Un Padre y una Madre
Breve biografía de Monsieur y Madame Lefebvre
Padres de Su Excelencia Monseñor Marcel Lefebvre
El Señor René Lefebvre es un ejemplo de cómo debemos vivir como Católicos
a pesar de las circunstancias adversas en las cuales la Divina Providencia lo
colocó, sobre todo al final de sus días.
Hoy, que estamos viviendo tiempos apocalípticos, donde el mal, el
pecado, el liberalismo nos rodean por todos lados, debemos redoblar esfuerzos,
sacrificios, oraciones, Sacramentos, etc. para con la gracia de Dios, salir adelante.
Las situaciones adversas prueban la virtud. La dificultades y
sufrimientos ofrecidos por amor a Nuestro Señor tienen un mérito enorme. Es tiempo de grandes retos, Santa Teresita
del Niño Jesús hubiera deseado vivir al final de los tiempos.
Dios nos ha elegido para vivir en esta época, con Su gracia y con
nuestra Madre Santísima tenemos la ayuda que nos hace fuertes.
“Un calvario” Monsieur René Lefebvre (1879-1944)
René Lefebvre en 1914-1918 fue
uno de esos valientes franceses que arriesgaban su vida para facilitar el paso
de la frontera a los agentes del ejército secreto. Y desde 1940 se ocupaba de
ayudar a cruzar la línea de demarcación a los soldados aliados que escapaban de
los alemanes. Pero la Gestapo vigilaba. Y en 1941 los verdugos nazis lo
detuvieron. Sucumbió en 1944 a los 66 años de edad.
Su hija Marie-Thérese relata:
Mi padre fue conducido a Bruselas a la prisión de Saint-Gilles. Ahí
comienza el calvario que no debía terminar sino tres años más tarde con una
muerte difícil, pero gloriosa, conmovedora.
Mi padre aceptaba con una resignación espléndida su situación,
continuamente llevaba su Rosario en la mano y estaba muy contento de haber
podido conservar su misal y su oficio de la Santísima Virgen.
Desde que fue arrestado se había hecho a la idea de su muerte y hablaba
a su hija, durante las visitas, de la gracia que Dios le hacía de morir por su
país. Estaba, en cada visita, siempre igual de tranquilo y sereno, al pedir
noticias de cada uno. Nunca se quejaba y afirmó en repetidas ocasiones que
nunca había tenido que sufrir golpes ni malos tratos, que solamente lo habían
amenazado con propinárselos. “Espero la hora de la Providencia”. “Pienso que
aquí se reza tan bien, si no tanto, como en un claustro; pero los oficios son
contados: cuando mucho una misa por quincena, y, con insistencia, posibilidad
de comunión”.
“Si es un tiempo muy difícil, es un consuelo muy grande el poder decirse
que nada se pierde cuando las cosas se toman como las tomamos nosotros”.
“A pesar de las horas tan largas a veces, a pesar de los sufrimientos
que te imaginas, no es el infierno de Dante donde se abandona toda esperanza.
Compadezco a los que están como yo pero que no tienen religión”.
“Ten valor, paciencia, la situación se aclara y tendremos días buenos
para nuestro querido país”.
“Gracias a Dios, he sentido su auxilio, ha habido momentos terribles
pero he podido constatar que recibí ayuda en los instantes en los que me sentía
en lo más bajo”.
“Como todo hombre es mortal, vengo a dar por escrito mis adioses a mis
queridos hijos, a mis amigos, a mi familia.
Ustedes saben que muero como católico francés, monárquico, ya que considero
que estableciendo monarquías cristianas Europa y el mundo pueden recuperar la
estabilidad, la verdadera paz. Si encuentro aquí la muerte, es que el Buen Dios
lo habrá decidido de esta manera y sin un retiro especial preparado para el
Cielo, el purgatorio habrá comenzado aquí en la tierra.
Agradezco a Dios todo. El sufrimiento purifica. Sería para mí un gran
sacrificio no volver a encontrarme con mis hijos antes de morir.
De todo corazón, bendigo a mis hijos, a quienes confío a Nuestra Señora.
La Santísima Virgen fue tan buena conmigo, quiero entonces continuar siendo su
hijo querido y particularmente bendecido. A Ella le gustará bendecir a mi
familia, que debe permanecer consagrada a Ella, entregada completamente a Ella
y buscar por Ella extender el reino de su Divino Hijo…”
Lo mantuvieron incomunicado durante un mes. Después le permitieron
visitas de diez minutos cada quince días.
La estancia en Bruselas duró nueve meses. Después se lo llevaron a un
destino desconocido en Alemania, sin que hubiera podido siquiera avisar a sus
hijos.
Monsieur Bommel quien también fue arrestado cuenta:
Recibíamos la visita del capellán civil cada semana, pero no podíamos
asistir a la Misa. La Comunión la daban en la celda y de una manera decente,
después de una preparación previa: dos velas encendidas de cada lado de un gran
Cristo de cobre, todo dispuesto sobre una toalla inmaculada sobre la mesa de
nuestra celda. Monsieur Lefebvre se benefició del favor muy particular de
comulgar todos los días, ya que el sacerdote le había entregado Hostias para
tal efecto. Me hubiera costado trabajo creer esto si no hubiera sido Monsieur
Lefebvre mismo quien me contara el hecho durante nuestro traslado a Berlín en
1942. Fuimos metidos en celdas donde casi la totalidad de los prisioneros
estaban condenados a muerte y esperaban el pelotón de ejecución dos o tres
veces por semana. Éramos dos por celda. Durante el proceso, Monsieur Lefebvre
siempre tuvo una actitud muy digna y muy valerosa, sufrió el shock sin
protestar, estaba resignado a su suerte y se había puesto enteramente entre las
manos de la Santísima Virgen, (rezábamos el Rosario en voz alta dirigido por
él). Nos incitaba a confiar como él en la Reina del Cielo, en quien tenía una
gran confianza.
Nuestra vida en la celda era triste y monótona, esperábamos cada mañana
ver aparecer a nuestros verdugos. Las ejecuciones se hacían por grupo
respectivo de diez, veinte o incluso cuarenta. En principio, el capellán
militar nos visitaba cada quince días o tres semanas, y nos daba la Comunión.
Venía más seguido si lo pedíamos, pero ni en Berlín ni en Hamburgo pudimos
asistir a Misa. En nuestras celdas no teníamos derecho a leer ni a escribir.
Nuestros días se pasaban entonces en reflexiones o en oraciones ya que se nos
había permitido conservar nuestro rosario. A pesar de la monotonía de esta vida
de reclusos, pude darme cuenta de que Monsieur Lefebvre había conservado un
excelente estado de ánimo, cuando al cabo de trece meses mi grupo, entre ellos
Monsieur Lefebvre, fue entregado en manos de la penitenciaria civil. Por
milagro, nos salvamos del pelotón, pero, desafortunadamente, no era sino para
hacer morir lentamente y más cruelmente a la mayoría de nosotros en el campo de
concentración de Sonnenburg.
Permanecimos juntos alrededor de diez días en la prisión en Berlín.
Eramos cuatro o cinco por celda acondicionada para un hombre solamente.
Estábamos pegados uno contra otros y yo
tuve la dicha de estar con Monsieur Lefebvre. No podíamos lavarnos y estábamos
cubiertos de polillas, fuimos rapados de pies a cabeza nos vistieron con las
famosas ropas a rayas. La comida era cualquier cosa e insuficiente. La celda de Monsieur Lefebvre era muy húmeda y
le faltaba aire. La comida mala y la falta de salubridad le provocaron
probablemente una furunculosis de la que no pudo deshacerse, al ser los
cuidados casi nulos. El enfermero recibía a los enfermos a puñetazos. Recuerdo
que en la Navidad de 1943 asistimos a la Misa y pudimos comulgar. Un día que
estaba yo en la caminata, vi a Monsieur Lefebvre sostenido por un camarada,
entrar a la enfermería. Me miró de una manera dolorosa. Me enteré tres días
después de que entró ahí, que había muerto de una congestión.
Monsieur Piérard escribió: Yo conocí muy bien a Monsieur Lefebvre en
Sonnenburg, donde muy pronto hicimos amistad. Estas celdas eran muy frías y
húmedas. Había cochinillas, ciempiés, tijeretas, cucarachas piojos,
chinches y arañas. Con la ayuda de
golpes que dábamos en la pared, entraba en comunicación con mi vecino, y
subiéndonos en la mesa, lográbamos entrar en conversación por la pequeña
abertura de la ventana. Aproximadamente cada mes nos daban un pedazo de jabón.
Durante los 18 meses de mi estancia en Sonnenburg tuve 6 duchas de dos minutos
cada una. Desde 1943 hasta su muerte, Monsieur Lefebvre sufrió mucho de
furunculosis. La mayor parte del tiempo lo despachaban sin atención de la
enfermería. Con mucha frecuencia yo vendé a mi amigo con medios improvisados,
le reventaba los absesos y los limpiaba con un poco de gasolina. En las últimas
semanas Monsieur Lefebvre tenía 11 furúnculos en el hombro y en el brazo, y un
enorme absceso en la espalda.
Era muy piadoso, rezaba mucho. Con la ayuda de un cordón, ceñía bajo su
camisa un Misal y una Imitación de Cristo que pudo conservar de milagro.
Después de la sopa del mediodía, recitaba en voz alta el De Profundis por los
camaradas, que a diario, nos enterábamos habían fallecido.
Una mañana de fines de febrero de 1944, tuvo una especie de congestión
con parálisis del lado derecho y de la lengua. Acostamos al enfermo en la paja,
ya que tiritaba y lo transportamos a su celda. Pude decirle algunas palabras y
estrecharle la mano. Ya no comía. El sábado tuvo un desmayo, el guardia le
propinó una paliza, el enfermo cayó en síncope. El domingo lo vi por última
vez. Al día siguiente mi querido camarada moría.
Conservó siempre un excelente ánimo y tenía una fe inquebrantable en
nuestra Victoria. Nos entregó sus libros de oraciones, un rosario y unas
medallas. Nos quitaron estos objetos unas semanas más tarde.