Nuestro primer padre Adán, por haber comido el fruto prohibido, fue condenado miserablemente a la muerte eterna con toda su descendencia. Viendo Dios que todo el género humano había perecido, determinó enviar un Redentor para salvar a los hombres. ¿A quién enviará para que los redima? ¿Enviará a un ángel o a un serafín? No, porque el mismo Hijo de Dios, sumo y verdadero Dios como el Padre, se ofrece a bajar a la tierra para tomar allí carne humana y morir por la salvación del género humano. ¡Oh, prodigio admirable del amor divino! El hombre desprecia a Dios y se separa de Dios, y Dios viene a la tierra a buscar al hombre rebelde, movido del grande amor que le tiene.
Viendo que a nosotros no nos era permitido acercarnos al Redentor, como dice San Agustín, no se desdeñó el Redentor de acercarse y venir a nosotros. ¿Y por qué quiso Jesucristo venir a nosotros? El mismo santo lo dice: Vino Cristo al mundo, para que conociese el hombre lo mucho que Dios le ama.
Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor. Se ha manifestado el singular amor de Dios para con los hombres.
San Bernardo escribe que antes que apareciese Dios en la tierra en la forma de siervo, hecho semejante a los demás hombres, no podían llegar a comprender los hombres la grandeza de la bondad divina; por eso el Verbo eterno tomo carne humana, para que presentándose como hombre, conociesen los hombres su bondad.
¿Y qué mayor amor, qué mayor bondad podía manifestarnos el Hijo de Dios, que hacerse hombre como nosotros? ¡Oh suma bondad de Dios! Se hizo gusano como nosotros para que no quedásemos perdidos nosotros.
¿No sería gran maravilla ver a un príncipe que se convertía en gusano, para salvar a los gusanos de su reino? Pues ¿cuánta mayor maravilla es ver que un Dios se ha hecho hombre como nosotros para salvarnos de la muerte eterna?
El Verbo se hizo carne. Pero, ¿quién vio jamás hacerse carne un Dios? ¿Quién pudiera creerlo, si no nos lo asegurase la fe? Ved aquí, dice San Pablo, a un Dios cuasi reducido a la nada. El Verbo que estaba lleno de majestad y de gloria, quiso humillarse y tomar la condición humilde y débil de la naturaleza humana, revistiéndose de la naturaleza de siervo, y haciéndose en la forma semejante a los hombres, aunque como observa San Juan Crisóstomo, no era simple hombre, sino hombre y Dios juntamente.
Pero no se contentó el Verbo encarnado, no le bastó a este Dios enamorado de los hombres, el hacerse hombre por el amor que les tenía, sino que quiso además vivir entre nosotros como el último, el más vil y despreciable de los hombres, como lo había predicho el profeta Isaías. Con razón le llama el profeta varón de dolores, pues desde que nació hasta que murió estuvo padeciendo por nuestro amor.
Yo he venido a poner fuego en la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? (Luc. XII,49)
San Alfonso María de Ligorio
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