CARTA
PASTORAL*
del Exmo. Sr. Dr. D. Antonio
de Castro Mayer[1], por la gracia de Dios y de la Santa
Sede Apostólica Obispo de Campos (Brasil).
(Junio de 1953).
del Exmo. Sr. Dr. D. Antonio
de Castro Mayer[1], por la gracia de Dios y de la Santa
Sede Apostólica Obispo de Campos (Brasil).
(Junio de 1953).
Al
Bvdo. clero secular y regular
salud, paz y bendición en Nuestro Señor Jesucristo.
salud, paz y bendición en Nuestro Señor Jesucristo.
Amados
Hijos y Celosos Cooperadores:
De
todos los deberes que incumben al Obispo ninguno sobresale en
importancia como el de administrar a las ovejas que le fueron
confiadas por el Espíritu Santo el manjar saludable de la verdad
revelada.
Esta
obligación urge de manera particular en nuestros días. Pues la
inmensa crisis en que el mundo se debate resulta, en último
análisis, del hecho de que los pensamientos y las acciones de los
hombres se divorciaron de las enseñanzas y de las normas trazadas
por la Iglesia, y sólo por el retorno de la humanidad a la verdadera
fe podrá esta crisis encontrar solución.
Importa,
pues, en el más alto grado, lanzar unidas y disciplinadas todas las
fuerzas católicas, todo el ejército pacífico de Cristo Rey, a la
conquista de los pueblos que gimen en las sombras de la muerte,
engañados por la herejía o por el cisma, por las supersticiones de
la antigua gentilidad o por los muchos ídolos del neo-paganismo
moderno. Para que esta ofensiva general, tan deseada por los
Pontífices, sea eficaz y victoriosa, importa que las propias fuerzas
católicas permanezcan incontaminadas de los errores que deben
combatir. La preservación de la fe entre los hijos de la Iglesia es,
pues, medida necesaria y de suma importancia para la implantación
del reino de Cristo en la tierra.
La
Historia nos enseña que la tentación contra la fe siempre es la
misma en sus elementos esenciales, se presenta en cada época con
aspecto nuevo. El Arrianismo, por ejemplo, que tanta fuerza de
seducción ejerció en el siglo IV, interesaría poco al europeo
frívolo y volteriano del siglo XVIII.
Y
el ateísmo declarado y radical del siglo XIX tendría pocas
posibilidades de éxito en tiempo de Wiclef y Juan Huss[2].
En cada generación, además, la tentación contra la fe suele obrar
con intensidad diversa. A unas consigue arrastrar enteramente para la
herejía; a otras, sin arrancarlas formal y declaradamente del gremio
amoroso de la Iglesia, inspírales su espíritu, de suerte que en no
pocos católicos que recitan correctamente las fórmulas de la Fe y
juzgan a veces sinceramente adherirse a los documentos del magisterio
eclesiástico, su corazón late al influjo de doctrinas que la
Iglesia condenó. Es éste un hecho de experiencia corriente.
¡Cuántas veces observamos a nuestro alrededor católicos celosos de
su condición de hijos de la Iglesia, que no pierden ocasión de
proclamar su fe, y que, entretanto, en el modo de considerar las
ideas, las costumbres, los acontecimientos, todo lo que la imprenta,
o el cine, o la radio, o la televisión, diariamente divulgan, en
nada se diferencian de los herejes, de los agnósticos y de los
indiferentes.
Recitan
correctamente el Credo, y en el momento de la oración se muestran
católicos irreprensibles, mas el espíritu que, conscientemente o
no, les anima en todas las circunstancias de la vida, es agnóstico,
naturalista, liberal. Como es obvio, se trata de almas divididas por
tendencias contrarias. De un lado experimentan en sí la seducción
del ambiente del siglo; de otro lado guardan aún, tal vez de
herencia familiar, algo del brillo invariable, inextinguible de la
doctrina católica, y como todo el estado de división interior es
antinatural al hombre, esas almas procuran restablecer la unidad y la
paz dentro de sí, amontonando o juntando en un solo cuerpo de
doctrina los errores que admiran y las verdades con las que no
quieren romper.
Esta
tendencia a conciliar extremos inconciliables, de encontrar una línea
media entre la verdad y el error, se manifestó desde los principios
de la Iglesia. Ya el divino Salvador advirtió contra ella a los
Apóstoles: "Nadie
puede servir a dos señores". Condenado
el Arrianismo, esta tendencia dio origen al semi-arrianismo.
Condenado el Pelagianismo, ella engendró el semi-pelagianismo.
Fulminado en Trento el Protestantismo, ella suscitó el Jansenismo. Y
de ella nació igualmente el Modernismo, condenado por el Santo Papa
Pío X, monstruosa amalgama de ateísmo, de racionalismo, de
evolucionismo, de panteísmo, en una escuela empeñada en apuñalar
traidoramente a la Iglesia. La
secta modernista tenía por objeto, permaneciendo dentro de Ella,
falsear por argucias, sobreentendidos y reservas, la verdadera
doctrina que exteriormente fingía aceptar.
Esta
tendencia no acabó aún: se puede decir que ella es parte de la
historia de la Iglesia. Es lo que se deduce de estas palabras del
soberano Pontífice gloriosamente reinante en un discurso a los
predicadores cuaresmales de Roma en 1944: "Un
hecho que siempre se repite en la historia de la Iglesia es el
siguiente: que cuando la fe y la moral cristiana chocan contra
fuertes corrientes de errores o apetitos viciados, surgen tentativas
de vencer las dificultades mediante algún compromiso cómodo, o
apartarse de ellas, o cerrarles los ojos".
(A. A. S. 36, p. 73.)
***
Que
aviséis a vuestros feligreses contra el espiritismo, el
protestantismo, o el ateísmo, amados hijos y queridos cooperadores,
a nadie podrá extrañar. En esta carta pastoral, sin embargo, os
incitamos a denunciar las opiniones que entre los propios católicos
corrompen no pocas veces la integridad de la fe. ¿Seréis en este
punto igualmente comprendidos?
A
muchos, aun dentro de los más piadosos, le parecerá que perdéis el
tiempo, pues difícil les será entender cómo vosotros os consumís
en conservar la fe en algunos que, bien o mal, ya la poseen, cuando
sería mejor que os empeñaseis en la conversión de otros que yacen
fuera de la Iglesia esperando vuestro apostolado. Les parecerá que
llenáis de tesoros superfinos al que ya es rico, mientras que dejáis
sin pan a quien muere de hambre. A otros se les figurará que sois
imprudentes, pues siendo ya tan meritoria la profesión de católico
en un siglo tan hostil, corréis el riesgo de perder hasta los
mejores, si no os contentáis con una tal o cual adhesión a las
líneas generales de la fe, sin cargar a los fieles con irritantes
minucias.
Es
de la máxima importancia, amados hijos y queridísimos cooperadores,
que primeramente deis luz a vuestros feligreses sobre estas dos
objeciones. Pues de lo contrario vuestra acción será poco eficaz y,
por los calamitosos tiempos en que vivimos, vuestro celo será mal
comprendido. No faltará quien vea en él, no el movimiento natural
de la Iglesia, que por sus medios oficiales y normales excluye de sí,
como organismo vivo que es, cualquier cuerpo extraño, sino la acción
ininteligente y obstinada de exaltados paladines.
Así,
ante todo, mostrad que, por su propia naturaleza, la fe no se
contenta con lo que alguno llamase "sus
líneas generales", sino
que exige la integridad y la plenitud de sí misma. Para que lo
entendáis os pondré un ejemplo con la virtud de la castidad. Con
relación a ella, cualquier concesión toma el carácter de oscura
mancha y cualquier imprudencia la pone en peligro toda entera. Hubo
quien comparó el alma pura a una persona de pie sobre una esfera; en
cuanto se conserva en posición de equilibrio nada tendrá que temer,
mas cualquier imprudencia la haría resbalar al fondo del abismo. Y,
por esto, los moralistas y autores espirituales afirman unánimemente
que la condición esencial para conservar la virtud angélica,
consiste en una vigilante e intransigente prudencia. Precisamente lo
mismo se puede decir en materia de Fe. Cuando el católico se coloque
en el punto de perfecto equilibrio, su perseverancia será fácil y
segura. Este punto de equilibrio, sin embargo, no consiste en la
aceptación de unas líneas generales cualesquiera de la fe; sino en
la profesión de toda la doctrina de la Iglesia, profesión hecha no
sólo con los labios, sino con toda el alma, abarcando la aceptación
leal, no sólo de lo que el magisterio le enseña, sino aun de todas
las consecuencias lógicas de esta enseñanza.
Para
esto se hace necesario que el fiel posea aquella fe viva por la cual
es capaz de humillar su razón privada ante el Magisterio Infalible,
de discernir con penetración todo aquello que directa o
indirectamente choca con las enseñanzas de la Iglesia. Pero si
abandonase, por poco que sea, esta posición de perfecto equilibrio,
empezará a sentir la atracción del abismo. Movido por la prudencia,
y por el interés del rebaño a Nos confiado, os dirigimos, amados
hijos, esta Carta Pastoral sobre la integridad de la fe. A este
respecto importa acentuar aun un punto, no siempre recordado, de la
doctrina de la Iglesia. No se piense que una fe así tan esclarecida
y robusta sea privilegio de los doctos, de tal forma que sólo a
éstos se pudiese recomendar la situación del equilibrio ideal que
arriba describimos.
La
Fe es una virtud, y en la Santa Iglesia las virtudes son asequibles a
todos los fieles, ignorantes o doctos, ricos o pobres, maestros o
discípulos. Lo prueba la hagiografía cristiana.
Santa
Juana de Arco, pastorcita ignorante de Donremy, confundía a sus
jueces por la sagacidad con que respondía a las argucias teológicas
que utilizaban para inducirla a proposiciones erróneas y así
justificar su condenación a muerte.
San
Clemente
María Hofbauer, en el siglo XIX, humilde trabajador manual, que
asistía por gusto a las clases de teología de la ilustre
Universidad de Viena, distinguía en uno de sus maestros el fermento
maldito del jansenismo que escapaba a la percepción de todos sus
discípulos y de otros profesores. "Gracias
os doy, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque escondisteis
estas cosas a los sabios y entendidos y las revelasteis a los
pequeñitos" (Luc.
10, 21).
Para
tener un pueblo firme y consecuente en su Fe, no es necesario que
hagamos un pueblo de teólogos. Basta que cada cual ame
entrañablemente a la Iglesia, se instruya en las verdades reveladas,
en proporción a su nivel de cultura general, y posea las virtudes de
pureza y humildad necesarias para verdaderamente creer, entender y
saborear las cosas de Dios.
Del
mismo modo, para tener un pueblo verdaderamente puro, no es necesario
hacer de cada fiel un moralista. Bastan los principios fundamentales
y los conocimientos básicos para la vida corriente, dictados en gran
parte por una conciencia cristiana bien formada. Por esto vemos
muchas veces personas ignorantes con criterio, prudencia y elevación
de alma mayores que muchos moralistas de consumado saber.
Lo
que acabamos de decir de la perseverancia de una persona, se aplica
igualmente a la perseverancia de los pueblos. Cuando la población de
una diócesis posee la integridad del espíritu católico está en
condiciones de enfrentarse, auxiliada por la gracia de Dios, con las
tormentas de la impiedad. Mas si no la posee, sino que ni aun las
personas habitualmente tenidas por piadosas procuran y aprecian esta
integridad, ¿qué se puede esperar de tal población?
Leyendo
la historia no se comprende cómo ciertos pueblos, dotados de una
jerarquía numerosa y culta, de un clero docto e influyente, de
instituciones de enseñanza y caridad ilustres y ricas, como en la
Suecia, en la Noruega, en la Dinamarca del siglo XVI, pudieron
resbalar de un momento a otro de la profesión plena y tranquila de
la Fe católica hacia la herejía abierta y formal, y esto casi sin
resistencia y casi imperceptiblemente. ¿Cuál es la razón de tamaño
desastre? Cuando la fe vino a caer en estos países, no pasaba ya en
la mayor parte de las almas de fórmulas exteriores, repetidas sin
amor, sin convicción. Un simple capricho real, por tanto, bastó
para tumbar el árbol frondoso y secular. La savia ya no circulaba
hacía mucho por las ramas ni por el tronco; ya no había en esas
regiones espíritu de Fe. Fue lo que comprendió con lucidez angélica
San Pío X en su lucha vigorosa contra el modernismo. Pastor
clementísimo iluminó la Iglesia de Dios con el brillo suave de su
celestial mansedumbre. No tembló al denunciar los autores del error
modernista dentro de la Iglesia y señalarlos a la execración de los
buenos con estas vehementes palabra*: "No
se apartará de la verdad quien os tenga (a los modernistas) como los
más peligrosos enemigos de la Iglesia" (Enc.
"Pascendi").
Podemos
aquilatar cuánto dolió al dulcísimo Pontífice el empleo de tanta
energía. Mas sus contemporáneos no dudaron en reconocer que había
prestado con esto un insigne servicio a la Iglesia. Por esto, el gran
Cardenal Mercier afirmó que si en tiempo de Lutero y Calvino la
Iglesia hubiese contado con Papas del temperamento de Pío X, la
herejía protestante no hubiera conseguido desligar de la verdadera
Iglesia una tercera parte de Europa.
Por
todos estos motivos, amados hijos, ved qué Importante es cuidar con
el mayor celo de mantener en la plenitud de la Fe y del espíritu de
Fe a los fieles de la Santa Iglesia.
***
Enseñad
también cómo se engañan los que suponen que el tiempo y los
esfuerzos empleados en purificar la fe de los fieles son, por decirlo
así, robados a los infieles. Ante todo, por vuestro ejemplo y
vuestras palabras, podéis probar que una actividad de ningún modo
es incompatible con la otra, "oportet
haec facere et illa non omittere".
Además,
la integridad de la fe produce en los católicos tantos frutos de
virtud y tornan tan vivo en la Iglesia el buen olor de Jesucristo,
que atraen eficazmente para Ella a los infieles, por lo que el bien
hecho a los fieles de la Iglesia aprovechará forzosamente a los que
están fuera del redil.
Por
fin, uno de los frutos del fervor en la Fe, será necesariamente el
celo apostólico.
Multiplicar
los apóstoles, ¿qué es sino beneficiar a los infieles?
Así,
pues, no podemos aceptar este divorcio entre el tiempo consagrado a
los fieles y a los infieles, como si Nuestro Divino Salvador, al
formar apóstoles y discípulos, estuviese beneficiando un grupo de
privilegiados, descuidando la salvación del resto de la humanidad.
***
Anímeos
a proceder así el ejemplo luminoso del Vicario de Cristo. Ningún
Papa, tal vez, haya tenido que enfrentarse con tantos y tan poderosos
enemigos fuera de la Iglesia. Con todo, no ha descuidado él los
errores que pululan entre los fieles. (Enc.
"Mysti-cl
Corporis". A. A. S. 35, p. 197.) Y contra ellos nos ha
prevenido en una serie de documentos como la Encíclica "Mediator
Dei", la Constitución Apostólica "Bis
Saeculari die", la Encíclica "Humani
Generis" y, últimamente, la "Alocución a las
Religiosas" (y laEncíclica
sobre la Virginidad), en que responsabiliza en larga medida, por
la disminución de las vocaciones, a ciertos escritores católicos,
eclesiásticos y seglares, que falsean la doctrina católica en
cuanto a la elevación del celibato sobre el estado matrimonial. Y
más particularmente en cuanto al Brasil, el celo de la Santa Sede
con relación a los problemas internos de la Iglesia, bien se
manifiesta en la carta de la Sagrada Congregación de Seminarios y de
Universidades, cuya lectura atenta os recomendamos mucho. (A. A. S.
42, a 836 ss.)
Esforzándoos
por mantener entre los fieles el espíritu tradicional de la Santa
Iglesia, debéis velar porque éste no se desvíe de su sentido
legítimo. En la presente Pastoral consideramos las exageraciones
del espíritu de conciliación con los errores de nuestra época.
A esta mala tendencia puede oponerse un error simétrico y contrario.
Importa mostrar cuál sea. No recelamos propiamente la exageración
del espíritu tradicional, porque este espíritu es uno de los
elementos esenciales de la mentalidad católica al que acertadamente
se llama el sentido católico, pues el sentido católico es, en sí
mismo, la excelencia de la virtud de la Fe.
Recelar
que alguno tenga demasiado sentido católico es recelar que tenga una
Fe demasiado excelente. Lo que importa evitar es que este espíritu
de Fe sea mal entendido, resultando más un apego a la mera forma, a
la mera apariencia, al mero rito, que al espíritu que anima y
explica la forma, la apariencia y el rito. Exageraciones de esta
naturaleza son posibles: sin embargo no merecen en vuestra vigilancia
un lugar tan saliente como la
propensión exagerada a lo nuevo, a una aversión sistemática de lo
tradicional.
Es lo que sabiamente hizo sentir la Sagrada Congregación de
Seminarios en su Carta al Episcopado Brasileño: "El
peligro más urgente hoy no
es el de un apego demasiado rígido y exclusivo a la tradición, sino
principalmente el de un gusto exagerado y poco prudente por cualquier
novedad que aparezca"
(A.
A. S. 42, pág. 837).
Y
la Sagrada Congregación agrega con claridad:"Es
ciertamente al snobismo de novedades a lo que se debe el pulular de
errores ocultos bajo una apariencia de verdad y muy frecuentemente
con una terminología pretenciosa y oscura"
(Ibid.,
pág. 839).
Un
ejemplo de la mala comprensión del espíritu tradicional, puede
apuntarse en el arcaísmo a que hace referencia el Santo Padre Pío
XII en la Encíclica "Mediator
Dei". Por un apego excesivo al rito y a la forma antiguos
sólo por antiguos, ciertos liturgistas pretenden
restaurar el altar en forma de mesa y otras prácticas de la
primitiva Iglesia (A.
A. S. 39 p. 545.) Como si a lo largo de la historia el espíritu de
la Iglesia no pudiese manifestarse en nuevas formas y nuevos ritos
acomodados a las diversidades de los tiempos y de los lugares. Los
extremos se tocan y las exageraciones más opuestas entre sí,
fácilmente se coaligan contra la verdad.
El
peligro de este espíritu tradicional mal entendido, lo encontramos
muchas veces en los propios autores de novedades, como Lutero,
Jansenio, los promotores del falso Concilio de Pistoya, y aun los
modernistas en este siglo.
***
Explicad
bien, amados cooperadores, a los fieles encomendados a vuestra
custodia, el origen de estos errores. De un lado nacen ellos de la
propia flaqueza de la naturaleza humana caída. La sensualidad y el
orgullo levantaron siempre y levantarán hasta el fin de los siglos
la rebelión de ciertos hijos de la Iglesia contra la doctrina y el
espíritu de Nuestro Señor Jesucristo. Ya San Pablo advertía a los
primeros cristianos contra aquellos que en medio de ellos "su
levantarían para profesar doctrinas perversas con la intención de
arrastrar en pos de sí a los discípulos" (Aot.
XX y XXX), "vanos habladores y seductores" (Tito, I, 10);
"que irán de mal en peor, errando y haciendo errar a los otros"
(II Tim., 5, 13). Algunos, parece que piensan que en estos últimos
siglos el progreso de la Iglesia es tal que no se debe temer ya más
que se repitan en ella las crisis lanzadas por el orgullo y por la
lujuria. Entretanto, para no recurrir sino a ejemplos muy recientes,
el Santo Pío X declaró en la Encíclica "Pascendi",
que autores de errores como estos de que hablamos, no sólo eran
frecuentes en su tiempo sino que serían más frecuentes a medida que
se caminase hacia el fin de los tiempos. Y, en efecto, en la
Encíclica "Humani
Generis", el Santo Padre Pío XII lamenta que "no
faltan hoy los que, como en tiempos apostólicos, amando la novedad
más de lo que sería lícito, y también temiendo que les tengan por
ignorantes de los progresos de las ciencias, intentan sustraerse a la
dirección del magisterio sagrado, y por ese motivo se encuentran en
peligro de apartarse insensiblemente de la verdad revelada y de hacer
caer a otros consigo en el error" (A. A. S., 42, pág. 564).
Este
es el origen natural de los errores y de las crisis de que nos
ocupamos. Importa, sin embargo, considerar no sólo las deficiencias
de la naturaleza caída, sino también la acción del demonio.
A
éste fue dado hasta el fin de los siglos el poder de tentar a los
hombres en todas las virtudes y, por consiguiente, también en la
virtud de la Fe, que es el propio fundamento de la vida sobrenatural.
Así, es claro que hasta
la consumación de los siglos la Iglesia está expuesta a los
internos brotes del espíritu de la herejía,
y no hay progreso que la inmunice de modo definitivo contra este mal.
Cuánto
se empeña el demonio en provocar tales crisis, superfino es
demostrarlo.
Así,
el aliado que él consigue implantar dentro de las huestes fieles, es
su más precioso instrumento de combate. La experiencia de nuestros
días nos enseña que la quinta columna supera en eficacia a los más
terribles armamentos. Formado en los medios católicos el tumor
revolucionario, las fuerzas se dividen, las energías que debían ser
empleadas enteramente en la lucha contra el enemigo exterior, se
gastan en las discusiones entre hermanos. Y si, para evitar tales
discusiones, los buenos cesan en la oposición, mayor es el triunfo
del infierno, que puede, en el interior mismo de la ciudad de Dios,
implantar su estandarte y desenvolver rápida y fácilmente sus
conquistas. Si el infierno dejase de intentar en cierta época
maniobra tan lucrativa, sería el caso de decir que en esa época el
demonio habría dejado de existir. Este es el doble origen natural y
preternatural de las crisis internas de la Iglesia.
***
Como
veis, estas dos causas son perpetuas y perpetuo será su efecto. En
otros términos, la Iglesia tendrá que sufrir siempre la embestida
interna del espíritu de las tinieblas. Para esclarecimiento de
vuestro apostolado, importa recordar las tácticas que él adopta. A
fin de que su acción se conserve oculta, la hace disfrazada. El
embuste es la regla fundamental de quien obra a ocultas en el campo
del adversario. El
demonio sopla, pues, para llegar a su fin, un espíritu de confusión
que seduce a las almas y las lleva a profesar el error, hábilmente
disimulado con apariencias de verdad.
No
creáis que en esta lucha el adversario lanzará sentencias
claramente contrarias a las verdades ya definidas.
Sólo
lo hará cuando se juzgue enteramente señor del terreno. Las más de
las veces hará
"pulular o germinar errores ocultos bajo una apariencia de
verdad... con una terminología pretenciosa y oscura"
(Carta de la Sagrada Congregación de Seminarios al Episcopado
Brasileño, A. A. S. 42, p. 839).
Y
la manera de extender este brote de errores, será velada e
insidiosa. El Santo Padre Pío XII, la describe así:
"Estas
nuevas opiniones, ya nazcan de un reprobable afán de novedad, ya de
una cansa laudable, no son propuestas siempre en el mismo grado, con
igual claridad y con las mismas palabras, ni siempre con un
consentimiento unánime de sus autores; en efecto, lo mismo que hoy
es enseñado por algunos más encubiertamente y con ciertas cautelas
y distinciones, mañana será propuesto por otros más audaces con
claridad y sin moderación, no sin escándalo de muchos,
principalmente del clero joven, ni sin detrimento de la autoridad
eclesiástica. Y si se suele obrar con más prudencia en los libros
impresos para el público, se habla ya con mayor libertad en los
opúsculos privadamente distribuidos, en las lecciones y en los
círculos de estudio. Tales opiniones no se divulgan solamente entre
los miembros del clero secular y regular en los seminarios y en los
institutos religiosos, sino aun entre los seglares, especialmente
entre los que se dedican a la educación e instrucción de la
juventud. (Enc. "Humani
Generis", A. A. S. 42, pág. 565.)
Así,
pues, no os debéis asustar si algunas veces fueseis de los pocos en
distinguir el error en proposiciones que a muchos parecerán claras y
ortodoxas o, por lo menos, confusas, pero susceptibles de buena
interpretación. O, si os encontraseis en ciertos ambientes donde las
medias tintas sean hábilmente dispuestas para que se difunda el
error, pero se dificulte el combate.
La
táctica del adversario fue calculada precisamente para colocar en
esta posición embarazosa a los que se le opusiesen. Con esto, él
atraerá a veces contra vosotros hasta la antipatía de personas que
no tienen la menor intención de favorecer el mal. Os tacharán de
visionarios, de fanáticos, tal vez de calumniadores. Eso fue
precisamente lo que dijeron en Francia contra San Pío X los
acérrimos seguidores del "Sillón" y de Marc Sangnier[3].
¿Por
miedo a estas críticas retrocederéis delante del adversario?
¿Dejaréis abiertas las puertas de la ciudad de Dios?
Por
cierto, debéis evitar con cuidado delante de Dios cualquier
exageración, cualquier precipitación y cualquier juicio infundado.
Pero igualmente debéis gritar, siempre que el adversario, vestido de
piel de oveja, se presente delante de vosotros, sin cederle una
pulgada de terreno por miedo a que él os impute excesos de los que
vuestra conciencia no os acusa. Obrando así obedeceréis a las
expresas normas del Santo Padre.
En
todos los documentos que ha publicado relativos a este asunto, el
Romano Pontífice gloriosamente reinante viene recomendando a los
Obispos y a los Sacerdotes de todo el orbe, que instruyan
diligentemente a los fieles para que no se dejen engañar por los
errores que ocultamente circulan entre ellos. La instrucción deseada
por el Santo Padre ha de ser preventiva y represiva.
No
juzgue un sacerdote en cuya parroquia el error parezca que no ha
penetrado, que está dispensado de trabajar. Dado el engaño en que
se desenvuelven estos errores, teniendo en cuenta los procesos de
difusión, a veces casi impalpables, de que se sirven sus autores,
pocos son los párrocos que pueden tener la certeza de que todas sus
ovejas están inmunizadas. Además, el buen Pastor no se contenta con
remediar, sino que está gravemente obligado a prevenir.
No
seamos como el hombre de quien nos habla el Evangelio, el cual dormía
mientras el enemigo sembraba la cizaña en medio de su trigo. La
simple obligación de prevenir justificaría los esfuerzos que
empleéis en este sentido.
Los
errores de que nos ocupamos tal vez tendrán mayor intensidad en un
país que en otro; sin embargo, su difusión en el orbe católico, es
bastante grande para que el Santo Padre se haya cuidado de ellos en
documentos dirigidos, no a esta o aquella nación, sino a los Obispos
de todo el mundo.
Pues
vivimos hoy en un mundo sin fronteras en el cual el pensamiento se
extiende veloz por la prensa, y, sobre todo, por la radio, hasta los
últimos extremos de la tierra. Una sentencia falsa que se ha
sostenido, por ejemplo, en París, puede en el mismo día ser oída y
captada en los centros más distantes de Australia, de India o de
Brasil. Y si algún lugar pequeño hay, en el cual la mucha
ignorancia o el grande atraso opone obstáculos a la penetración de
cualquier pensamiento falso o verdadero, nadie podrá incluir en este
caso a los centros más poblados de nuestra amadísima Diócesis, al
frente de los cuales se halla nuestra ciudad episcopal, ilustre en
todo el Brasil por el valor cultural de sus hijos, por la influencia
decisiva que siempre se glorió de ejercer en el escenario político
nacional.
Ahora,
una palabra sobre el método que adoptamos. En su carta al Episcopado
Brasileño la Sagrada Congregación de Seminarios habló de una plaga
de errores; y como, en efecto, son muy numerosos, una explicación y
censura en forma discursiva de los principales sería excesivamente
larga. Preferimos, pues, la forma esquemática. ¥ así elaboramos un
pequeño catecismo de las verdades más amenazadas, acompañada cada
cual del error opuesto, y de un rápido comentario. Por mera
conveniencia de exposición, hacemos anteceder la sentencia falsa a
la verdadera,, pero vuestro esfuerzo en denunciar el error debe
llevar a cada fiel al conocimiento exacto de la verdadera enseñanza
de la Iglesia.
Sólo
así habremos hecho una obra positiva y durable.
Una
observación final acerca del medio en que vienen enunciadas en el
Catecismo las sentencias falsas o peligrosas. Procuramos exponerlas
con la mayor fidelidad, sin quitarles las apariencias y hasta las
partes de verdad que encierran. Sólo así sería útil el Catecismo,
porque sólo así se dan a conocer los modos de decir en que el error
suele ocultarse y las apariencias con que procura atraer las
simpatías de los buenos. Pues lo más importante en esta materia, no
consiste en probar que cierta sentencia es mala sino que cierta
doctrina falsa está contenida en ésta o en aquélla fórmula de
apariencia inofensiva y hasta simpática. Por esto también,
repetimos diversas fórmulas más o menos equivalentes.
Es
que tratamos de atraer vuestra atención hacia algunas fórmulas en
que el mismo error puede ocultarse. No siempre incluimos entre las
proposiciones meras tesis doctrinales. Encontraréis también,
formuladas en proposiciones, maneras de obrar directamente
provenientes de la falsa doctrina.
Como
es fácil ver, tuvimos la preocupación de seguir el consejo del
Apóstol: "Probad
todas las cosas y conservad lo que es bueno"(Tess.
I. 5, 21).
Por
esto, en las refutaciones deseamos señalar en toda su extensión la
parte de verdad que las tendencias impugnadas tienen. Es que la
Iglesia es Maestra paciente y prudente, que condena con pesar y que
considera patrimonio suyo cualquier verdad, dondequiera que se
encuentre. Conviene acentuar este punto. Las verdades aquí
recordadas no son patrimonio, ni son propiedad de ninguna persona,
grupo o corriente.
La
ortodoxia es un tesoro de la Iglesia, del cual todos deben participar
y del cual ninguno tiene el monopolio; por esto nuestros amados
cooperadores, al difundir las enseñanzas que aquí se encuentran
preséntenlas siempre como son en realidad: fruto maduro y exclusivo
de la sabiduría de la Santa Iglesia.
No
es difícil observar que estos errores en su mayor parte manifiestan
en términos que parecen correctos, doctrinas que alcanzaron la mayor
influencia en el mundo actual y que constituyen los rasgos típicos
del neopaganismo moderno: el evolucionismo panteísta, el
naturalismo, el laicismo, el igualitarismo absoluto que se levanta en
la esfera política social contra las autoridades legítimas, y en la
esfera religiosa intenta suprimir la distinción establecida por
Jesucristo entre la Jerarquía y el pueblo fiel, clérigos y
seglares. Son éstas, amadísimos hijos y queridísimos cooperadores,
las proposiciones hacia las cuales deseamos llamar vuestra atención.
Para mayor éxito de vuestro trabajo, las hemos hecho acompañar de
directrices prácticas, que encontraréis en la tercera parte de esta
carta.
En
nuestra Pastoral no tuvimos la pretensión de exponer toda la
doctrina católica sobre el asunto, sino apenas algunas observaciones
más oportunas. Vuestra diligencia, amados hijos, completará en las
fuentes a vuestro alcance lo que aquí no pudimos exponer. De modo
particular recomendamos la lectura de las Encíclicas "Pascendi",
"Mysti
Corporis Christi", "Mediator
Dei", "Humani
Generis", la Carta Apostólica "Notre
Charge apostolique", la Constitución apostólica "Bis
Saeculari die", la Exhortación al Clero "Menti
Nostrae", y las Alocuciones y Radio-mensajes Pontificios,
especialmente los radiomensajes en las vísperas de Navidad, el
radiomensaje del 23 de marzo de 1952 sobre la "Moral Nueva"
(A. A. S., 44, pág. 270 y ss. "Catolicismo", N? 18, junio
1952). Radiomensaje al "Catolikentag de Viena"
("Catolicismo", núm. 24, diciembre 1952); las alocuciones
a la Asociación Católica de Trabajadores de Italia (A. A. S., 40,
331 y ss.), a los delegados del Congreso Internacional de Estudios
Sociales, reunido en Roma cu 1950 (A. A. S., 42, pág. 451 y ss.); a
los miembros del IX Congreso Internacional de las Asociaciones
Patronales Católicas (A. A. S., 41, pág. 283 y ss.); a los miembros
del Congreso Internacional del Movimiento Universal para una
Confederación mundial (A. A. S., 43, pág. 278; "Catolicismo",
núm. 8, agosto de 1951); a la Acción
Católica Italiana y Congregaciones Marianas, el 3 de abril de
1951 (A. A. S., 43, pág. 375); "Catolicismo", número de
junio de 1951); con ocasión de la clausura del Congreso
Internacional del Apostolado seglar (A. A. S., 43, pág. 784 y ss.;
"Catolicismo", núm. 12, diciembre 1951); a la Asociación
de Padres de Familia Franceses (A. A. S., 43, pág. 730 ss.;
"Catolicismo", núm. 13, de enero 1952); a
los participantes del Congreso de la Unión Católica Italiana de
Comadronas (A. A. S., 43, pág. 835); a las Superioras Generales
de las Ordenes y Congregaciones religiosas ("Catolicismo",
número 23, de noviembre de 1952). Recomendamos también la Carta de
la Congregación de Seminarios al Episcopado Brasileño (A. A. S.,
42, pág. 836 y ss.); documento importante y equilibrado que trata
especialmente de este problema existente en el Brasil.
La
palabra del Santo Padre siempre es benéfica y eficaz, en el sentido
de elevar el alma y orientarla en la vida moral y espiritual.
Resaltamos
los anteriores documentos porque especifican y esclarecen muchos
puntos en el orden social, político y moral, que habían sido
oscurecidos a consecuencia especialmente del último conflicto.
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