I. El religioso se aficiona a su casa como el hijo al hogar paterno, y en tanto este afecto se conserve sumiso al beneplácito divino, nada hay más legítimo ni más digno de respeto. El Monasterio es el jardín cerrado en donde Dios nos ha puesto al abrigo del mundo, en donde El se digna vivir con nosotros en la más deliciosa intimidad. No es aún el Paraíso, no es ya Egipto; es la Tierra prometida, en la que corren en abundancia la leche y la miel. Bajo el mismo techo de Nuestro Señor y a dos pasos de su Tabernáculo, el religioso pasa horas tan dulces como santas en celebrar los augustos misterios, en cantar las alabanzas de Dios, en alimentar su alma con el pan de la oración y piadosas lecturas. Allí es donde fuimos iniciados en las observancias monásticas, formados en la vida interior y ejercitados en las luchas para conseguir la santidad. Gracias a la Regla y a la firmeza de nuestros Superiores que nos sostienen, a los ejemplos de la Comunidad que nos arrastran, ha sido posible apresurar el paso y adelantar algo más en el camino. Estos lugares benditos, regados con tanta abundancia por las aguas de la gracia, fueron los felices testigos de nuestras mejores alegrías, de nuestros combates y de nuestras pruebas. Allí es donde nosotros hemos prometido vivir y morir, de allí es de donde nuestra alma espera volar al cielo, mientras que el compañero de sus trabajos descenderá a dormir allí cerca de nuestros antepasados, esperando su glorioso despertar. Sin embargo, esta adhesión tan legítima a nuestro Monasterio ha de estar subordinada al beneplácito divino, porque Dios será siempre el supremo Arbitro de nuestros destinos. El puede disponer de nosotros por medio de la obediencia, libre es de dejar obrar la malicia de los perseguidores.
Ciertamente que debemos hacer cuanto de nosotros depende para conservar la estabilidad que hemos prometido, pero si Dios se complace en desterrarnos de nuestro querido Monasterio, ¿no es el Maestro infinitamente sabio e infinitamente bueno? ¿No es la divina Providencia la que debemos mirar por encima de los hombres en esto como en todo lo demás? Y, por consiguiente, ¿osaríamos protestar contra su voluntad soberana, en lugar de someternos a ella con amorosa confianza? La tierra es un lugar de paso, y nuestra ciudad permanente está en el cielo. Que nos dirijamos a ella desde el destierro, desde la patria, poco importa, lo esencial es llegar allí. Mientras Dios nos tenga en el Monasterio, en él estará para nosotros el camino del Paraíso, y nada se le puede comparar; mas si la Providencia nos envía a otra parte, en dondequiera que nos coloque, allí estará en adelante para nosotros la esperanza de la salvación, pues es la obediencia la que nos introduce en el reino de los cielos.
Por lo demás, hay algo infinitamente preferible a los muros de nuestro convento: es la vida religiosa que en él se observa; y si para conservarla es preciso resignarnos a sufrir el destierro, ¡bendito sea Dios que aun a tan subido precio nos conserva tan inapreciable bien! ¿Sería éste, después de todo, un sacrificio heroico? Seguros de tener en el destierro las mismas observancias, la misma Comunidad, los mismos Superiores que en el Monasterio, seríamos ciertamente menos dignos de lástima que tantos religiosos imposibilitados de consagrarse en tierra tan extraña a sus obras acostumbradas, como tantos otros, sobre todo los que han sido lanzados al mundo, privados de la vida religiosa. Para nosotros, monjes, formados únicamente para la vida de claustro, volver al mundo es el peor de los infortunios, y para conjurarlo habríase de hacer lo posible y hasta lo imposible. En el caso que la obediencia dispusiera de nosotros, en conformidad con las leyes de nuestra Orden, enviándonos a una fundación, un refugio, etc., el ferviente religioso no ha de ver en eso sino la voluntad de Dios y el bien de su alma, y con magnánimo corazón entregarse al beneplácito divino, y a no ser por un deber de conciencia, hasta evitar observaciones respetuosas y filiales. Apenas ha hablado Dios por boca de un superior, se inclina confiado y sin tardanza, no pensando sino en someterse como verdadero hijo de obediencia, y en sacar de su sacrificio el mejor partido posible a favor de su adelantamiento espiritual.
II. Tenemos en el claustro una selecta compañía, escogida entre mil y diez mil. Una Comunidad es una familia unida a Jesucristo, en la que cada cual rivaliza en desprecio del mundo, en atractivo por nuestras santas leyes, en celo por agradar a Dios y santificarse; y todos los días experimentamos cuán dulce es habitar reunidos los hermanos. Jamás sabremos ni bendecir suficientemente al Señor por habernos llamado a la religión, ni pagar a nuestra Comunidad todo el bien que nos hace. Con todo, aunque sólo tuviéramos santos en nuestra compañía, hemos de esperar encontrar entre los hombres algunos restos de humana debilidad; por lo menos, habrá diversidad de temperamentos y de caracteres, las divergencias de sentimientos y voluntades, mil pequeñas nonadas que nos harán sufrir, tanto más cuanto que la misma consideración con que habitualmente se nos trata, nos vuelve más sensibles a todo procedimiento menos delicado. Si acontece, pues, que hayamos de soportar algo de parte de los que nos rodean, ante todo hemos de persuadirnos de que esa es la voluntad de Dios. Es El, en efecto, y no el azar, quien nos ha llamado de las cuatro partes del mundo y nos ha juntado en tal Comunidad y bajo tales Superiores, para vivir allí reunidos en perpetuo contacto. El genio, las miras, los gustos, mil otras cosas no se armonizan sino a fuerza de virtud; será preciso hacerse mutuamente muchos sacrificios por el bien de la paz. Dios lo sabia y para esto precisamente nos ha puesto a los unos cerca de los otros. En el cielo disfrutaremos del reposo perfecto, de la paz después de la victoria.
Aquí abajo, es el tiempo del combate contra nosotros mismos, a fin de reparar nuestras faltas, dominar nuestros defectos, aumentar nuestras virtudes y méritos. Los medios para conseguirlo son múltiples, uno de los mejores será para nosotros la vida común con las renuncias que impone. «Por no haberte penetrado en este gran principio -escribía el P. de Caussade a una de sus dirigidas-, jamás habéis sabido someteros a ciertos estados y acontecimientos, ni, por consiguiente, permanecer en ellos firme y tranquila en la voluntad de Dios. El demonio siempre os ha tentado, inquietado, trastornado con cien ilusiones y falsos razonamientos en este punto. Tratad, pues yo os conjuro por el interés de vuestra salvación y de vuestro reposo, de libraros de semejante extravío de espíritu, y por el mismo hecho pondréis término a todos vuestros despechos y a todas las rebeldías de vuestro corazón.»
Las penas de la vida de familia y de Comunidad no tanto constituyen con la oposición de humor o de carácter un obstáculo a nuestro progreso espiritual, como medio providencial y muy precioso. En nuestra falta de fe, de humildad y de abnegación ha de buscarse el origen de nuestro malestar, al que las dificultades le ofrecen tan sólo la ocasión de manifestarse. Proviniendo, pues, el mal de nosotros, ahí es donde es preciso aplicar el remedio, y ésta es la razón porque Dios nos ofrece estas oposiciones de carácter, estas pruebas crucificadoras y constantemente renovadas. ¡Excelentes penitencias para las culpas pasadas! Porque «la caridad cubre la muchedumbre de los pecados», y Dios nos tratará como nosotros hubiéremos tratado a nuestros semejantes. Perdonemos, y El nos perdonará; olvidemos los agravios de nuestros hermanos y El olvidará los nuestros. Tengamos tolerancia para con nuestro prójimo, paciencia, misericordia, mansedumbre, y El, fiel a su palabra, hará otro tanto con nosotros. Es costoso sufrir así siempre, mas ¡qué seguridad, qué consuelo poder decir que a este precio se tiene derecho a contar con la divina misericordia! ¡Excelente ejercicio de mortificación! Sin él, cuántas virtudes nos faltarían. Si queremos adquirir la tolerancia mutua, la paciencia y la abnegación, ¿no son necesarias personas que nos contraríen y que sepan hacerlo a tiempo y fuera de tiempo, y por decirlo así, sin piedad? Creeríamos conocernos bien y abrigaríamos quizá extrañas ilusiones, si unos y otros no viniesen en momento propicio a decirnos sin contemplación muchas verdades. ¡ Son precisas tantas humillaciones! ¿Sabríamos nosotros escoger las buenas humillaciones, aquellas de que tenemos necesidad y no las que nos agradan? ¿Tendríamos la firmeza de someternos a ellas con perseverancia, como se somete un enfermo a su régimen austero? En lugar de sublevarnos, bendigamos a Dios que ha tenido la sabiduría y la bondad de poner a nuestro lado tal o cual persona; es de la que teníamos más necesidad. Una santa fundadora decía a sus hijas:
«Cada una tiene su modo de ser, sus imperfecciones, sus rarezas. Si no existieran en la Comunidad caracteres un tanto difíciles, sería necesario comprarlos para que nos ayudasen a ganar el cielo.» Dios nos provee de ellos gratuitamente. ¡A nosotros toca aprovecharnos de estas gracias para morir a nosotros mismos! Además, estas contrariedades constantemente renovadas, «os ofrecerán cada día no pocas ocasiones de practicar las más raras y sólidas virtudes: la caridad, la paciencia, la dulzura, la humildad de corazón, la benignidad, la renuncia a vuestras inclinaciones, etc.; y estas pequeñas virtudes de cada día, practicadas fielmente, os formarán una rica mies de gracias y de méritos para la eternidad. Por éstas, mejor que por todas las otras prácticas y los demás medios, es como podréis obtener el gran don de la oración interior, la paz del corazón, el recogimiento, la presencia continua de Dios y su puro y perfecto amor. Esta sola cruz llevada con paciencia os atraerá infinidad de gracias, y os servirá más eficazmente que las pruebas en apariencia más dolorosas, para desprenderos perfectamente de vosotros mismos y uniros plenamente a Dios». Así se expresa el P. de Caussade, y dice después: «Lejos de compadeceros, no puedo menos de felicitaros de haber tenido por fin ocasión de practicar la verdadera caridad. La antipatía que experimentáis hacia la persona con quien estáis en continuas relaciones, la oposición de vuestras ideas y de vuestras miras, los rozamientos que ella os causa por sus modales o su lenguaje, son otras tantas señales infalibles de que la caridad que usáis para con ella será puramente sobrenatural sin mezcla alguna de sentimientos humanos. Oro puro es lo que vais a reunir, y sólo de vos depende formar un inmenso tesoro. Agradecédselo, pues, a Nuestro Señor, y para no perder nada de las ventajas inapreciables de vuestra posición presente, seguid con exactitud las reglas que os voy a trazar.
»1ª Soportad apaciblemente las rebeldías involuntarias que os hacen experimentar los procedimientos de esta persona, a la manera que soportaríais un acceso de fiebre o de jaqueca. Vuestra antipatía es, en efecto, una fiebre interior con sus escalofríos y subidas. ¡Oh! ¡Cuán crucificador, humillante y penoso es todo esto, y por consiguiente, cuán meritorio y santificador!
»2ª No habléis jamás a propósito de esta persona, como quizá hacen las otras; sino hablad siempre de ella en buen sentido, pues tiene algo bueno. Y, ¿quién no tiene algo malo? ¿Quién es perfecto en este mundo? Puede ser que sin querer ni pensar en ello, vos la probéis más de lo que Dios os prueba por ella! Dios pule a veces un diamante con otro diamante, dice Fenelón.
»3ª Cuando cometiereis algunas faltas, levantaos sin tardanza, humillándoos dulcemente, sin despecho voluntario ni contra ella, ni contra vos, sin turbación ni enojo y sin inquietud. Nuestras faltas así reparadas llegan a sernos de provecho y ventajosas, y por estas miserias y estas faltas diarias, es como Dios nos empequeñece de continuo y nos mantiene en la verdadera humildad de corazón.
»4ª No os mezcléis en nada, sino en la medida en que vuestro deber os obliga; cumplido éste, no os preocupéis de nada; no penséis siquiera en ello, si no es en la presencia de Dios. Abandonemos todo a la Providencia, pues la única cosa importante es que seamos todo de Dios y que consigamos la salvación. » En las pruebas de este género, Santa Juana de Chantal es un perfecto modelo. Viuda a los veintiocho años, recibió de su padre político orden de ir a vivir en su compañía con sus cuatro hijos. Sin dificultad pudo entrever la amargura del cáliz que había de beber, pues conocía el carácter del viejo barón, los desórdenes de su casa y los aún mayores de su conducta. Este anciano sombrío ante quien todo había de doblegarse, había caído bajo la dependencia de una criada que mandaba como ama en el castillo, dilapidaba los bienes y hacía murmurar a todo el mundo. Durante más de siete años, la santa será tratada como una extraña que se admite en el hogar doméstico, pero a la que en nada se la consulta ni tiene derecho a hacer observación alguna. Estará, por decirlo así, bajo la férula de una inferior insolente, que no escaseará ni siquiera las injurias. Tenía que pasar por la amargura de ver a los hijos de la sirvienta preferidos a los suyos. Se apoderaba de ella la indignación, revolvíase toda su sangre, especialmente al principio. Mas ahogaba estos gritos de la naturaleza, y a cada insolencia no oponía sino un corazón dulce y un semblante gracioso, llegando hasta el grado de heroísmo de cuidar los hijos de la sirvienta como a los suyos, y prestarles con sus propias manos los servicios más humildes. ¿Y cuál era el secreto de su victoria? Únicamente ocupada en su importante obra, la conversión de su padre político y de la indigna criada, se proponía vencerlos a uno y a otra a fuerza de dulzura; no habla situación ni sacrificio que la asustasen con la esperanza de llevarlos a Dios. Aprovechaba todas las circunstancias para hacerles bien y ninguna violencia, ninguna vejación, fue jamás capaz de disminuir su respeto ni desanimar su paciencia. «A este motivo tan elevado que la sostuvo durante siete años en esta vida heroica, vino a juntarse otro que no le prestó menor apoyo. Era naturalmente un tanto altiva; había heredado con la sangre paterna, yo no sé qué de orgullosa y dominante que ella quería ahogar a todo trance. La ocasión le pareció excelente para llegar a ser humilde a fuerza de humillaciones, y lo con siguió más de lo que puede decirse. En esta ruda escuela, mejor que en el más severo noviciado, hízola Dios adquirir esta rara humildad y esta perfecta obediencia que muy pronto hicieron de ella, bajo la dirección de San Francisco de Sales, el instrumento de tan grandes obras.» ¡Quiera Dios que a las gracias de este género respondamos también nosotros con el mismo espíritu de fe e igual generosidad!