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viernes, 30 de julio de 2021

EL SANTO ABANDONO (10. El abandono y el voto de la víctima)

 



EL ABANDONO Y EL VOTO DE VÍCTIMA

Antes de comparar estas dos cosas, conviene repetir en

pocas palabras la idea del Santo Abandono. 

Es una conformidad con el beneplácito divino, pero una conformidad

nacida del amor y llevada a un alto grado. No por

insensibilidad, sino por virtud el alma se establece en una

santa indiferencia para todo lo que no es Dios y su adorable

voluntad. Antes del acontecimiento que ha de mostrar al divino

beneplácito mantiénese en simple y general espera,

cumpliendo fielmente la voluntad de Dios significada.


Condúcese con prudencia en las cosas en que le pertenece

decidir, pero en las que dependen del divino beneplácito, por

más que tenga derecho a formular deseos y peticiones,

prefiere en general dejar a su Padre celestial el cuidado de

querer y de disponerlo todo a su gusto; ¡ tan grande es la

confianza que en El tiene y tan grandes las ansias de no hacer

sino la voluntad divina! Apenas le ha manifestado por un

acontecimiento esta voluntad, conformase con amor, no al

modo de una máquina que se deja mover, sino empleando

cuanto tiene de inteligencia y de voluntad para adaptarse y

uniformarse con el divino beneplácito y sacar de él todo el

provecho posible. Su amor y la sinceridad del abandono no la

impiden sentir las penas, pero no se agita por eso; bástale

poder cumplir la voluntad de Dios. He aquí, en conjunto, el

santo abandono tal cual lo hemos descrito siguiendo la

doctrina de San Francisco de Sales, que podría resumirse en

la fórmula siguiente: «Dios mío, no quiero en el mundo otra

cosa que a Vos y a vuestra santísima voluntad. Mi mayor

deseo es crecer en amor y en todas las virtudes, y por eso

deseo cumplir fielmente vuestra santa voluntad significada.

Para cuanto de Vos depende y no de mí, me pongo confiado

en vuestras manos y dispuesto estaré a cuanto queráis en

simple y filial espera. Nada deseo, nada os pido y nada

rehúso. No temo al dolor, puesto que Vos lo acondicionaréis a

mi debilidad; la única cosa que deseo es dejarme conducir a

vuestro gusto y conformarme con amor a vuestro

beneplácito.»


Es evidente que esta manera de considerar el abandono

no ofrece peligro alguno y nada tiene de presumida, ya que no

es otra cosa que una sumisión filial, llena de confianza y de

amor; y bien se podría aconsejar como ideal a toda alma

adelantada.

¿No parecerá en nuestros días demasiado pasiva esta

simple actitud, a un mundo apasionado por la actividad y por

las obras de abnegación cristiana? Lo cierto es que se

propaga la práctica de ir más lejos en el abandono. En lugar

de dejar a Dios el cuidado de todas las cosas, y sin esperar en

paz que El escoja a su gusto, las almas toman la iniciativa, se

ofrecen, se consagran y se entregan. Algunos no quieren

entender el abandono si no es con estos arranques. Pero

estos ofrecimientos deben ser examinados más de cerca.

Supongamos que un alma se dirige sencillamente a Dios, y sin

pedirle el sufrimiento, le dice que está dispuesta con su gracia

a todo lo que El quiera y que lo abrazará con gusto. Esto casi

se acerca al abandono, tal como lo hemos descrito, y se

podría aconsejar a toda alma adelantada, como nota distintiva

de humildad. Mas supongamos también que esa misma alma

dice a Dios: «no temáis enviarme el dolor, lo deseo, casi lo

pido, Vos colmaréis mis votos secretos otorgándomelo». Esta

oblación, si ya no es la ofrenda como víctima, se le acerca

mucho, empero nunca será el abandono de San Francisco de

Sales. No se puede permitir sino con prudencia, es decir, a las

almas que han hecho suficientemente sus pruebas. No se la

puede aconsejar a todas, diremos al tratar de las víctimas. Se

ha de convencer a los confiados de sí mismos y no

sólidamente formados, que antes de dirigir tan altos sus

deseos, deben ejercitarse en hacer bien la voluntad de Dios

significada y en santificar sus cruces diarias. San Pedro se

ofreció a sufrir y aun morir con su Maestro; y aunque su amor

y su sinceridad eran indudables, no por eso dejó de ser

presuntuoso, como bien claramente lo probaron los hechos.

Tenemos, por último, la ofrenda de sí mismo como víctima,

o sea, el voto de víctima. Como no tenemos el designio de

hacer aquí la exposición completa, doctrinal y práctica de esta

materia tan compleja y delicada, diremos tan sólo lo suficiente

para mostrar de una manera precisa en dónde termina el

abandono y cuándo empieza otro camino. Los lectores

deseosos de conocer más a fondo esta materia, podrán

consultar los autores que de la misma tratan ex profeso,

especialmente M. Ch. Sauvé, en su excelente opúsculo, quizá

un tanto severo en sus restricciones, acerca de la noción, estado y voto de víctimas.


La ofrenda puede hacerse con intenciones y bajo diversas

formas. Gemma Galgani y Sor Isabel de la Trinidad se

ofrecieron como víctimas por los pecadores. Santa Teresa del

Niño Jesús, como víctima de holocausto al amor

misericordioso; otras se ofrecen a la justicia, a la santidad, al

amor de Dios, y con frecuencia lo hacen como víctima de

expiación, para reparar la gloria divina ultrajada, para librar las

almas del Purgatorio, para atraer la misericordia divina sobre

la Santa Iglesia, sobre la patria, sobre el sacerdocio y

comunidades religiosas, sobre una familia o sobre un alma.

El fundamento de esta ofrenda es la Comunión de los

Santos, especialmente la reversibilidad de las satisfacciones

del justo en provecho del culpable. Es también el misterio de

la redención por medio del sufrimiento, pues habiendo

escogido Nuestro Señor este camino para salvar al mundo,

continúa escogiéndolo para hacer llegar a nosotros el precio

de su Sangre. Por su infinita bondad, se digna de asociar

almas escogidas a su obra de salvación, y no pudiendo sufrir

en su humanidad glorificada, se asocia, valga la palabra,

«humanidades de añadidura», en las cuales pueda continuar

salvando a las almas por el sufrimiento.


En el transcurso de los siglos, particularmente en horas

turbulentas, no han faltado las victimas. En nuestra

desdichada época en que la inmoralidad se desborda cual ola

de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche

sombría, hemos visto multiplicarse las víctimas y aun las

fundadoras de comunidades de víctimas. Si hemos de dar

crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor tiene

necesidad de víctimas y de víctimas esforzadas, busca almas

que expíen con sus sufrimientos y tribulaciones por los

pecadores y los ingratos... «El está padeciendo y no encuentra

bastantes almas que quieran seguirle generosamente por la

vía del padecimiento.» Estas revelaciones son

indudablemente respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo

que constituye una garantía más fuerte y fuera de toda duda

es la palabra del Vicario de Jesucristo. Pío IX sugería a un

Superior General de Orden la idea de invitar a las almas

generosas a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación.

León XIII, en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta

«sobre todo a los fieles que viven en los Monasterios a

esforzarse por apaciguar la ira de Dios, por medio de la

oración humilde, de la penitencia voluntaria y de la ofrenda de

sí mismos». San Pío X alabó muy mucho «la Asociación

Sacerdotal», pues vio con satisfacción que «muchos de sus

miembros se ofrecen a Dios secretamente para ser inmolados

como víctimas de expiación, especialmente por las almas

consagradas, en estos desdichados tiempos en que la

penitencia es tan necesaria»; y enriqueció con numerosas

indulgencias «este importante oficio de la piedad cristiana».

Es, en efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo

amor de Dios y del prójimo.


Mas, según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy

grande y empresa bien ardua» No queremos con ello

desanimar las voluntades generosas, cuando el Soberano

Pontífice las invita; tan sólo es nuestro intento prevenir la

indiscreción. Las almas que hacen profesión en una

Comunidad de Víctimas no han de temer al menos la

imprudencia o la sorpresa: la Regla ha debido precisar los

límites de su ofrenda, y ellas mismas han ensayado sus

fuerzas durante el noviciado. Mas cuando tal ofrenda se hace

con o sin voto, fuera de la profesión religiosa, y la entrega se

hace sin reservas, jamás se sabe de antemano hasta qué

punto Dios usará los derechos que se le confieren. Con

seguridad que si estos avances se hacen sólo por responder a

una vocación debidamente reconocida, Dios, que es el que

llama, dispone en consecuencia de las gracias. Así, una

religiosa, ocho días antes de su muerte, después de

prolongadas y terribles pruebas, podía decir «que no le

apenaba el haberse ofrecido como víctima». Santa Teresa del

Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No

me arrepiento de haberme entregado al amor.» ¿Sucederá lo

mismo cuando uno se decide a la ligera y sin haber orado,

reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor

gracias especiales como precio de nuestra temeridad? Cuanto

más nos hayamos apresurado a entregarnos, tanto menos

tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y nuestros

desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El verdadero lugar de una víctima está en el Calvario de Jesús y

no en las dulzuras del amor... Las almas consoladoras, las

almas reparadoras son víctimas con la gran Víctima del

Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la

facilidad un tanto presuntuosa con que muchos se entregan a

los derechos divinos y se le ofrecen como víctimas, se adivina

que no sospechan la seriedad con que suele tomar estas

cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de

derechos que Dios ejerce sobre nosotros antes de la

autorización que nuestra libertad le da acerca de ellos. ¡Feliz

mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente con grandes

trabajos y con particulares inmolaciones.» La prueba de este

hecho brilla en cada página de la vida de las almas victimas.

Esto supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre

dicho ofrecimiento y el abandono:


1ª El simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto

depende de la Providencia y no de nosotros, mantiénese en

una santa indiferencia y espera el beneplácito divino, a modo

de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el

contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo hecho de

su oblación, pide implícitamente el padecer, incita a Dios a

enviárselo, a veces hasta lo solicita expresamente.


2ª El abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni

ilusión; rebosa prudencia y humildad, pues deja a Dios el

cuidado de regirlo todo y nos reserva tan sólo el de obedecer.

Es el simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin

un llamamiento divino, ser la ofrenda tan humilde, tan exenta

de ilusiones y presunción? ¿Deja a Dios la iniciativa para

disponer de nosotros?


3ª El alma que se abandona a la acción divina puede

contar con la gracia: la que se adelanta, a excepción siempre

del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura de tener a

Dios consigo?


Las almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia el

abandono, y a todos se puede aconsejar practicarle en espíritu

de víctimas. Lo mismo sucede con la obediencia de cada día y

la mortificación voluntaria. Esta intención en nada recarga

nuestras obligaciones, sino que hace circular por ellas una

nueva savia de amor puro que aumenta su mérito y su fecundidad. Por el contrario, la prudencia y la humildad

quieren que no se pidan sufrimientos, a menos de un

llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en este

caso, no ha de hacerse sin antes haber probado las fuerzas,

soportando con paciencia las pruebas ordinarias y dándose a

la mortificación voluntaria. Si nosotros tomamos la iniciativa de

pedir tal o cual género de sufrimientos, somos nosotros los

que disponemos y hemos de seguir en este acto, como en

todos los demás, las reglas de la prudencia; ahora bien, la

prudencia pide se exceptúen las pruebas que nos pudieran

resultar más peligrosas, y la caridad, a su vez, las que serian

demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que

haya necesidad de usar de las mismas precauciones cuando

se deja a Dios el cuidado de escoger, porque entonces es

Dios quien dispone, no nosotros, siempre puede uno

adaptarse a lo que dispone la paternal Sabiduría.

Por otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué pedir

el sufrimiento? Un alma que aspira a las más altas virtudes,

¿tiene necesidad de buscar algo más que la obediencia y

abandono perfectos? 


Los votos, la Regla, las disposiciones de

la Providencia es el camino más seguro que lleva a la

perfección sin error ni engaño. En él hallarán siempre

maravillosos recursos para adquirir la pureza del alma y las

perfectas virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta

transformación progresiva mediante las observancias es ya

una ruda labor capaz de colmar una larga vida. Mas si esto no

basta a nuestra generosidad, la Regla nos invita, contando

con la debida autorización, a hacer más de lo que ella manda,

abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y

tan vasto como nuestros deseos. En cuanto al santo

abandono, toda alma interior halla mil ocasiones de ponerlo en

práctica; un religioso lo necesitará con frecuencia en la

Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño

de su cargo. Es necesario comenzar por dar buena cogida a

las cruces que Dios nos ha elegido y si El ve que no bastan a

nuestro ardor de sufrir, sabrá por si mismo aumentar el

número y la pesadez.


Por tanto, las almas que desean vivir en espíritu de

victimas no tienen necesidad, generalmente hablando, de solicitar el sufrimiento, pues no dejarán de encontrarlo en la

vida interior, las obligaciones diarias, la mortificación voluntaria

y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no

tiene el brillo del voto de víctima, pero el espíritu de sacrificio

halla en él abundante alimento, mientras que la prudencia y la

humildad se encuentran quizá allí con mayor seguridad. Bien

entendido que cuando el Espíritu Santo llama por sí mismo a

ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y

bajo la inspección de los representantes de Dios y que ante

todo se muestre celosa por sus deberes diarios, no se le

puede objetar ni la temeridad ni la ilusión, pues obedece al

llamamiento divino. Debe prepararse a difíciles pruebas, en las

que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará con ella.


El Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se

trata aquí ya de la conformidad con la voluntad divina, como lo

es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada

y filial, de la pérdida completa de nuestra voluntad en la de

Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las

voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio

muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario

sino en las almas avanzadas que viven principalmente de ese

puro amor. Mas como exige un perfecto desasimiento, y la

caridad necesita hacer aquí un llamamiento del todo particular

a la fe y a la confianza en la Providencia, hablaremos en

primer lugar del desasimiento, de la fe y de la confianza,

terminando por el amor que es principio formal del Santo

Abandono.