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martes, 10 de septiembre de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14 (Artículo 4º.- El «dejar hacer a Dios» en las vías místicas)

 


«Dejar hacer a Dios», es una expresión muy en boga en la actualidad. Es una parte verdadera, mas no ha de tomarse a la letra, so pena de abrir la puerta al semiquietismo. Al exponer la noción del Santo Abandono, hemos mostrado con profusión de detalle que no excluye ni la previsión ni los esfuerzos personales; no es, pues, un puro «dejar hacer a Dios». Esto que es verdadero en el camino ordinario, lo es no menos en el místico. El uno es activo, y pasivo el otro; la acción divina será, pues, diferente; con todo, la fórmula «dejar hacer a Dios» no responde a todos nuestros deberes, ni en uno, ni en otro. 

En la vía ordinaria la acción divina adáptase a nuestros procedimientos naturales, déjanos la libre elección y dirección de nuestras acciones, y se pone, por decirlo así, a nuestro servicio, ¡que tan maravillosa es la condescendencia de nuestro Padre celestial! No hablemos, por de pronto, sino de la oración y tomemos como ejemplo la meditación. Como se trata de ejecutar una obra sobrenatural, es de toda necesidad que la gracia nos prevenga y ayude; ella ha de presidir todas nuestras acciones, y ninguna se hará sin su intervención. Déjanos, empero, determinar libremente el tiempo, el lugar, la manera y materia de nuestra oración; asimismo nos permite conducirla a nuestro gusto, es decir, que podemos según nos plazca, elegir nuestras consideraciones y nuestros afectos, asignarles su lugar, la extensión, la variedad que queramos, fijar nuestras resoluciones conforme a nuestras preferencias. Dios trabaja en nosotros y con nosotros, mas se acomoda a nuestro modo humano de obrar, y permanece oculto. Es verdad que dispondrá de nosotros según su beneplácito, y como consecuencia estaremos en la sequedad o en la consolación, en la calma o en el combate, en la paz o en las penas interiores. Aquí tiene lugar el «dejar hacer a Dios», quedando empero un campo dilatado a nuestra libre actividad. 

Muy otras son las condiciones al tratarse de las vías místicas. Tomemos como ejemplo la quietud. Dios, al obrar mediante los dones del Espíritu Santo, no se oculta tanto, y por lo regular hace sentir su presencia y su acción. Interviene conforme a su beneplácito, en el coro, en la lectura, en el trabajo, en el tiempo y lugar que juzga oportuno, y no siempre cuando nosotros le esperamos. No se acomoda ya a nuestros procedimientos naturales, y en cierto modo nos impone los suyos. Toma, cuando le place, la iniciativa y dirección de nuestra oración; liga la imaginación, la memoria y el entendimiento para impedir las dilatadas consideraciones, los afectos metódicos y discursivos, variados y complicados, para llevarlos poco a poco a una sencilla atención amorosa. Produce El mismo la luz y el amor, y los derrama a torrentes, como con medida, o gota a gota; los refuerza y los disminuye a su arbitrio. Propone a su consideración sus divinos atributos, la Pasión, la infancia de Nuestro Señor u otra materia que a El le place. Provoca en nosotros un silencio admirativo, transportes amorosos, suaves coloquios, o bien nos reduce a la penosa aridez de un desierto sin fin. No está en nuestro poder hacerle reforzar o modificar su acción, retenerle o hacerle volver contra su voluntad cuando El se quiere retirar. Es el dueño y bien a las claras lo demuestra, mas su intervención será siempre la obra de su amor misericordioso y de su exquisita sabiduría. 

A pesar de esto nos deja, en general, la facilidad de hacer nuestras lecturas piadosas, y aun de hallar abundantes consideraciones para servicio de nuestros hermanos. Si se exceptúa la impotencia para meditar que puede llegar a ser total, la influencia mística no liga aquí enteramente las potencias. Podemos siempre recibirla o rechazarla, aceptar el asunto de la oración que ella nos ofrece o tomar otro, atenernos a los actos que nos brinda, o añadir a ellos cuanto queramos, como afectos, peticiones, etcétera. En una palabra, es la quietud una mezcla de pasivo y de activo, o, como dice Santa Teresa, «lo natural se encuentra allí mezclado a lo sobrenatural»; y por lo mismo tendrán cabida simultáneamente el «dejar hacer a Dios» y nuestra actividad personal. 

La pasividad será mucho más acentuada en la unión plena y el éxtasis. En la primera no hay apenas trabajo alguno, y ninguno en el segundo, cuando están en su punto culminante. Mas cuando se ha llegado a esta edad de la vida espiritual, la oración está muy lejos de lograr siempre este máximum de intensidad; por otra parte, crece y disminuye durante un mismo ejercicio, y permanecerá, pues, la mayor parte del tiempo en la simple quietud o en las purificaciones pasivas. En suma, es muy raro que la contemplación sea completamente pasiva, y en consecuencia, siempre habrá lugar para el «dejar hacer a Dios», y muy comúnmente para nuestra actividad personal con su más y su menos. Siendo empero la acción divina la principal, es preciso que la nuestra le esté subordinada, que se armonice y refunda en ella. 

Este «dejar hacer a Dios», inútil creo decirlo, no es el estado pasivo de un campo que recibe con la misma indiferencia el rocío del cielo o los rayos del sol. Es la actitud de un alma inteligente y libre que, apreciando el beneplácito divino, se presenta toda entera para recibirlo y no perder nada de él. No se limita a dar su consentimiento, a no oponer resistencia, a no hacer nada que sea un obstáculo; presenta su espíritu, su corazón, su voluntad para entregarse toda a la gracia. En consecuencia, por todo el tiempo que se haga sentir la influencia mística, vela el alma para rechazar las distracciones y, si está en su mano, las ocupaciones incompatibles con la oración; evita el buscar y aun aceptar largas consideraciones, afectos variados y complicados: cosas todas más a propósito para ahogar esta pequeña llama que para avivarla. Recibe, sin embargo, la acción divina con reverencia y sumisión, con reconocimiento y confianza, y a ella se adapta de la manera que puede. La acepta tal como le es ofrecida, débil o fuerte, silenciosa o suplicante sin buscar otra materia. Si en lo que recibe cree encontrar ocupación suficiente, limitase a contemplar a Dios en un silencio amoroso, o a excitar piadosos afectos, en conformidad con el movimiento de la gracia. Si esta ocupación es escasa, trata de reforzarla con algunos piadosos afectos, conforme a la acción divina. En una palabra, pónese con una amorosa reverencia a disposición de la gracia. Cuando ha dejado de hacerse sentir la influencia mística, el alma se entrega a la oración por determinación propia conforme a sus deseos, por los procedimientos que le han dado mejor resultado. Suple entonces lo que no pudo hacer en la oración pasiva, y se aplica a las piadosas lecturas, y produce los afectos y peticiones que convienen. Insistía mucho sobre este punto San Francisco de Sales en la dirección que daba a Santa Juana de Chantal y a sus hijas. Después de la oración, aplicase el alma a hacerle producir todos sus frutos y a mantenerse, mediante la mortificación interior, en el fervor y la pureza que la dispongan a nuevas gracias, si a Dios place concedérselas. 

Cuando la sumerge una y otra vez hasta la saciedad en las purificaciones pasivas, parécela a esta pobre alma hallarse abandonada del cielo, pero nada está perdido sino para el hombre viejo. El alma está en manos de Dios, ¿a qué fin resistir? El es todopoderoso y el mejor medio de abreviar la prueba es someterse sin queja y sin recriminaciones ni inquietudes. Lejos de mantenernos puramente pasivos, confiemos en Dios, nuestro mejor Amigo, nuestro Padre infinitamente sabio y bueno; démosle, mientras quiera, nuestras manos y nuestros pies y dejémosle crucificarnos a su placer. No huyamos de El cuando la oración se nos vuelve enojosa, sino que vayamos a ella como de costumbre y cumplamos con ánimo nuestro deber. No pongamos causa alguna voluntaria de sequedad, y tengamos delante de Dios una actitud humilde, arrepentida, sumisa y llena de confianza, de suerte que este doloroso estado produzca realmente en nosotros cuanto puede producir en humildad, renuncia y santo abandono, y de este modo habremos hecho negocio de gran ganancia. 

Tal es la conducta que Santa Juana de Chantal observaba y hacia seguir a sus hijas. «En estado pasivo no dejaba de obrar en los momentos en que Dios le retiraba su operación o la excitaba a ello; sus actos, empero, eran siempre cortos, humildes y amorosos.» «Si, hija mía, decía ella, cuando Dios lo quiere y me lo manifiesta por el movimiento de la gracia, hago algunos actos interiores, o pronuncio algunas palabras exteriores, sobre todo cuando he de rechazar las tentaciones. Dios no permite sea tan temeraria que presuma no tener jamás necesidad de hacer acto alguno, y creo que los que dicen que nunca los hacen no lo entienden. Creo que también nuestra hermana Ana María Rosset los hace sin darse cuenta; por lo menos yo se los hago hacer exteriores.» Cuidaba, pues, la santa, añade su historiador, «de no hacer nada sino por impulso de la gracia, a la cual vivía por completo sumisa y obediente, ora la invitase Dios a obrar, ora la dejase como abandonada a sí misma, retirándola su operación». Pasaba así de un estado a otro, alternativamente activo o pasivo, a gusto de Dios: notable vicisitud en la vida de esta gran santa, y que tendía, dice Bossuet, «a hacerla difícil bajo la mano de Dios y a hacer que no cesase de acomodarse al estado en que la ponía, de donde resultaban las virtudes, las sumisiones y resignaciones admirables que se destacan en su vida». «Este extraordinario estado que la Santa sólo al principio había experimentado en la oración, no tardó en saborearlo en la Santa Misa, la Comunión, durante el oficio divino, y con frecuencia durante todo el curso del día. No era ello a veces sino un relámpago durante el cual permanecía en silencio cerrados los ojos, unida a Dios por una simple mirada. Otras veces se prolongaba este estado horas enteras, mas sin hacerle perder su libertad de espíritu, ni su libertad de acción.» 

Esta última reflexión nos lleva a decir que del mismo modo que pueden las almas ser movidas por influjo divino en la oración, pueden serlo también en la acción. Hemos hablado largamente de la oración, porque, a nuestro juicio, allí es sobre todo donde se ejerce la influencia mística, y lo que hemos dicho hará conocer mejor lo que será esta influencia y cómo hemos de corresponder a ella, cuando se deja sentir en otra parte. 

En el camino ordinario, la gracia permanece secreta, hasta para el mismo que la recibe. Déjanos la iniciativa, la elección en las cosas libres, la deliberación, la determinación, la ejecución. En realidad, no hay duda que todo procede del Espíritu Santo, no siendo posible nada sobrenatural sin que El nos sugiera el pensamiento y nos ayude a quererlo y a ejecutarlo. Pero El se oculta y se adapta a nuestros procedimientos naturales, de suerte que todo parece venir de nuestros esfuerzos. La fe es la que nos enseña que nuestra voluntad tuvo que ser ayudada con una gracia secreta y sostenida en determinados momentos por los dones del Espíritu Santo. 

Por el contrario, tanto en la acción mística como en la oración mística también, déjase sentir la acción de Dios y llega a ser, por decirlo así, manifiesta. Aquí ya no se limita a seguir nuestros procedimientos humanos; hállase el alma de repente iluminada y puesta en movimiento, como por un instinto divino, una inspiración particular, una moción especial. Por repentina, por dulce e imperiosa que sea la acción divina, no suprime el ejercicio del libre albedrío, se la consiente con toda el alma, y con gusto se reúnen todas las energías para corresponder a ella. Por eso pudo decir Bossuet: «Tanto más obramos cuanto somos más empujados, más movidos, más animados del Espíritu Santo; este acto por el cual nos entregamos a la acción que El ejecuta en nosotros, nos pone, para así expresarnos, por completo en acción para Dios.» 

Mas bajo otro punto de vista somos tanto menos activos cuanto nuestro estado es más pasivo, y se siente sin poder dudarlo que un poder superior ha tomado la iniciativa, ha hecho la elección del acto, reemplazando la deliberación por un instinto divino y compelido en seguida a la ejecución. Cuando un alma es frecuentemente favorecida con estas influencias místicas, suele decirse que está bajo la dirección del Espíritu Santo. 

¿Puede estarlo siempre y en todas las cosas? San Juan de la Cruz lo juzga así de la Santísima Virgen, y casi exclusivamente de Ella: «Elevada -dice- desde el principio a este altísimo estado -en que es Dios mismo quien dirige las potencias hacia los actos conformes al querer divino-, no tuvo jamás la gloriosa Madre de Dios en el espíritu el recuerdo de criatura alguna capaz de distraerla de Dios y dirigirla en su modo de obrar. Todos sus movimientos fueron siempre producidos por el Espíritu Santo... Por más que sea difícil hallar un alma enteramente conducida por el Señor y enriquecida con la perpetua unión, durante la cual las potencias están divinamente ocupadas, sin embargo, hállanse con bastante frecuencia algunas que son movidas por El en sus acciones y no se mueven por sí mismas.» Bossuet es del mismo parecer cuando dice: «Estos estados imaginarios de nuestros falsos místicos, en que las almas son siempre divinamente movidas por las extraordinarias impresiones de que hablamos, no son conocidos ni del Padre Juan de la Cruz, ni de la Madre Santa Teresa. Por mi parte añado que ni los Ángeles, ni las Catalinas de Sena y de Génova, los Ávilas, los Alcántaras, ni otras almas de la más pura y alta contemplación, jamás han creído ser siempre pasivos, sino a intervalos; y con frecuencia dejados a si mismos han obrado de la manera ordinaria. Otro tanto se manifestaba en la Madre Chantal, una de las personas más experimentadas en esta vía.» ¿Hay o hubo algún corto número de almas escogidas movidas por Dios de esta manera a cada instante? Bossuet «deja la resolución al juicio de Dios y, sin reconocer la existencia de estados semejantes, tan sólo dice que, en la práctica, nada hay tan peligroso ni tan sujeto a ilusión como guiar las almas cual si éstas hubiesen llegado a ellos, y que en todo caso la perfección del cristianismo no consiste en estas prevenciones.» 

A propósito de estos estados pasivos señala Bossuet dos extremos opuestos: el de los quietistas, que hacen a esta pasividad perpetua, muy común y necesaria al menos para la perfección, y el que consiste en tomar por ilusiones sospechosas todos «estos estados en los que almas escogidas reciben pasivamente impresiones divinas tan altas y tan desconocidas, que apenas podemos darnos cuenta de su admirable simplicidad». 

En consecuencia, por todo el tiempo que sintamos en nosotros la acción de Dios, la hemos de seguir con docilidad llena de confianza; cuando aquélla cesa es preciso tornar a los medios ordinarios de huir del pecado, de practicar la virtud, de cumplir los deberes diarios. Y, como el camino nos está ya claramente indicado y la gracia jamás falta a la oración y fidelidad, no hay para qué esperar que Dios nos declare de nuevo su voluntad o nos impela a la acción por una moción especial. O mejor aún, «no es permitido que un cristiano, dice Bossuet- bajo pretexto de oración pasiva u otra extraordinaria, espere en la dirección de la vida, así en lo que mira a lo espiritual como a lo temporal, que nos determine a cada acción por vía e inspiración particular; al contrario, induce a tentar a Dios, a la ilusión y a la negligencia». 

Mas, en estas materias tan delicadas, hay que temer las ilusiones. Se ha de someter nuestra vida mística a un examen serio, según las reglas del discernimiento de los espíritus. Si de ellas resulta una más perfecta observancia de nuestros votos y nuestras Reglas, obediencia a nuestros superiores, vivir en paz con nuestros hermanos, combatir las tentaciones, santificar las pruebas, no se puede sospechar ni de su origen ni del uso que de ellas se hace. Aun en este caso, es necesario imitar a Santa Teresa: «Lo que con mayor ahínco deseó siempre fue adquirir las virtudes; y esto mismo es lo que más dejó encomendado a sus religiosas, acostumbrando decirles que el alma más humilde y más mortificada sería también la más espiritual.» 

Como es tan difícil ser buen juez en propia causa, será de todo punto necesario recurrir a un director experimentado. Por otra parte, ha establecido la Providencia que los hombres sean gobernados por otros hombres. Nuestro Señor aparecióse a Saulo y le envió a Ananías. Santa Teresa, Santa Juana de Chantal, Santa Margarita María tenían el espíritu muy esclarecido y el juicio muy recto y no dejaban, sin embargo, de recurrir a su director, o según el caso, a sus superiores. Hablando Santa Teresa de sí misma, dice «que jamás reguló su conducta por lo que se le había inspirado en la oración, y cuando sus confesores la decían que obrase de otra manera, los obedecía sin la menor repugnancia y les daba cuenta de cuanto le sucedía... Decíala nuestro Señor entonces que hacia bien en obedecer, y que El manifestaría la verdad». Con todo, mostróse irritado contra los que la impedían hacer oración. De igual modo decía Nuestro Señor a Santa Margarita María: «En adelante acomodaré mis gracias al espíritu de la Regla, a la voluntad de tu Superiora, y a tu debilidad, y ten por sospechoso todo lo que pudiera desviarte de su exacto cumplimiento. Deseo que la prefieras a todo lo demás, aun la voluntad de tus superioras a la mía. Cuando ellas te prohíban lo que yo te hubiera ordenado, déjalas hacer, que yo sabré hallar todos los medios de hacer triunfar mis designios por caminos opuestos y contrarios... » Mostró en lo sucesivo los terribles golpes que sabe descargar para echar por tierra las oposiciones. Porque quiere «que se prueben los espíritus para ver si son de Dios»; mas, una vez habidas las suficientes pruebas, no admite que se entre en lucha con El.