En los cerrados patios los surtidores vierten
su luz en el palacio. El Sultán se divierte.
Como esos chorros ríe su rostro, tan temido,
y su barba se agita, que es un bosque oscurísimo,
y como media luna de sangre son sus labios.
En un mar que era nuestro, hoy campean sus barcos.
Hostigan las repúblicas de las costas de Italia.
Se atreven a alcanzar a la Venecia adriática.
Previendo ya esta pérdida, el Papa abre sus brazos
implorando sus armas a los reyes cristianos.
La reina de Inglaterra se mira en frío espejo.
De los Valois, en misa, se escuchan los bostezos.
A las islas no llegan los cañones de España.
El señor de Bizancio se ríe en nuestras barbas.
Ya se escuchan tambores desde montes lejanos
y un príncipe sin nombre su cetro ha abandonado,
de la pared descuelga las europeas armas
y oye el canto del pájaro y los gritos de alarma
que otros tiempos bajaron hacia el Sur denodados
cuando el mundo era joven y los hombres, soldados.
Por los caminos suenan los gritos de Cruzada.
Y atruenan los cañones y redoblan las cajas.
Ya se marcha a la guerra, ya se va don Juan de Austria.
Alzados estandartes desafían el viento,
la púrpura en la noche, la luz del oro viejo,
y las rojas antorchas, y los claros timbales.
Y suenan los clarines porque don Juan ya sale,
en la barba florida, pintada una sonrisa
de quien rechaza tronos, y a los libres inspira.
¡Larga vida a la España!
¡Y muerte para el África!
Y don Juan hacia el mar derecho se encamina.
Mahoma en su edén sueña la estrella de la tarde
(mientras que don Juan de Austria para la guerra parte),
dormita en el regazo de una de sus huríes,
con su turbante enorme de colores añiles,
tejido por los mares que no han visto su ocaso.
De la siesta despierto, es más alto que un árbol
y espanta así a los pavos reales del jardín,
y es su voz como un trueno de uno a otro confín
invocando a Azrael, a Ariel y al negro Amnón,
al genio abogador
de cien alas y ojos,
por cielo, sus antojos,
reinando Salomón.
Bajan de nubes rojas en el alba rojiza,
Acuden de los templos de deidad amarilla.
Y surgen de las verdes cavernas de la mar
donde hay cielos caídos, ciegos seres del mal,
sepultos en moluscos y en marinas praderas.
Vienen envenenados del morbo de la perla,
salen color zafiro de grietas en las lomas,
y dan adoración al genio de Mahoma,
que les grita: partid de un rayo al ermitaño,
de día ni de noche dad tregua a los cristianos,
los huesos de los santos sepultad bajo arena,
porque vuelve Occidente a sembrarnos de pena.
De Salomón el sello impusimos al orbe,
con su sabiduría y su destino acorde,
pero oigo un runrún, de las montañas baja,
el que hace cuatro siglos ya nos asolara,
quien no dice “¡está escrito!”, no conoce el destino,
y es Ricardo, Raimundo, y es Godofredo mismo,
es quien arriesga y pierde, y ríe cuando pierde,
¡abatidlos y en paz nuestra tierra se quede!
¡De cañón y tambores ya oigo el redoblar!
(Y es que ya don Juan de Austria para la guerra va).
Y un repentino ¡ya!
voceado en España,
y es que ya don Juan de Austria,
parte desde Alcalá.
San Miguel en el Norte, dormido en su montaña
(mientras ya don Juan de Austria, pertrechado, se marcha)
donde la mar es gris y las olas de plata,
donde los marineros sus rojas velas alzan,
blande ya los aceros en sus alas de piedra.
Su grito en Normandía las tierras atraviesa.
Pero el grito va solo, nadie lo oye en los libros,
el Norte anda confuso, nadie quiere el martirio
si no es el de un cristiano por otro que es su hermano,
y Cristo es implacable y María no es nada.
Pero ya don Juan de Austria hacia la mar cabalga.
Y en sus labios un grito, un grito de sus labios,
que, como una trompeta, desgarra los espacios.
Y ese grito es de ¡ya!,
de Dios sea la acampada.
Y exclama don Juan de Austria,
¡las naves a la mar!
Mira el rey don Felipe, su Toisón sobre el pecho,
(y ya está don Juan de Austria en cubierta dispuesto)
las estancias de negro terciopelo vestidas,
por luto y por pecado, y enanos recorridas,
sosteniendo un cristal del color de la luna,
con que escruta el futuro lleno de veladuras,
de muerte y de derrota, y de negros presagios.
Pero ya don Juan de Austria al Turco hace pedazos.
Ha salido de caza, y sus lebreles ladran.
El fragor de aquel trueno se oye ya en toda Italia.
Cañón contra cañón,
el que acierte, acertó,
valor, valor, valor,
ordena don Juan de Austria.
El Papa en su capilla, y antes que todo empiece
(pero ya a don Juan de Austria el humo le oscurece),
en la casa de un hombre donde Dios siempre vive,
por su ventana mira este mundo indecible
y como en un espejo ve ya el mar misterioso
y ve la media luna, la crueldad en sus fondos,
y la Cruz y la Roca que amenazan sus sombras
y oculta los leones de San Marcos la fronda
de naves que comandan hombres de negra barba
y encierran en su seno prisiones agobiadas
de cautivos cristianos enfermos y sin sol
y aun peor que en las minas sus fatigas ahí son.
Son como los esclavos de aquella tiranía
que alzaban las pirámides para dioses del día.
Son muchos y son mudos, sin esperanza cierta,
cual los que en Babilonia tallaban duras piedras.
Más de uno ha enloquecido en este bajo infierno
siempre con vigilancia de un esbirro en su encierro.
Más de uno ya ha perdido su fe, que nada espera.
(Pero ya don Juan de Austria ha abierto una gran brecha)
Cañonea don Juan desde el puente de muerte,
y rojo vuelve el mar que al pirata sostiene.
Corre la sangre ya por la plata y el oro,
abriendo las bodegas, rescatando su fondo.
Por miles los cautivos ya suben a cubierta,
aturdidos de sol y libres por sorpresa.
Gloria, a la España, gloria
y a Dios aun mayor gloria.
Que ya por don Juan de Austria
es devuelta la afrenta.
Y Miguel de Cervantes, deja caer su espada
(don Juan de Austria ya vuelve, laureles y guirnaldas)
y ve en sueños a un flaco caballero errabundo
los caminos de España cruzar meditabundo.
Aunque exhausto, sonriendo, ve en la vaina su espada.