1. OBJETO DEL ABANDONO EN GENERAL
No estará de más recordar la distinción entre la voluntad de
Dios significada y su voluntad de beneplácito, ya que en esto
está el nudo de la cuestión.
Por la primera, Dios nos significa claramente y manifiesta
de antemano y de una vez para siempre, «las verdades que
hemos de creer, los bienes que hemos de esperar, las penas
que hemos de temer, lo que hemos de amar, los
mandamientos que se han de observar y los consejos que se
han de seguir».
Las señales invariables de su voluntad son los
preceptos de Dios y de la Iglesia, los consejos evangélicos, los
votos y las Reglas, las inspiraciones de la gracia. A estas
cuatro señales puede añadirse la doctrina de las virtudes, los
ejemplos de Nuestro Señor y de los Santos.
Ahora bien, el beneplácito de Dios no es conocido de
antemano, y por regla general está fuera del dominio de
nuestros cálculos, y con frecuencia hasta desconcierta
nuestros planes. Solamente nos será manifestado por los
acontecimientos, ya que los elementos que constituyen su
objeto no dependen de nosotros sino de Dios, que se ha
reservado su decisión. Por ejemplo, dentro de cierto tiempo,
¿estaremos sanos o enfermos, en la prosperidad o en la
adversidad, en la paz o en el combate, en la sequedad o en la
consolación? Es más, ¿quién podrá asegurarnos que
viviremos? Sólo conoceremos lo que Dios quiere de nosotros,
a medida que se vayan desarrollando los acontecimientos.
Nada más a propósito para la voluntad del divino
beneplácito que el santo abandono, puesto que todo él se
funda en una espera dulce y confiada, en tanto que la voluntad
de Dios se nos manifiesta, y en una amorosa aquiescencia,
desde el momento que aquélla se da a conocer. Supone
además, como preliminar condición, la indiferencia por virtud,
pues nada tan necesario como esta universal indiferencia, si
se quiere estar apercibido para cualquier acontecimiento. Por
otra parte, mientras no se declare el divino beneplácito, no
cabe sino esperar confiada y filialmente, pues quien ha de
disponer de nosotros es Nuestro Padre celestial, la Sabiduría
y la Bondad por esencia. Y desde el momento que los
acontecimientos no están en nuestro poder, una espera
pacífica y sumisa nada tiene de quietista y hasta se Impone,
salvo lo que en otra parte hemos dicho acerca de la prudencia,
de la oración y de los esfuerzos en el abandono.
Diversa ha de ser nuestra actitud ante la voluntad de Dios
significada. Nos ha manifestado con toda claridad «que tales y
tales cosas sean creídas, esperadas y temidas, amadas y
practicadas». Lo sabemos, y por lo mismo no tenemos ya el
derecho de permanecer indiferentes para quererlas o no
quererlas. Como de antemano nos ha manifestado su voluntad
de una vez para siempre, no hay para qué esperar nos la
explique de nuevo en cada caso particular. Las cosas de que
se trata dependen de nuestro albedrío, y a nosotros
corresponde obrar con la gracia por nuestra propia
determinación.
Ante la voluntad de Dios significada, no nos
queda sino someter nuestro querer al suyo, por lo menos en
todo lo que es obligatorio, «creyendo en conformidad con su
doctrina, esperando sus promesas, temiendo sus amenazas,
amando y viviendo según sus mandatos».
Se darán casos en que los acontecimientos no se
sustraigan por completo a nuestra acción, pudiéndose prever y
proveer de alguna manera, y en este caso convendrá añadir al
abandono la prudencia y los esfuerzos personales, porque en
el fondo, tales acontecimientos serán una mezcla de la
voluntad de Dios significada y de su beneplácito.
Por consiguiente, no tiene lugar el abandono en lo concerniente
a la salvación o a la condenación, a los medios
que nos ha prescrito o aconsejado tomar para asegurar lo uno
y lo otro; como son la guarda de los mandamientos de Dios y
de la Iglesia, la huida del pecado, la práctica de las virtudes, la
fidelidad a nuestros votos y Reglas, la obediencia a los
superiores, la docilidad a las inspiraciones de la gracia. Dios
nos ha manifestado su voluntad sobre todas las cosas, y para
asegurar su fiel ejecución, ha hecho promesas y lanzado
amenazas, ha enviado a su Hijo, establecido la Iglesia, el
sacerdocio, los Sacramentos, multiplicado los socorros
exteriores, prodigado la gracia interior. Evidentemente la
indiferencia no tiene ya razón de ser; la obediencia se requiere
en las cosas obligatorias, y en cuanto a las de consejo, es
preciso al menos estimarlas y no apartar de ellas a las almas
generosas.
«Si la indiferencia cristiana -dice Bossuet- se excluye con
relación a las cosas que son objeto de la voluntad significada,
es preciso, como lo hace San Francisco de Sales, restringirla
a ciertos acontecimientos que están regulados por la voluntad
de beneplácito, cuyas órdenes soberanas determinan las
cosas que suceden diariamente en el curso de la vida.»
«Ha de practicarse en las cosas que se relacionan con la
vida natural: como la salud, la enfermedad, belleza, fealdad,
debilidad y la fuerza; en las cosas de la vida civil, acerca de
los honores, dignidades, riquezas, en las situaciones de la
vida espiritual, como sequedades, consolaciones, gustos,
arideces; en las acciones, en los sufrimientos y por fin en todo
género de acontecimientos». En lo que atañe al beneplácito
divino, esta indiferencia se extiende «al pasado, al presente, al
porvenir; al cuerpo y a todos sus estados, al alma y a todas
sus miserias y cualidades, a los bienes y a los males, a las
vicisitudes del mundo material y a las revoluciones del mundo
moral, a la vida y a la muerte, al tiempo y a la eternidad». Mas
Dios modifica su acción en conformidad con los sujetos: «Si se
trata de los mundanos, les priva de los honores, de los bienes
temporales y de las delicias de la vida. Si se trata de los
sabios, permite que sea rebajada su erudición, su espíritu, su
ciencia, su literatura. En cuanto a los santos, les aflige en lo
tocante a su vida espiritual y al ejercicio de las virtudes».
¿Hay necesidad de indicar que, siendo el gozo y la
tribulación el objeto del abandono, ofrecerá esta última con
más frecuencia la ocasión de ejercitarse? Todos sabemos por
dolorosa experiencia, que la tierra es un valle de lágrimas y
que nuestras alegrías son raras y fugitivas.
Señalemos aquí dos ilusiones posibles:
1ª Ciertas almas forman grandes proyectos de servir a Dios
con acciones y sufrimientos extraordinarios cuya ocasión
jamás llega a presentarse, y mientras abrazan con la
imaginación cruces que no existen, rechazan con empeño las
que la Providencia les envía en el momento presente, y que,
sin embargo, son menores. ¿No es una deplorable tentación el
ser tan valeroso en espíritu y tan débil en realidad? ¡Líbrenos
Dios de estos ardores imaginarios, que fomentan con
frecuencia la secreta estima de nosotros mismos! En lugar de
alimentarnos de quimeras, permanezcamos en nuestro
abandono, poniendo todo nuestro cuidado en santificar
plenamente la prueba real, o sea, la del momento presente.
2ª Sería una ilusión muy perjudicial despreciar o tener en
poco nuestras cruces diarias, porque son pequeñas. Todas
son ciertamente muy insignificantes; mas, como son, por
decirlo así, de cada momento, por su mismo número aportan
al alma fiel una enorme mina de sacrificios y de méritos. Por
una parte, nada impide recibirlas con mucha fe, amor y
generosidad; y de esta manera la bondad de nuestras
disposiciones les dará un valor inestimable a los ojos de Dios.
Cierto que las grandes cruces, llevadas con amor grande
también, nos acarrearían más méritos y recompensa, pero son
raras. El orgullo y el buscarse a sí mismo se deslizan en ellas
más fácilmente y «de ordinario esas acciones eminentes se
hacen con menos caridad», mientras que el amor y las otras
santas disposiciones son las que «dan precio y valor a todas
nuestras obras». Estimemos, pues, las cruces grandes, pero
guardémonos de menospreciar las pruebas vulgares y
ordinarias, porque de ellas hemos de sacar más provecho.
«Practiquemos la conformidad con la voluntad de Dios -dice el
P. Dosda- en todos sus pormenores, por ejemplo: a propósito
de la humillación ocasionada por un olvido o por una torpeza,
a propósito de una mosca inoportuna, de un perro que ladra, de una
luz que se apaga, de un vestido que se rompe.»
Practiquémosla sobre todo con las diferencias de carácter, las
contrariedades, humillaciones y los mil pequeños incidentes
en que abunda la vida de comunidad. Sin parecerlo, es un
poderoso medio de morir a sí mismo y de vivir todo para Dios.
Después de haber expuesto con detenimiento la
naturaleza, motivos y el objeto en general del Santo
Abandono, hubiéramos podido dejar al lector el cuidado de
hacer las aplicaciones prácticas. Mas, como las pruebas son
muy diversas, hemos creído hacer una obra útil estudiando las
principales, a fin de poder, según la naturaleza de cada una,
indicar los motivos especiales de paciencia y de sumisión,
resolver algunas dificultades, precisar lo que se refiere a la
oración, a la prudencia y los esfuerzos personales.
Recorreremos sucesivamente las pruebas de orden temporal,
las de orden espiritual en sus vías comunes y las de las vías
místicas.