EL ABANDONO Y EL VOTO DE VÍCTIMA
Antes de comparar estas dos cosas, conviene repetir en
pocas palabras la idea del Santo Abandono.
Es una conformidad con el beneplácito divino, pero una conformidad
nacida del amor y llevada a un alto grado. No por
insensibilidad, sino por virtud el alma se establece en una
santa indiferencia para todo lo que no es Dios y su adorable
voluntad. Antes del acontecimiento que ha de mostrar al divino
beneplácito mantiénese en simple y general espera,
cumpliendo fielmente la voluntad de Dios significada.
Condúcese con prudencia en las cosas en que le pertenece
decidir, pero en las que dependen del divino beneplácito, por
más que tenga derecho a formular deseos y peticiones,
prefiere en general dejar a su Padre celestial el cuidado de
querer y de disponerlo todo a su gusto; ¡ tan grande es la
confianza que en El tiene y tan grandes las ansias de no hacer
sino la voluntad divina! Apenas le ha manifestado por un
acontecimiento esta voluntad, conformase con amor, no al
modo de una máquina que se deja mover, sino empleando
cuanto tiene de inteligencia y de voluntad para adaptarse y
uniformarse con el divino beneplácito y sacar de él todo el
provecho posible. Su amor y la sinceridad del abandono no la
impiden sentir las penas, pero no se agita por eso; bástale
poder cumplir la voluntad de Dios. He aquí, en conjunto, el
santo abandono tal cual lo hemos descrito siguiendo la
doctrina de San Francisco de Sales, que podría resumirse en
la fórmula siguiente: «Dios mío, no quiero en el mundo otra
cosa que a Vos y a vuestra santísima voluntad. Mi mayor
deseo es crecer en amor y en todas las virtudes, y por eso
deseo cumplir fielmente vuestra santa voluntad significada.
Para cuanto de Vos depende y no de mí, me pongo confiado
en vuestras manos y dispuesto estaré a cuanto queráis en
simple y filial espera. Nada deseo, nada os pido y nada
rehúso. No temo al dolor, puesto que Vos lo acondicionaréis a
mi debilidad; la única cosa que deseo es dejarme conducir a
vuestro gusto y conformarme con amor a vuestro
beneplácito.»
Es evidente que esta manera de considerar el abandono
no ofrece peligro alguno y nada tiene de presumida, ya que no
es otra cosa que una sumisión filial, llena de confianza y de
amor; y bien se podría aconsejar como ideal a toda alma
adelantada.
¿No parecerá en nuestros días demasiado pasiva esta
simple actitud, a un mundo apasionado por la actividad y por
las obras de abnegación cristiana? Lo cierto es que se
propaga la práctica de ir más lejos en el abandono. En lugar
de dejar a Dios el cuidado de todas las cosas, y sin esperar en
paz que El escoja a su gusto, las almas toman la iniciativa, se
ofrecen, se consagran y se entregan. Algunos no quieren
entender el abandono si no es con estos arranques. Pero
estos ofrecimientos deben ser examinados más de cerca.
Supongamos que un alma se dirige sencillamente a Dios, y sin
pedirle el sufrimiento, le dice que está dispuesta con su gracia
a todo lo que El quiera y que lo abrazará con gusto. Esto casi
se acerca al abandono, tal como lo hemos descrito, y se
podría aconsejar a toda alma adelantada, como nota distintiva
de humildad. Mas supongamos también que esa misma alma
dice a Dios: «no temáis enviarme el dolor, lo deseo, casi lo
pido, Vos colmaréis mis votos secretos otorgándomelo». Esta
oblación, si ya no es la ofrenda como víctima, se le acerca
mucho, empero nunca será el abandono de San Francisco de
Sales. No se puede permitir sino con prudencia, es decir, a las
almas que han hecho suficientemente sus pruebas. No se la
puede aconsejar a todas, diremos al tratar de las víctimas. Se
ha de convencer a los confiados de sí mismos y no
sólidamente formados, que antes de dirigir tan altos sus
deseos, deben ejercitarse en hacer bien la voluntad de Dios
significada y en santificar sus cruces diarias. San Pedro se
ofreció a sufrir y aun morir con su Maestro; y aunque su amor
y su sinceridad eran indudables, no por eso dejó de ser
presuntuoso, como bien claramente lo probaron los hechos.
Tenemos, por último, la ofrenda de sí mismo como víctima,
o sea, el voto de víctima. Como no tenemos el designio de
hacer aquí la exposición completa, doctrinal y práctica de esta
materia tan compleja y delicada, diremos tan sólo lo suficiente
para mostrar de una manera precisa en dónde termina el
abandono y cuándo empieza otro camino. Los lectores
deseosos de conocer más a fondo esta materia, podrán
consultar los autores que de la misma tratan ex profeso,
especialmente M. Ch. Sauvé, en su excelente opúsculo, quizá
un tanto severo en sus restricciones, acerca de la noción, estado y voto de víctimas.
La ofrenda puede hacerse con intenciones y bajo diversas
formas. Gemma Galgani y Sor Isabel de la Trinidad se
ofrecieron como víctimas por los pecadores. Santa Teresa del
Niño Jesús, como víctima de holocausto al amor
misericordioso; otras se ofrecen a la justicia, a la santidad, al
amor de Dios, y con frecuencia lo hacen como víctima de
expiación, para reparar la gloria divina ultrajada, para librar las
almas del Purgatorio, para atraer la misericordia divina sobre
la Santa Iglesia, sobre la patria, sobre el sacerdocio y
comunidades religiosas, sobre una familia o sobre un alma.
El fundamento de esta ofrenda es la Comunión de los
Santos, especialmente la reversibilidad de las satisfacciones
del justo en provecho del culpable. Es también el misterio de
la redención por medio del sufrimiento, pues habiendo
escogido Nuestro Señor este camino para salvar al mundo,
continúa escogiéndolo para hacer llegar a nosotros el precio
de su Sangre. Por su infinita bondad, se digna de asociar
almas escogidas a su obra de salvación, y no pudiendo sufrir
en su humanidad glorificada, se asocia, valga la palabra,
«humanidades de añadidura», en las cuales pueda continuar
salvando a las almas por el sufrimiento.
En el transcurso de los siglos, particularmente en horas
turbulentas, no han faltado las victimas. En nuestra
desdichada época en que la inmoralidad se desborda cual ola
de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche
sombría, hemos visto multiplicarse las víctimas y aun las
fundadoras de comunidades de víctimas. Si hemos de dar
crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor tiene
necesidad de víctimas y de víctimas esforzadas, busca almas
que expíen con sus sufrimientos y tribulaciones por los
pecadores y los ingratos... «El está padeciendo y no encuentra
bastantes almas que quieran seguirle generosamente por la
vía del padecimiento.» Estas revelaciones son
indudablemente respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo
que constituye una garantía más fuerte y fuera de toda duda
es la palabra del Vicario de Jesucristo. Pío IX sugería a un
Superior General de Orden la idea de invitar a las almas
generosas a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación.
León XIII, en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta
«sobre todo a los fieles que viven en los Monasterios a
esforzarse por apaciguar la ira de Dios, por medio de la
oración humilde, de la penitencia voluntaria y de la ofrenda de
sí mismos». San Pío X alabó muy mucho «la Asociación
Sacerdotal», pues vio con satisfacción que «muchos de sus
miembros se ofrecen a Dios secretamente para ser inmolados
como víctimas de expiación, especialmente por las almas
consagradas, en estos desdichados tiempos en que la
penitencia es tan necesaria»; y enriqueció con numerosas
indulgencias «este importante oficio de la piedad cristiana».
Es, en efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo
amor de Dios y del prójimo.
Mas, según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy
grande y empresa bien ardua» No queremos con ello
desanimar las voluntades generosas, cuando el Soberano
Pontífice las invita; tan sólo es nuestro intento prevenir la
indiscreción. Las almas que hacen profesión en una
Comunidad de Víctimas no han de temer al menos la
imprudencia o la sorpresa: la Regla ha debido precisar los
límites de su ofrenda, y ellas mismas han ensayado sus
fuerzas durante el noviciado. Mas cuando tal ofrenda se hace
con o sin voto, fuera de la profesión religiosa, y la entrega se
hace sin reservas, jamás se sabe de antemano hasta qué
punto Dios usará los derechos que se le confieren. Con
seguridad que si estos avances se hacen sólo por responder a
una vocación debidamente reconocida, Dios, que es el que
llama, dispone en consecuencia de las gracias. Así, una
religiosa, ocho días antes de su muerte, después de
prolongadas y terribles pruebas, podía decir «que no le
apenaba el haberse ofrecido como víctima». Santa Teresa del
Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No
me arrepiento de haberme entregado al amor.» ¿Sucederá lo
mismo cuando uno se decide a la ligera y sin haber orado,
reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor
gracias especiales como precio de nuestra temeridad? Cuanto
más nos hayamos apresurado a entregarnos, tanto menos
tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y nuestros
desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El verdadero lugar de una víctima está en el Calvario de Jesús y
no en las dulzuras del amor... Las almas consoladoras, las
almas reparadoras son víctimas con la gran Víctima del
Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la
facilidad un tanto presuntuosa con que muchos se entregan a
los derechos divinos y se le ofrecen como víctimas, se adivina
que no sospechan la seriedad con que suele tomar estas
cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de
derechos que Dios ejerce sobre nosotros antes de la
autorización que nuestra libertad le da acerca de ellos. ¡Feliz
mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente con grandes
trabajos y con particulares inmolaciones.» La prueba de este
hecho brilla en cada página de la vida de las almas victimas.
Esto supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre
dicho ofrecimiento y el abandono:
1ª El simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto
depende de la Providencia y no de nosotros, mantiénese en
una santa indiferencia y espera el beneplácito divino, a modo
de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el
contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo hecho de
su oblación, pide implícitamente el padecer, incita a Dios a
enviárselo, a veces hasta lo solicita expresamente.
2ª El abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni
ilusión; rebosa prudencia y humildad, pues deja a Dios el
cuidado de regirlo todo y nos reserva tan sólo el de obedecer.
Es el simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin
un llamamiento divino, ser la ofrenda tan humilde, tan exenta
de ilusiones y presunción? ¿Deja a Dios la iniciativa para
disponer de nosotros?
3ª El alma que se abandona a la acción divina puede
contar con la gracia: la que se adelanta, a excepción siempre
del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura de tener a
Dios consigo?
Las almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia el
abandono, y a todos se puede aconsejar practicarle en espíritu
de víctimas. Lo mismo sucede con la obediencia de cada día y
la mortificación voluntaria. Esta intención en nada recarga
nuestras obligaciones, sino que hace circular por ellas una
nueva savia de amor puro que aumenta su mérito y su fecundidad. Por el contrario, la prudencia y la humildad
quieren que no se pidan sufrimientos, a menos de un
llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en este
caso, no ha de hacerse sin antes haber probado las fuerzas,
soportando con paciencia las pruebas ordinarias y dándose a
la mortificación voluntaria. Si nosotros tomamos la iniciativa de
pedir tal o cual género de sufrimientos, somos nosotros los
que disponemos y hemos de seguir en este acto, como en
todos los demás, las reglas de la prudencia; ahora bien, la
prudencia pide se exceptúen las pruebas que nos pudieran
resultar más peligrosas, y la caridad, a su vez, las que serian
demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que
haya necesidad de usar de las mismas precauciones cuando
se deja a Dios el cuidado de escoger, porque entonces es
Dios quien dispone, no nosotros, siempre puede uno
adaptarse a lo que dispone la paternal Sabiduría.
Por otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué pedir
el sufrimiento? Un alma que aspira a las más altas virtudes,
¿tiene necesidad de buscar algo más que la obediencia y
abandono perfectos?
Los votos, la Regla, las disposiciones de
la Providencia es el camino más seguro que lleva a la
perfección sin error ni engaño. En él hallarán siempre
maravillosos recursos para adquirir la pureza del alma y las
perfectas virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta
transformación progresiva mediante las observancias es ya
una ruda labor capaz de colmar una larga vida. Mas si esto no
basta a nuestra generosidad, la Regla nos invita, contando
con la debida autorización, a hacer más de lo que ella manda,
abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y
tan vasto como nuestros deseos. En cuanto al santo
abandono, toda alma interior halla mil ocasiones de ponerlo en
práctica; un religioso lo necesitará con frecuencia en la
Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño
de su cargo. Es necesario comenzar por dar buena cogida a
las cruces que Dios nos ha elegido y si El ve que no bastan a
nuestro ardor de sufrir, sabrá por si mismo aumentar el
número y la pesadez.
Por tanto, las almas que desean vivir en espíritu de
victimas no tienen necesidad, generalmente hablando, de solicitar el sufrimiento, pues no dejarán de encontrarlo en la
vida interior, las obligaciones diarias, la mortificación voluntaria
y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no
tiene el brillo del voto de víctima, pero el espíritu de sacrificio
halla en él abundante alimento, mientras que la prudencia y la
humildad se encuentran quizá allí con mayor seguridad. Bien
entendido que cuando el Espíritu Santo llama por sí mismo a
ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y
bajo la inspección de los representantes de Dios y que ante
todo se muestre celosa por sus deberes diarios, no se le
puede objetar ni la temeridad ni la ilusión, pues obedece al
llamamiento divino. Debe prepararse a difíciles pruebas, en las
que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará con ella.
El Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se
trata aquí ya de la conformidad con la voluntad divina, como lo
es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada
y filial, de la pérdida completa de nuestra voluntad en la de
Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las
voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio
muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario
sino en las almas avanzadas que viven principalmente de ese
puro amor. Mas como exige un perfecto desasimiento, y la
caridad necesita hacer aquí un llamamiento del todo particular
a la fe y a la confianza en la Providencia, hablaremos en
primer lugar del desasimiento, de la fe y de la confianza,
terminando por el amor que es principio formal del Santo
Abandono.