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viernes, 18 de septiembre de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 16 Y 17)

 

(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 16

LA PROFECÍA DE SIMEÓN

“Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él” (Lc 2, 33)

Es de hacer notar que en las páginas  del Evangelio que cuentan la infancia de Jesús, José, lejos de pasar inadvertido, aparece siempre actuando de acuerdo con María. "José subió a Belén con María... Mientras ellos estaban allí... Los pastores encontraron a María y a José...  Ellos le llevaron a Jerusalén... Su padre y su madre estaban maravillados... Simeón los bendijo... Ellos volvieron a Galilea... Sus padres iban todos los años a Jerusalén... Ellos le encontraron en el Templo... Les estaba sujeto...”

No nos asombremos, pues, de verle, acompañando a su esposa cuando, cuarenta días después de aquella maravillosa noche, María se dirigió a Jerusalén con objeto de purificarse y de presentar al niño en el Templo, Ella no quería sustraerse a la Ley, aunque, evidentemente, hubiera podido creerse dispensada. ¿Acaso tenía necesidad de ser presentado a Dios, Aquel que era el mismo Dios? ¿Tenía ella necesidad de purificarse cuando su alumbramiento no había hecho más que aumentar el esplendor de su virginidad...?

José, sin embargo, se mostró de acuerdo con ella a fin de que todo lo que estaba prescrito en casos semejantes fuese exactamente observado hasta en el menor detalle.

Se pusieron, pues, en camino, con el corazón rebosante de alegría, pensando que iban a cumplir un acto de religiosa obediencia: no sospechaban que lo que consideraban un misterio de alegría iba a verse acompañado de un trágico anuncio de dolor.

Jesús, en brazos de María y escoltado por José, entró por primera vez en la ciudad que había de verte un día con la Cruz a cuestas camino del Calvario.

A las puertas del Templo, José compró dos tórtolas para la ofrenda, ya que carecía de recursos para comprar un cordero. Así pues, la humilde pareja quedó encuadrada en el grupo de los pobres y, por eso, nadie se fijó en ella cuando atravesaron la explanada.

Sin embargo, algo inesperado sucedió. Un anciano, inspirado por Dios, se destacó de entre la multitud allí apiñada, compuesta de mendigos, de peregrinos y de cambistas. Se llamaba Simeón y era —nos dice el Evangelio— un hombre justo y temeroso de Dios. Viva personificación de Israel, su única aspiración era ver al Mesías. Cuando descubrió a Jesús en brazos de su madre, el Espíritu Santo que habitaba en él le advirtió en secreto que ese niño era el esperado desde hacía siglos, el prometido de Dios. Aproximándose con respeto, pidió que le permitieran tomarle en sus brazos y luego, alzándole, bendijo a Dios y temblando de emoción, con el rostro iluminado con una especie de éxtasis, entonó un himno de victoria y de acción de gracias:

Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo

en paz, según tu palabra:

porque han visto mis ojos tu salud,

la que has preparado ante  la faz de todos  los pueblos,

luz para iluminación de las gentes

y gloria de tu pueblo, Israel.

El padre y la madre de Jesús —añade el Evangelio— estaban maravillados de las cosas que se decían de él. Y no es que las palabras que acaban de oír fuesen para ellos una revelación, sino que les admiraba constatar cómo la venida de su niño al mundo era saludada por tantos testigos inspirados.

Tras bendecir a Dios, se volvió a José y María, bendiciéndoles también como para animarles en la tarea que habrían de cumplir. ¿Sospechaba que en su persona bendecía a las dos criaturas que habrían de ocupar el primer rango en la escala de la santidad, a las que las generaciones futuras bendecirían con alabanza sin fin?

Simeón unió a José y a María en una misma bendición, ya que ambos habían contribuido, aunque en distinta medida, a la venida del Mesías. Mas he aquí que ahora se dirige sólo a María. A esta joven madre, que. acaba de serlo, no temerá hacer una aterradora predicción: Tu hijo ha venido al mundo para ruina y resurrección de muchos... Será un signo de contradicción. En cuanto a ti, una espada atravesará tu alma.

A José no le dijo nada que le atañera personalmente. El instinto profético de Simeón parecía excluirle del doloroso destino del Gólgota, ya que él no estaría presente. No obstante, su alma también se vería traspasada por una espada. Escucharía al anciano con el corazón angustiado. ¿Cómo no iba a escuchar con indecible dolor lo que acababa de decir sobre su hijo adoptivo y su querida esposa ... ? La predicción le golpeaba tanto más cruelmente cuanto que lo que acababa de oír era al mismo tiempo tan vago y tan preciso, que se podía temer cualquier cosa.

Así pues, Jesús tendría que sufrir contradicción: sería rechazado por una parte de la nación que esperaba desde hacia mucho tiempo a su liberador. Los hombres, por su causa, quedarían separados en dos campos opuestos; unos blasfemarían de él, los otros le adorarían; para unos sería causa de salvación, para otros de caída.

Las palabras que Simeón ha dirigido a su esposa también le causan pena: acaba de oír que está condenada a sufrir intensamente. ¡Cómo hubiera preferido José que hubiese sido a él a quien le anunciaran todo eso! Al fin y al cabo su función consistía en soportarlo todo. Pero su esposa, tan dulce, tan pura, tan santa... ¿Era posible que Dios la destinara al dolor? ¿Por qué el anciano no se lo había dicho a él?

Con todo, la profecía de Simeón le hiere en lo más profundo de su ser. Las palabras que ha oído se graban en su espíritu y empiezan a angustiarle. En adelante? no podrá mirar a su esposa y al Niño sin que enseguida se yerga ante sus ojos el pensamiento de los anunciados dolores. Esperando ver surgir la espada de la profecía, proseguía su camino con una llaga en el corazón que nunca se cerrará.

A pesar de todo, no se queja ni se irrita. Permanece fuerte y sumiso. Ha recibido la misión de poner al niño el nombre de Jesús-Salvador y comprende instintivamente que la salvación sólo puede operarse mediante el sufrimiento. Pronuncia, pues, un generoso fiat y se siente dispuesto a seguir al Mesías y a su Madre en su vía dolorosa. "Señor —dice—, aunque sea un pobre hombre, indigno de colaborar en tus designios redentores, si necesitas una víctima, piensa en mí y no en ellos".

María y José entran en el Templo. La ceremonia se desarrolla sin pompa ni aparato. José deposita sobre el altar las dos tórtolas, excusándose ante el sacerdote por no poder ofrecer nada mejor a causa de su pobreza, y el sacerdote recita sobre María la oración prescrita. Luego, José saca de su bolsa los cinco siclos de plata exigidos para rescatar a Aquel que ha venido a rescatar al mundo.

La ceremonia ha terminado. Rápidamente, el sacerdote se aleja sin saber que acaba de verse implicado en el momento más glorioso de la historia del Templo. Ignora que el niño que acaba de mirar con indiferencia es el Verbo encarnado que al entrar en este mundo ha dicho a su Padre celestial: He aquí que vengo para hacer Tu voluntad.

Después, los dos esposos parten de nuevo hacia Belén , donde José ha decidido establecer provisionalmente su morada, pero el camino de vuelta no es tan alegre como el de ¡da. Hablan poco. Las palabras proféticas de Simeón continúan angustiándoles.

María lleva en brazos al niño y le estrecha contra su corazón pensando en el destino trágico que le espera. José, por su parte, va adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su vocación. Sabe que su papel va a ser importante y difícil: conservar, alimentar y proteger hasta el día de su sacrificio a Aquel que se ha hecho oblación para los hombres.

Por la noche, ya de vuelta a su humilde morada de Belén, antes de retirarse a descansar, se inclina sobre la cuna de Jesús y, recordando el Cántico de Simeón, interpreta sus palabras aplicándoselas a él mismo: "No dejes, Señor, partir todavía a tu siervo, pues este Niño que me has confiado me necesitará hasta el día de su manifestación, cuando revele a los hombres que es la salvación de los pueblos y la luz de las naciones...".

 

Capitulo 17

HACIA EL EXILIO

“Levántate, toma al nido y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13)

El día de la Presentación, Simeón, mostrando a Jesús, había dicho: Este niño será signo de contradicción. José no tardaría en experimentar la verdad de esta profecía.

Sin duda había oído hablar de Herodes, cuya vida estaba llena de escándalos, de abominaciones y de atrocidades. Tras asesinar a su mujer y a tres de sus hijos, una embajada judía fue a ver a Augusto y le dijo que la situación de los muertos era preferible a la de los vivos perseguidos por el tirano. José, sin embargo, no podía siquiera imaginarse que su cólera y su sanguinaria envidia estaban a punto de volverse contra Jesús.

¿Cuánto tiempo transcurrió entre la Presentación en el Templo y la llegada de los Magos? La liturgia, obligada a concentrar los misterios, celebra los dos acontecimientos con un breve intervalo, aunque debieron de transcurrir varios meses; algunos exegetas incluso hablan de un año o más.

El Evangelio que nos cuenta la visita de los Magos a Belén no menciona la presencia de José. Tal vez había encontrado un empleo y se hallaba trabajando. Pero si no estaba presente cuando llegaron, es inimaginable que no fuera avisado enseguida por María y se apresurara a acudir.

Como no estaba autorizado para desvelar el misterio de Dios, no diría a los Magos que él no era el padre de ese niño. Seguramente se sentiría un tanto intimidado por esos señores orientales que se presentaban con tan brillante séquito; se mantendría, modesto, discreto, en un segundo plano, pero su corazón se vería inundado de alegría, al constatar que, avisados por la estrella que se desplazaba en el firmamento, los grandes y los sabios de la tierra que acababan de llegar de un lejano país venían a unirse con los pobres y los pastores en tomo al hijo de María.

Debió sentirse estrechamente compenetrado con la fe cándida y vigorosa de los Magos, con el valor y la calma que los había empujado, a una simple señal, a ponerse en ruta a través del desierto; y a preguntar, una vez llegados a Jerusalén, no si había nacido el rey de los judíos, sino dónde. No  parecían estar extrañados ni decepcionados por haber emprendido un viaje tal para encontrarse ante un pobre niño que no hablaba todavía. Lejos de sorprenderse por la debilidad aparente de ese rey, se postraron delante de él, radiantes.

Habían venido cargados de presentes, como es habitual entre los orientales cuando visitan a un superior. A los pies de la cuna de Jesús, José vio el oro de Ofir, el incienso de Arabia y la mirra de Etiopía. El oro, como homenaje a la realeza del niño, el incienso para proclamar su divinidad, la mirra para honrar su humanidad.

Al ver estos presentes simbólicos, José renovaría en su corazón la ofrenda de todo su ser. "Yo también —diría silenciosamente— te reconozco, Jesús mío, como rey. Toma el oro de mi amor y mi sumisión. Adoro tu divinidad: toma el incienso de mi fe. Proclamo que eres Salvador: recibe la mirra de mis brazos y de todas mis energías, hasta la misma muerte, para colaborar en tu obra de salvación"...

No se trataba de una simple ofrenda verbal. Había llegado para José el tiempo de obrar en consecuencia. Los Magos, en efecto, habían sido avisados sobrenaturalmente para que no volvieran a ver a Herodes y regresaron por otro camino. Y José por su parte, recibió una advertencia más grave: Un ángel del Señor—escribe San Mateo— se le apareció en sueños y le dijo: "Levántate, toma al Nido y a su Madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te diga, pues Herodes va a buscar al Niño para matarle ". Él, enseguida, se levantó, tomó al Niño y a su Madre durante la noche y partió hacia Egipto.

Leyendo este texto del Evangelio, que narra el suceso de la manera más sencilla, como siempre, da la impresión de que se trata de la cosa más simple, más natural. Sin embargo, ¡qué fe y qué grandeza se deja entrever en José!

Lejos de escandalizarse por la orden que acaba de recibir, no piensa más que en ejecutarla. Cualquier otra persona se hubiese visto turbada y desconcertada. No era para menos. ¡El hijo de Dios huyendo ante los hombres! ¿Acaso no habían anunciado las Escrituras que haría reinar la paz ... ? Pero nada más nacer, los hombres le persiguen... ¿Acaso no había dicho el ángel que se llamaría Jesús, pues sería Salvador? ¡Extraño Salvador que tiene que huir y exiliarse aprovechando las sombras de la noche! ¿Qué hace, pues, su Padre, en lo alto de los cielos ... ? «Un ángel llegó de pronto —escribe Bossuet — , como un mensajero asustando, de tal forma que el cielo parece estar alarmado y el terror haberse extendido por él antes de pasar a la tierra». El que es dueño del rayo y tiene a su disposición legiones de ángeles, ¿podrá menos que un miserable reyezuelo de la tierra, orgulloso de su ridículo ejército... ? ¡Qué incoherente parece todo esto!

Por otra parte, ¿no tenía derecho José a lamentarse diciendo que se le sacaba de su sitio sin poder prepararse? No se le daba tiempo para organizar esta huida a una tierra extraña, se le avisaba en el último momento y se le ordenaba, con desenvoltura, que permaneciera en ella hasta nuevo aviso...

José, sin embargo, no piensa ni dice nada de esto. Ha leído en Isaías (55, 9) una idea que hace suya: Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos. Por otra parte, apoyando su fe en la de María, cuyas menores expresiones aportan a su espíritu luces tranquilizadoras, no se arroga el derecho de juzgar, de criticar y menos aún de censurar los designios adorables de Dios; no se queja de este niño incómodo, que, desde su más tierna infancia, acarrea la persecución. Después de todo  —se dice— esta orden de partida nocturna para escapar de Herodes no es más desconcertante que el hecho mismo de la Encarnación. ¿No forma parte acaso del mismo misterio?

Sin duda a Dios le sería fácil desbaratar los proyectos de Herodes, ya que es todopoderoso y guía a los astros por el cielo, pero ha venido a la tierra para abrazar nuestra condición humana; es preciso, por tanto, que sea semejante a nosotros en todo. No tiene por qué hacer milagros para sustraerse a las persecuciones, ya que la victoria que viene a ganar sobre nuestros pecados quiere realizarla mediante la humildad y el anonadamiento. Pero, por otra parte, no debe morir ni ser asesinado con los Inocentes, ya que no ha hecho más que comenzar su tarea. Es él, José, a quien Dios precisamente ha elegido para ponerse al servicio de María y del niño, esos dos seres a quien quiere más que a sí mismo. Si el ángel no le ha dicho que va a acompañarles, es que debe ser él quien los proteja. No se le ha llamado a desempeñar el papel de padre del Hijo de Dios sin tener que sacrificarse para cumplir esta tarea con toda su grandeza. Por eso, no tiene más que un deseo, una aspiración, una pasión: servir a los designios de Dios, a cualquier precio »

Así pues, se levanta sin tardanza, despierta a María y le cuenta el sueño que acaba de tener. María se precipita hacia la cuna en que Jesús duerme apaciblemente, como ajeno  —Él, el Dios omnisciente— a todo lo que se trama contra El. Le toma en sus brazos procurando no despertarle y luego, apresuradamente, recogen lo más necesario —la ropa del niño, mantas, algunos vestidos, un poco de comida—, y lo meten en un saco de tosca arpillera. José esconde en su cinturón el oro de los Magos y sus escasos ahorros; duda un momento preguntándose si debe llevar sus útiles de trabajo, pero al final renuncia pensando que su peso y su volumen retrasarían la marcha. Finalmente, va al establo, desata al asno —ajeno a la caminata que le aguarda— y, en el silencio de la noche, procurando tomar las sendas más apartadas, sin hacer ruido, huye, llevando con él su doble tesoro...