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lunes, 30 de enero de 2017

Sermón para el Domingo Cuarto después de Epifanía: San Alfonso María de Ligorio



  Consideremos qué es lo que significa esta nave en medio del mar y qué significan los vientos que levantan la tempestad.
  La nave que está en el mar, significa el hombre que vive en este mundo. Así como la nave que camina por el mar, está sujeta a mil peligros, de corsarios, de incendio, de escollos y de borrascas; así el hombre en esta vida se ve cercado de peligros, por las tentaciones del infierno, por las ocasiones de pecar, por los escándalos y malos ejemplos de los hombres, por los respetos humanos; y especialmente por las pasiones desordenadas, figuradas en los vientos que mueven la tempestad y ponen la nave en peligro de perderse.

  Así es que, como dice San León, nuestra vida está llena de peligros, de emboscadas y de enemigos. El principal enemigo de nuestra salud que todos tenemos, es la propia concupiscencia. Además de los apetitos desarreglados que habitan en nosotros y nos arrastran al  mal, ¡tenemos tantos enemigos exteriores que nos combaten! En primer lugar están los demonios, con los cuales vivimos en continua guerra, y son más fuertes que nosotros. Por esto nos advierte San Pablo, que  nos prevengamos con los auxilios divinos, puesto que tenemos que combatir a enemigos tan poderosos: revestíos de toda la armadura de Dios. El diablo, añade San Pedro, anda girando como león rugiente alrededor de nosotros, en busca de presa que devorar. San Cipriano escribe, “que el enemigo siempre anda en torno nuestro para ver si puede esclavizarnos”.

  También  nos combaten la salvación y los hombres con quienes tenemos que tratar, los cuales o nos persiguen o nos venden, o nos engañan con las adulaciones y los malos consejos. San Agustín dice, que entre los fieles cualquiera que sea su profesión, hay hombres fingidos y engañosos. Si una plaza estuviere por dentro llena de rebeldes y por fuera cerrada de enemigos ¿quién  no la creería perdida? Tal es el estado del hombre mientras vive en este mundo. ¿Quién puede, pues, librarle de tantos males sino solo Dios?

  ¿Cuál será, pues, el medio de salvarnos entre tantos peligros? El que hallaron aquellos santos discípulos de Jesús, cual fue el recurrir a su Maestro divino, diciéndole: Señor, salvadnos, porque si no perecemos sin remedio. Cuando la tempestad es grande, el piloto no separa la vista de la estrella polar o de la brújula que le guía al puerto. Así debemos nosotros tener siempre los ojos fijos en Dios, que es el único que puede salvarnos de los peligros de este mundo borrascoso. Y así lo hacía David cuando se veía asaltado del peligro de pecar. Con este fin dispone el Señor, que mientras estamos en este mundo vivamos en una continua tormenta y estemos rodeados de enemigos, para que continuamente non encomendemos a Él, que es el único que puede salvarnos con su gracia. Las tentaciones del demonio, las persecuciones de los hombres, y todas las adversidades que sufrimos en este mundo, no son un mal para nosotros, sino un bien, si sabemos aprovecharnos del bien que encierran, como quiere Dios que por  nuestra utilidad las permite. Ellas nos apartan del apego que tenemos a los bienes terrenos, y nos inspiran desprecio al mundo, haciéndonos hallar amarguras y espinas en los mismos honores, en las riquezas y delicias de la tierra. Todo esto lo hace Dios para que perdamos el afecto que tenemos a los bienes caducos, en los cuales hallamos tantos peligros de perdernos, y procuremos unirnos con Dios, que es el único que puede hacernos felices.

  Nuestro error y engaño consiste en que cuando  nos vemos maltratados por la enfermedad, la pobreza, las persecuciones y otras varias tribulaciones, en vez de acudir a Dios, recurrimos a los hombres, y ponemos nuestra confianza en la ayuda de estos, atrayéndonos de este modo la maldición del Señor. No nos prohíbe que recurramos a los medios humanos en nuestras aflicciones y peligros, pero maldice a los que ponen su confianza exclusivamente en ellos; y quiere que ante todas las cosas recurramos a Él, y coloquemos en Él nuestras esperanzas, y a Él le amemos sobre todas las cosas de la tierra y el cielo.

  Mientras vivamos en este mundo, debemos procurar conseguir la vida eterna, temiendo y temblando en medio de tantos peligros como los hallamos.

  Hallándose un día en medio de la mar una nave, sobrevino una tempestad, y en la nave una bestia que comía tranquilamente, como si hubiese una gran calma. Preguntaron al capitán, por qué temía tanto, y respondió: Si yo tuviese una alma como la de la bestia, podría estar tranquilo y sin temor, pero porque tengo un alma racional y eterna, temo la muerte, puesto que he de presentarme al juicio de Dios. Temamos también nosotros, se trata del alma, se trata de la eternidad; y el que no tiembla, está en gran peligro de condenarse, como dice San Pablo; porque el que no tiembla, poco se encomienda a Dios, poco procura valerse de los medios que hay para salvarnos, y así se pierde fácilmente. San Cipriano nos advierte que estemos atentos y preparados a la batalla, para combatir por la salud eterna.

  El primer medio, pues, para salvarse, es encomendarse a Dios, para que nos ayude a vencer las tentaciones y no le ofendamos. El segundo es limpiar el alma de todos los pecados cometidos, haciendo una confesión general. Este es un gran remedio para que el pecador enmiende su vida. Cuando la tempestad es grande, se procura aligerar la carga de la nave, y cada cual arroja al mar su equipaje para salvar la vida. ¡Oh necedad de los pecadores, que estando en este mundo en medio de tantos peligros de condenarse para siempre, en vez de aligerar la nave, esto es, de descargar el alma de los pecados cometidos, la cargan todavía con mayor peso! En vez de huir de los peligros de pecar, no temen de meterse voluntariamente en nuevas ocasiones de ofender a Dios. Y en vez de recurrir a la misericordia divina para que les perdone las ofensas que le han hecho, le ofenden más, obligándole de este modo a abandonarlos.

  El segundo medio es, procurar con todo cuidado no dejarse dominar de las pasiones desarregladas. El que está obcecado, no ve lo que hace, y por lo mismo está expuesto a no hacer más que disparates. Por esto se pierden tantos por dejarse dominar de las pasiones. ¡Cuántos se dejan arrastrar de la codicia de las riquezas! Otros se dejan dominar de la pasión de los placeres sensuales, y porque no se contentan con los lícitos, pasan de estos a los prohibidos. A otros domina la pasión de la ira, y por no tener cuidado de sofocarla en un principio cuando la pasión tiene poca fuerza, después va creciendo y se convierte en espíritu de venganza.

  Muchos que salieron vencedores de la persecución pública, quedaron vencidos en la oculta. Si los afectos desordenados no se refrenan al principio, se convierten en nuestros más terribles tiranos. Salomón colmado por Dios de tantos dones, hasta ser inspirado del Espíritu Santo, después se degradó hasta ofrecer incienso a los ídolos, arrastrado de la pasión hacia las mujeres extranjeras. Símbolo de los infelices que se dejan dominar de sus malas pasiones son los bueyes, que después de haber pasado trabajando toda su vida, van a morir al matadero. Lo mismo sucede a los hombres mundanos, que se fatigan toda la vida, gimiendo bajo el peso de sus culpas, y al fin van a parar a los infierno.

  Debemos procurar huir de todas las ocasiones y después acogernos a Dios suplicándole que nos de fuerzas para resistir a la tentación a fin de no ofenderle.

  El que quiere asegurar su salvación, salga del mundo, al menos con el afecto, haga penitencia, no se deje arrastrar de sus pasiones y refrene sus apetitos como nos enseña el Espíritu Santo. Cuando veas que tu voluntad te incita al mal, es necesario que le resistas en lugar de complacerle.

  El tiempo de la vida es corto y es preciso aparejarnos a la muerte que se acerca; reflexionemos que la escena o apariencia de este mundo pasa en un momento. Los que lloran en este mundo vivan como si no lloraran, y los que huelgan como si no holgaran, porque todo lo hemos de abandonar. Este mundo ha de marchitarse con toda su pompa y sus vanidades, y solamente nos ha de quedar, o una eterna gloria, o una condenación eterna. La fe y la experiencia de todos los días nos enseñan que hemos de morir, como han muerto los que nos precedieron, y que todo lo habremos perdido si no sabemos salvarnos ¿en qué consiste que vivimos tan descuidados de una cosa que es la única que nos interesa?