CONSOLACIONES A LOS FIELES EN
TIEMPOS DE PERSECUCIÓN O DE HEREJÍA
El padre Demaris[1], que veía a los fieles amenazados de
quedarse sin sacerdotes,
su Caridad, aunque
encarcelado, le hizo escribir, por requerimiento de ellos y para
su consuelo la Regla de Conducta que sigue:
Mis queridos hijos: Pedís una regla de conducta. Voy a
mostrárosla y a tratar de llevar a vuestras almas el consuelo que necesitáis.
Jesucristo, el modelo de los cristianos, nos enseña con su conducta lo que
debemos hacer en los penosos momentos en que nos hallamos.
Todo lo que veis, todo lo que
oís, es atemorizador. Pero consolaos: se está cumpliendo la voluntad de Dios.
Vuestros días están contados, su Providencia gravita sobre vosotros. Amad a
esos hombres que la humanidad presenta como bestias salvajes. Son instrumentos
que el cielo utiliza para sus designios y, como un mar enfurecido, no
traspasarán el límite prescripto contra las olas que oscilan, se agitan y
amenazan.
Os diré pues lo que San Pedro a los primeros
fieles: “Es una gracia que por consideración a Dios se soporten dolores injustamente
padecidos.
Los discípulos de Jesucristo, en su fidelidad a Dios, son fieles a su
patria, y plenos de sumisión y respeto hacia las autoridades. Abroquelados en sus
principios, con una conciencia irreprochable, adoran la voluntad de Dios. No
han de huir cobardemente de la persecución. Cuando se ama la cruz, se es audaz
para abrazarla y el amor mismo nos regocija. La persecución es necesaria para
nuestra íntima unión con Jesucristo. Puede desatarse a cada instante, pero no
siempre tan meritoria ni tan gloriosa”.
He aquí, mis queridos hijos,
cuáles deben ser vuestras disposiciones. El escudo de la fe debe armarnos, la
esperanza sostenernos y la caridad dirigirnos en todo. Si en todo y siempre hay
que ser simples como las palomas y prudentes como las serpientes, tanto más
cuando somos afligidos a causa de Jesucristo.
Os recordaré ahora una máxima de San Cipriano que, en estos momentos,
debe ser la regla de vuestra fe y vuestra piedad: “No busquemos demasiado, dice
este ilustre mártir, la ocasión del combate y no la evitemos demasiado.
Aguardémosla de la orden de Dios y esperemos todo de su misericordia. Dios
requiere de nosotros más bien una humilde confesión que un testimonio demasiado
audaz”.
La humildad es toda nuestra fuerza. Esta máxima nos invita a meditar
sobre la fuerza, la paciencia e incluso la alegría con que los santos
sufrieron.
Ved lo que San Pablo dice. Os convenceréis de que cuando uno está animado
por la fe, los males no nos afectan más que en lo exterior y no son más que un
instante de combate que la victoria corona. Esta verdad consoladora sólo puede
ser apreciada por el justo.
Amar a Dios y no temer más que a Él es patrimonio del pequeño número de
los elegidos. Este amor y este temor forma a los mártires, desapegando a los
fieles del mundo y apegándolos a Dios y a su santa ley.
Para mantener este amor y temor en sus corazones, velad y orad,
incrementad vuestras buenas obras y unid a ello las instrucciones edificantes
de que los primeros fieles nos dieron ejemplo.
Esta práctica os será tanto más saludable cuanto más privados estéis de
los ministros del Señor, que alimentaban vuestras almas con el pan de la palabra.
Parecéis abandonados a vosotros mismos,
pero este abandono, a los ojos de la Fe, ¿no podría seros saludable? La fe es
lo que une a los fieles.
Por legítima que sea vuestra desolación, no
olvidéis que Dios es vuestro Padre y que, si permite que carezcáis de los
mediadores instituidos por El para dispensar sus misterios, no cierra por eso
los canales de sus gracias y sus misericordias. No busquemos más que la verdad
y nuestra salvación en la abnegación de nosotros mismos, en nuestro amor a Dios
y en una perfecta sumisión a su voluntad.
Vosotros conocéis la eficacia de los sacramentos, sabéis la obligación a
nosotros impuesta de recurrir al sacramento de la penitencia para purificarnos
de nuestros pecados. Pero para aprovechar de estos canales de misericordia se
necesitan ministros del Señor. ¡En la situación en que estamos, sin culto, sin
altar, sin sacrificio, sin sacerdote, no vemos más que el cielo! ¡Y no tenemos
mediador alguno entre los hombres!… Que este abandono no os abata. La fe nos
ofrece a Jesucristo, ese mediador inmortal. El ve nuestro corazón, oye nuestros
deseos, corona nuestra fidelidad. A los ojos de su misericordia todopoderosa
somos ese paralítico enfermo hacía treinta y ocho años (Juan, cap. 5) a quien
para curarlo le dijo no que hiciera venir a alguno que lo arrojara a la
piscina, sino que tomara su camilla y anduviera…
Ahora tenemos un solo talento que es nuestro corazón. Hagamos que
fructifique y nuestra recompensa será igual a la que recibiríamos de haber
hecho fructificar más. Dios es justo. No pide de nosotros lo imposible. Pero
porque es justo pide de nosotros la fidelidad en lo que es posible. Con todo
respeto por las leyes divinas y eclesiásticas que nos llaman al sacramento de
la penitencia, debo deciros que hay circunstancias en que estas leyes no
obligan. Es esencial para vuestra instrucción y vuestra consolación que
conozcáis bien tales circunstancias, a fin de que no toméis el propio espíritu
de vosotros por el de Dios.
Si en el curso de nuestra vida hubiéramos descuidado el más pequeño de
los recursos que Dios y su Iglesia instituyeron para santificarnos, habríamos
sido hijos ingratos; pero si se nos diera por creer que, en circunstancias
extraordinarias, no podemos prescindir aun de los mayores de esos recursos,
olvidaríamos e insultaríamos a la sabiduría divina que nos pone a prueba y que,
queriendo que nos veamos privados de ellos, los suple con su espíritu.
Es verdad de fe que el primero y
más necesario de los sacramentos es el bautismo: es la puerta de la salvación y
de la vida eterna. Pero el deseo, el anhelo del bautismo es suficiente en
ciertas circunstancias. Los catecúmenos sorprendidos por las persecuciones no
lo recibieron sino en la sangre que derramaron por la religión. Hallaron la
gracia de todos los sacramentos en la confesión libre de su fe y fueron
incorporados a la Iglesia por el Espíritu Santo, vínculo que une todos los
miembros a la cabeza.
Así se salvaron los mártires. Su sangre les sirvió de Bautismo.
Cuando uno tiene el espíritu de Jesucristo, cuando por amor a El
quedamos expuestos a la persecución, privados de toda ayuda, agobiados por las
cadenas del cautiverio, cuando se nos conduce al cadalso, entonces tenemos en
la Cruz todos los sacramentos. Este instrumento de nuestra redención contiene
todo lo necesario para nuestra salvación.
San Ambrosio consideró santo al piadoso emperador Valentiniano, aunque
murió sin el bautismo, que había deseado, sin poder recibirlo. El deseo, la
voluntad es lo que nos salva. “En tal caso, dice este santo doctor de la Iglesia,
quien no recibe el sacramento de la mano de los hombres, lo recibe de la mano
de Dios. El que no es bautizado por los hombres, lo es por la piedad, lo es por
Jesucristo”. Lo que nos dice del bautismo este gran hombre digámoslo de todos
los sacramentos, de todas las ceremonias y todas las oraciones en los momentos
actuales.
Quien no puede confesarse a un sacerdote, pero, teniendo todas las
disposiciones necesarias para el sacramento, lo desea y tiene un anhelo firme y
constante de él, oye a Jesucristo que, tocado por su fe y testigo de ella, le
dice lo que una vez a la mujer pecadora: “Vete. Mucho te está perdonado porque
has amado mucho” (Lucas 7. 36-48).
Rodeados por esos extremos que
son las pruebas de los Santos, si no pudiéramos confesar nuestros pecados a los
sacerdotes, confesémoslos a Dios. Siento, hijos míos, vuestra delicadeza y
vuestros escrúpulos. Que cesen y que aumenten vuestra fe y vuestro amor por la
cruz. Decíos a vosotros mismos, y con vuestra conducta decid a todos los que os
vean, lo mismo que decía San Pablo: “¿Quién me separará de la caridad de
Jesucristo?” (Romanos 8.35).
Vuestra conducta es una verdadera confesión
ante Dios y ante los hombres. Si la confesión debe preceder a la absolución,
aquí vuestra conducta debe preceder a las gracias de santidad o de justicia que
Dios os dispense; y es ésta una confesión pública y continua. La confesión es
necesaria, dice San Agustín, porque incluye la condenación del pecado. Aquí lo
condenamos tan pública y solemnemente que ella es conocida en toda la tierra. Y
esta condenación, que es la causa de que no podamos acercarnos a un sacerdote,
¿no es mucho más meritoria que una acusación de pecados particular y hecha en
secreto? ¿No es más satisfactoria y más edificante? La confesión secreta de
nuestros pecados al sacerdote nos costaba poco. ¡Y la que hacemos hoy es
sostenida por el sacrificio general de nuestros bienes, de nuestra libertad, de
nuestro reposo, de nuestra reputación e incluso tal vez de nuestra vida!
La confesión al sacerdote casi no era útil más que para nosotros,
mientras que la que hoy hacemos es útil para nuestros hermanos y puede servir
para la Iglesia entera. Dios, por indignos que seamos, nos hace la gracia de
querer servirse de nosotros para mostrar que ofender la verdad y la justicia es
un crimen enorme, y nuestra voz será tanto más inteligible cuanto mayores los males
y mayor la paciencia con que los suframos.
El hábito y la facilidad que teníamos para confesarnos, nos dejaba a
menudo en la tibieza, mientras que hoy, privados de confesores, uno se repliega
sobre sí mismo y el fervor aumenta. Consideremos esta privación como un ayuno
para nuestras almas y una preparación para recibir el bautismo de la penitencia
que, vivamente deseado, se convertirá en un alimento más saludable. Intentemos
apartar de nuestra conducta, que es nuestra confesión ante los hombres y nuestra
acusación ante Dios, todos los defectos que pudieran haberse deslizado en
nuestras confesiones ordinarias; sobre todo la poca humildad interior.
Cuando se confía en Dios no hay que hacerlo
a medias; sería carecer de confianza el considerar que los recursos con los que
Dios llama y conserva son incompletos y dejan algo que desear en el orden de la
gracia. En la sabiduría, la madurez y la experiencia de los ministros del Señor
encontraban consejos y prácticas eficaces para evitar el mal, hacer el bien y
avanzar en la virtud. Nada de eso hace al carácter sacramental, sino a las
luces particulares. Un amigo virtuoso, celoso y caritativo puede ser en esto
vuestro juez y vuestro director. Las personas piadosas no iban al tribunal de
Dios a buscar sólo instrucciones y luces; se abrían a personas notables por su
santa vida en conversaciones familiares. Haced otro tanto. Pero que la caridad
más recta reine en este comercio mutuo de vuestras almas y vuestros deseos.
Dios os bendecirá y encontraréis las luces que necesitáis. Si este recurso os
fuera imposible, descansad sobre las misericordias de Dios. Él no os
abandonará. Su espíritu hablará por sí mismo a vuestros corazones mediante
inspiraciones santas que os inflamarán y dirigirán a los objetivos augustos de
vuestros destinos.
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