De la Colección de Pláticas Dominicales
(1862)
Para el Domingo XIII después de Pentecostés
Del vicio de la impureza
El Evangelio nos representa diez leprosos unidos por la sociedad de su
miseria, que piden a Jesucristo su curación. Se detienen lejos de Él, porque no
les era permitido acercarse a los lugares ni a las personas sanas. La
deformidad que la lepra causa en el cuerpo puede ser considerada como una
imagen de la que el vicio de la impureza produce en las almas; deformidad tan
grande, que hace de una criatura excelente en hermosura un monstruo horrible,
que no se podría ver sin sufrir. Los leprosos no se atrevieron a acercarse a
Jesucristo, lo que puede significar bien cuánto nos aparta de Él el vicio de la
impureza, que desfigura en nosotros la imagen de Dios. Vicio cuyas consecuencias son tan funestas,
que sin la misericordia de un Dios Salvador sería incurable esta lepra.
Perder su honor, sus bienes y su alma, es lo más que se puede perder;
esto es, no obstante, lo que pierde un impúdico.
Este le deshonra. ¿Cuál es la reputación de un hombre sujeto a este
vicio? Bien lo sabéis: todos le menosprecian, y nadie quiere tratar con él.
¿Qué se dice de una muchacha, o de una mujer libre? ¿Cómo la miran? Los hombres
impúdicos no son mejor tratados que las mujeres. ¿Son ricos y poderosos? Exteriormente
se tiene algún respeto a su autoridad; pero interiormente y en el corazón los
menosprecian, y son mirados como infames. ¿Están en la aflicción o en la
pobreza? Los señalan con el dedo, y se burlan de ellos. Así un impúdico aun en
esta vida trae la confusión de su pecado. Deshonró su propio cuerpo a los ojos
de Dios, y Dios permite que sea él mismo deshonrado a los ojos de los hombres. ¡Ah
cristianos, indignos de este nombre!¿No sabéis que dice San Pablo, que vosotros
sois el templo de Dios, y que Su Espíritu habita en vosotros? ¿Cómo, pues,
tenéis la insolencia de profanar este templo, y pecar contra vuestro propio
cuerpo? Sabed que Dios os castigará como a profanos e impíos. Os afligirá con
enfermedades crueles y vergonzosas.
Este vicio despoja al impúdico de sus bienes; testigo el hijo pródigo.
Pide a su padre la parte que le toca de sus bienes, se va a un país distante, y
después de haberla disipado con mujeres de mala vida, se haya reducido por sus
impurezas y sus excesos a una pobreza extrema. ¡Oh cuántas familias hay
arruinadas por una conducta semejante! No es esto todo: el impúdico pierde los
bienes de la gracia que había recibido en su bautismo. La fe se extingue o se
obscurece en él, casi ya no cree los misterios que la Religión nos enseña,
pierde de vista los bienes eternos, se forma principios según su gusto, se
atolondra a sí mismo para que no le espanten los tormentos del infierno, se
entrega con más seguridad a los desórdenes más monstruosos. La caridad está
extinguida en su corazón, ya no ama sino sus placeres. Un impúdico no solo
pierde su honor y sus bienes, sino también su alma. No hay vicio que más
embrutezca al hombre, que el de la impureza. No tiene corazón, o si lo tiene,
ya no es el corazón de un hombre, es el de una bestia. La pasión le tiene tan
ciego, que no escucha ni razones ni advertencias. Se obstina en el mal, y se
burla de todo.
En otro tiempo no quería San Pablo que se nombrase siquiera este vicio
entre los cristianos. Vemos en los escritos de los santos Padres que se
aplicaban mucho más en elogiar la castidad, que en hablar contra el vicio que
le es opuesto.
Una triste experiencia nos hace palpar que son raros los impúdicos que
se corrijan de sus desórdenes. No hay vicio que más aleje de Dios que la
impureza y no lo hay más opuesto a la conversión del pecador.
El pecado de impureza aleja tanto de Dios, que un mal pensamiento y un
mal deseo en que se hubiere consentido, basta para separarnos de Él. Soberbia,
envidia, perjurio, crueldad, mentira: todas estas infelices ramas vienen de
esta raíz corrompida. Entregándose a su ciega conducta, no quiere depender del
Señor: ved aquí su soberbia. Sensible a sus placeres, es insensible a la
miseria de los pobres: ved aquí su inhumanidad. No teniendo bienes, y no
juntándolos sino para el deleite, no reconoce ya providencia: ved aquí su ceguedad.
Arrebatado por su pasión como un caballo desenfrenado, no tiene mansedumbre:
ved aquí su venganza. Persigue al que se opone a su pasión: ved aquí su
aborrecimiento. Soborna a la persona a quien quiere corromper: ved aquí su
lisonja y su mentira. Es activo para el
placer y negligente para su salvación: ved aquí su pereza. Si alguno se opone a
su pasión brutal, pega con Dios mismo: ved aquí su blasfemia. No le mueven ni
los placeres del cielo, ni las penas del infierno, y vive sin religión: ved aquí
su impiedad. Menosprecia la palabra de Dios, y no la cree: mira la eternidad y
sus fuegos devorantes, que la justicia divina ha encendido para castigar a los
malos, como amenazas vanas y fabulosas: ved aquí su incredulidad. ¿Puede haber
mayor alejamiento de Dios?
El uso de los Sacramentos le acercaba e otro tiempo a Dios, ahora se
priva de ellos. Tiene aversión a los sagrados misterios, y mira con
indiferencia las ceremonias más augustas de la Iglesia. Las reprensiones de los
buenos y las advertencias de los ministros del Señor ya no tienen su efecto, y
solo sirven para exasperarle más. Los más saludables consejos no hacen más que
irritar a un hombre dominado de semejante pasión. Ved a aquellos dos infames
viejos que ofendieron a la casta Susana, y quisieron corromper su inocencia, no
miran ni a la gravedad de su edad, ni al ejemplo que deben al pueblo, ni a los
justos juicios de Dios.
Pero David ¿no ha pecado? Sí; David por una ojeada ha caído en
adulterio, después de haber pasado más de cuarenta años en una santidad tan
eminente, que era llamado el hombre según el corazón de Dios. Pecó, es cierto;
pero ¿qué penitencia ha hecho? ¿Sabéis cuál fue la penitencia de este príncipe?
La penitencia se compone de tres partes: de contrición, de confesión y
de satisfacción. David tuvo una contrición tan grande, tan viva y tan continua,
que lloraba su pecado todas las noches. Sus lágrimas fueron tan abundantes, que
bañaba su cama. No contento con llorar y gemir, daba rugidos como león, y hacía
resonar su casa con sus clamores. ¡Qué ejemplo para sus súbditos el oír de día
y noche tan tristes acentos, y saber que había tomado la resolución de
continuar de esta suerte todos los días de su vida! Hizo una confesión de boca,
porque aunque hubiese cometido su pecado en secreto no se disculpa cuando el
profeta Natán le reprendió, y confiesa
ingenuamente su pecado. ¿Es esta sinceridad la que imitáis vosotros? ¿Cómo
satisfizo David a Dios por su pecado? Se satisface a la justicia divina por la
oración, el ayuno y la limosna.
David no se contentaba con orar por la mañana,
a mediodía y a la tarde, y cantar las divinas alabanzas siete veces al día; se
levantaba también a medianoche para confesar sus pecados delante de Dios, y
pedirle perdón. Oraba no solo de rodillas, sino también postrado en tierra, y
con tanto ardor, que su voz se había puesto ronca a fuerza de clamar y pedir a
Dios misericordia. Juntaba el ayuno con la oración. Ayuno tan austero, que
mezclaba su pan con ceniza, y su bebida con sus lágrimas; ayuno tan riguroso y
tan frecuente, que al fin de sus días ya no podía sostenerse sobre sus
rodillas.
¿Haréis esta penitencia vosotros? Ánimo, pues hermanos míos, salid de
este abismo, sed fieles a la gracia que os convida a convertiros.
En otros peligros se trata de combatir, en este se trata de huir. Huid
de todo género de impurezas, porque el que está sujeto a este vicio no tiene
parte en el reino de los cielos.