El mismo día de la institución de la Eucaristía, estando todavía en el Cenáculo, Nuestro Señor dirigió á sus Discípulos una palabra admirable, salida como ardiente llama del fondo de su Corazón: «Os amo: Ego dilexi vos. Parémonos aquí un poco, y meditemos bien esta palabra. ¡Oh cuán dulcemente suena en los labios del soberano Señor del universo, del Dios de la eternidad! ¡Cuán buena y consoladora es para el alma verdaderamente cristiana! «Os amo,» dice Jesús. Si un gran rey se dignase entrar un día en la choza del último de sus vasallos para decirle: «Te amo, y he venido aquí expresamente para decírtelo,» ¡qué gozo no sentiría aquel pobre hombre! Si un Ángel del cielo ó un Santo, si la misma inmaculada Virgen María, Reina de todos los Santos, se dignase aparecerse de repente á algún pobre pecador, y decirle públicamente en presencia de todos: «Te amo; tuyo es mi corazón!» ¡qué pasmo, qué transportes no experimentaría aquel pecador!
Pues bien, ved aquí infinitamente más; ved al Rey de reyes, al Santo de los santos, al soberano Señor del cielo, bajar expresamente acá abajo para decirnos á nosotros, pobres pecadores: «Os amo:» Yo, Criador de todas las cosas; Yo, que gobierno todo el universo; Yo, que poseo todos los tesoros del cielo y de la tierra; Yo, que hago todo lo que quiero, sin que nadie pueda resistir á mi voluntad; Yo os amo! Ego dilexi vos. ¡Qué consuelo, dulce Redentor mío! ¿No hubiera sido ya demasiado decirnos: «Pienso algunas veces en vosotros: fijo mi vista en vosotros una vez al año; tengo algunos buenos designios sobre vosotros?» O o o Mas no: queréis asegurarnos que nos amais, y que vuestro divino Corazón está lleno de ternura por nosotros; por nosotros, que nada somos; por nosotros, gusanos de la tierra, criaturas ingratas que os hemos crucificado, y que tantas veces hemos merecido el infierno! Pero ¿Cómo nos ama el adorable Corazón del Salvador? Escuchad: Sicut dilexit me Pater; los amo como me ama mi Padre; os amo tan de Corazón, con el mismo amor con que mi Padre me ama á Mí. ¿Y cuál es ese amor con que Dios-Padre ama á su Hijo? Es un amor que reúne cuatro grandes cualidades; cualidades que se hallan por consiguiente en el amor que Jesús nos tiene.
Es ante todo un amor infinito, es decir, sin límites y sin medida: amor incomprensible é inefable; amor tan grande como la esencia misma de Dios. Medid, si podéis, la extensión y grandeza de la divina Esencia, y mediréis la del amor del Padre á su Hijo Jesús; solamente entonces podréis medir la grandeza y extensión del amor que nos tiene Jesús. En segundo lugar, el amor del Padre á su Hijo es eterno. La eternidad es la duración invariable, inmutable; la duración perpetua, sin principio ni fin.
¡Oh Jesús, Verbo eterno! bien merecéis este amor, que compensa «leí todo las defecciones de vuestras criaturas, ya rebeldes, ya simplemente débiles, tibias, inconstantes. Pues bien, con ese mismo amor eterno con que Jesús es amado de su Padre, nos cabe la dicha de ser amados de Jesús; porque, es preciso no olvidarlo, en su Encarnación, aunque hombre verdadero, continúa siendo la segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Persona eterna del Unigénito de Dios. Jesucristo, pues, nos ama con amor verdaderamente eterno. No bastará la eternidad para devolver amor por amor, un amor sin fin por un amor eterno. ¿ Y qué hacemos nosotros en el tiempo? ¿Amamos á Jesucristo? ¡Ay! ¡cuán ingratos somos perdiendo este precioso tiempo, semilla de la eternidad, en amar la tierra y sus bagatelas! En tercer lugar, el amor del Padre celestial á su Hijo es universal, es decir, que llena todos los corazones del cielo y de la tierra. Llena el cielo; pues el Padre ama á Jesús con todos los Ángeles y Bienaventurados.
Llena la tierra; porque ama también á Jesucristo en unión de los corazones de todos los fieles. En efecto, ¿Qué es en el fondo ese divino amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, sino el amor sustancial y personal, el Espíritu de amor, el Espíritu Santo? Con este mismo amor me ama mi Salvador. E se mismo Espíritu es el que á todos se nos ha dado, y el que difunde ese amor en nuestros corazones. Jesús me ama por el corazón y en el corazón de la Santísima Virgen, de San José, de cada uno de sus Ángeles y Santos. ¡Qué inmensidad! Me ama por el corazón y en el corazón de todos los miembros de su Iglesia, comenzando por el Papa, por mi Obispo, por todos los sacerdotes que aman y cuidan de mi alma, por todos mis bienhechores. Más aún: por un efecto de este admirable y universal amor, prohíbe á todos los hombres, bajo pena de pecado y de condenación, que dañen á mi alma, á mi cuerpo, á mi reputación y á mis bienes; y además de esto les manda que sean verdaderamente hermanos míos, amándome como á ellos mismos. ¿Es posible llevar más lejos la solicitud del amor? Así, como dice San Agustín, < el cielo y la tierra, y todo lo que contienen, no cesan de decirme que debo amar á mi Dios.» ¡Dios amándome en todas partes; y yo, ingrato, ofendiéndole en todas! ¡Ah! no lo permitáis ya más, bondadosísimo Salvador, antes bien haced que os ame y bendiga siempre.
Finalmente, el amor que el Padre tiene al Hijo es esencial y total, es decir, un amor de todo su sér. Este divino Padre ama á su Hijo Jesús con todo lo que es, siendo todo amor para con El. El amor que Jesucristo se digna tenernos es igualmente un amor esencial, un amor total, pues nos ama con todo lo que es y con todo lo que tiene. Su divinidad, su humanidad, su alma, su cuerpo, su sangre, todos sus pensamientos, palabras y acciones; sus privaciones, humillaciones y sufrimientos; su vida y su muerte; sus méritos y su gloria; todo en El está empleado en amarnos.
Pero, sobre todo, emplea en amarnos su sagrado Corazón, como lo ha declarado á muchos Santos, en particular á Santa Brígida, cuyas revelaciones gozan de gran crédito en la Iglesia, diciéndole que en la cruz aquel Corazón adorable se había abierto bajo la presión del dolor y del amor. «Mi Corazón, le dijo Jesús, estaba sumido en un océano de sufrimientos.
Vi á mi Madre y aquellos á quienes yo amaba bajo el peso de la aflicción: mi corazón se partió bajo la violencia y el esfuerzo del dolor, y entonces fue cuando mi alma se separó de mi cuerpo.» ¡Gran Dios! y por mí se cumplieron estas divinas maravillas; yo indignísimo pecador, soy el objeto de aquel exceso1 de que hablaban Moisés y Elías con Jesús glorificado en el Tabor! ¡Jesús me ama con el mismo amor con que le ama su Padre, amor infinito, eterno, universal, esencial! ¿Cuándo, pues, abriré los ojos para no perder de vista el amor que me tiene mi Salvador? ¿Cuándo amaré con todo mi corazón á este buen Jesús, que se digna amarme tanto, y que para estar todavía más seguro de obtener mi corazón, me promete una eternidad bienaventurada, si consiento en devolverle amor por amor? Y como si esto no bastase, me amenaza con el fuego eterno del infierno si rehusó amarle. ¡Oh Jesús! de hoy más quiero amaros como Vos me amais: totalmente, sin restricciones, con todas veras, con todo mi corazón. Tened piedad de mi flaqueza, que me hace desfallecer tan á menudo en este querer mío, no obstante ser muy sincero. Ayudadme Vos, Virgen Santísima, á ser en lo sucesivo constante y enteramente fiel á vuestro divino Hijo.