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jueves, 9 de marzo de 2023

SANTO ABANDONO CAPITULO 8. LOS FRACASOS Y LAS FALTAS (Artículo 1º y 2°)

 


Artículo 1º.- Fracasos en las obras de celo

Hablemos ante todo «de ciertos bienes morales o espirituales, como el ejercicio de una función de celo, la dirección de una obra de caridad», todas nuestras empresas exteriores para la gloria de Dios.

Es posible que la Providencia no nos los exija; y en tal caso, dice el P. Dosda, «el verdadero amor de Dios nos obliga o nos aconseja sacrificar estos bienes secundarios al bien supremo, que es la voluntad de Dios. En este punto, personas, por demás excelentes, encuentran a veces un escollo peligroso; es decir, que confunden el amor de Dios con el amor del bien, siendo dos cosas muy distintas. Hay circunstancias en que es preciso abandonar el bien que Dios no nos exige, para unirse a Dios solo y para entregarse por completo a la divina Providencia». Cuando en estas obras nos emplea, es necesario no buscar en ellas sino a Dios y con estas miras sobrenaturales. «Buscar el bien, continúa el mismo autor, no es la verdadera caridad cuando se quiere el bien con mala intención, ni aun cuando se quiere el bien por el bien. La divina caridad quiere sin duda el bien, pero lo quiere por Dios. ¡Cuántos desalientos, cuántas envidias, cuántas pequeñeces en los hombres menos amigos de nuestro Señor que del bien! Sus esfuerzos por el bien no tienen con frecuencia resultado, y se desconciertan por ello. Ven a otros que comparten sus trabajos y los envidian y les consume hasta el punto de que, para salir airosos de sus empresas, no temen desacreditar o contrariar a otros obreros de la misma grande obra, la de la Redención. Amanse a sí mismos y prefieren el bien humano al bien divino; aparentan ir a Jesucristo, y no hacen sino un hábil, y con frecuencia inconsciente, rodeo para volver a sí mismos, ignorando la diferencia que media entre un hombre de bien y un hombre de Dios. ¡Cuántas obras brillantes en apariencia, son estériles en realidad, porque el amor propio más bien que el amor divino, había precedido a su formación y a su dirección!» 

No contentos con vigilar sobre la pureza de intención en todas nuestras empresas, nos es preciso adherirnos fuertemente al deber, es decir, a la voluntad sola de Dios, y hacernos indiferentes por virtud al éxito o al fracaso. En efecto, por una parte, creemos prudentemente que Dios exige de nosotros por el momento estas obras, y por otra, jamás conocemos sus ulteriores intenciones; «con frecuencia, y a fin de ejercitamos en esta santa indiferencia (en las cosas de servicio), nos inspira proyectos muy elevados en los que, sin embargo, no quiere que haya éxito». Parece esto un juego de la Providencia, mas es un juego muy lucrativo, en que se gana perdiendo, pues Dios tiene ahí reservados a la vez el beneficio de piadosos deseos de un trabajo concienzudo y de la prueba bien aceptada. Por el contrario, el éxito quizá nos hubiera hecho perder la humildad, el desasimiento y aun otras virtudes. 

Esto supuesto, «lejos de abandonar los asuntos a merced de los acontecimientos, es preciso no olvidar nada de cuanto se requiere para conducir a feliz éxito las empresas que Dios pone en nuestras manos; a condición, sin embargo, de que, si el desenlace es contrario, lo recibamos pacífica y tranquilamente, porque nos está mandado tener un gran cuidado de las cosas que miran a la gloria de Dios y que nos han sido encomendadas, mas no estamos obligados ni encargados del resultado, ya que éste no está a nuestro alcance. De aquí que nos es preciso ya comenzar y proseguir la obra mientras se pueda, osada, animosa y constantemente; y del mismo modo es necesario conformarse dulce y tranquilamente con el resultado, tal como Dios sea servido de disponérnoslo». 

Nuestro Padre San Bernardo había predicado la segunda Cruzada sólo por orden del Papa, confirmando su palabra con innumerables milagros, y muchos otros prodigios atestiguaron más tarde que el Santo realmente había ejecutado la voluntad divina. Y con todo, la expedición fue muy desgraciada: levantóse contra el santo predicador una tempestad de recriminaciones que no pudieron menos de afectarle. El venerable Juan de Casamari le escribió para consolarle: «Si los cruzados se hubieran conducido como verdaderos cristianos, el Señor hubiera estado con ellos. Se han precipitado en el vicio, y a su malicia ha respondido su clemencia; pues no ha descargado sobre ellos tantas aflicciones, sino para purificarlos y conducirlos al cielo. Muchos han muerto confesando que se sentían felices en dejar la vida, por temor de que volviendo a su país, volviesen también al pecado. En cuanto a Vos, el Señor os ha concedido la gracia de la palabra y de las obras en este asunto, porque conocía todo el fruto que de él había de sacar.» Si, pues, la empresa había fracasado ante los hombres, había tenido éxito según los designios de Dios; no se libró con ella la Iglesia de Oriente, pero poblóse la Iglesia del Cielo. El Santo en medio de su dolor, adoraba los designios de Dios, daba buena acogida a la humillación y decía:

 «Si es necesario que se murmure, prefiero sea contra mí, que no contra Dios, y de esta manera feliz me consideraré en servirle de escudo. Con gusto recibo las aceradas flechas de los maldicientes y los dardos emponzoñados de los blasfemos, con tal que no lleguen hasta El; y hasta mi gloria vendo porque se respete la suya.» 

Citemos también a San Francisco de Sales en los siguientes ejemplos: «San Luis, por inspiración divina pasa el mar para conquistar la Tierra Santa; el suceso le fue contrario, y él reverencia y acata dulcemente la voluntad divina: yo estimo más la dulzura de esta conformidad que la magnanimidad del proyecto. San Francisco va a Egipto para convertir allí los infieles o morir mártir entre ellos, pues tal fue la voluntad de Dios; y con todo, vuelve sin conseguir ni lo uno ni lo otro en virtud de esa misma voluntad. Voluntad de Dios fue igualmente que San Antonio de Padua desease el martirio y no lo obtuviese. San Ignacio de Loyola, habiendo con tantos trabajos levantado la Compañía de Jesús, de la que veía tantos hermosos frutos y los preveía para el porvenir, tuvo, sin embargo, el valor de prometer que, si la veía desaparecer, lo cual sería el mayor disgusto que podría recibir, después de media hora se habría ya resuelto y conformado a la voluntad de Dios.» 

Otros muchos pudieran citarse y del mismo San Francisco de Sales. Cuando su Instituto de la Visitación estuvo a punto de ser aniquilado en su mismo nacimiento a causa de una gran enfermedad de Santa Juana de Chantal, que había sido su primera piedra, dijo: «¡Está bien! Dios se contentará con el sacrificio de nuestra voluntad, como lo hizo con Abraham. El Señor nos había dado grandes esperanzas, y el Señor nos las quita, ¡bendito sea su santo nombre!» «Yo me figuro siempre a nuestra Congregación, escribía San Alfonso, como un barco en alta mar combatido por vientos contrarios. Si Dios quiere sepultarlo en medio de todo esto en el fondo de los abismos, digo ahora, y repetiré siempre: ¡Bendito sea su santo nombre!»

Y el piadoso Obispo de Ginebra añade: «¡Qué dichosas son tales almas, osadas y fuertes en las empresas que Dios las inspira, dóciles y dispuestas a abandonarlas cuando así El lo dispone! Estas son señales de una indiferencia muy perfecta, cesar de hacer un bien cuando ello agrada a Dios, y volverse en la mitad del camino cuando la voluntad de Dios, que es nuestra guía, así lo ordena.» ¡Cuánto glorifica a Dios y a nosotros enriquece abandono semejante! Por el contrario, ¡qué poco sobrenatural se muestra quien se deja entonces dominar por la inquietud, el disgusto, el desaliento! «Jonás mostró gran sinrazón de entristecerse porque, después de haber anunciado el castigo del cielo, Dios no cumplía su profecía sobre Nínive. Hizo la voluntad de Dios anunciando la destrucción de Nínive, pero mezcló su propio interés y voluntad propia con la de Dios; por eso, cuando vio que Dios no ejecutaba su predicción según el rigor de las palabras que había usado al anunciar el castigo, quejóse y murmuró indignadamente. Mas si hubiera tenido por único motivo de sus acciones el beneplácito de la voluntad divina, hubiérase mostrado tan contento de verla cumplida en el perdón de la pena que había merecido Nínive, como en verla satisfecha en el castigo de la culpa que aquella ciudad había cometido. »Nosotros queremos que aquello que emprendemos y tratamos tenga feliz resultado, pero no es razonable que Dios haga todas las cosas a nuestro gusto.» Si acontece que el fracaso ha sido motivado por culpa nuestra, por ejemplo, una falta de celo o de prudencia, ¿podremos, aun en este caso, decir que es necesario conformarse con la voluntad de Dios? Ciertamente, puesto que reprueba la falta, mas quiere el castigo. «Dios no fue causa de que David pecase; mas le infligió la pena debida por su pecado. No fue causa del pecado de Saúl; pero sí de que, en castigo, no consiguiese la victoria. Cuando, por consiguiente, sucede que los designios santos no obtienen resultado en castigo de nuestras faltas, es necesario igualmente detestar la falta por un sincero arrepentimiento y aceptar la pena que por ello sentimos, porque así como el pecado es contra la voluntad de Dios, así la pena es conforme a su voluntad.»

En una palabra, todas nuestras empresas para gloria de Dios reclaman su acción y la nuestra. «A nosotros toca plantar y regar, pero sepamos que es Dios quien da el crecimiento.» Debemos, pues, hacer lo que de nosotros depende y poner el éxito en manos de la Providencia.
 
Artículo 2º.- Fracaso en nuestra propia santificación 

Otro tanto hemos de decir de nuestra propia santificación.El progreso en las virtudes y la corrección de nuestros defectos reclaman a la vez la acción divina y nuestra cooperación. La gracia está prometida a la oración y a la fidelidad, si bien el Señor continúa juez y dueño de sus dones, no menos que del tiempo y otras circunstancias. 

Nada nos es tan querido como nuestra santificación; pero mucho más aún la estima de Nuestro Padre Celestial. En cuanto de nosotros depende, tengamos grandes deseos, elevemos bien alto nuestras aspiraciones. ¿Cómo no contar con Nuestro Señor que nos ha dado su vida en la Cruz y que se ofrece cada día sobre nuestros altares, y que nos ha elegido para una vocación llena de promesas? 

Si nuestra buena voluntad se apoya, no en nosotros, sino en El, nada hemos de temer sino la carencia de deseos ardientes o el dejar muchas gracias improductivas. Deseemos, pues; oremos, trabajemos con constancia y método, y si es necesario aún, reanimemos nuestro ardor, y jamás dejemos languidecer esta santa vigilancia, pero pongamos en manos de nuestro Padre Celestial el éxito, mejor dicho, la medida, el tiempo, la forma y demás circunstancias de este buen resultado, de suerte que desaparezca la inquietud, el apresuramiento y todo proceder defectuoso en la consecución de nuestro fin. En lo concerniente al progreso de nuestras virtudes, «hagamos cuanto está de nuestra parte -dice San Francisco de Sales- a fin de salir airosos en nuestra santa empresa, que después de que hayamos plantado y regado..., la abundancia del fruto y de la cosecha hemos de esperarla de la divina Providencia. Y si no sentimos el progreso y aprovechamiento de nuestras almas en la vida piadosa tal como querríamos, no nos turbemos por ello; antes permanezcamos en paz haciendo que la tranquilidad reine siempre en nuestros corazones. El labrador no está jamás reprendido de que no haya conseguido una buena recolección, pero sí de que no haya debidamente trabajado y sembrado sus tierras. No nos inquietemos, pues, de vernos siempre novicios en el ejercicio de las virtudes, porque en el convento de la vida devota todos se estiman siempre novicios, y toda la vida está allí destinada a la probación, no habiendo otra señal de ser no solamente novicio, sino digno también de expulsión y reprobación, que pensar en tenerse por profeso..., y la obligación de servir a Dios y hacer progresos en su amor dura siempre hasta la muerte». 

Nuestro piadoso Doctor previene a Santa Juana de Chantal contra «ciertos deseos que tiranizan el corazón. Querrían ellos que nada se opusiese a sus designios, que no tuviéramos oscuridad alguna, sino que todo brillara con luz meridiana; no querrían sino dulzura en nuestros ejercicios, sin disgustos, sin resistencia, sin divagaciones, no se contentan con que no consintamos, sino que querrían que ni siquiera las sintiésemos», etc. Y este prudente director desea a su santa hija «un ánimo varonil y en manera ninguna quisquilloso, que no se preocupe ni de lo dulce ni de lo amargo, ni de la luz ni de las tinieblas, que camine decididamente en el amor esencial, fuerte y sincero de nuestro Dios y deje correr acá y allá estos fantasmas de tentaciones». Por otra parte, este fracaso será más aparente que real y hasta habrá en eso un progreso constante, aunque inadvertido quizá, siempre que nosotros hagamos lo que de nosotros depende, es decir, que nos mantengamos en el deseo de adelantar y este deseo se afirme mediante serios esfuerzos. 

Nuestro Padre San Bernardo nos da de ello consoladora seguridad diciendo: que «el infatigable deseo de avanzar y el esfuerzo continuo hacia la perfección se consideran como la perfección misma». Téngase muy en cuenta que el Santo habla aquí del esfuerzo y no del sentimiento. Con tal que la voluntad se mantenga firme en su deber, las repugnancias nada significan; también el gran Apóstol experimentaba la oposición del hombre viejo, pero pasaba por encima de ella. El sentimiento no es el criterio más justo; pues, siendo las virtudes de orden espiritual, puede uno poseerlas sin sentirlas, y es por sus frutos por lo que hemos de juzgarlas. Una persona está inundada de consuelos y se desborda en efusiones de ternura, pero le falta generosidad y no sabe aceptar las pruebas, lo que indica que tiene amor de niño. Otra se encuentra árida como el desierto, pero se mantiene firme en su deber, contenta de tener una cruz que llevar, sonriente cuando se le reprende o contraría, ¿no es su amor cien veces más fuerte y más verdadero? 

Santa Juana de Chantal lloraba a lágrima viva creyendo no tener ya ni fe, ni esperanza, ni caridad, y San Francisco de Sales la consolaba diciendo: «Es una verdadera insensibilidad, que no os priva sino de la fruición de todas las virtudes; sin embargo, las tenéis en muy buen estado, pero es Dios quien no quiere que disfrutéis de ella.»

Notemos, por último, que con la gracia y la buena voluntad es necesario también el tiempo. Así como es necesario para el pleno desarrollo de nuestro cuerpo y de nuestras facultades, para la cultura intelectual o para el aprendizaje de las artes, así lo es también para la adquisición de las grandes virtudes. ¡Dichosos los Santos que, trabajando con gran ahínco, sin tregua ni reposo, acumulan enorme suma de virtudes y de méritos! ¡Dichosos seremos también nosotros, pero en menor escala, si no habiendo podido trabajar tanto, hemos podido llegar a producir tan sólo la cuarta parte o la mitad, con tal que no nos hayamos alejado demasiado de nuestros modelos! Un pensamiento debe estimular constantemente nuestra actividad espiritual y es que el salario se dará en proporción al trabajo, y que el Divino Maestro examina a la vez la cantidad y la calidad. En lo concerniente a nuestras pasiones y a nuestros defectos hemos de conservar la misma actitud de combate sin tregua, y de apacible abandono. «Estas rebeliones -dice San Francisco de Sales- del apetito sensitivo, tanto en la ira como en la concupiscencia, han sido dejadas en nosotros para nuestro ejercicio, a fin de que practiquemos la fortaleza espiritual resistiéndolas. 

Es el filisteo contra el cual los verdaderos israelitas han de combatir sin cesar, sin que jamás puedan derribarle por completo; podrán, si, debilitarle, mas no acabarán con él. Vive constantemente en nosotros y con nosotros muere, y es en verdad execrable, por cuanto que ha nacido del pecado y tiende continuamente a él... Con todo, no nos turbemos por esto; porque nuestra perfección consiste en combatirlas, y mal las pudiéramos combatir sin tenerlas, ni vencerlas sin encontrarlas. Nuestra victoria no se cifra, pues, en no sentirlas, sino en no consentirías. Además, es conveniente que para ejercitar nuestra humildad, seamos algunas veces heridos en esta batalla espiritual; y, sin embargo, no somos considerados como vencidos, sino cuando hemos perdido o la vida o el valor.» 

Preciso es, pues, resolvemos a combatir con paciencia y perseverancia, mas en calma y en paz. Y así, una vez que hayamos hecho lo que está de nuestra parte, entonces habremos cumplido todo nuestro deber, quedando todo lo demás a merced de la divina Providencia. Pero ante la persistencia y la obstinación de estas luchas que se renuevan cada día sin terminarse jamás, «la pobre alma se turba, se aflige, se inquieta y piensa que hace bien en entristecerse, como si fuera el amor de Dios quien la excita a la tristeza. 

Sin embargo, Teótimo, no es el amor divino el que produce esta turbación, pues no se apesadumbra o desazona sino por el pecado; es nuestro amor propio que desearía estuviésemos libres del trabajo que los asaltos de nuestras pasiones nos causan; la molestia de resistir es la que nos inquieta», a menos que sea la humillación de experimentar la vergüenza de vernos tentados. Mas, a pesar de todo, dirá alguno, si yo conozco que mis faltas multiplicadas han sido impedimento a mi progreso en las virtudes, y que ese retraso en la corrección de mis defectos proviene de mi negligencia, ¿cómo no inquietarme por ello? Imploremos de Dios el perdón, detestemos la ofensa y aceptemos humildemente la pena y la humillación que de ahí nos viene; y sin perder el tiempo, el valor y la paz en estériles lamentaciones, trabajemos con diligencia en realizar mayores progresos en lo porvenir. 

Pero permanezcamos tranquilos, pues la turbación es nuevo mal y no remedio, y el desaliento sería el peor de los castigos. Por otra parte, nuestras mismas faltas, con tal de que nos levantemos y volvamos a emprender el camino evitando los escrúpulos y la inquietud, no detienen la marcha hacia adelante, sino que al contrario, nos enseñan, según expresión de San Gregorio, «esta perfección poco común que consiste en reconocer que uno no es perfecto». Son el velo bajo el cual oculta Dios a las almas sus virtudes para impedir la yana complacencia, y a veces tómase de ellas ocasión para renovarse en una humilde vigilancia y hacer a la oración más suplicante; son, en fin, una lección que nos instruye, un aguijón que nos hace apresurar el paso y hasta sirven de provecho a quien sabe utilizarlas.