8. LOS ESFUERZOS EN EL ABANDONO
Fuera craso error práctico considerar el abandono como
una virtud puramente pasiva y creer que el alma no ha de
hacer otra cosa que echarse a dormir en los brazos divinos
que la llevan. Sería olvidar este principio de León XIII, «no
existe ni puede existir virtud puramente pasiva». Además de
que implicaría un falso concepto del divino beneplácito.
Como toma una madre a su pequeñito y después de
colocarlo donde quiere, éste se ve puesto allí sin haber hecho
de su parte más que dejarse manejar; así pudiera
seguramente haberse Dios con nosotros; podría levantarnos al
grado de virtud que le agradase, enmendar súbitamente un vicio obstinado y rebelde, preservarnos para siempre de
ciertas tentaciones, etc.; y a las veces lo hace; pues al fin esas
elevaciones súbitas y esas transformaciones repentinas no
son cosas que excedan su poder. Sin embargo, continuarán
siendo la excepción, por cuanto desordenarían sus sabios
planes si fueran demasiado frecuentes. Bien está que a un
niño haya que traerle en brazos, porque no puede andar;
empero Dios nos ha dotado del libre albedrío y no quiere
santificarnos sin nosotros.
Por lo que de tal suerte templará su
acción que nuestros progresos sean justamente obra de su
gracia y de nuestra libre cooperación. Según esto, en los
sucesos que declaran el divino beneplácito, la intervención de
Dios se limitará de ordinario a tomarnos de su mano soberana
y a colocarnos en la situación que El mismo nos haya
deparado, sin consultar para nada nuestras pretensiones y
gustos y aun contrariándolos no pocas veces; nos pondrá en
la salud o en la enfermedad, en consuelos o en penas
interiores, en la paz o en el combate, en la calma o en la
agitación, etc. Veces habrá en que para dicha o desdicha
nuestra nosotros mismos nos hemos ido preparando estos
estados, y muchísimas otras ninguna parte tendremos en ello;
mas como quiera que fuere, lo cierto es que Dios es quien
dispone de nosotros y que por lo mismo, una vez puestos en
tales situaciones, habrá que cumplir con nuestro deber
contando con la gracia de Dios; deber, por cierto, bien
complejo.
Para hacer posible el abandono, ha debido el alma
establecerse con antelación en la santa indiferencia; le queda
persistir en ella mediante la práctica ardua de la mortificación
cristiana, que es trabajo de toda la vida.
Antes de los sucesos el alma se pone en manos de Dios
por una simple y general expectación, sin que excluya la
prudencia; por esta causa, ¡cuánto hay que hacer, por
ejemplo, en la dirección de una casa; en el desempeño de un
cargo para evitar sorpresas y desengaños; en el gobierno de
nuestra alma para prevenir las faltas, la tentación, las
arideces! Todas estas providencias pertenecen a la voluntad
de Dios significada y no se deben omitir so pretexto de
abandono, pues no podemos dejar a Dios el cuidado de hacer lo que nos ha ordenado cumplir por nosotros mismos.
Durante los sucesos es necesario ante todo someterse. En
el Santo Abandono llámase esta adhesión confiada y filial y
amorosa al beneplácito de Dios. Quizá haya que luchar un
tanto para elevarse a esta altura y mantenerse en ella; mas,
aun cuando la sumisión fuese tan pronta y fácil como plena y
afectuosa, y por sencillamente que nuestra voluntad se
someta a la de Dios, siempre hay en esto un acto o
disposición voluntaria. En el Santo Abandono la caridad es la
que está en ejercicio y la que pone en juego otras virtudes. Y
así dice Bossuet: «Es una mezcla y un compuesto de actos de
fe perfectísima, de esperanza entera y confiada, de amor
purísimo y fidelísimo». Si aun después de someterse a la
decisión final, se juzga oportuno pedir a Dios desde el
principio que aleje este cáliz, como hay derecho a hacerlo,
esto constituye de la misma manera un acto o una serie de
actos.
Después de los sucesos se pueden temer consecuencias
desagradables para los demás o para nosotros mismos en lo
temporal o en lo espiritual, como sucede en las calamidades
públicas, en la persecución, en la ruina de la fortuna, en las
calumnias, etc. Si está en nuestra mano apartar estas
eventualidades o atenuarías, haremos lo que de nosotros
dependa, sin aguardar una acción directa de la Providencia,
porque Dios habitualmente se reserva obrar por estas causas
segundas, y puede ser que precisamente cuente con nosotros
en esta circunstancia, lo que con frecuencia nos impondrá
deberes que cumplir.
Después de los sucesos, por ser manifestaciones del
beneplácito divino, hay que hacer brotar también de ellos los
frutos que Dios mismo espera para su gloria y para bien
nuestro: si acontecimientos felices, el agradecimiento, la
confianza, el amor; si desgraciados, la penitencia, la
paciencia, la abnegación, la humildad, etc.; cualquiera que sea
el resultado, un acrecentamiento en la vida de la gracia, y por
consiguiente un aumento de la gloria eterna.
La voluntad de Dios significada no pierde por esto sus
derechos, y salvo las excepciones y legítimas dispensas, es
necesario continuar guardándola; los deberes que ella nos impone forman la trama de nuestra vida espiritual, el fondo
sobre el que el santo abandono viene a aplicar la riqueza y
variedad de sus bordados. Además esta amorosa y filial
conformidad no impide la iniciativa para la práctica de las
virtudes: las Reglas y la Providencia le ofrecen de suyo cada
día mil ocasiones; y, ¿quién nos impide provocar otras
muchas, sobre todo en nuestro trato íntimo con Dios? A la
verdad que no somos sobradamente ricos para desdeñar este
medio de subir de virtud en virtud: el salario de nuestra tarea
ordinaria, por opulento que se le suponga, no debe hacernos
despreciar el magnífico acrecentamiento de beneficios que
puede merecernos dicha actitud.
Henos así bien lejos de una pura pasividad, en que Dios lo
haría todo y el alma se limitaría a recibir. En otra parte diremos
que esta pasividad se encuentra en diverso grado en las vías
místicas, en cuyo caso es preciso secundar la acción divina y
guardarse de ir en contra. Pero aun en estos caminos místicos
la mera pasividad es excepción muy rara. Por poco que se
haya entendido la economía del plan divino y por poca
experiencia que se tenga de las almas, se ha de convenir en
que el abandono no es una espera ociosa, ni un olvido de la
prudencia, ni una perezosa inercia. El alma conserva en él
plena actividad para cuanto se refiere a la voluntad de Dios
significada; y en cuanto a los acontecimientos que dependen
del divino beneplácito, prevé todo cuanto puede prever, hace
cuanto de ella depende. Mas, en los cuidados que ella toma,
confórmase con la voluntad de Dios, se adapta a los
movimientos de la gracia, obra bajo la dependencia y sumisión
a la Providencia. Siendo Dios dueño de conceder el éxito o de
rehusarlo, el alma acepta previa y amorosamente cuanto El
decida, y por lo mismo se mantiene gozosa y tranquila antes y
después del suceso. Fuera, pues, la indolente pasividad de los
quietistas, que desdeña los esfuerzos metódicos, aminora el
espíritu de iniciativa y debilita la santa energía del alma.
Los quietistas pretenden apoyarse en San Francisco de
Sales, pero falsamente. Preciso fuera para eso, entrecortar
acá y allá en los escritos del piadoso Doctor palabras y frases,
aislarlas del contexto y alterar su sentido.
No podemos citarlo íntegramente. Nos compara a la Santísima Virgen, dirigiéndose al templo unas veces en los
brazos de sus padres, otras andando por sus propios pies:
«Así -dice-, la divina bondad quiere conducirnos por nuestro
camino, pero quiere que también nosotros demos nuestros
pasos, es decir, que hagamos de nuestra parte lo que
podamos con su gracia». Como rompe a andar un niño
cuando su madre le pone en el suelo para que camine, y se
deja llevar cuando lo quiere traer en sus brazos, «no de otra
manera el alma que ama el divino beneplácito se deja llevar y,
sin embargo, camina haciendo con mucho cuidado cuanto se
refiere a la voluntad de Dios significada». Este hombre tan
lleno del santo abandono escribía a Santa Juana de Chantal,
que no lo estaba menos: «Nuestra Señora no ama sino los
lugares ahondados por la humildad, ennoblecidos por la
simplicidad, dilatados por la caridad; estáse muy a gusto al pie
del pesebre y de la cruz... Caminemos por estos hondos valles
de las humildes y pequeñas virtudes; allí veremos la caridad
que brilla entre los afectos, entre los lirios de la pureza y entre
las violetas de la mortificación. De mí sé decir que amo sobre
manera estas tres virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza
del espíritu, la sencillez de la vida... No estamos en este
mundo sino para recibir y llevar al dulce Jesús, en la lengua,
anunciándolo al mundo; en los brazos, practicando buenas
obras; sobre las espaldas, soportando su yugo, sus
sequedades, sus esterilidades.» ¿Es éste el lenguaje de una
indolente pasividad? ¿No es más bien la plena actividad
espiritual?
«Yo -decía Santa Teresa del Niño Jesús- desearía un
ascensor que me elevase hasta Jesús; pues soy muy
pequeñita para trepar por la ruda escalera de la perfección. El
ascensor que ha de levantarme hasta el cielo son vuestros
brazos, ¡oh Jesús! »
Mas no se apresuren los quietistas a celebrar su triunfo.
Expresión es ésta de amor, de confianza y sobre todo de
humildad, pues la santa no se propone en manera alguna
permanecer en una indolente pasividad, hasta que el Señor
venga a tomarla y conducirla en sus brazos; antes bien,
trabaja con una grande actividad. «Por eso -añade- no tengo
yo necesidad de crecer, es necesario que permanezca y me haga cada vez más pequeña.»
Y de hecho ella se labrará con la gracia una humildad que se desconoce en medio de los dones, una obediencia de niño, un abandono maravilloso en medio de las pruebas, la caridad de un ángel de paz y como remate de todo, un amor incomparable para Dios, pero un amor «que sabe sacar partido de todo», un amor que, creyendo por su humildad no poder hacer nada grande, no quiere «dejar escapar ningún sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, y quiere aprovecharse de las menores acciones y hacerlas por amor padecer por amor y hasta alegrarse por amor».
¿Habrá necesidad de añadir que todas las almas
verdaderamente santas, en vez de esperar que Dios las lleve
y cargue con ellas y con su tarea, se dan mil mañas para
aumentar su actividad espiritual y sacar de todos los
acontecimientos su propia ganancia? Ejemplo palpable y
evidente de esto lo tenemos en la vida de Sor Isabel de la
Trinidad.