La Madre de Dios fue tan grande, que la fecha en que Ella entra en el mundo marca una nueva era en la historia del pueblo elegido.
Es la aparición de la criatura que encuentra gracia ante Dios, cuyas oraciones y fidelidad tienen mérito para atraer la misericordia divina y hacer llegar el momento de la Redención.
Podemos decir que la historia del Antiguo Testamento se divide, bajo este punto de vista, en dos partes, antes y después de la Señora. Porque si la historia del Antiguo Testamento es una larga espera del Mesías, esta espera tiene dos aspectos: el momento exacto para la venida del Mesías, que no había llegado, la Divina Providencia estaba, por tanto, permitiendo que esta espera se prolongase durante siglos y siglos. Después el momento bendito en que la Providencia hace nacer a Aquella que conseguirá que el Mesías venga: la Santísima Virgen.
Entonces, su venida al mundo es la llegada de la criatura perfecta, de la criatura que encuentra plena gracia delante de Dios, de la única criatura cuyas oraciones tienen el mérito suficiente para acabar con esa espera y conseguir, por fin, lo que no habían conseguido los ruegos y los sufrimientos de toda la Humanidad.
Existieron los Patriarcas, los Profetas, hubo innumerables almas fieles del pueblo elegido, debe haber habido una que otra alma fiel en medio de la gentilidad, hubo sufrimientos a lo largo de los siglos de espera del Mesías. Pero nada de eso fue suficiente para atraer la misericordia divina y hacer llegar el momento de la Redención. Sin embargo, cuando Dios quiso, Él hizo nacer la criatura perfecta que habría de conseguir esto. Entonces, la entrada de esta criatura perfecta en el mundo de los vivos es el comienzo de su trayectoria, que durante todo el tiempo atrajo bendiciones, atrajo gracias, produjo santificación. Todas las relaciones de los hombres con Dios se modificaron, y comenzó la puerta del Cielo, que estaba trancada, como que a filtrar luces y dejar filtrar esperanzas de que ella sería abierta por el Salvador que debería venir. Todo esto se dio desde el primer momento del nacimiento de María.
La presencia de Ella en la tierra era ocasión de gracias insignes porque era la criatura más contemplativa de todos los tiempos, en relación a la cual ninguna otra contemplativa tuvo, tiene o tendrá paralelo. Ella poseía una irradiación personal y una acción de presencia tan rica en bendiciones, que era el prenuncio de la venida de Nuestro Señor. La Natividad de Ella es la fiesta del inicio del derrocamiento del paganismo.
Podríamos decir que hay alguna relación de esto con la situación del mundo contemporáneo. En nuestra época hay como que una nueva interferencia de la Señora de todos los Pueblos en la historia del mundo, que actúa en las tinieblas del neopaganismo.
El hecho de que la Virgen suscite almas que ya anhelan el Reino de María, que piden la venida del Reino de María, luchan para que el Reino de María venga, estas almas son, mutatis mutandis, o sea, con las debidas adaptaciones, como era Nuestra Señora en el Antiguo Testamento. Aún no ha venido el triunfo del Inmaculado Corazón de María, pero sí algo que es el prenuncio de ese triunfo y que ya comienza a difundir sus gracias, comienza a determinar también movimientos entusiastas de adhesión. Esto es algo como una Natividad que se repite y que prepara el Reino de María profetizado por Ella en Fátima.