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miércoles, 24 de junio de 2015

MEDITACIÓN SOBRE LA FALSA CONFIANZA



Meditación sobre la falsa confianza
(Tomado del Año Cristiano mes de Junio)

  “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: El que os oye a vosotros, me oye a Mí, y el que a vosotros os desprecia,  me desprecia a Mí. Y el que me desprecia a Mí, desprecia al que me envió. Los setenta y dos pues, volvieron con alegría, diciendo: Señor, hasta los demonios se nos sujetan en tu nombre. Y Él les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. He aquí que yo os he dado potestad de andar sobre serpientes y escorpiones, y de superar toda la fuerza del enemigo, y nada os dañará.  Sin embargo, no os alegréis por esto, porque los espíritus se os sujeten; sino alegraos, porque vuestros nombres están escritos en los cielos”.

   Considera qué tan pernicioso es tener poca confianza, como tener demasiada. La primera es desconfianza, la segunda presunción: aquella nace de una culpable pusilanimidad, esta de un orgullo que mira a Dios con horror. La verdadera confianza se funda en la bondad infinita de Dios, en su poder, y en la dignación con que quiere le consideremos como nuestro padre. Esta es aquella confianza que acredita  nuestra fe, y nos pide continuamente el Señor como condición indispensable para oír  nuestras oraciones, bajo la cual no nos negará cosa que le pidamos. Pero hay otra confianza presuntuosa, otra confianza falsa, que no merece el nombre de esta virtud, y consiste en cierta opinión demasiadamente ventajosa que tiene el hombre de sí mismo, en una esperanza fundada en cierta virtud imaginaria que se atribuye a sí propio y no a las especiales gracias con que el Señor nos ha querido favorecer; confianza que fácilmente se conoce cuánto engaña y cuánto precipita. Cuéntase mucho con las máximas piadosas que se tienen frecuentemente en los labios; cuéntase con cierta como virtud de costumbre, de que nos lisonjea nuestro amor propio; cuéntase con una especie de ciega seguridad, que siempre es hija de una necia confianza. Aunque no hubiera otro pecado que esta vana opinión que tiene uno de sí mismo, bastaría para que delante de Dios fuese muy reprensible. 

   ¿Quién puede presumir racionalmente de su fidelidad, ni, mucho menos, de su perseverancia en las ocasiones más frecuentes y comunes?  Se han visto caer las más robustas columnas de la Iglesia, que la sirvieron de apoyo por algún tiempo; viéronse precipitar y se vieron eclipsar los más brillantes astros que por muchos años fueron luz, farol y guía de los fieles: un Salomón, a quien dotó Dios de tan portentosa sabiduría, se precipitó en los mayores excesos; un apóstol del mismo Jesucristo, llamado al apostolado por el Señor, instruido en su divina escuela, paró en ser un alevoso traidor. Desbarraron en errores, y se extraviaron en descaminos muchos que hicieron milagros. Y, después de esto,  ¿habrá todavía quien fie mucho de su aparente fervor, y de una virtud inconstante mientras está expuesto a las tentaciones de esta vida?

   ¡Ah, Señor! Que esta falsa confianza bastaría ella sola para precipitarnos en funestas caídas y en desacertados desvaríos dentro de los caminos mismos de la perfección.

   Considera que no es menos falsa, ni menos insuficiente la confianza fundada en los favores recibidos del Señor, si no la acompaña siempre una muy santa desconfianza de sí mismo; y si, exponiéndose a las ocasiones más peligrosas, se presume imprudentemente en auxilios extraordinarios, que siempre niega  Dios a los orgullosos, y solamente los concede a las almas verdaderamente humildes.

   Reflexiona sobre la respuesta que dio a sus discípulos, cuando tanto se gloriaban del poder que les había dado para lanzar los demonios. Mirad, les dijo, que Yo vi caer a Satanás como un rayo precipitado del cielo. Fue lo mismo que decirles: Guardaos bien de envaneceros por las gracias que habéis recibido de mi poderosa mano; mayores había Yo concedido a aquellos espíritus puros que componían mi corte; los enriquecí con dones más excelentes, y los escogí para hacerlos las criaturas más nobles que habían salido del seno de mi poder; ocupaban en el cielo las primeras sillas; pero su orgullo y su presunción los precipitaron en los abismos. Cuanto mayores gracias se han recibido de la mano del Señor, mayor cuenta se ha de dar a su justicia; a los favores más señalados corresponden mayores  obligaciones de agradecimiento y de fidelidad. Trabajad en el negocio de vuestra salvación con temor y temblor, dice el Apóstol. No te fíes mucho de esa inocencia de costumbre, de esa constante devoción; es una flor que el aire la marchita; es un cristal que el menor soplo le empaña, un golpe de viento echa muchas veces a pique los más fuertes navíos; basta un soplo para apagar el hacha más luminosa. ¡Buen Dios, cuántos perecen por una falsa seguridad!

   Las pasiones nunca se doman enteramente, ni al enemigo de la salvación se le vence jamás por medio de la complacencia. Todo aquel que se descuida, es hombre perdido. Cuando el Salvador recomienda tanto el velar y orar, no habla precisamente con los pecadores de profesión; dirigió estas palabras a los tres Apóstoles más favorecidos suyos. ¿Te expones a los mayores peligros de pecar, sin miedo de precipitarte, porque fuiste fiel hasta ahora? ¡Qué ilusión, qué confianza tan mal fundada! David había salido victorioso de muchos combates, había hecho grandes progresos en la virtud, y David, aquel hombre según el  corazón de Dios, luego que no desconfió de su flaqueza, cayó en los pecados más enormes. Apenas hay tentación más digna de temerse que la falsa confianza. Basta un solo pecado para perder en un momento todos los méritos de la vida más santa y más penitente. Después que hagáis hecho todo cuanto os he mandado (dice Jesucristo), decid: Siervos inútiles somos. Bienaventurado aquel que desconfía siempre de sí, y anda siempre temeroso.

   ¡Ah, Señor, y cuánto tengo de que acusarme en este punto! Mis frecuentes caídas, ¿no han sido efecto de mi demasiada confianza, o, por mejor decir, de mi necia presunción? En vuestra sola gracia debo esperar, mi Dios y en Vos solo coloco toda mi confianza; Vos solo sois toda mi esperanza y toda mi fortaleza; en mí no hay más que miseria, y nunca perderé de vista mi pobreza y mi nada.

   Bienaventurado aquel que siempre vive temeroso y desconfiado de sí mismo. (Prov. XXVIII, v.14).