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domingo, 26 de febrero de 2017

¡Feliz el que no será escandalizado con motivo de Mí! (Mt XI: 6)



   ¡Qué! Tan fácil es escandalizarse en la persona de Jesucristo, que ¡Él mismo llama felices a los que se librarán de este escándalo!
    En verdad que esta sentencia debe hacernos temblar a todos; pues no somos de una naturaleza diferente de la de los judíos, no tenemos el espíritu ni el corazón formados de otro modo que ellos. Y si esta nación, a la cual estaba prometido el Mesías, que no suspiraba sino por el Mesías, que fundaba todas sus esperanzas en el Mesías; que no existía, que no formaba un pueblo aparte, que no había recibido de Dios su Ley, su culto, sus ceremonias; que no había tenido una tan larga serie de profetas, que Dios lo había especialmente gobernado sino con la mira del Mesías; si esta nación, repito, querida y privilegiada se escandaliza de su Mesías, cuando apareció en la persona del Hombre Dios, hasta clavarlo en una cruz, ¿cómo no nos escandalizaremos nosotros, gentiles de origen, nosotros extraños a las promesas de Dios, nosotros sustituidos a los judíos por una pura misericordia, nosotros que, a más de las razones aparentes de escándalo que tenían, tenemos a más la del oprobio y de los tormentos de su Pasión?
    Sí, feliz el cristiano que en nada se escandalice por lo que mira a la adorable persona de Jesucristo, su doctrina, su vida, su muerte, sus sentimientos y sus virtudes. Este cristiano no atiende ni a la carne, ni a la sangre, ni a una razón engañadora, no escucha sino a la fe, no piensa ni juzga sino según las luces  de la fe.
   La fe le enseña que para él todo es digno de veneración, de amor, de imitación en Jesucristo, y tanto más digno en cuanto choca y trastorna más la naturaleza. Mas ¡cuán raros son y han sido siempre esta suerte de cristianos! Sin hablar de los herejes, de los libertinos, de los incrédulos, que todos se han escandalizado en Jesucristo.
   Todo cristiano que no es verdaderamente un hombre interior, que no trabaja para serlo, que no sabe o ni quiere aún saber lo que es, se escandaliza más o menos de Jesucristo. Consiente en adorarle, pero ¿consiente en parecérsele? Le respeta como a su Maestro, pero ¿gusta de su doctrina? ¿la sigue en práctica? Le reconoce por su modelo, mas al proponerle sus ejemplos, retrocede, no los cree hechos para él, ni aun los tiene por practicables. ¿No es escandalizarse de Jesucristo el estimar, el querer, el buscar con afán lo que Él ha despreciado, aborrecido, desechado? ¿el tener menosprecio, aversión u horror a lo que Él ha estimado, apetecido, abrazado, preferido a todo lo demás? ¿Y cuál es el cristiano que hasta un cierto punto no se halla en esta disposición? ¿Cuál es el cristiano que de ello se avergüenza delante de Dios, que se confunde, que le pide sinceramente la gracia de salir de ella, y que hace todos los esfuerzos para conseguirlo? ¿Cuál es el cristiano que no se justifica a sí mismo su modo de pensar y de obrar en esta parte? Mas el justificarse en las cosas en que se está en manifiesta oposición con Jesucristo es condenarle, y con mucha mayor razón es escandalizarse de Él.
   Los santos persiguen en sí mismos todo cuanto observan de contrario al espíritu de Jesucristo, y se aplican a destruirlo. Mas por esta sola razón de ser imitadores de Jesucristo, se halla en los santos motivo de escándalo, y se les condena. Todas las persecuciones que han tenido que sufrir los santos, no reconocen otra causa.
   Tratemos de abrir los ojos a tantos cristianos que no lo son sino de nombre y de profesión exterior, no solo en el siglo, sino también en la Iglesia y hasta en el claustro.
   Tenemos todos un fondo de orgullo y de amor de nuestra propia excelencia inherente a todo ser creado, que ha precedido a todo pecado y ha sido el origen de él. Este orgullo, cuando nosotros cedemos a su instigación, nos rebela contra Dios, nos hace odiosa nuestra dependencia, nos inclina a sustraernos a su dominio, nos hace olvidar que de Él tenemos todo lo que somos, que no podemos sin Él ser venturosos. Todo se lo apropia, todo lo atrae a sí, y en sí se apoya únicamente, no puede sufrir lo que le llama a su nada y al conocimiento de sí mismo, y lo que le recuerda la adoración, la obediencia y el amor que debe al Ser supremo. Por este vicio cayó el ángel, habiéndose querido igualar a Dios, por este vicio tentó al primer hombre, y le hizo sucumbir, sugiriéndole la vana idea que sería semejante a Dios comiendo del fruto prohibido.
   El justo castigo de nuestro orgullo arrastró la rebelión de la carne y su concupiscencia contra el espíritu. De ahí este amor desordenado de nuestro cuerpo, este afán desmedido de procurarle sus gustos y comodidades, esta propensión violenta a los placeres de los sentidos, otro origen funesto de nuestros pecados y de nuestro apego a las cosas de la tierra, en las que hacemos consistir nuestra felicidad, que solo podemos hallar en la posesión de Dios.
   Habiendo pues el orgullo y la sensualidad sumido al género humano en un monstruoso desorden del cual era imposible que saliese por sí solo, apareció Jesucristo sobre la tierra para traer el remedio a estos dos vicios. Manifestó en su persona un Dios obediente, humillado, anonadado, a causa de la naturaleza humana a la que se había unido, y por este medio puso más patente que el sol la injusticia excesiva y el crimen imperdonable del orgullo de una simple criatura que osa rebelarse contra Dios. Infinitamente rico en sí mismo, manifestó un sumo desprecio de las cosas de la tierra, vivió en la pobreza y en el trabajo, murió entre tormentos para enseñarnos hasta qué punto nos envilecemos por el amor de los deleites criminales, a tratar con dureza nuestro cuerpo, y a sacrificarlo, si es necesario, para conservar nuestra alma. Su doctrina fue conforme a sus ejemplos. No predicó sino la humildad y la renuncia a todo cuanto satisface los deseos corrompidos de la carne.
   Y esto mismo es lo que escandalizó y escandalizará siempre al hombre orgulloso y sensual; pues como no puede sostener el paralelo de sus sentimientos con los de Jesucristo, de su conducta con la de Jesucristo, le es forzoso fallar o contra Jesucristo o contra sí mismo. Mas él se estima, se ama demasiado para condenarse a sí; su fe, mientras la conserva, no le permite condenar a Jesucristo. ¿Qué hará pues? Raciocinará contra las pruebas y los principios de la fe; la debilitará y la extinguirá poco a poco en su corazón, la apartará de su pensamiento, y descuidará sus prácticas.
   Tal es el partido que toman los herejes, los incrédulos y los libertinos. Se limitará a lo exterior de la religión, a las oraciones vocales, al cumplimiento de los deberes necesarios e indispensables para la salud; pero ni aun pensará en combatir su orgullo, su vanidad, su sensualidad, sino en lo que tienen evidentemente de criminal. Además estará lleno de sí mismo, satisfará sus sentidos, estará apegado a las cosas de este mundo, como si no tuviera la menor idea de Jesucristo, ni la menor obligación de imitarle. Así se portan los cristianos ordinarios. Tendrá cada día sus horas arregladas para la oración, para una lectura piadosa, oirá misa regularmente, asistirá a los oficios de la Iglesia, frecuentará los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, no descuidará ocasión para ganar las indulgencias, practicará algunas obras de caridad. Mas en su alma no podrá sufrir una señal de desprecio, una humillación, una falta de respeto y de atención. Sólo se ocupará en sí mismo, en su nobleza, en su dignidad, en su mérito, en la consideración de que disfruta, o en sus riquezas que equivalen a todo esto. Será delicado en sus alimentos, muelle en sus vestidos, nada rehusará a su cuerpo de lo que no ofende claramente la conciencia, el temor de perjudicar su salud no le dejará observar las abstinencias y ayunos de la Iglesia. Con todo esto se creerá un cristiano superior al común, un devoto de profesión, sin ver lo demás que puede exigir de él Jesucristo, y sin tener ni aun idea de las virtudes interiores y de la muerte a sí mismo. Tal vez, en fin, se dará a la espiritualidad, leyendo los libros que tratan de ella; hará la meditación o tal vez la oración a su modo, tendrá conferencias con otros sujetos espirituales como él sobre asuntos místicos, en las que cada uno a porfía querrá parecer más ilustrado que los demás. Pero ¿tendrá en esto por objeto adquirir la humildad, quedándose oculto en Dios y olvidado de los hombres? De ningún modo. De ello tomará ocasión para estimarse en más, como un hombre versado en los caminos de Dios, y para adquirirse este concepto con ciertas personas; en su oración no buscará sino las luces que elevan, que deslumbran, que rodean de ilusión, o bien las dulzuras y los sentimientos tiernos que alimentan el amor propio; tendrá horror a las sequedades, a las tinieblas, a la aridez y a otras pruebas que conducen al menosprecio de sí propio, al desapego, a la muerte interior.
   Todos estos cristianos que acabo de describir, ¿son verdaderos discípulos de Jesucristo? ¿han penetrado en las disposiciones íntimas de su corazón? ¿Gustan acaso los diferentes estados de pobreza, de obscuridad, de contradicción, de sufrimientos, de oprobios, por los que él quiso pasar? ¿Consentirían en probar algo que se le pareciese? ¿lo desean de veras? ¿se humillan al menos por sentirse incapaces de un tal esfuerzo de virtud, y reconocen que tal es el espíritu del cristianismo?
   Puede asegurarse que no.  No le renuncian absolutamente pero rehúsan seguirle por tan estrechos senderos, y se labran un camino menos incómodo para el espíritu y para la carne.
   No se atreven a decir que se escandalizan de Jesucristo, pero se avendrían mejor a su moral si concediese algo al amor propio, y con sus ejemplos si con ellos no le diese el golpe mortal.
 
  

El Interior de Jesús y de María

R.P. Grou