Progreso en la contemplación y progresos en la virtud
Se abrigaba la esperanza de adelantar, de adelantar más, de adelantar siempre en los caminos místicos, pero pasan los meses, pasan los años y nos encontramos casi en el principio, si es que no tenemos la impresión de haber retrocedido. La prueba es fuerte, y estamos tentados de desaliento y aun tal vez de mirar atrás, pero será ciertamente sin motivo fundado. El deseo de avanzar en los caminos místicos es enteramente legítimo en sí, y tenemos derecho a manifestarlo en una oración confiada y filial. ¿No estamos en lo cierto al pensar que nuestras comunicaciones con Dios nos traerán, elevándose, un aumento de luz y de fuerza, que estrecharán la unión de amor y perfeccionarán el ejercicio de las virtudes?
Pero semejante deseo necesita templarse por un fiel abandono. Quiere Dios ser siempre dueño de los dones que se propone comunicarnos; resérvase el tiempo y la medida en que nos los ha de conceder, a fin de conservarnos en la dependencia y la humildad. Una vez que haya comenzado a colmarnos de favores, no sabemos si quiere concedernos mayores, conservarnos los concedidos o retirárnoslos. Hay dones místicos que se conceden por determinado tiempo, después Dios los quita sin que se hayan desmerecido. Otro tanto pudiera hacer con las gracias de oración; se puede con todo esperar que nos las continuará dando, y que irán en aumento si somos fieles. Dios empero, que continúa siendo el dueño, nos deja en la ignorancia de sus intenciones, o más bien nos las oculta con cuidado. ¿Qué hacer en tal caso? Debiéramos no abandonar jamás la quietud y la noche de los sentidos, considerándonos felices por la parte que nos ha correspondido: es en verdad hermosa y envidiable si la comparamos a la de tantos otros. No cesemos de alabar a Dios que se ha dignado prevenimos con las bendiciones de su dulzura, y no tengamos otra preocupación que la de hacer fructificar la preciosa semilla que ha depositado en nosotros. El reconocimiento y la fidelidad no pueden menos de regocijar a este buen Padre y abrirle la mano, en tanto que la ingratitud y la negligencia lastimarían su corazón delicado y le inducirían quizá a arrepentirse de sus dones.
El deseo de que hablamos ha de ser paciente, y es preciso saber esperar el momento de la gracia. Según todos los autores, los grados de contemplación pasiva son etapas, períodos, edades espirituales; por lo regular es necesario hacer una larga estancia en cada una de ellas, antes de pasar a la siguiente. Dios así lo ha querido para que estos diversos estados de oración tuviesen tiempo de producir su efecto. Seamos mucho más cuidadosos de aprovechamos plenamente del grado presente, que de subir pronto al inmediato. Por otra parte, ¿no es el adelantamiento espiritual el fruto que ante todo se espera de estas gracias, y el medio más seguro, si Dios fuere servido, de preparar nuevas ascensiones?
Este deseo ha de ser, sobre todo, humilde y vigilante. Si no subimos más aprisa y más alto, proviene esto casi siempre de falta de celo para disponernos y corresponder. Tal es el sentir de Santa Teresa: «Hay, dice, numerosas almas que llegan a este estado -al de la quietud, y habla de sus monasterios muy fervorosos y santamente gobernados-; mas añade la Santa: son muy contadas las que pasan adelante, y no sé yo quién tiene la culpa de ello. Con toda seguridad que no depende de Dios, porque en lo que a El toca, después de haber concedido un tal preciado favor, no cesa, a mi parecer, de otorgar otros nuevos, a menos que nuestra infidelidad no detenga su curso.. Grande es mi dolor cuando entre tantas almas que, a lo que entiendo, llegan hasta ese grado y debieran pasar a otro, veo un tan corto número que lo hagan, que hasta vergüenza me da decirlo.»
San Francisco de Sales adopta el parecer de Santa Teresa, y añade: «Vigilemos, pues, Teótimo sobre el adelantamiento en el amor que debemos a Dios, porque el amor que nos profesa no nos ha de faltar jamás.»
Esta doctrina es por demás confortante, mas nos muestra muy a las claras nuestra responsabilidad. Lejos, pues, de enorgullecerse por haber llegado a la quietud, debe, por el contrario, preguntarse con temor por qué no pasa adelante. Y si parece que apenas avanza, una humilde mirada sobre sí mismo es siempre provechosa. Si hemos detenido por culpa nuestra el curso de las gracias, quitemos sin demora la causa del mal; si la conciencia en nada nos reprende, adoremos con humilde confianza la santa voluntad de Dios, redoblemos nuestro celo para santificar la prueba, y preparar el alma a nuevas gracias mientras llega la hora de que la Providencia obre en nosotros. Cuando uno es fiel a esta práctica, podrá parecer estacionario el grado de oración, pero en realidad la fe resplandecerá con nuevo brillo, crecerán todas las virtudes, los progresos serán más notables en el amor, la confianza y el abandono. ¿Qué más falta? ¿No es este progreso el único esencial y necesario? He aquí el bien que esperábamos en nuestros progresos en los caminos místicos. Si no conseguimos este fin, ¿de qué nos servirá tener una oración más elevada, aunque fuera llena de luces, de ardores y de transportes? Por el contrario, si llegamos a él, ¿qué importa sea por un camino más ordinario, aun cuando fuese por medio de la privación prolongada de estas luces, de estos ardores y de este júbilo?
No lo olvidemos jamás: el progreso real y verdadero, el que constituye el blanco de la gracia y de nuestros esfuerzos, el que ha de desearse de modo absoluto, es el progreso en todas las virtudes, particularmente en la caridad que es su reina. Tal vez no será del todo inútil aclarar más nuestro pensamiento. El amor tiene su asiento en la voluntad, y con frecuencia actúa sobre las facultades inferiores, llegando así a hacerse como visible y palpable, dando a veces lugar a verdaderos transportes. Cuanto es más sensible, más nos impresiona y más deseable nos parece; entonces es completo y su fuerza se acrecienta, pues en él concentran nuestras facultades todas sus energías. A pesar de esto, no son estas brillantes luces, ni esta embriaguez piadosa, no es esta especie de efervescencia lo que principalmente ha de desearse; porque puede suceder, y de hecho sucede, que semejante amor sea más sensible que espiritual, y que en definitiva tenga menos valor que brillantez. Al contrario, puede ser el amor espiritual sin acción alguna sobre las facultades sensibles, pasando en tal caso poco menos que inadvertido por más que pueda ser vivísimo y lleno de fuerza. El amor se ha de juzgar por sus frutos y no por sus flores: las obras son la prueba, y ellas dan la verdadera medida. El amor sólido y profundo es el que une fuertemente nuestra voluntad a la de Dios; es perfecto cuando nos lleva a un mismo querer y no querer con Dios, lo cual supone un desasimiento de todas las cosas y la muerte a sí mismo.
Tal es el fin que hemos de perseguir. El progreso en la contemplación no es sino uno de los caminos para llegar a él, pero no es necesario, y él sólo tampoco bastaría.
«Algunas religiosas dice San Alfonso- han leído los autores místicos, y helas llenas de ardor por esta unión extraordinaria que los maestros llaman pasiva. Mejor querría yo que deseasen la unión activa, es decir, la perfecta conformidad con la voluntad de Dios», en la que, decía Santa Teresa, «consiste la verdadera unión del alma con Dios». Por esta razón, añade ella dirigiéndose a las almas favorecidas con sólo la unión activa: «Tal vez tengan más mérito, pues les es necesario el trabajo personal, y Dios las trata como a almas fuertes... Nadie duda que, sin la contemplación infusa y con la sola gracia ordinaria, se puede mediante sucesivos esfuerzos destruir la propia voluntad y transformarla toda en Dios; desde luego que únicamente hemos de desear y únicamente hemos de pedir que Dios haga en nosotros su voluntad. He aquí, pues, según San Alfonso la transformación por amor, la perfecta conformidad de nuestra voluntad con la de Dios; hay empero dos caminos, el activo y el pasivo. Es inútil observar que se ha de pedir la perfecta conformidad, el Santo Abandono, y él tan sólo de un modo absoluto, puesto que es el único fin. En cuanto a la elección de caminos y medios, pertenece a Dios hacerlo a su gusto. Sin embargo, nos está muy permitido desear las oraciones místicas y pedir su progreso, si tal es el beneplácito divino; la enseñanza tradicional es categórica sobre el particular, y San Alfonso que se separa algún tanto en este punto, conviene por lo menos en que si se tiene el germen de estas gracias, se puede desear su desenvolvimiento.
¿Quién no conoce la estima y el amor de Santa Teresa por las oraciones místicas? Cuanto éstas son más elevadas y frecuentes, tanto pondera su poderosa eficacia para darnos de ellas grandiosa idea, haciéndonoslas desear como bienes inestimables, e incitándonos a adquirirlas, si a Dios pluguiese, sin reparar en el precio. En ninguna parte excluye la santa de este deseo y de este empeño de adquisición la unión plena, la unión extática, ni el mismo desposorio espiritual; y en confirmación pueden citarse numerosos pasajes de sus escritos. A pesar de los magníficos elogios que otorga a la oración de unión, prefiere, sin embargo, la unión de voluntad, como se prefiere el término al camino, el fruto a la flor. Es «esta unión de voluntad la que deseó toda su vida y siempre pidió a Nuestro Señor». «La oración de unión es el camino abreviado», el medio más rápido y más poderoso para conducirnos a él. Pero no pasa de ser uno de los caminos y no el término. «Lo repito, añade ella, nuestro verdadero tesoro es una humildad profunda, una gran mortificación y una obediencia que, viendo al mismo Dios en el Superior, se somete a todo lo que manda... Ahí está la señal más cierta del progreso espiritual, y no en las delicias de la oración, en los raptos, en las visiones y otros favores de este género que Dios hace a las almas cuando le place.»
En idéntico sentido decía San Felipe de Neri: «La obediencia, la paciencia y humildad son de más valor para las religiosas que los éxtasis.»
Santa Teresa y San Felipe y San Alfonso conocían por una larga experiencia personal el precio inestimable de la unión plena y del éxtasis. Lejos de ellos, por consiguiente, la culpable ingratitud que desconoce los dones de Dios y la aberración no menos culpable que los desprecia, que aparta de ellos a las almas y pretende dar una lección al Espíritu Santo. Intentaban tan sólo poner en guardia contra posibles ilusiones, y la más funesta sería con seguridad la de tomar estos favores por la santidad misma. Es verdad que son gracias muy preciosas por cuanto vienen de Dios, mas resta el sacar de ellas el mejor partido, en orden a conseguir que la conducta se eleve y se coloque al nivel de la oración.
Por este motivo San Francisco de Sales pudo decir con razón que, si un alma tiene raptos en la oración y no tiene éxtasis en su vida, es decir, si no se eleva por encima de las mundanas concupiscencias de la voluntad e inclinaciones naturales, por la abnegación, la sencillez, la humildad, y sobre todo por una continua caridad, «todos estos raptos son en gran manera dudosos y peligrosos. Son a propósito para atraer la admiración de los hombres, mas no para santificarse; no son otra cosa que entretenimientos y engaños del maligno espíritu. ¡Dichosos los que viven una vida sobrehumana, extática, elevados sobre sí mismos, por más que no sean arrebatados sobre sí mismos en la oración! Muchos santos hay en el cielo que jamás gozaron de raptos o éxtasis de contemplación... Mas nunca ha habido santo que no haya tenido el éxtasis o rapto de la vida y de la operación, levantándose sobre si mismos y sobre sus inclinaciones naturales».
De aquí podrá juzgarse lo que valen las fórmulas: a tal oración, tal perfección; o bien, a tal perfección, tal oración. Tienen un fondo de verdad, porque de ordinario, la oración se eleva a medida que se eleva la vida espiritual y el progreso en la oración es a su vez causa de nuevos progresos en la virtud. Dase, empero, a estas fórmulas un sentido excesivamente absoluto y muy exagerado, si se supone que las ascensiones de la oración corren parejas siempre y rigurosamente con las ascensiones de la vida espiritual. Esto no es verdad, por lo menos en lo que concierne a la oración mística. Esta es siempre una gracia que Dios no la debe jamás a nadie, ni siquiera al alma más fiel. La da a quien quiere y en la medida que le agrada, y es un magnífico instrumento de trabajo; falta que se sepa hacer uso de él. En la suposición de que varias almas ofrezcan un mismo grado de preparación y de correspondencia, puede Dios no dar estas gracias místicas a unas y dárselas a otras, si tal fuere de su agrado. En tal caso, no hay fundamento para juzgar por sólo esto del grado de su perfección, comparándolas entre sí. San José de Cupertino abundaba en éxtasis, ¿y es por eso mayor que San Francisco de Sales o San Vicente de Paúl, que no fueron tan favorecidos? En nuestros tiempos Dios coima de sus diversos dones místicos a Gemma Galgani, y a muchos otros, mas no los prodiga con tanta profusión a Sor Isabel de la Trinidad, ni a Santa Teresa del Niño Jesús. ¿Queremos con esto decir que las últimas sean menos santas que las primeras? Sólo Dios lo sabe; con todo, nadie ignora que no por eso Santa Teresa del Niño Jesús ha dejado de convertirse en el gran taumaturgo de nuestros días, y que su vida se ofrece como ideal de perfección religiosa.
Todo cuanto llevamos dicho a propósito de la contemplación mística se resume en estas solas palabras con las que terminábamos Los Caminos de la Oración mental; «La mejor oración no es la más sabrosa, sino la más fructuosa: no es la que nos eleva por las vías comunes o místicas, sino la que nos torna humildes, desasidos, obedientes, generosos y fieles a todos nuestros deberes. Cierto que estimamos en mucho la contemplación, a condición, sin embargo, de que una nuestra voluntad con la de Dios, que transforme nuestra vida, o nos haga a lo menos avanzar en las virtudes. No hemos, pues, de desear los progresos en la oración sino para crecer en perfección, y en vez de escudriñar con curiosidad el grado a que han llegado nuestras comunicaciones con Dios, nos fijaremos más bien en si hemos sacado de ellas todo el provecho posible para morir a nosotros mismos y desarrollar en nuestra alma la vida divina.»