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lunes, 15 de abril de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14. EL ABANDONO EN LAS VARIEDADES ESPIRITUALES DE LA VÍA MÍSTICA

 


Artículo 1º.- Vía ordinaria o vía mística 

No hablaremos por el momento sino de la oración. y solamente con relación al santo abandono. 

¿Cuál es el fin de la oración? Por ella nos proponemos rendir a Dios nuestro homenaje; mas también hemos de buscar en ella la reforma de nuestras costumbres y el acrecentamiento de todas las virtudes, en especial de la caridad divina, con el fin de crecer en la vida de la gracia, y por consiguiente en la vida de la gloria. La oración nos encamina a este fin, mediante los actos que en ella se hacen, las gracias que se obtienen y las santas disposiciones en que nos deja. Y la mejor para nosotros será siempre aquella que de una manera afectiva y con más acierto nos conduzca a todo esto. 

El venerable P. Luis de la Puente decía, pues, con mucha razón: « El punto capital -en los caminos de la oración-, es que las almas enderecen sus meditaciones a la reforma de sus costumbres, y que estén bien persuadidas de que las luces espirituales son de muy escaso valor sin la práctica. Es, pues, necesario que se aprovechen de las gracias de la oración y de las luces que en ella reciben, para hacer cada día nuevos progresos en la virtud, para llegar a ser más serviciales, más obedientes, más dulces, más pacientes, más desprendidas de sí mismas, más amigas de los empleos bajos, más indiferentes en la estima y afecto de las criaturas, más cuidadosas de quebrantar su voluntad y de moderar la impetuosidad de sus deseos.» 

En otra parte, añade el mismo autor con el P. Baltasar Álvarez: « En fin principal de una buena oración y el mejor fruto que de ella resulta consiste en dar a Dios todo lo que nos pide, conformarnos en todo con las disposiciones de su Providencia relativas a nosotros, teniendo por un bien que nos quite la salud, el honor, los bienes y las comodidades temporales, que nos prive de sus favores o nos retire su presencia, dejándonos en las tinieblas y en los hielos del invierno; que nos entregue como presa a las tentaciones, a los temores, a las desolaciones de todo género. Nada más razonable: porque, ¿qué pretende Dios haciéndonos andar por estos duros caminos, sino conseguir por ello mayor gloria y procurar nuestro adelantamiento en la virtud? No hay duda, con tal que seamos fieles y perseverantes y no vayamos a mendigar cerca de las criaturas las consolaciones que El nos niega, y no retrocedamos ante la cruz que nos presenta.»

Rendir a Dios nuestros homenajes es el objeto primario de la oración, pero otro, que nunca debemos perder de vista, es nuestro progreso espiritual: esto es lo que ante todo debemos procurar y pedir con las más vivas instancias y de manera absoluta. Sea cualquiera la forma de nuestra oración, ahí es adonde ha de ir a desembocar: si efectivamente consigue este efecto, importa poco que sea de las más comunes; y si eso no se consigue, ¿de qué nos serviría, aun cuando fuese de las más místicas? «Estas enseñanzas -añade el Venerable P. La Puente- son tanto más necesarias -y deben recordarse- cuanto que muchas almas, aplicadas de lleno a soñar en caminos espirituales, descuidan su reforma y su adelantamiento, lo que es un verdadero engaño, y de donde se sigue que, después de muchos años de oración, han avanzado poco más que al principio de su carrera. Quizá no hay ilusión más funesta para sí misma y para los demás.» 

Dos caminos hay para llegar al fin: el camino ordinario, en que la oración no es manifiestamente pasiva, y el camino místico, en el que domina la contemplación infusa oscura, con las purificaciones pasivas. Las visiones, las revelaciones, las palabras sobrenaturales pueden o no hallarse en este segundo camino. 

¿Bastará el camino ordinario para conducimos a la santidad propiamente dicha? Bossuet declara que «sin las oraciones extraordinarias, se puede llegar a ser un gran santo»; mas se limita a afirmarlo. Según San Francisco de Sales, «muchos santos hay en el cielo que jamás tuvieron éxtasis ni raptos de contemplación, porque ¡cuántos mártires y grandes santos vemos en la historia que nunca tuvieron en la oración otro privilegio que el de la devoción y fervor!». Nadie lo dudará respecto de los mártires; en cuanto a los otros santos, el piadoso doctor sólo habla de éxtasis, pasando en silencio los grados de oración que le preceden. En los procesos de canonización, según hace notar Benedicto XIV, la Iglesia empéñase siempre en comprobar la heroicidad de las virtudes y milagros, pero «hay muchos nombres perfectos que han sido canonizados, sin que se haya tratado si tuvieron la contemplación infusa». ¿Obedece esto a que no se considera al estado místico necesario para la santidad? ¿No se funda más bien este proceder en que es imposible a veces determinar, fuera de tiempo, la existencia y grado de esta contemplación? La cuestión queda incierta en teoría, y de hecho, según el P. Poulain, un estudio histórico conduciría a esta conclusión: que «casi todos los santos canonizados» han tenido la unión mística, y en general intensa; se acostumbra a decir que no la disfrutaron, y tal afirmación es errónea respecto de algunos, y no está suficientemente probada con relación a los demás, faltando los documentos en determinados casos. 

¿Basta el camino ordinario por lo menos para conducir a una elevada perfección? En general se admite. Santa Teresa, como nadie ignora, colma de los más brillantes elogios las oraciones místicas, e invita a desearlas vivamente. No obstante, para consolar a aquellas de sus hijas que no serían elevadas a tal estado, aunque hiciesen cuanto era de su parte, les dice: «Es de suma importancia comprender que Dios no nos conduce a todos por un mismo camino, y que con frecuencia el que es más pequeño a sus propios ojos, es el más elevado en presencia del Señor. Así, por más que todas las religiosas de este monasterio se ejerciten en la oración, no se sigue que todas hayan de ser contemplativas; esto es imposible... - La que no lo es, no dejará de ser muy perfecta, a condición que cumpla fielmente lo que acabo de indicar; podrá aun sobrepujar a las otras en mérito, pues habrá de trabajar más a sus propias expensas. El divino Maestro tratándola como a un alma fuerte, unirá a la felicidad que la reserva en la otra vida todas las consolaciones que no ha disfrutado en ésta... Santa Marta fue una santa, aunque no se dice que fue contemplativa; si lo hubiera sido al modo de su hermana, abismada en una amorosa contemplación, no hubiera hallado nadie para preparar el alimento de Nuestro Señor. Puesto que es indudable que, sea por la oración mental o vocal, servimos siempre a este divino huésped, ¿qué nos importa llenar nuestras obligaciones con El más bien de una manera que de otra?» 

San Francisco de Sales usa idéntico lenguaje: «Hay personas muy perfectas, a las que nuestro Señor jamás concedió semejantes dulzuras ni estas quietudes; todo lo ejecutan con la parte superior de su alma y hacen morir su propia voluntad en la de Dios, gracias a notables esfuerzos y haciendo un llamamiento heroico a la razón; y esta muerte es en ellas la muerte de cruz, la cual es mucho más excelente y generosa que la otra.» De aquí concluye Bossuet, que «es un error hacer consistir el mérito y la perfección en el estado activo o pasivo. A Dios pertenece juzgar el mérito de las almas a quienes favorece con su gracia según las disposiciones que les inspira, y según los grados de amor divino -y otras virtudes- de sólo El conocidas». Concluyamos con el P. Álvarez de Paz: «Todos los perfectos no son elevados a contemplación perfecta, porque Dios todopoderoso tiene otros caminos para hacer perfectos y santos. En unos obra de un modo admirable por medio de las aflicciones, las enfermedades, las tentaciones y las persecuciones. Forma a otros mediante los trabajos de la vida y por el ministerio de las almas, ejercitado con las más puras intenciones. Conduce a otros a una eminente santidad, por medio de la oración ordinaria y de la mortificación en todas las cosas. Acontece a veces que uno, favorecido con grandes dones de contemplación, hállase inferior en caridad perfecta a otro que no los ha recibido.» 

El camino místico no es, por consiguiente, el único que puede conducir a una elevada perfección, pero es preciso convenir en que lleva a ella más aprisa y más fácilmente. En los Caminos de la Oración mental, «hemos puesto de manifiesto los poderosos resultados de las purificaciones pasivas, en las que Dios mismo, queriendo purificar al alma y simplificarla, obra con exquisita sabiduría que conoce el mal y el remedio, aplicando su mano poderosa, que continúa su obra a pesar de nuestras cobardías y debilidades». Hemos dicho que las oraciones místicas, sobre todo las más elevadas, están dotadas de una incomparable fuerza para iluminar el espíritu, mover el corazón, arrastrar la voluntad, y transformar nuestra vida. La contemplación infusa no es ciertamente ni la perfección ni el medio necesario para llegar a ella; sin embargo, es un maravilloso instrumento de santificación, «la escuela de las heroicas virtudes, el camino más corto y el vehículo más rápido para la perfección, una perla preciosa entre todas; tesoro tan deseable, que un sabio mercader no titubea en vender todos sus bienes por adquirirla». 

Suélese poner fácilmente como objeción los peligros de estos caminos más elevados y menos comunes; pero, «si la contemplación mística ofrece peligros que no es conveniente exagerar, la oración ordinaria tiene los suyos, que no son menos reales, y que tampoco se han de olvidar; y ya que el temor de los peligros no impide que las almas se entreguen a la meditación atraídas por sus ventajas, no hay razón suficiente para sospechar de la contemplación. Las oraciones místicas son una mina de oro, explotémosla; es cierto que ofrecen peligros, mas velemos por nuestra seguridad, sigamos con docilidad la inspiración divina, evitando con el mayor cuidado las emboscadas del enemigo. Por otra parte, la experiencia no tardará en mostrarnos que estas oraciones convienen a las almas generosas dispuestas a sufrirlo todo para unirse a Dios, y no a aquellas que están ávidas de gozar y de elevarse. El contemplativo participará con mayor frecuencia de la crucifixión del Calvario que de las alegrías del Tabor, y si tiene necesidad de ser probado y humillado, la tiene más aún de ser confortado.» 

Otra objeción es el peligro de las lecturas místicas. ¿Será el único? ¿No habrá que temer mucho más la ignorancia, las prevenciones, una especie de idea preconcebida, que cerrarían la puerta al Espíritu Santo? Suponemos, entiéndase bien, que el libro es de santa doctrina y que responde a las necesidades del alma. Y aquí aprovechamos gustosos la ocasión para decir que en los caminos de la oración es particularmente necesario un sabio director, al cual incumbe la elección de las lecturas. Entonces, este peligro provendría no del libro, sino de la misma alma, demasiado ansiosa de gozar y de elevarse. En estas disposiciones todo será peligroso para ella, no sólo las lecturas místicas, sino los libros ascéticos, las consolaciones de la oración ordinaria, y hasta la sagrada Comunión. Es esta lamentable disposición la que se habrá de condenar. 

La contemplación mística depende ante todo del beneplácito divino. «No está Dios obligado -dice Santa Teresa- a distribuirnos en este mundo esas gracias sin las que nos podemos salvar. Distribuye sus favores cuando le place: Dueño de sus bienes, los puede así comunicar sin ofensa de nadie.» «Perfectos hay -dice Álvarez de Paz- a quienes Dios rehúsa este don, a causa de su temperamento poco acomodado para la contemplación... a otros para humillarlos, por el riesgo que corren de estimarse a sí mismos y enorgullecerse con estos brillantes favores; a otros en fin, para realizar disposiciones secretas de su Providencia, que no nos es dado conocer.» Empero, no se ha de exagerar el alcance de esta observación, porque, en sentir de Santa Teresa, «nada desea Dios tanto como hallar a quien dar, y sus dones no aminoran sus riquezas». Por el contrario, cuando más da más se enriquece; ¿acaso no es éste para El el medio más excelente de hacerse conocer, amar y servir? 

Sucede con los dones místicos lo que con cualquier otra gracia; Dios la concede liberalmente, pero «como El quiere y conforme a la disposición y cooperación de cada uno». A nadie debe gracia tan inestimable, por bien preparado que se halle. De ordinario, espera que el alma esté suficientemente purificada y rica ya de virtudes, sin ser aun del todo perfecta. Cuando ella se abre por completo mediante una generosa preparación y una fiel correspondencia, la luz y el amor se precipitan en ella a grandes oleadas, entrando con menor abundancia si el alma se abre sólo a medias. Por consiguiente, siendo en todo la contemplación una gracia, depende en gran parte del celo que se despliegue para disponerse y corresponder a ella: Más adelante diremos que Dios mismo acaba de disponer al alma cuando a El le place por medio de las purificaciones pasivas. La preparación de que aquí hablamos proviene de nuestra iniciativa, mediante el socorro ordinario de la gracia. Consiste, según dejamos dicho en otra parte: 1º En suprimir los obstáculos, reforzando la cuádruple pureza de conciencia, de espíritu, de corazón y de voluntad tan necesaria para toda oración; En disponer positivamente el alma, haciendo de ella un santuario silencioso y recogido, embalsamado con todas las virtudes. Le es necesaria la fe viva, la confianza y el amor; y esto no lo alcanza sin una medida proporcionada de renunciamiento, de obediencia y de humildad. Y naturalmente, más adelantado debe uno hallarse en estas virtudes para la contemplación que para la oración ordinaria. 

Es la doctrina que nuestro Padre San Bernardo no cesa de inculcarnos. Citemos tan sólo el pasaje en que explica estas palabras del Cantar de los Cantares: «Lectulus noster floridus.» «Vos también deseáis, quizá, dice, este reposo de la contemplación, y hacéis bien; sólo que no habéis de olvidar las flores que adornan el lecho del Esposo. El ejercicio de las virtudes ha de preceder al santo reposo, como la flor debe preceder al fruto». Abnegad vuestra propia voluntad, porque si vuestra alma está cubierta de la cicuta y de las ortigas de la desobediencia, ¿podrá darse todo a vos Aquel que amó la obediencia hasta el punto de morir antes que dejar de obedecer? Yo no puedo comprender a algunos de entre nosotros: nos han turbado por su singularidad, irritado por su impaciencia, despreciado por su obstinación: molestan sin cesar a sus hermanos y hieren la concordia, mas aún tienen «la desvergüenza» de invitar con incesantes ruegos al Dios de toda pureza a tomar reposo en su alma manchada. «Vuestro lecho no es florido, huele mal. Comenzad por purificar vuestra conciencia de toda levadura de ira y de disputa, de murmuración y de envidia. Apresuraos a arrojar de vuestro corazón todo cuanto conozcáis contrario a la paz con vuestros hermanos, a la obediencia para con vuestros superiores. Rodeaos en seguida de flores de todo género de buenas acciones, de buenos deseos, perfumados con los suaves olores de las virtudes. Pensad, practicad todo lo que es verdadero, todo lo que es casto, todo lo que es justo, santo, amable, de buen nombre, todo lo que es virtud y disciplina. Entonces podréis llamar al Esposo con confianza, y decirle con toda verdad: "Nuestro lecho es florido, pues sólo respira piedad, paz, mansedumbre, justicia, obediencia, santa alegría y humildad". Así, pues, los aún novicios en la vida espiritual han "de besar los pies al Salvador", regarlos con las lágrimas de su arrepentimiento. Los que trabajan penosamente en la adquisición de las virtudes "besen las manos del buen Maestro"», y llámenle humildemente en su ayuda; es preciso que aun adoren temblando, que se hagan del todo pequeñas, y el Maestro infinitamente sabio tendrá cuidado de humillarlas antes de elevarlas, y de humillarlas aun después de haberlas elevado. «Porque es necesario que, quien aspira a tan valiosos favores, tenga de sí bajos sentimientos... Cuando veáis que os humilla, es prueba de la proximidad de la gracia... si sabéis sufrirlo todo en silencio y con alegría por Dios.» 

La contemplación mística, en opinión de Santa Teresa, es un convite general al que Nuestro Señor nos invita a todos. Les es, pues, ofrecido y como prometido a las almas de buena voluntad; lo dará a las que se preparen a él por un completo desasimiento, una perfecta humildad, y la práctica de las otras virtudes, y a los que, lejos de detenerse en el camino, marchan con ardor siempre nuevo hacia el feliz término de sus deseos. La Santa exige sobre todo «humildad, humildad, puesto que por ésta se deja vencer el Señor y cede a todos nuestros deseos». Sin duda, esta oración es sobrenatural, y Dios, dueño siempre de sus bienes, no nos conduce a todos por un mismo camino. Sin embargo, « sea el alma humilde y despegada de todo, pero que lo sea de verdad, y no de pura imaginación que con frecuencia engaña, y el divino Maestro le concederá, sin duda, no sólo esta gracia, sino muchas otras también que sobrepasan sus deseos». San Juan de la Cruz tiene idéntico modo de pensar. 

De hecho, por poco que se hojeen los Exordios de Císter, nuestro Menelogio y los Sermones de nuestro Padre San Bernardo, se llega pronto al convencimiento de que la mística ha tenido magnífico desarrollo en nuestra Orden durante muchos años y siglos. Otro tanto sucedió entre los hijos del Pobre de Asís, en el Carmelo, en la Visitación, y en todas las familias religiosas, mientras han conservado el fervor primitivo, especialmente entre las contemplativas y de vida claustral. Santa Teresa afirma que apenas había en sus casas una religiosa que marchase por los caminos de la meditación; las otras, son todas elevadas a la contemplación perfecta. Declara Santa Juana de Chantal que «el atractivo casi general de las Hijas de la Visitación es por una secillísima presencia de Dios y un entero abandono»; lo que no es ya de la oración ordinaria, y lo cual no es de extrañar, dado que el medio ambiente era ideal. Mas declara Scaramelli después de treinta años de misión, «que ha encontrado por todas partes algunas almas a las que Dios conducía por estos caminos místicos a una elevada santidad». En nuestros días, como en los siglos pasados, la experiencia demuestra que Dios se ha reservado no pocas almas a las que favorece con sus más preciosos dones; las hay hasta en el mundo, y en las comunidades religiosas. Esto no lo alcanzará la mayoría de las almas; la muchedumbre quedará siempre en el valle, un buen número subirá las primeras pendientes, y sólo una parte escogida ganará las cumbres. La oración mística será, pues, muy rara en sus grados superiores, pero en sus primeros escalones lo es mucho menos de lo que comúnmente se cree. Tanto más, cuanto que muchas almas son contemplativas sin saberlo su confesor, y hasta sin sospecharlo ellas mismas: «Son éstos, según expresión de Bossuet, los juegos maravillosos de la divina Sabiduría que oculta a las almas lo que les da, y que les hace buscar la contemplación que ya poseen.» 

Debiera, empero, el estado místico ser harto más frecuente. Son numerosas las almas que Dios querría conducir allí y se quedan en mitad del camino. Algunos podrían decir con el enfermo del Evangelio: «Hominem non habeo»; no tengo quien me introduzca en la piscina, y hasta encuentro quienes me impiden entrar en ella. Otras están retenidas por la fatiga, la agitación, los escrúpulos; pero la mayor parte no aprecian esta perla preciosa en su valor, no han hecho lo necesario para conseguirla, no han cultivado suficientemente la abnegación, la obediencia, la humildad. Esta es la causa principal de que no haya más contemplativos. Con razón decía Santa Catalina de Bolonia: «Si hoy se hallase una Magdalena que amase a Dios con más ardor que la del Evangelio, Dios también le correspondería con más amor y le concedería dones más excelentes; si existiera un Francisco que abrazase por El más sufrimientos que San Francisco de Asís, le colmaría de más numerosos y preciados favores; si hubiese una Clara que por su santidad fuese más agradable a Dios que Santa Clara, la enriquecería de gracias más preciosas.» 

De esta exposición dimanan las conclusiones siguientes: No estamos obligados a desear el estado místico, y Dios tampoco lo está a dárnoslo, porque no constituye la perfección, ni el único camino para llegar a ella. 

Tenemos legítimo derecho a desearlo y pedirlo hasta con instancias, por la sobreabundancia de luz y de amor, por el aumento de fuerza que nos proporciona. Es muy bueno tenerlo a la vista, aunque sólo fuese como un ideal lejano, pues sería poderoso estimulante de nuestra actividad espiritual. 

Hemos de disponemos a él, porque, en definitiva, la preparación que de nosotros depende, no es otra cosa sino el fiel cumplimiento de los deberes diarios y la práctica de la mortificación cristiana; y esto se impone a toda alma cuidadosa de su adelantamiento espiritual. No ha de ser nuestro deseo afanoso ni quimérico, ya que cada cosa ha de venir a su tiempo; es necesario arrostrar los duros combates de la vía purgativa y los prolongados trabajos de la vía iluminativa, antes de gustar el reposo de la vía unitiva. Seria una deplorable ilusión descuidar la lucha y el progreso, acariciando la idea de llegar a la contemplación sin ejecutar con celo y sin demora lo que constituye su preparación necesaria. 

Por legítimo que sea nuestro deseo, ha de regularse por la humildad y el abandono. Un alma humilde se juzga indigna de tan encumbrado favor, no se sentirá herida de estar privada de él durante largo tiempo, ni de estarlo para siempre. Con el abandono se hace indiferente por virtud, hasta para una cosa tan deseable cual es la contemplación; no la pretende sino en cuanto Dios la quiere para nosotros, y así se conserva en el orden y la paz, y en caso de falta de éxito se evita la tristeza y el desaliento. 

Deseemos el progreso en la oración, puesto que es un poderoso medio. Deseemos aún con mayor ahínco el progreso en la virtud, puesto que es el fin. Pongamos nuestra solicitud y esfuerzo en hermosear nuestra morada interior, en adornarla con todas las virtudes, en vivir allí con Dios en el silencio y la vida de oración; y, aun suponiendo que nos las rehusase para santificarnos por otro camino, siempre nos quedará como premio de nuestros esfuerzos un rico acrecentamiento de gracia y de gloria. ¿No es esto lo esencial?

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