el desorden y la corrupción en el mundo; a cuya situación angustiosa, Dios ha preparado una solución: la fe en Jesucristo.
San Pablo, aun reconociendo las diferencias entre gentiles y judíos, engloba también a éstos dentro del alud de pecados de la humanidad antes de Cristo, llegando a la conclusión de que todos, judíos y gentiles, nos hallamos bajo el pecado.
Y presenta de su tesis central: Mas ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, por la fe en Jesucristo, pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios.
De allí que todo lo que antes se escribió, fue escrito para nuestra enseñanza, a fin de que tengamos la esperanza mediante la paciencia y la consolación de las Escrituras.
El Apóstol recalca el valor permanente de la Escritura en orden a nuestra instrucción, al infundir en nosotros, con sus enseñanzas, la esperanza de los bienes eternos, dándonos así paciencia y consolación en las pruebas de esta vida.
Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro, dice el Ángel a San Juan Evangelista después de haberle revelado los arcanos del Apocalipsis.
De modo que es una bienaventuranza guardar estas palabras; lo cual significa custodiar, como dice el latín, conservar las palabras en el corazón.
Esta bienaventuranza se extiende a todos, como se ve desde el principio: Bienaventurado el que lee y oye las palabras de esta profecía y conserva lo que en ella está escrito; porque el tiempo está cerca.
Tal afirmación, de que el tiempo está cerca, está repetida varias veces en la profecía, y es dada como la razón de ser de la misma: No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca.
Compárese esto con lo que Dios dice al Profeta Daniel en sentido contrario, hablando de estos mismos tiempos de la vuelta de Cristo: Pero tú, oh Daniel, ten guardadas estas palabras, y sella el libro hasta el tiempo determinado; muchos le recorrerán, y sacarán de él mucha doctrina.
Este cotejo de ambos textos impone la conclusión de que, si en tiempo de Daniel algunas profecías habían de estar selladas, hoy es necesario, al revés, que las conozcamos.
Si esto fuera así, si el esplendor de las maravillas de bondad y grandeza que Dios ha revelado al hombre fuese conocido por todos los cristianos; si ellos se enterasen de que San Pablo nos revela misterios escondidos de Dios que ignoraban los mismos Ángeles, ¡cómo aumentaría su interés y su amor por la religión!
Ante estas palabras de Dios, confirmamos claramente lo que ya sabíamos por el Evangelio, esto es: que en el cristianismo no hay nada que sea misterio reservado
San Jerónimo: El Apocalipsis de San Juan contiene tantos misterios como palabras; y digo poco con esto, pues, ningún elogio puede alcanzar el valor de este libro.
Notemos que el no leerlo y el no creer en él, es precisamente el síntoma de que esas profecías están por cumplirse, como lo dijo Jesucristo: Lo que acaeció en tiempos de Noé, igualmente acaecerá en el tiempo del Hijo del hombre: comían y bebían, casábanse y celebraban bodas, hasta el día en que Noé entró en el Arca: y sobrevino entonces el diluvio que acabó con todos. Como también sucedió en los días de Lot: comían y bebían; compraban y vendían; hacían plantíos y edificaban casas; mas el día que Lot salió de Sodoma llovió del cielo fuego y azufre, que los abrasó a todos.
La Parusía, o segunda venida de Cristo, es verdaderamente el alfa y el omega, el comienzo y el fin, la primera y última palabra de la predicación de Jesús; que es su llave, su desenvolvimiento, su explicación, su razón de ser, su sanción; que es, en fin, el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el cual todo lo demás se derrumba y desaparece.
Libro del Eclesiástico dice: El sabio se dedica al estudio de los Profetas; lo cual equivale a decir que los que no se dedican al estudio de las profecías divinas, no son sabios, sino necios, que caen en las redes de los falsos profetas, astrólogos y demás explotadores de la credulidad humana.
Ahora bien, entre las profecías del Nuevo Testamento la que más nos interesa es la que San Pablo llama la bienaventurada esperanza.
¿Qué es la bienaventurada esperanza con lo que San Pablo consuela a su discípulo Tito? Este término equivale a la manifestación de la gloria de Jesucristo en su Segundo Advenimiento.
Esta dichosa esperanza es el compendio de ambos Testamentos, la suprema culminación del Plan de Dios, el público y definitivo triunfo de su Hijo.
También en los escritos de los Padres Apostólicos brilla la fe en la Segunda Venida de Cristo como fundamento de la piedad; y los Padres posteriores son igualmente testigos de esa fe y esperanza, la cual fue la inagotable fuente de energía de los primeros cristianos en medio de las persecuciones.
Pero, la espera es larga. Han pasado ya en verdad dos mil años y la profecía no se ha cumplido aún. Entretanto hemos tomado gusto en las cosas del mundo, de tal manera que para muchos la dichosa esperanza ha perdido su primitivo fervor.
¿Cuándo aparecerá Cristo de nuevo? No sabemos el día ni la hora. Nadie puede calcular el día de su Retorno; al contrario, todos los cálculos fallarán, porque Él mismo dice: A la hora que no pensáis vendrá el Hijo del Hombre.
En muchos otros pasajes de la Sagrada Escritura se nos enseña que Cristo vendrá tan sorprendentemente como un ladrón.
San Pablo inculca aún más este punto, diciendo: Cuando todos digan que hay paz y seguridad.
Y nos advierte gravemente: No despreciéis las profecías.
Nuestra actitud frente a la Parusía debe ser la que recomienda el mismo Señor: Velad, para que aquel gran Día no os sorprenda como un ladrón.
Y más aún, debemos amar la Venida de Cristo, como nos exhorta San Pablo en la segunda Carta a Timoteo.
He aquí la piedra de toque de nuestro amor a Cristo.
No desear su Venida es propio de aquellos que le tienen miedo, porque no aprecian lo que significa su Parusía para nuestra alma y nuestro cuerpo.
Pues en aquel día no sólo aparecerá la Gloria de Cristo, sino también la nuestra. Unidos a Él, asemejados a Él, entraremos con Él en la Jerusalén Celestial donde Él mismo será la lumbrera.
No olvidemos, no despreciemos tan consoladora Profecía…, porque todas las cosas que han sido escritas en los Libros Santos para nuestra enseñanza se han escrito, a fin de que mediante la paciencia y el consuelo que se sacan de las Escrituras, mantengamos firme la esperanza.