LOS CATÓLICOS CRISTEROS
A mediados del
siglo XIX, en la época del siempre
publicitado Benito Juárez, con
motivo de las llamadas “leyes de
Reforma” se despojó a la Iglesia de todos sus bienes rústicos, se declaró
la separación del Estado, se introdujo en nuestras leyes, tanto el matrimonio
civil como el divorcio, se prohibió la enseñanza religiosa en las escuelas y se
expulsó a todos los religiosos de sus
monasterios.
Durante el
prolongado régimen porfirista, el
gobierno soslayó la aplicación de las leyes anticatólicas; pero mantuvo
oficialmente su obligatoriedad y vigencia.
Bajo la jefatura de Venustiano Carranza (1915-1920), el
país volvió a sufrir una furiosa persecución en contra de la Iglesia Católica.
El grupo en el poder, continuó imponiendo una política jacobina y marcadamente
comunista. En la constitución de 1917 se estableció normativamente, que se
prohibía el apostolado de los sacerdotes no mexicanos; adueñándose, además, el
Estado, de todos los edificios religiosos.
Carranza, se propuso subyugar a la Iglesia y, de ser posible,
aniquilarla.
En los años veinte,
fueron cerradas muchas iglesias, por simple decisión gubernamental.
Ante la crítica
situación, el Arzobispo Mora y del Río, el 4 de febrero de 1926, declaró públicamente
que no se podía reconocer lo decretado en los artículos 3, 5, 27 y 130 de la
constitución política.
Los católicos organizados,
crearon la Liga Defensora de la Libertad
Religiosa, y publicaron un folleto en el que se condenaba el Texto
Constitucional.
El Papa reinante Pío XI, escribió, al
efecto, una carta pastoral en la que expresó que el gobierno mexicano había
emitido tan injustas medidas gubernamentales, que “no merecen el nombre de leyes”.
En cuanto sube al
poder Plutarco Elías Calles
(1924-1928), socialista, radical y masón, determinó hacer aplicación rigurosa de las leyes anticlericales.
El Episcopado Mexicano estaba dividido.
La gran mayoría de
los obispos eran “conciliadores”, dispuestos a pactar con el régimen con tal de llegar
a un acuerdo que devolviese la libertad a la Iglesia.
Había un grupo de
prelados que constituían una facción diplomática-legalista, dirigida por el
obispo de Tabasco, Pascual Díaz, así como por los ordinarios Ruiz y Flores, y
Banegas y Galván, Vicepresidente del Comité Episcopal Mexicano y Obispo de
Querétaro, respectivamente. Estos estaban alineados a la “estricta legalidad
jurídica” y eran también muy del agrado del Cardenal Pietro Gasparri,
secretario de Estado de Pío XI.
Desde luego, también
existía la facción conservadora, llamada
“radical”, integrada por un grupo reducido de obispos que enseguida se
mencionan.
Sin embargo, ante
los acontecimientos, el poder civil tuvo una reacción tan drástica que “hizo
vacilar la línea” conciliadora, y empujó a los prelados a adoptar contramedidas
enérgicas.
Llegado el verano de
1926, la situación se hizo insostenible y el Episcopado tomó la decisión extrema de suspender el culto, como una
medida de presión a las autoridades políticas con el fin de exhibirlos como
perseguidores de los católicos ante el pueblo y ante la opinión pública
internacional.
Se había llegado al
límite de lo soportable. El pueblo se levantó en armas contra el ateísmo, el
sectarismo y los atropellos; pero conviene puntualizar que lo que provocó la
insurrección armada de los católicos, no
fue la persecución religiosa promovida por los revolucionarios, mismos que
venían azotando a la nación desde hacía
ya mucho tiempo, sino la
suspensión del culto público que el
episcopado ordenó el 24 de julio de 1926, junto con el cierre de las iglesias y
la privación de los sacramentos.
Los obispos declararon:
“En la imposibilidad en que estamos de
mantener el ejercicio del ministerio sacramental…, (y) habiendo consultado al
Santo Padre, Su Santidad Pío XI, y obtenido su aprobación ordenamos que a partir del 31 de julio… se suspenda en todas las
Iglesias de la República el culto público que requiera intervención del
ministerio sacerdotal”.
¡Medida inaudita
hasta entonces en la historia de la Iglesia!
Continuará en entradas subsecuentes...