Presentación:
Este tema
es muy incómodo y desagradable. Les gustaría muchísimo más que les hablara, por
ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el pecador arrepentido.
Esta tan grande la sensibilidad y el clima intelectual moderno que no resiste el
tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar de la
caridad, de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con los
otros, y otros temas semejantes. Dios se comunica con los hombres de muchas
maneras. Las Sagradas Escrituras se refieren a muchas comunicaciones divinas
hechas a través de visiones y aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo
sueños.
Recordemos
al profeta Daniel que vivía 200 años después de Isaías dice hablando de la
resurrección final y del juicio y la muchedumbre de los que duermen en el polvo
se despertara unos para la vida eterna y otros para un oprobio que no acabara
nunca.
Existe
igual testimonio de los demás profetas hasta San Juan Bautista, el cual habla
también al pueblo de Jerusalén del fuego eterno del infierno como de una verdad
por todos conocida y de la que jamás nadie ha dudado. He aquí el Cristo que se
aproxima y exclama, El recogerá el grano, es decir a los escogidos en los
graneros y la paja es decir los pecadores, la arrojara al fuego inextinguible.
La
antigüedad pagana, griega y latina nos habla igualmente del infierno y de sus
terribles castigos que no tendrán fin. Contiene formas más o menos exactas
según que los pueblos se alejaban de sus tradiciones primitivas y de las
enseñanzas de los patriarcas y profetas. Se encuentra también siempre la
creencia de un infierno de fuego y de tinieblas. Tal es el tártaro de los
griegos y de los latinos, los impíos dice que han precipitado sus leyes son
precipitados en el tártaro para no salir jamás, para sufrir allí horribles y
eternos tormentos.
La
"carta del más allá" que se transcribe seguidamente se refiere a la
condenación eterna de una joven. A primera vista parece una historia novelada.
Pero considerando las circunstancias se llega a la conclusión de que no deja de
tener su fondo histórico, a partir de su sentido moral y su alcance
trascendental.
El original
de esta carta fue encontrado entre los papeles de una religiosa fallecida,
amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja los acontecimientos de la
vida de su compañera como si fueran hechos conocidos y verificados, así como su
condenación eterna comunicada en un sueño. La Curia diocesana de Treves
(Alemania) autorizó su publicación como lectura sumamente instructiva.
La
"carta del más allá" apareció por primera vez en un libro de
revelaciones y profecías, junto con otras narraciones. Fue el Rvdo. Padre
Bernhardin Krempel C.P., doctor en teología, quien la publicó por separado y le
confirió mayor autoridad al encargarse de probar, en las notas, la absoluta
concordancia de la misma con la doctrina católica.
Entre los
manuscritos dejados en su convento por una religiosa, que en el mundo se llamó
Clara, se encontró el siguiente testimonio:
El relato
de Clara
Tuve una
amiga, Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser vecinas y compañeras de
trabajo en la misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y no volví a verla. Desde
que nos conocimos, había entre nosotras, en el fondo, más amabilidad que
propiamente amistad. Por eso, sentí muy poco su ausencia cuando, después de su
casamiento, ella fue a vivir al barrio elegante de las villas, lejos del mío.
Durante mis
vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en septiembre de 1937, recibí una
carta de mi madre en la que me decía: "Anita N murió en un accidente
automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof". Me impresioné
mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido propiamente religiosa. ¿Estaría
preparada para presentarse ante Dios? ¿En qué estado la habría encontrado su
muerte súbita? Al día siguiente escuché misa, comulgué por la intención de
Anita, en la casa del pensionado de las hermanas, donde estaba viviendo. Rezaba
fervorosamente por su eterno descanso, y por esta misma intención ofrecí la
Santa Comunión.
Durante
todo el día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la tarde. Dormí
inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como una sacudida en la
puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las doce y diez minutos.
Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de Garda golpeando monótonas
contra el muro del jardín del pensionado. No había viento. Yo conservaba la
impresión de que al despertar encontraría, además de los golpes de la puerta,
un ruido de brisa o viento, parecido al que producía mi jefe de la oficina,
cuando de mal humor tiraba sobre mi escritorio una carta que lo molestaba.
Reflexioné un instante si debía levantarme. ¡No! Todo no es más que sugestión,
me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la muerte. Me di
vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y me dormí de
nuevo.
Soñé
entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la capilla. Al abrir la
puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de carta. Levantarlas,
reconocer la letra de Anita y dar un grito, fue cosa de un segundo.
Temblando, las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada que no
pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al aire libre.
Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y salí en seguida.
Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa, más
allá del conocido camino gardesano.
La mañana
aparecía radiante. En los días anteriores, yo me detenía cada cien pasos,
maravillada por la vista que ofrecían el lago y la Isla de Garda. El suavísimo
azul del agua me refrescaba; como una niña que mira admirada a su abuelo, así
contemplaba, extasiada, al ceniciento monte Baldo, que se levanta en la orilla
opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de altura. Ese día no tenía ojos para
todo eso. Después de caminar un cuarto de hora, me dejé caer maquinalmente
sobre un banco ubicado entre dos cipreses, donde la víspera había leído con
placer "La doncella Teresa". Por primera vez veía en los cipreses el
símbolo de la muerte, algo en lo que antes no había pensado.
Tomé la
carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No faltaba la
gran "s", ni la "t" francesa, a la que se había
acostumbrado en la oficina, para irritar al Sr. G. No era su estilo. Por lo
menos, no era así como hablaba de costumbre. Lo habitual en ella era la
conversación amable, la risa, subrayada por los ojos azules y su graciosa
nariz...Sólo cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en
el tono rudo de la carta. Yo misma me siento envuelta por su excitada cadencia.
Hela aquí, la Carta del Más Allá de Anita N., palabra por palabra, tal como la
leí en el sueño.
La Carta
CLARA, NO
RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso - es más, voy a hablarte
largamente sobre esto - no creas que lo hago por amistad. Quienes estamos aquí
ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es parte de la obra "de esa
potencia que siempre quiere el mal y realiza el bien". En realidad, me
gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te extrañes de mis
intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad está petrificada en el
mal, es decir, en aquello que ustedes consideran "mal". Aún cuando
pueda hacer algo "bien" (como yo lo hago ahora, abriéndote los ojos
ante el infierno), no lo hago con recta intención.
¿Recuerdas?
Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya trabajabas en el
escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé. Varias veces me sacaste
de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a mí, principiante, me
venían muy bien. Pero, ¿Qué es "bueno"? Yo ponderaba, en aquel
entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus ayudas eran pura ostentación,
algo que desde entonces sospechaba.
Aquí, no
reconocemos bien alguno en absolutamente nadie. Pero ya que conociste mi
juventud, es el momento de llenar algunas lagunas. De acuerdo con los planes de
mis padres, yo nunca tendría que haber existido. Por un descuido se produjo la
desgracia de mi concepción. Mis hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine al
mundo. ¡Ojalá no hubiera nacido! ¡Ojalá pudiera ahora aniquilarme, huir de
estos tormentos! No hay placer comparable al de acabar mi existencia, así como
se reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario que
exista. Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso total de la
finalidad de mi existencia.
Cuando mis
padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad, perdieron el
contacto con la Iglesia. Era mejor así. Mantenían relaciones con personas
desvinculadas de la religión. Se conocieron en un baile, y se vieron
"obligados" a casarse seis meses después. En la ceremonia nupcial, recibieron
solo unas gotas de agua bendita, las suficientes para atraer a mamá a la misa
dominical unas pocas veces al año. Ella nunca me enseñó verdaderamente a rezar.
Todo su esfuerzo se agotaba en los trabajos cotidianos de la casa, aunque
nuestra situación no era mala. Palabras como rezar, misa, agua bendita,
iglesia, sólo puedo escribirlas con íntima repugnancia, con incomparable
repulsión. Detesto profundamente a quienes van a la Iglesia y, en general, a
todos los hombres y a todas las cosas. Todo es tormento. Cada conocimiento
recibido, cada recuerdo de la vida y de lo que sabemos, se convierte en una
llama incandescente.
Y todos
estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que despreciamos una gracia.
Cómo me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no andamos sobre nuestros
pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos desesperados
nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes, atormentados y
llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera agua. Nos odiamos
unos a otros. Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo comprendas. Los
bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven sin velos, en su
deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente felices. Nosotros lo
sabemos, y este conocimiento nos enfurece. Los hombres, en la tierra, que
conocen a Dios por la Creación y por la Revelación, pueden amarlo. Pero no
están obligados a hacerlo.
El creyente
- te lo digo furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con los brazos
abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma a la que Dios se
acerca fulminante, como vengador y justiciero porque un día fue repudiado, como
ocurrió con nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo odiamos. Lo
odia con todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia eternamente, a causa de la
deliberada resolución de apartarse de Dios con la que terminó su vida terrenal.
Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás querríamos
hacerlo.
¿Comprendes
ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación nunca se
derrite, nunca termina. Y contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso,
aún con nosotros. Digo "contra mi voluntad" porque, aunque diga estas
cosas voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo
muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también estrangular la
avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue misericordioso con
nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la tierra el mal que
hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera permitido, habríamos aumentado
mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo morir antes de tiempo, como hizo
conmigo, o hizo que intervinieran causas atenuantes.
Dios es
misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo que estamos,
en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso más cerca
de Dios me causaría una aflicción mayor que la que te produciría un paso más
rumbo a una hoguera.
Te
desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre pocos días
antes de mi comunión: "Alégrate, Anita, por el vestido nuevo; el resto no
es más que una burla". Casi me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río.
Lo único razonable de toda aquella comedia era que se permitiera comulgar a los
niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el
placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No
tome en serio la comunión. La nueva costumbre de permitir a los niños que
reciban su primera comunión a los 7 años nos produce furor (esta sana costumbre
la introdujo San Pío X). Empleamos todos los medios para burlarnos de esto,
haciendo creer que para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los
niños hayan cometido algunos pecados mortales. La blanca Hostia será menos
perjudicial entonces, que si la recibe cuando la fe, la esperanza y el amor,
frutos del bautismo, todavía están vivos en el
corazón del niño.
Continuará