Primera Parte aquí
Llevad vuestra cruz alegremente: encontraréis en ella una fuerza victoriosa a la que ningún enemigo vuestro podrá resistir (Lc. 21, 15), y gozaréis de una dulzura encantadora, con la que nada puede compararse. Sí, Hermanos míos, sabed que el verdadero paraíso terrestre está en sufrir algo por Jesucristo (Hch. 5, 41). Preguntad, si no, a todos los santos: os dirán que nunca gozaron en su espíritu de tan grandes delicias como en medio de los mayores tormentos. «¡Vengan sobre mí todos los tormentos del demonio!», decía San Ignacio mártir [Romanos 5]. «O morir o padecer», decía Santa Teresa [Vida 40, 20]. «No morir, sino sufrir», decía Santa Magdalena de Pazzi. Y San Juan de la Cruz: «padecer por Vos y que yo sea menospreciado. Y tantos otros hablaron este mismo lenguaje, como leemos en sus vidas.
Creed a Dios, queridos Hermanos míos: cuando se sufre por Dios alegremente, dice el Espíritu Santo, la cruz es causa de toda clase de alegrías para toda clase de personas (Sant. 1, 2). La alegría de la cruz es mayor que la de un pobre a quien colman de todo género de riquezas; mayor que la de un aldeano que se ve elevado al trono; mayor que la de un comerciante que gana millones; mayor que la de un general que consigue grandes victorias; mayor que la de unos cautivos que se ven libres de sus cadenas. Imaginad, en fin, todas las mayores alegrías que puedan darse en esta tierra: pues bien, todas están contenidas y sobrepasadas por la alegría de una persona crucificada, que sabe sufrir bien.
Alegraos, pues, y saltad de gozo cuando Dios os regale con alguna buena cruz, porque, sin daros cuenta, recibís lo más grande que hay en el cielo y en el mismo Dios. ¡Regalo grandioso de Dios es la cruz! Si así lo entendierais, encargaríais celebrar misas, haríais novenas en los sepulcros de los santos, emprenderíais largas peregrinaciones, como hicieron los santos, para obtener del cielo este regalo divino. El mundo la llama locura, infamia, estupidez, indiscreción, imprudencia. Dejadles hablar a los ciegos: su ceguera, que les lleva a juzgar humanamente de la cruz muy al revés de lo que es en realidad, forma parte de nuestra gloria. Y cada vez que nos procuran algunas cruces con sus desprecios y persecuciones, nos regalan joyas, nos elevan sobre el trono, nos coronan de laureles. ¿Pero qué digo? Todas las riquezas, todos los honores, todos los cetros, todas las brillantes coronas de potentados y emperadores, como dice San Juan Crisóstomo, no son nada comparados con la gloria de la cruz [MG. 62, 55-58]. Ella supera la gloria del apóstol y del escritor sagrado. Este santo varón, inspirado por el Espíritu Santo, decía: «si así me fuera dado, yo dejaría el cielo con mucho gusto para padecer por el Dios del cielo. Prefiero las cárceles y mazmorras a los tronos del empíreo. Envidio menos la gloria de los serafines que las mayores cruces. Menos estimo el don de los milagros, por el que se sujeta a los demonios, se domina sobre los elementos, se detiene al sol, se da vida a los muertos, que el honor de los sufrimientos. San Pedro y San Pablo son más gloriosos en sus calabozos, con los grilletes en los pies (Hch. 12, 3-7), que arrebatados al tercer cielo (2 Cor. 12, 2) o que recibiendo las llaves del paraíso (Mt. 16, 19)». En efecto, ¿no es la cruz la que dio a Jesucristo «un nombre sobre todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los infiernos» (Filip. 2, 9)? La gloria de la persona que sufre bien es tan grande, que el cielo, los ángeles y los hombres, y el mismo Dios del cielo lo contemplan con gozo, como el espectáculo más glorioso. Y si los santos tuvieran algún deseo, sería el de volver a la tierra para llevar alguna cruz.
Pero si esta gloria es tan grande ya sobre la tierra ¿cómo será la que adquiere en el cielo? ¿Quién podrá explicar y comprender jamás ese «peso de gloria eterna» que obra en nosotros el breve instante de una cruz bien llevada (2 Cor. 4, 17)? ¿Quién comprenderá la gloria que produce en el cielo un año y quizá una vida entera de cruz y de dolores?
Seguramente, mis queridos Amigos de la Cruz, el cielo os prepara para algo grande -os lo dice un gran santo-, pues el Espíritu Santo os une tan estrechamente con aquello que todo el mundo rehuye con tanto cuidado. Es indudable que Dios quiere hacer tantos santos y santas cuantos Amigos de la Cruz existen, si sois fieles a vuestra vocación, si lleváis vuestra cruz como es debido, como Jesucristo la ha llevado.
Pero no basta con sufrir: también el demonio y el mundo tienen sus mártires. Es preciso que cada uno sufra y lleve su cruz siguiendo a Jesucristo: «que me siga» (Mt. 16, 24), es decir, llevándola como él la llevó. Y para eso habéis de guardar estas reglas:
PRIMERO: No os busquéis cruces a propósito ni por culpa propia. No hay que hacer el mal para que venga el bien (Rom. 3, 8). No conviene, sin una inspiración especial, hacer las cosas mal para atraerse el desprecio de los hombres. Hay que imitar, más bien, a Jesucristo, del que se dijo «todo lo ha hecho bien» (Mc. 7, 37), y no por amor propio o vanidad, sino por agradar a Dios y para ganar al prójimo. Y si os dedicáis a cumplir lo mejor que podáis vuestros deberes, nos os faltarán contradicciones, persecuciones y desprecios, pues la Divina Providencia os los enviará, contra vuestra voluntad y sin que lo elijáis.
SEGUNDO: Si vais a hacer cualquier cosa en sí indiferente, que, aunque sea sin motivo, pudiera escandalizar al prójimo, absteneos de hacerlo por caridad, para evitar el escándalo de los débiles (1 Cor. 8, 13). Y el acto heroico de caridad que en esa ocasión hacéis vale infinitamente más de lo que hacías o queríais hacer.
Sin embargo, si el bien que hacéis es necesario o útil al prójimo, aunque algún fariseo o mal espíritu se escandalice sin motivo, consultad con alguien prudente para aseguraros de que lo que hacéis es necesario o muy útil al común de los prójimos; y si él así lo considera, continuad haciéndolo y dejadles murmurar, con tal de que os dejen actuar, contestando en esta ocasión aquello que respondió Nuestro Señor a algunos de sus discípulos, cuando vinieron a decirle que había escribas y fariseos que se escandalizaban de sus palabras y actos: «dejadles; están ciegos» (Mt. 15, 14).
TERCERO: Algunos santos y varones ilustres han pedido, buscado e incluso procurado por medios ridículos cruces, desprecios y humillaciones. Pues bien, eso debe movernos a adorar y admirar la obra extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas, y a humillarnos ante tan sublime virtud; pero no ha de llevarnos a pretender volar tan alto, pues nosotros, comparados con esas águilas veloces y esos leones rugientes, no pasamos de ser pollos mojados y perros muertos.
CUARTO: No obstante, podéis e incluso debéis pedir la sabiduría de la cruz, que es una ciencia sabrosa y experimental de la verdad, por la que se entienden a la luz de la fe los más ocultos misterios, entre otros el de la cruz; pero es ciencia que no se alcanza sino a través de muchos trabajos, profundas humillaciones y fervientes oraciones. Si necesitáis este espíritu generoso (Sal. 50, 14), que permite llevar con valor las más pesadas cruces; este espíritu bueno (Lc. 11, 13) y suave, que hace, en lo parte superior del alma, gustar las amarguras más repugnantes; este espíritu puro y firme (Sal. 50, 12), que solamente busca a Dios; esta ciencia de la cruz, que contiene todas las verdades; en una palabra, este tesoro infinito que nos hace partícipes de la amistad de Dios (Sab. 7, 14), pedid la sabiduría; pedidla incesantemente, con toda insistencia, sin vacilar (Sant. 1, 5-6), sin temor de no alcanzarla, e infalible-mente la recibiréis. Y entonces comprenderéis claramente, por experiencia, cómo se puede llegar a desear, a buscar y a gustar la cruz.
QUINTO: Cuando por ignorancia o incluso por culpa propia hayáis cometido cualquier torpeza que os acarree alguna cruz, humillaos inmediatamente bajo la mano poderosa de Dios (1 Pe. 5, 6), sin consentir en turbaciones, diciendo interiormente, por ejemplo: «¡éstos son, Señor, los frutos de mi huerto!». Y si en vuestra falta hubiese algún pecado, aceptad como un castigo la humillación que os sobreviene. Muchas veces, permite Dios que sus mejores servidores, que son los más levantados por su gracia, cometan las faltas más humillantes para humillarlos ante sí mismos y ante los hombres, y para quitarles así la vista y la consideración orgullosa de las gracias que Él les concede y del bien que hacen, a fin de que, como dice el Espíritu Santo, «ningún mortal pueda enorgullecerse ante Dios» (1 Cor. 1, 29).
SEXTO: Estad bien convencidos de que todo cuanto hay en nosotros está todo corrompido por el pecado de Adán y por los pecados actuales (Rom. 3, 23), y no sólo los sentidos del cuerpo, sino también las potencias del alma. Y de que desde el momento en que nuestro espíritu corrompido considera algún don de Dios en nosotros con morosidad y complacencia, ese don, esa acción, esa gracia se ensucian y corrompen, y Dios aparta de ellas su divina mirada. Y si las mismas miradas y pensamientos del espíritu humano echan así a perder las mejores acciones y los dones más divinos ¿qué diremos de los actos de la propia voluntad, que aún son más corruptos que los del entendimiento?
Después de eso, no nos extrañemos, pues, si Dios se complace en ocultar a los suyos en el asilo de su presencia (Sal. 30, 21), para que no se vean manchados por las miradas de los hombres ni por su propio conocimiento. Y para ocultarlos así ¡qué cosas permite y hace ese Dios celoso! ¡Cuántas humillaciones les procura! ¡De qué tentaciones permite que sean atacados, como San Pablo (2 Cor. 12, 7)! ¡En qué incertidumbres, tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh qué admirable es Dios en sus santos, y en las vías que Él dispone para conducirles a la humildad y la santidad!
SÉPTIMO: Tened mucho cuidado de creer, como los devotos orgullosos y engreídos, que vuestras cruces son grandes, que no son sino pruebas de vuestra fidelidad, y testimonios de un amor singular de Dios hacia vosotros. Esta trampa del orgullo espiritual es sumamente sutil y delicada, pero está llena de veneno.
Pensad más bien:
• 1) Que vuestro orgullo y delicadeza os hacen tomar como postes lo que no son más que pajas, como heridas las picaduras, como elefantes los ratones, como atroces injurias y abandono cruel una palabrita que se lleva el viento, en realidad una nadería. • 2) Que las cruces que Dios os envía son más bien amorosos castigos de vuestros pecados, y no muestras de una benevolencia especial; • 3) Que por más cruces y humillaciones que Él os envíe, os perdona infinitamente más, dado el número y la gravedad de vuestros crímenes; pues habéis de considerar éstos a la luz de la santidad de Dios, que no soporta nada impuro, y a quien vosotros habéis ofendido; a la luz de un Dios que muere, abrumado de dolor a causa de vuestros pecados; a la luz de un infierno eterno que habéis merecido mil y quizá cien mil veces; • 4) Que en la paciencia con la que padecéis mezcláis lo humano y natural bastante más de lo que creéis; prueba de ello son esos miramientos, esas búsquedas secretas de consuelos, esas expansiones del corazón tan naturales con vuestros amigos, y quizá con vuestro director espiritual, esas excusas tan sutiles y prontas, esas quejas, o más bien maledicencias contra quienes os han hecho mal, tan bien formuladas, tan caritativamente expuestas, ese reconsiderar y complacerse delicadamente en vuestros males, ese convencimiento luciferino de que sois algo grande (Hch. 8, 9), etc. No acabaría nunca si hubiera de describir todas las vueltas y revueltas de la naturaleza incluso en los sufrimientos.
OCTAVO: Aprovechaos de los pequeños sufrimientos aún más que de los grandes. No mira Dios tanto lo que se sufre como la manera en que se sufre. Sufrir mucho y mal es sufrimiento de condenados; sufrir mucho y con aguante, pero por una mala causa, es sufrir como mártir del demonio; sufrir poco o mucho, sufriendo por Dios, es sufrir como santo. Si se diera el caso de que pudiéramos elegir nuestras cruces, optemos por las más pequeñas y deslucidas, frente a otras más grandes y llamativas. El orgullo natural puede pedir, buscar e incluso elegir y tomar las cruces más grandes y espectaculares. En cambio, sólo puede ser fruto de una gracia excelente y de una gran fidelidad a Dios ese elegir y llevar alegremente las cruces pequeñas y oscuras. Actuad, pues, como el comerciante en su mostrador, y sacad provecho de todo: no desperdiciéis ni la menor partícula de la verdadera Cruz, aunque sólo sea la picadura de un mosquito o de un alfiler, la dificultad de un vecino, la pequeña injuria de un desprecio, la pérdida mínima de un dinero, un ligero malestar del ánimo, un cansancio pasajero del cuerpo, un dolorcillo en uno de vuestros miembros, etc. Sacad provecho de todo, como el que atiende su comercio, y así como él se hace rico ganando centavo a centavo en su mostrador, así muy pronto vendréis vosotros a ser ricos según Dios. A la menor contrariedad que os sobrevenga, decid: «¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, Dios mío!». Y guardad en seguida en la memoria de Dios, que viene a ser vuestra alcancía, la cruz que acabáis de ganar. Y después ya no os acordéis más de ella, si no es para decir: «¡Mil gracias, Señor!» o «¡Misericordia!»
NOVENO: Cuando se os pide que améis la cruz no se está hablando de un amor sensible, que es imposible a la naturaleza. Hay que distinguir bien entre tres clases de amor: el amor sensible, el amor racional y el amor fiel y supremo. Dicho de otro modo: el amor de la parte inferior, que es la carne; el amor de la parte superior, que es la razón; y el amor de la parte suprema o cima del alma, que es el entendimiento iluminado por la fe. Dios no os exige que améis la cruz con la voluntad de la carne (Jn. 1, 13). Siendo ésta completamente corrupta y criminal, todo lo que de ella nace está corrompido (3, 6), y ella misma no puede por sí misma someterse a la voluntad de Dios y a su ley crucificante.
Por eso Nuestro Señor, refiriéndose a ella en el Huerto de los Olivos, dice: «Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía» (Lc. 22, 42). Si la parte inferior del hombre en el mismo Jesucristo, siendo toda ella santa, no fue capaz de amar la cruz sin alguna interrupción, con más razón la nuestra, completamente corrompida, la rechazará. Es cierto que podemos experimentar a veces, como no pocos santos han experimentado, una cierta alegría sensible en nuestros sufrimientos; pero esa alegría, aunque esté en la carne, no procede de la carne; proviene de la parte superior, que está tan llena del gozo divino del Espíritu Santo que lo hace desbordar sobre la parte inferior, de modo que entonces la persona crucificada puede decir: «mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal. 83, 3). Hay otro amor a la cruz que llamo racional; está en la parte superior, que es la razón. Este amor es completamente espiritual, y como nace del conocimiento de la felicidad que hay en sufrir por Dios, es perceptible y es percibido por el alma, a la que alegra y fortalece interiormente. Pero este amor racional, aunque bueno y muy bueno, no siempre es necesario para sufrir alegremente y según Dios. Y es que existe otro amor de la cima, del ápice del alma, como dicen los maestros de la vida espiritual -o de la inteligencia, como dicen los filósofos-. Por él, sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin captar en el alma ningún placer razonable, sin embargo, se ama y se gusta, a la luz de la pura fe, la cruz que se lleva; y eso aunque muchas veces esté en guerra y lágrimas la parte inferior, que gime y se queja, que llora y busca alivio, de manera que dice con Jesucristo: «Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía» (Lc. 22, 42); o con la Santísima Virgen: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (1, 38).
Pues bien, con uno de estos dos amores de la parte superior hemos de amar y aceptar la cruz. DÉCIMO: Decidios, queridos Amigos de la Cruz, a sufrir toda clase de cruces, sin exceptuar ninguna y sin elegirlas: cualquier pobreza, cualquier injusticia, cualquier pérdida, cualquier enfermedad, cualquier humillación, cualquier contradicción, cualquier calumnia, cualquier sequedad, cualquier abandono, cualquier pena interior y exterior, diciendo siempre: «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme» (Sal. 56, 8; 107, 2). Disponeos, pues, a ser abandonados por los hombres y los ángeles, y hasta del mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados, desprestigiados y abandonados por todos; a sufrir hambre, sed, mendicidad, desnudez, exilio, cárcel, horca y toda clase de suplicios, aunque seáis inocentes de los crímenes que se os imputan. Imaginaos, en fin, que después de haber sido despojados de vuestros bienes y de vuestro honor, después de haber sido expulsados de vuestra casa, como Job y Santa Isabel reina de Hungría, se os tira al barro, como a esta santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, hediondo y cubierto de llagas (Job 2, 7-8), sin que se os dé un trapo con que cubrir vuestras heridas, sin un trozo de pan, que no se niega a un caballo o a un perro, para comer, y que en medio de tales males extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones de los demonios, sin aliviar vuestra alma con la menor consolación sensible.
Creedlo firmemente: ahí está la meta suprema de la gloria divina y de la felicidad verdadera para un verdadero y perfecto Amigo de la Cruz.
UNDÉCIMO: Para ayudaros a sufrir bien, tomad la santa costumbre de considerar estas cuatro cosas:
En primer lugar, la mirada de Dios que, como un gran rey en lo alto de una torre, mira en el combate a su soldado, complacido y alabando su valor. ¿Qué mira Dios sobre la tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus tronos? Con frecuencia no los mira sino con desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras preciosas, en una palabra, las cosas que los hombres consideran más grandes? Lo que es más estimable a los ojos de los hombres es abominable ante Dios (Lc. 16, 15). ¿Qué es, pues, lo que mira con placer y gozo, y de qué pide noticias a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios mira al hombre que por Él lucha contra la fortuna, el mundo, el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva con alegría su cruz. ¿No has visto sobre la tierra una maravilla inmensa, que todo el cielo contempla con admiración?, dice el Señor a Satanás: ¿no te has fijado en mi siervo Job, que sufre por mí (Job 2, 3)?
En segundo lugar, considerad la mano de este Señor poderoso, que permite todo el mal que nos sobreviene de la naturaleza, desde el mayor hasta el menor. La misma mano que aniquiló un ejército de cien mil hombres (2 Re. 19, 35) es la que hace caer la hoja del árbol o el cabello de vuestra cabeza (Lc. 21, 18). La mano que hirió tan duramente a Job (Job 1, 13-22; 2, 7-10) es la misma que os roza suavemente con esa pequeña contrariedad. La misma mano que hace el día y la noche, el sol y las tinieblas, el bien y el mal, es la que permite los pecados que os inquietan: no ha causado la malicia, pero ha permitido la acción. Por eso, cuando veáis que un semejante os injuria y os tira piedras, como al rey David (2 Re. 16, 5 14), decios interiormente: «no nos venguemos de él; dejémosle actuar, pues el Señor ha dispuesto que obre así. Reconozco que yo he merecido toda clase de ultrajes, y que con toda justicia Dios me castiga. Detente, brazo mío, y tú, mi lengua: ¡no hieras, no digas nada! Este hombre o esta mujer que me dicen y hacen injurias son embajadores de Dios, que de parte de su misericordia vienen para castigarme amistosamente. No irritemos, pues, su justicia, usurpando los derechos de su venganza. Ni menospreciemos su misericordia resistiendo los amorosos golpes de sus azotes, no sea que, para vengarse, nos remita a la estricta justicia de la eternidad». Considerad que Dios, con una mano infinitamente poderosa y prudente os sostiene, mientras os hiere con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica; humilla y enaltece (Lc. 1, 52). Con sus dos brazos abarca por completo vuestra vida dulce y fuertemente (Sab. 8, 1): dulcemente, sin permitir que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas (1 Cor. 10, 13); fuertemente, pues os ayuda con una gracia poderosa, que corresponde a la fuerza y duración de la tentación y de la aflicción; fuertemente, sí, porque, como lo dice por el espíritu de su santa Iglesia, Él se hace «vuestro apoyo junto al precipicio ante el que os halláis, vuestro guía si os extraviáis en el camino, vuestra sombra en el calor abrasador, vuestro vestido en la lluvia que os empapa y en el frío que os hiela, vuestro vehículo en el cansancio que os agota, vuestro socorro en la adversidad que os abruma, vuestro bastón en los pasos resbaladizos, y vuestro puerto en las tormentas que os amenazan con ruina y naufragio» [Breviario antiguo].
En tercer lugar, mirad las llagas y los dolores de Jesús crucificado. Él mismo os dice: «¡vosotros, los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he pasado, mirad, fijaos! (Lam. 1, 12). Mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros desprecios, dolores y abandonos, son comparables con los míos. Miradme, a mí que soy inocente, y quejaos vosotros, que sois los culpables». El Espíritu Santo nos manda por boca de los Apóstoles esa misma mirada a Jesús crucificado (Gál. 3, 1); nos ordena armarnos con este pensamiento (1 Pe. 4, 1), arma más penetrante y terrible contra todos nuestros enemigos que todas las demás armas. Cuando os veáis atacados por la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo, coraza, casco y espada de doble filo (Ef. 6, 11-18). En él hallaréis la solución de todas las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.
En cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os espera, si lleváis bien vuestra cruz. Ésta es la recompensa que sostuvo a los patriarcas y profetas en su fe en medio de las persecuciones; y es la que ha animado a Apóstoles y Mártires en sus trabajos y tormentos. Preferimos, dicen los patriarcas con Moisés, ser afligidos con el pueblo de Dios, para gozar eternamente con él, a disfrutar momentáneamente de un placer culpable (Heb. 11, 24-26). Soportamos grandes persecuciones en espera del premio, dicen los profetas con David (Sal. 68, 8; Jer. 15, 15). Somos por nuestro sufrimientos como víctimas condenadas a muerte, como espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres, y somos como basura y anatema del mundo (1 Cor. 4, 9.13), dicen los Apóstoles y Mártires con San Pablo, por el peso inmenso de gloria que nos prepara la momentánea y ligera tribulación (2 Cor. 4, 17). Contemplemos sobre nuestra cabeza a los ángeles que nos gritan: «Guardaos de perder la corona señalada con la cruz que se os ha dado, si la lleváis bien. Pues si no la lleváis como se debe, otro la llevará como conviene y os arrebatará el premio. Combatid valientemente, sufriendo con paciencia, nos dicen todos los santos, y recibiréis un reino eterno» (Mt. 5, 10-12; 11, 12). Escuchemos, en fin, a Jesucristo, que nos dice: «no daré yo mi premio sino a quien haya sufrido y vencido por su paciencia» (Ap. 2, 7.11.17.26-28; 3,5.12. 21; 21,7). Contemplemos abajo el lugar que hemos merecido, y que nos espera en el infierno con el mal ladrón y los condenados, si como ellos sufrimos con protesta, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: quema, Señor, corta, poda, divide en esta vida, castigando mis pecados, con tal que me los perdones en la eternidad.
DUODÉCIMO: Jamás os quejéis voluntariamente, murmurando de las criaturas de que Dios se sirve para afligiros. Y distinguid en las penas tres modos de quejas: 1. -La primera es involuntaria y natural: es la del cuerpo que gime y suspira, que se queja y llora, que se lamenta. Mientras el alma, como he dicho, esté sometida a la voluntad de Dios en su parte superior, no hay en esto pecado alguno. 2. -La segunda es razonable: nos quejamos y manifestamos nuestro mal a quienes pueden remediarlo, como al superior, al médico. Es una queja que pueda ser imperfecta si es demasiado ansiosa, pero en sí misma no es pecado. 3. -La tercera es criminal: se da cuando nos quejamos al prójimo para evitar el mal que nos hace sufrir o para vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que padecemos, consintiendo en la queja y añadiéndole impaciencia y murmuración.
DECIMOTERCERO: Nunca recibáis una cruz sin besarla humildemente con agradecimiento. Y si Dios en su bondad os favorece con alguna cruz de mayor peso, agradecédselo de un modo especial y pedid a otros que hagan lo mismo. Seguid el ejemplo de aquella pobre mujer que, habiendo perdido en un pleito injusto todos sus bienes, con la única moneda que le quedaba, encargó celebrar una misa para dar gracias a Dios por la buena suerte que le había deparado.
DECIMOCUARTO: Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra participación, y que son las mejores, procuraos algunas cruces voluntarias, con el consejo de un buen director. Por ejemplo; ¿tenéis en casa algún mueble inútil al que estáis aficionados? Dadlo a los pobres, diciendo: ¿quisieras tener cosas superfluas, mientras Jesús es tan pobre? ¿Os repugna algún alimento, ciertos actos de virtud, algún mal olor? Probad, practicad, oled: venceos. ¿Estáis excesivamente apegados a alguna persona o a determinados objetos? Apartaos, privaos, alejaos de aquello que os halaga. ¿Tenéis muchas ganas naturales de ver, de actuar, de aparecer, de ir a tal sitio? Deteneos, callaos, ocultaos, desviad vuestra mirada. ¿Sentís natural repugnancia por un objeto o por una persona? Usadlo a menudo, frecuentad su trato: dominaos. Si de verdad sois Amigos de la Cruz, el amor, que es siempre ingenioso, os hará encontrar muchas pequeñas cruces, con las que os iréis enriqueciendo sin daros cuenta y sin peligro de vanidad, que no pocas veces se mezcla con la paciencia cuando se llevan cruces más deslumbrantes. Y por haber sido fieles en lo poco, el Señor, como lo prometió, os constituirá sobre lo mucho (Mt. 25, 21.23); es decir, sobre muchas gracias que os dará, sobre muchas cruces que os enviará, sobre mucho gloria que os preparará...
DIOS SOLO