Ante todo, ¿por qué la palabra abandono? Monseñor Gay
va a darnos la respuesta en página luminosa harto conocida: «
Hablamos de abandono -dice-, no hablamos de obediencia...
La obediencia se refiere a la virtud cardinal de la justicia, en
tanto que el abandono entronca en la virtud teologal de la
caridad. Tampoco decimos resignación; pues aunque la
resignación mira naturalmente a la voluntad divina, y no la
mira sino para someterse a ella, pero sólo entrega, por decirlo
así, a Dios una voluntad vencida, una voluntad, por
consiguiente, que no se ha rendido al instante y que no cede
sino sobreponiéndose a sí misma. El abandono va mucho más
lejos. El término aceptación tampoco sería adecuado; porque
la voluntad del hombre que acepta la de Dios... parece no
subordinársele sino después de haber comprobado sus
derechos. De manera que no nos conduce a donde queremos
ir. La aquiescencia casi, casi, nos conduciría... pero, ¿Quién no
ve que semejante acto implica todavía una ligera discusión interior, y que la voluntad asustada primero ante el poder
divino sólo se aquieta y se deja manejar después de tal
discusión y desconfianza? Hubiéramos podido emplear la
palabra conformidad, que es convenientísima y, si cabe, la
consagrada para la materia, como lo hiciera el P. Rodríguez,
que con este título compuso un excelente tratado en su libro
tan recomendable: De la Perfección y Virtudes cristianas. Sin
embargo, este vocablo refleja mejor un estado que un acto;
estado que por lo demás parece presuponer una especie de
ajuste asaz laborioso y paciente. Al pronunciarla surge la idea
de un modelo que un artista se hubiese esforzado por imitar
después de contemplarlo y admirarlo. Y aun cuando la
conformidad se lograra sin trabajo, siempre quedaría algo, un
no pequeño resabio de frialdad... ¿Nos hubiéramos expresado
con más acierto de habernos servido de la palabra indiferencia
(palabra mágica en los ejercicios de San Ignacio), la cual es
muy usual y también muy exacta por cuanto expresa el estado
de un alma que rinde a la voluntad de Dios el perfecto
homenaje de que pretendemos hablar...? Es palabra negativa,
pero el amor se sirve de ella tan sólo como de escabel, siendo
cierto que nada hay en definitiva tan real como el amor. La
palabra más indicada en nuestro caso era, por tanto,
abandono».
Y en verdad, no hay otra que así describa el movimiento
amoroso y confiado con que nos echamos en manos de la
Providencia, al igual que un niño en los brazos de su madre.
Es cierto que esta expresión estuvo arrinconada largo tiempo
en atención al abuso que de ella hicieron los quietistas, pero
recobró ya el derecho de ciudadanía y hoy la emplean todos
de un modo corriente; nosotros haremos lo mismo, después
de precisar su sentido.
«Abandonar nuestra alma y dejarnos a nosotros mismos
-dice el piadoso Obispo de Ginebra-, no es otra cosa que
despojarnos de nuestra propia voluntad para dársela a Dios.»
En este movimiento de amor, que es el acto mismo del
abandono, hay, por consiguiente, un punto de partida y otro de
término; porque es preciso que la voluntad salga de sí misma
para entregarse toda a Dios. Síguese, pues, que el abandono
contiene dos elementos que hemos de estudiar: la santa indiferencia y el entregamiento completo de nuestra voluntad
en manos de la Providencia; el primero es condición
necesaria, y elemento constitutivo el segundo.
1º La santa indiferencia
Sin la santa indiferencia el abandono resultará imposible.
Nada es en sí tan amable como la voluntad de Dios.
Significada de antemano o manifestada por los
acontecimientos, a nada tiende si no es a conducirnos a la
vida eterna, a enriquecernos desde ahora con un aumento de
fe, de caridad y de buenas obras. Dios mismo es quien viene a
nosotros como Padre y Salvador, con el corazón rebosante de
ternura y las manos llenas de beneficios. Mas con ser tan
amable y todo, ésta su voluntad halla en nosotros no pocos
obstáculos. En efecto, la ley divina, nuestras Reglas, las
inspiraciones de la gracia, la práctica esmerada de las
virtudes, todo cuanto pertenece a la voluntad significada, nos
impone mil sacrificios diarios; eso sin contar otra porción de
dificultades imprevistas y añadidas con frecuencia por el divino
beneplácito a las cruces de antemano conocidas. La mayor
dificultad, sin embargo, viene del pecado original, que nos deja
llenos de orgullo y sensualidad e infestados de la triple
concupiscencia: la humillación, la privación, el dolor, aun los
más imprescindibles, nos repugnan; el placer lícito o ilícito, la
gloria y los falsos bienes nos fascinan; el demonio, el mundo,
los objetos creados, los acontecimientos, todo conspira a
despertar en nosotros estos gustos y estas repugnancias. Son
harto numerosos los motivos por los cuales corremos
frecuentes riesgos de rechazar la voluntad divina, e incluso de
no verla.
¿Quién nos abrirá los ojos del espíritu? ¿Quién
desembarazará nuestra voluntad de tantos estorbos si no es la
mortificación cristiana en todas sus formas? De ella hemos
menester no pequeña dosis para asegurar la simple
resignación; y el no tenerla así es causa de que haya tantos
rebeldes, quejumbrosos, descontentos, tan pocos
enteramente sumisos y por lo mismo tantísimos desgraciados,
y tan poquitas almas de verdad felices. Y, sin embargo, aún se precisa mucho más para hacer posible el abandono, por lo
menos el abandono habitual. ¿Podrá elevarse hacia Dios la
voluntad ligada a la tierra por el cable del pecado, o por los
lazos de mil aficioncillas? ¿Se pondrá en manos de Dios,
como un niño en los brazos de su madre, dispuesta a todas
sus determinaciones, aun las más mortificantes, si no ha
adquirido la firmeza que da el espíritu de sacrificio, si no ha
disciplinado las pasiones, si no se ha vuelto indiferente a todo
lo que no es Dios y su voluntad santísima? La voluntad
humana debe, pues, ante todo acostumbrarse y disponerse
(cosa que generalmente no conseguirá sin paciencia y
prolongado trabajo) a sentir privaciones y soportar quebrantos,
a no hacer caso del placer ni del dolor; en una palabra, debe
aprender lo que los santos llamaban perfecto desasimiento y
santa indiferencia.
Por lo menos necesitará la indiferencia de apreciación y de
voluntad. Una vez así dispuesta y hondamente convencida de
que Dios lo es todo, y que las criaturas nada son o nada
significan, ya nada querrá ver ni desear en las cosas
temporales, sino sólo a Dios, a quien ama y por quien anhela,
y a su santísima voluntad, guía único que la podrá conducir a
su propio fin. ¡ Ojalá haya adquirido también en gran cantidad
la indiferencia de gusto, de suerte que el mundo y sus
pasatiempos, los bienes y honores de acá abajo, todo cuanto
pueda alejarla de Dios le inspire disgusto, todo cuanto la lleve
a Dios, aunque sea el padecimiento, le agrade, cual acontece
a las almas que tienen hambre y sed de Dios! ¡ Cuán facilitada
encontraría así el alma la práctica del Santo Abandono!
Esta indiferencia no es insensibilidad enfermiza, ni cobarde
y perezosa apatía, ni mucho menos el orgulloso desdén
estoico que decía al dolor: «Tú no eres sino una yana
palabra.» Es la energía singular de una voluntad que,
vivamente esclarecida por la razón y la fe desprendida de
todas las cosas, dueña por completo de sí misma, en la
plenitud de su libre albedrío, aúna todas sus fuerzas para
concentrarías en Dios, y en su santísima voluntad: merced
a esta apreciación, ya de ninguna criatura se deja mover
por atractiva o repulsiva que se la suponga, fija siempre en
conservarse pronta a cualquier acontecimiento, lo mismo a obrar que a estar parada, esperando que la Providencia
declare su beneplácito.
Un alma santamente indiferente se parece a una balanza
en equilibrio, dispuesta a ladearse a la parte que quiera la
voluntad divina; a una materia prima igualmente preparada
para recibir cualquiera forma o a una hoja de papel en blanco
sobre la cual Dios puede escribir a su gusto. La comparan
también « a un licor que, no teniendo por si propio forma,
adopta la del vaso que lo contiene. Ponedlo en diez vasos
diferentes y lo veréis tomar diez formas diferentes, y tomarlas
así que es vertido en ellos». Esta alma es flexible y tratable,
como «una bola de cera en las manos de Dios, para recibir
igualmente todas las impresiones del eterno beneplácito» o
como «un niño que aún no dispone de voluntad, para querer ni
amar cosa alguna», o, en fin, «permanece en la presencia de
Dios como una bestia de carga». «Una bestia de carga jamás
anda con preferencias ni distingos en el servicio de su dueño:
ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al lugar, ni en cuanto a
la persona, ni en cuanto a la carga; os prestará servicio en la
ciudad y en el campo, en las montañas y en los valles; la
podéis conducir a derecha e izquierda, e irá a donde
quisiereis; a todas horas estará aparejada, por la mañana, a la
tarde, de día, de noche; con la misma facilidad se dejará guiar
de un niño que de un adulto, y tan holgada y contenta se
mostrará acarreando estiércol como tisúes, diamantes y
rubíes.»
Por lo mismo que el alma se halla así dispuesta, «toda
manifestación de la voluntad divina, cualquiera que fuere, la
encuentra libre y se la apropia como terreno que a nadie
pertenece. Todo le parece igualmente bueno: ser mucho, ser
poco, no ser nada; mandar, obedecer a éste y al de más allá;
ser humillada, ser tenida en olvido; padecer necesidad o estar
bien provista; disponer de mucho tiempo o estar abrumada de
trabajo; estar sola o acompañada y en aquella compañía que
uno desea; contemplar extenso camino ante sí o no ver sino lo
preciso del suelo para poner el pie; sentir consuelos o
sequedades y en tales sequedades ser tentada; disfrutar de
salud o llevar una vida enfermiza, arrastrada y lánguida por
tiempo indeterminado; estar imposibilitada y convertirse en carga molesta para la Comunidad a la que se había venido a
servir; vivir largo tiempo, morir pronto, morir ahora mismo; todo
le agrada. Lo quiere todo por lo mismo que no quiere nada, y
no quiere nada por lo mismo que lo quiere todo».
2º El entregamiento completo
La santa indiferencia ha hecho posible el entregamiento
completo de nosotros mismos en las manos de Dios.
Añadamos ahora que esta entrega amorosa, confiada y filial
es elemento positivo del abandono y su principio constitutivo.
Para precisar bien su significado y extensión, se han de
considerar dos momentos psicológicos, según que los hechos
estén aún por suceder o hayan sucedido.
Antes de suceder, con previsión o sin ella, esa entrega es,
según la doctrina de San Francisco de Sales, «una simple y
general espera», una disposición filial para recibir cuanto
quiera Dios enviar, con la dulce tranquilidad de un niño en los
brazos de su madre. En tal estado, ¿tendremos obligación de
adoptar prudentes providencias y el derecho a querer y elegir?
Es cosa que hemos de averiguar en los capítulos siguientes.
En todo caso, la actitud preferida de un alma indiferente a las
cosas de aquí abajo, plenamente desconfiada de su propio
parecer y amorosamente confiada en Dios solo, es, según la
doctrina del mismo santo Doctor, «no entretenerse en desear y
querer las cosas (cuya decisión se ha reservado Dios para sí),
sino dejarle que las quiera y las haga por nosotros conforme le
agradare».
Después de suceder los hechos y cuando ya han
declarado el beneplácito divino, «esta simple espera se
convierte en consentimiento o aquiescencia». «Desde el
momento en que una cosa se le presenta así divinamente
esclarecida y consagrada, el alma se entrega con celo y con
pasión se adhiere a ella; porque el amor es el fondo de su
estado y el secreto de su aparente indiferencia, siendo su vida
tan intensa precisamente porque abstraída de todo lo demás,
en él se halla reconcentrada por completo. Por donde, siempre
que la voluntad divina pide algo que a esta alma se refiera, y
cuando todos la notarían de insensible y fría, la vemos conmoverse en sus mismas entrañas. A semejanza de un niño
dormido a quien no pudiera despertar su madre sin que la
tendiese sus bracitos, así sonríe ella a todas las muestras del
querer divino, que abraza con piadosa ternura. Su docilidad es
activa y su indiferencia amorosa. No es para Dios más que un
si viviente. Cada suspiro que exhala y cada paso que da es un
amén ardiente que va a juntarse con aquel otro amén del cielo
con el cual concuerda.»
San Francisco de Sales llama a este abandono «el tránsito
o muerte de la voluntad», en el sentido de que «nuestra
voluntad traspasa los límites de su vida ordinaria para vivir
toda en la voluntad divina; cosa que ocurre cuando no sabe ni
desea ya querer nada, si no es abandonarse sin reservas a la
Providencia, mezclándose y anegándose de tal suerte en el
beneplácito divino que no aparezca más por ninguna parte».
Venturosa muerte, por la cual se eleva uno a superior vida,
«como se eleva todas las mañanas la claridad de las estrellas
y se cambia con la luz esplendorosa del sol, al aparecer éste
trayendo el día».
Dos grados hay, según el piadoso Doctor, en este traspaso
de nuestra voluntad a la de Dios: en el primero el alma aún
presta atención a los acontecimientos, pero bendice en ellos a
la Providencia. El autor de la Imitación hácelo en estos
términos: «Señor: esté mi voluntad firme y recta contigo, y haz
de mí lo que te agradare... Si quieres que esté en tinieblas,
bendito seas, y si quieres que esté en luz, también seas
bendito; si te dignares consolarme, bendito seas; y si me
quieres atribular, también seas bendito para siempre». En el
segundo grado, el alma ni siquiera presta atención a los
acontecimientos; y por más que los sienta, aparta de ellos su
corazón aplicándole a «la dulzura y Bondad divinas, que
bendice no ya en sus efectos ni en los sucesos que ordena,
sino en sí misma y en su propia excelencia... lo que sin duda
constituye un ejercicio mucho más eminente».
Para mejor dar a entender y gustar la santa indiferencia o
el amoroso abandono de nuestro querer en las manos de
Dios, el piadoso Obispo de Ginebra nos propone magníficos
ejemplos y deliciosísimas comparaciones. En la imposibilidad
de citarlos aquí, rogamos a nuestros lectores que consulten el texto mismo. Propone como modelos a Santa María
Magdalena, a la suegra de San Pedro, a Margarita de
Provenza, esposa de San Luis. ¿Quién no conoce los
apólogos tan ingeniosos y tan suaves de la estatua en su
nicho, del músico que se queda sordo y de la hija del cirujano?
Se leerán y releerán veinte veces con tanto gusto como
edificación. El piadoso autor muestra marcada preferencia por
determinados símiles y comparaciones; y así dice: un criado
en seguimiento de su señor no se dirige a ninguna parte por
propia voluntad, sino por la de su amo; un viajero, embarcado
en la nave de la divina Providencia, se deja mover según el
movimiento del barco, y no debe tener otro querer sino el de
dejarse llevar por el querer de Dios; el niño que aún no
dispone de su voluntad, deja a su madre el cuidado de ir,
hacer y querer lo que creyere mejor para él. Ved sobre todo al
dulcísimo Niño Jesús en los brazos de la Santísima Virgen,
cómo su buena Madre anda por El y quiere por El; Jesús la
deja el cuidado de querer y andar por El, sin inquirir adonde
va, ni si camina de prisa o despacio; bástale permanecer en
los brazos de su dulcísima Madre.
Una vez descrito el abandono en sus líneas más
generales, vamos a ver ahora en sendos capítulos cómo no
excluye ni la prudencia ni la oración, ni los deseos, ni los
esfuerzos personales ni el sentimiento de las penas.