CAPITULO V:
LA PAZ VERDADERA ¿POR QUE LA QUIERE DIOS Y EL HOMBRE NO?
LA PAZ VERDADERA ¿POR QUE LA QUIERE DIOS Y EL HOMBRE NO?
He aqui la voluntad divina que debe ser obedecida. Es claro que si Rusia hubiera sido
convertida suficientemente a tiempo, como Dios y la Santísima Virgen pidieron,
ya habría paz, o nosotros
veríamos el cumplimiento de todos los terribles castigos que Nuestra Señora nos
dijo que ocurrirían:
la guerra, el hambre y la persecución de la Iglesia y del Santo Padre, la aniquilación de varias naciones y la esclavización de aquellas naciones que no fueron aniquiladas.
Sólo la conversión de Rusia puede poner fin a los castigos que hoy nos afligen, e impedir aquellos otros castigos que nos enfrentarán en el futuro. La Hermana Lucía advirtió que Rusia sería usada por Dios para castigar al mundo entero, “si antes no alcanzábamos la conversión de esa pobrecita NNecesitamos la conversión de Rusia, pero Dios ha determinado que esa conversión sólo vendrá a través de un único medio: la solemne Consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María. El fin de los castigos y la paz mundial, por lo tanto, dependen de ese acto.
la guerra, el hambre y la persecución de la Iglesia y del Santo Padre, la aniquilación de varias naciones y la esclavización de aquellas naciones que no fueron aniquiladas.
Sólo la conversión de Rusia puede poner fin a los castigos que hoy nos afligen, e impedir aquellos otros castigos que nos enfrentarán en el futuro. La Hermana Lucía advirtió que Rusia sería usada por Dios para castigar al mundo entero, “si antes no alcanzábamos la conversión de esa pobrecita NNecesitamos la conversión de Rusia, pero Dios ha determinado que esa conversión sólo vendrá a través de un único medio: la solemne Consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María. El fin de los castigos y la paz mundial, por lo tanto, dependen de ese acto.
Paz o castigo
En Fátima Nuestra Señora, refiriéndose a
Ella misma bajo el título de Nuestra Señora del Rosario, dijo, “Sólo
Ella os puede ayudar”. Ningún gobierno o institución ha logrado alcanzar
cualquier clase de paz duradera para nuestro mundo desgarrado por la guerra.
Eso es porque Dios ha determinado que la paz vendrá sólo por un medio: de
manos de la Santísima Virgen María. Y sólo por nuestra obediencia a los simples
pero profundos pedidos que Ella hizo en Fátima concederá la verdadera paz sobre
la humanidad.
La Hermana Lucía preguntó a Nuestro Señor
por qué El no convertía a Rusia sin que el Papa hiciera la Consagración. Él
le contestó que quería que toda la Iglesia la reconociera como el Triunfo del
Inmaculado Corazón de María; luego, como resultado de ese triunfo, Su Iglesia
rendiría público homenaje al Inmaculado Corazón al lado de Su Sagrado Corazón.
La paz que Nuestra Señora prometió es la paz
que Isaías profetizó en la Sagrada Escritura: “Y sucederá a lo postrero de los
tiempos que el monte de la casa de Yave será consolidado por cabeza de los
montes, y será ensalzado sobre los collados, y se apresurarán a él todas las
gentes, y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid y subamos al monte
de Yavé, a la casa del Dios de Jacob, y el nos enseñará sus caminos, e iremos
por sus sendas, porque de Sión ha salido la Ley, y de Jerusalén la Palabra de
Yavé…de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas hoces. No alzarán la
espada gentes contra gentes, no se ejercitarán para la guerra” (Is. 2:2-4; cf.
Mic. 4:1-3). Eso fue profetizado hace más de 2.500 años, y será realizado
cuando el Inmaculado Corazón triunfe y reine.
Podemos juzgar por nosotros mismos si las
espadas actualmente están arando los campos. Sólo en el año 2000, los Estados
Unidos de América exportaron USD 798 mil
millones en armamentos a los países del Tercer Mundo. Ese es dinero que pudo
haber ido a medicinas, a plantas de desalinización de aguas, y para alimentos y
agricultura. Cuando tengamos la paz que Nuestra Señora traerá con el triunfo de
Su Inmaculado Corazón, usaremos nuestros recursos para ayudar a la gente más
que para dañarla.
Paz y conversión
Como explica San Agustín, la paz es la
tranquilidad en el orden. Desde que Dios es el creador de los hombres, se sigue
que la humanidad tendrá paz solo cuando se conforme al orden de la sociedad
establecido por el Creador. Para tener paz verdadera y duradera entre los
hombres, el hombre debe vivir una vida justa y pía, de acuerdo con la
naturaleza que Dios le dio. La paz que Nuestra Señora predijo no consistirá
hasta “que los hombres se traten mutuamente con urbanidad y
cortesía, sino que es necesaria una paz que llegue al espíritu, los tranquilice
e incline y disponga a los hombres a una mutua benevolencia fraternal. Y no hay
semejante paz si no es la de Cristo” (Papa Pío XI, Ubi Arcano dei Consilio).
“Él es nuestra paz,” declaró San Pablo (Ef. 2:14).
La paz que resultará de la
Consagración de Rusia no será meramente la ausencia de guerra. Será la paz que
resulte del reinado de Jesucristo entre los individuos, las familias y la
sociedad como explicó el Papa Pío XI: “Porque Cristo [será] todo entre todos”
(Col. 3: 11). El reinado social de Cristo será reconocido y vivido por todos.
Ya que reina Jesucristo en la mente de los individuos, por sus doctrinas, reina
en los corazones por la caridad, reina en toda la vida humana por la
observancia de sus leyes y por la imitación de sus ejemplos. Reina también en
la sociedad doméstica cuando, constituida por el sacramento del matrimonio
cristiano, se conserva inviolada como una cosa sagrada, en que el poder de los
padres sea un reflejo de la paternidad divina, de donde nace y toma el nombre;
donde los hijos emulan la obediencia del Niño Jesús, y el modo todo de proceder
hace recordar la santidad de la Familia de Nazaret.
Reina finalmente Jesucristo en la sociedad
civil cuando, tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar
de él el origen y los derechos de la autoridad para que ni en el mandar falte
norma ni en el obedecer obligación y dignidad, cuando además le es reconocido a
la Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a
saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades; es decir,
tal que no disminuya la potestad de ellas -pues cada una en su orden es
legítima-, sino que les comunique la conveniente perfección, como hace la
gracia con la naturaleza; de modo que esas mismas sociedades sean a los hombres
poderoso auxiliar para conseguir el fin supremo, que es la eterna felicidad, y
con más seguridad provean a la prosperidad de los ciudadanos en esta vida
mortal.
De todo lo cual resulta claro que no hay paz
de Cristo sino en el reino de Cristo” (Ubi Arcano Dei Consilio).
Dios ha determinado que esa paz vendrá por medio de la
Consagración de Rusia y del triunfo del Inmaculado Corazón de María. La paz que
será el resultado de la Consagración de Rusia, por lo tanto, tendrá no sólo una
dimensión política pero también llegará a ser la paz que fluye de una unidad de
mentes, corazones y voluntades: una paz católica. Para usar la expresión de Pio
XI, será “La paz de Cristo en el Reino de Cristo”.
El Dios Todopoderoso, de Quien deriva toda
autoridad, ha ordenado que haya una autoridad universal espiritual, la Iglesia,
y una autoridad temporal. Ambas reciben su autoridad de Él, por lo tanto
estamos obligados a rendir homenaje a ambas: “Todos han de estar
sometidos a las autoridades superiores” (Rom. 13:1). Despreciar la
autoridad legítima es ilegal y rebelde: “...quien
resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten
se atraen sobre si la condenación” (Rom. 13: 2).
La Iglesia Católica explica que el sistema
que Dios destina a la Iglesia y al Estado es que los dos obren de común
acuerdo. El Papa Bonifacio VIII enseñó solemnemente que las dos espadas que San
Pedro esgrimió (Lc. 22:38) fueron simbólicas de las dos espadas de la autoridad
papal, en la esfera de lo espiritual y de lo temporal. “Más
esta (la espiritual) ha de esgrimirse en favor de la Iglesia, aquella (la material)
por la Iglesia misma. Una por mano del sacerdote, otra por mano del rey y de
los soldados, si bien a indicación y consentimiento del sacerdote”. (Unam
Sanctam, § 2, Dz. 468-469)
Como explicó el Papa León XIII:
“Dios
ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el
poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de
los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos.
Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro
de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De
donde resulta como una esfera determinada, dentro de la cual cada poder
ejercita iure propio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos
poderes soberanos es uno mismo, y como por otra parte, puede suceder que un
mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y
jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro,
haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las
actividades respectivas de uno y otro poder. “...pues no hay autoridad sino
bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas,” (Rom. 13:1). Si así
no fuere, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas
veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin
saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos
autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer.
“Esta
situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien
incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre
sí las fuerzas y las causas naturales con tan concentrada moderación y
maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de
concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo. Es
necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación
unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y
el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no
hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de
los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines
respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de
las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los
bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana,
todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por
su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae
bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen
civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden
sometidas a éste pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios.” (Immortale Dei).