miércoles, 28 de agosto de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14 (Artículo 3º.- Progreso en la contemplación y progresos en la virtud)

 


Se abrigaba la esperanza de adelantar, de adelantar más, de adelantar siempre en los caminos místicos, pero pasan los meses, pasan los años y nos encontramos casi en el principio, si es que no tenemos la impresión de haber retrocedido. La prueba es fuerte, y estamos tentados de desaliento y aun tal vez de mirar atrás, pero será ciertamente sin motivo fundado. 

El deseo de avanzar en los caminos místicos es enteramente legítimo en sí, y tenemos derecho a manifestarlo en una oración confiada y filial. ¿No estamos en lo cierto al pensar que nuestras comunicaciones con Dios nos traerán, elevándose, un aumento de luz y de fuerza, que estrecharán la unión de amor y perfeccionarán el ejercicio de las virtudes?

Pero semejante deseo necesita templarse por un fiel abandono. Quiere Dios ser siempre dueño de los dones que se propone comunicarnos; resérvase el tiempo y la medida en que nos los ha de conceder, a fin de conservarnos en la dependencia y la humildad. Una vez que haya comenzado a colmarnos de favores, no sabemos si quiere concedernos mayores, conservarnos los concedidos o retirárnoslos. Hay dones místicos que se conceden por determinado tiempo, después Dios los quita sin que se hayan desmerecido. Otro tanto pudiera hacer con las gracias de oración; se puede con todo esperar que nos las continuará dando, y que irán en aumento si somos fieles. Dios empero, que continúa siendo el dueño, nos deja en la ignorancia de sus intenciones, o más bien nos las oculta con cuidado. ¿Qué hacer en tal caso? Debiéramos no abandonar jamás la quietud y la noche de los sentidos, considerándonos felices por la parte que nos ha correspondido: es en verdad hermosa y envidiable si la comparamos a la de tantos otros. No cesemos de alabar a Dios que se ha dignado prevenimos con las bendiciones de su dulzura, y no tengamos otra preocupación que la de hacer fructificar la preciosa semilla que ha depositado en nosotros. El reconocimiento y la fidelidad no pueden menos de regocijar a este buen Padre y abrirle la mano, en tanto que la ingratitud y la negligencia lastimarían su corazón delicado y le inducirían quizá a arrepentirse de sus dones. 

El deseo de que hablamos ha de ser paciente, y es preciso saber esperar el momento de la gracia. Según todos los autores, los grados de contemplación pasiva son etapas, períodos, edades espirituales; por lo regular es necesario hacer una larga estancia en cada una de ellas, antes de pasar a la siguiente. Dios así lo ha querido para que estos diversos estados de oración tuviesen tiempo de producir su efecto. Seamos mucho más cuidadosos de aprovechamos plenamente del grado presente, que de subir pronto al inmediato. Por otra parte, ¿no es el adelantamiento espiritual el fruto que ante todo se espera de estas gracias, y el medio más seguro, si Dios fuere servido, de preparar nuevas ascensiones? 

Este deseo ha de ser, sobre todo, humilde y vigilante. Si no subimos más aprisa y más alto, proviene esto casi siempre de falta de celo para disponernos y corresponder. Tal es el sentir de Santa Teresa: «Hay, dice, numerosas almas que llegan a este estado -al de la quietud, y habla de sus monasterios muy fervorosos y santamente gobernados-; mas añade la Santa: son muy contadas las que pasan adelante, y no sé yo quién tiene la culpa de ello. Con toda seguridad que no depende de Dios, porque en lo que a El toca, después de haber concedido un tal preciado favor, no cesa, a mi parecer, de otorgar otros nuevos, a menos que nuestra infidelidad no detenga su curso.. Grande es mi dolor cuando entre tantas almas que, a lo que entiendo, llegan hasta ese grado y debieran pasar a otro, veo un tan corto número que lo hagan, que hasta vergüenza me da decirlo.» 

San Francisco de Sales adopta el parecer de Santa Teresa, y añade: «Vigilemos, pues, Teótimo sobre el adelantamiento en el amor que debemos a Dios, porque el amor que nos profesa no nos ha de faltar jamás.» 

Esta doctrina es por demás confortante, mas nos muestra muy a las claras nuestra responsabilidad. Lejos, pues, de enorgullecerse por haber llegado a la quietud, debe, por el contrario, preguntarse con temor por qué no pasa adelante. Y si parece que apenas avanza, una humilde mirada sobre sí mismo es siempre provechosa. 

Si hemos detenido por culpa nuestra el curso de las gracias, quitemos sin demora la causa del mal; si la conciencia en nada nos reprende, adoremos con humilde confianza la santa voluntad de Dios, redoblemos nuestro celo para santificar la prueba, y preparar el alma a nuevas gracias mientras llega la hora de que la Providencia obre en nosotros. Cuando uno es fiel a esta práctica, podrá parecer estacionario el grado de oración, pero en realidad la fe resplandecerá con nuevo brillo, crecerán todas las virtudes, los progresos serán más notables en el amor, la confianza y el abandono. ¿Qué más falta? ¿No es este progreso el único esencial y necesario? He aquí el bien que esperábamos en nuestros progresos en los caminos místicos. Si no conseguimos este fin, ¿de qué nos servirá tener una oración más elevada, aunque fuera llena de luces, de ardores y de transportes? Por el contrario, si llegamos a él, ¿qué importa sea por un camino más ordinario, aun cuando fuese por medio de la privación prolongada de estas luces, de estos ardores y de este júbilo? 

No lo olvidemos jamás: el progreso real y verdadero, el que constituye el blanco de la gracia y de nuestros esfuerzos, el que ha de desearse de modo absoluto, es el progreso en todas las virtudes, particularmente en la caridad que es su reina. Tal vez no será del todo inútil aclarar más nuestro pensamiento. El amor tiene su asiento en la voluntad, y con frecuencia actúa sobre las facultades inferiores, llegando así a hacerse como visible y palpable, dando a veces lugar a verdaderos transportes. Cuanto es más sensible, más nos impresiona y más deseable nos parece; entonces es completo y su fuerza se acrecienta, pues en él concentran nuestras facultades todas sus energías. A pesar de esto, no son estas brillantes luces, ni esta embriaguez piadosa, no es esta especie de efervescencia lo que principalmente ha de desearse; porque puede suceder, y de hecho sucede, que semejante amor sea más sensible que espiritual, y que en definitiva tenga menos valor que brillantez. Al contrario, puede ser el amor espiritual sin acción alguna sobre las facultades sensibles, pasando en tal caso poco menos que inadvertido por más que pueda ser vivísimo y lleno de fuerza. El amor se ha de juzgar por sus frutos y no por sus flores: las obras son la prueba, y ellas dan la verdadera medida. El amor sólido y profundo es el que une fuertemente nuestra voluntad a la de Dios; es perfecto cuando nos lleva a un mismo querer y no querer con Dios, lo cual supone un desasimiento de todas las cosas y la muerte a sí mismo. 

Tal es el fin que hemos de perseguir. El progreso en la contemplación no es sino uno de los caminos para llegar a él, pero no es necesario, y él sólo tampoco bastaría. 

«Algunas religiosas dice San Alfonso- han leído los autores místicos, y helas llenas de ardor por esta unión extraordinaria que los maestros llaman pasiva. Mejor querría yo que deseasen la unión activa, es decir, la perfecta conformidad con la voluntad de Dios», en la que, decía Santa Teresa, «consiste la verdadera unión del alma con Dios». Por esta razón, añade ella dirigiéndose a las almas favorecidas con sólo la unión activa: «Tal vez tengan más mérito, pues les es necesario el trabajo personal, y Dios las trata como a almas fuertes... Nadie duda que, sin la contemplación infusa y con la sola gracia ordinaria, se puede mediante sucesivos esfuerzos destruir la propia voluntad y transformarla toda en Dios; desde luego que únicamente hemos de desear y únicamente hemos de pedir que Dios haga en nosotros su voluntad. He aquí, pues, según San Alfonso la transformación por amor, la perfecta conformidad de nuestra voluntad con la de Dios; hay empero dos caminos, el activo y el pasivo. Es inútil observar que se ha de pedir la perfecta conformidad, el Santo Abandono, y él tan sólo de un modo absoluto, puesto que es el único fin. En cuanto a la elección de caminos y medios, pertenece a Dios hacerlo a su gusto. Sin embargo, nos está muy permitido desear las oraciones místicas y pedir su progreso, si tal es el beneplácito divino; la enseñanza tradicional es categórica sobre el particular, y San Alfonso que se separa algún tanto en este punto, conviene por lo menos en que si se tiene el germen de estas gracias, se puede desear su desenvolvimiento. 

¿Quién no conoce la estima y el amor de Santa Teresa por las oraciones místicas? Cuanto éstas son más elevadas y frecuentes, tanto pondera su poderosa eficacia para darnos de ellas grandiosa idea, haciéndonoslas desear como bienes inestimables, e incitándonos a adquirirlas, si a Dios pluguiese, sin reparar en el precio. En ninguna parte excluye la santa de este deseo y de este empeño de adquisición la unión plena, la unión extática, ni el mismo desposorio espiritual; y en confirmación pueden citarse numerosos pasajes de sus escritos. A pesar de los magníficos elogios que otorga a la oración de unión, prefiere, sin embargo, la unión de voluntad, como se prefiere el término al camino, el fruto a la flor. Es «esta unión de voluntad la que deseó toda su vida y siempre pidió a Nuestro Señor». «La oración de unión es el camino abreviado», el medio más rápido y más poderoso para conducirnos a él. Pero no pasa de ser uno de los caminos y no el término. «Lo repito, añade ella, nuestro verdadero tesoro es una humildad profunda, una gran mortificación y una obediencia que, viendo al mismo Dios en el Superior, se somete a todo lo que manda... Ahí está la señal más cierta del progreso espiritual, y no en las delicias de la oración, en los raptos, en las visiones y otros favores de este género que Dios hace a las almas cuando le place.» 

En idéntico sentido decía San Felipe de Neri: «La obediencia, la paciencia y humildad son de más valor para las religiosas que los éxtasis.» 

Santa Teresa y San Felipe y San Alfonso conocían por una larga experiencia personal el precio inestimable de la unión plena y del éxtasis. Lejos de ellos, por consiguiente, la culpable ingratitud que desconoce los dones de Dios y la aberración no menos culpable que los desprecia, que aparta de ellos a las almas y pretende dar una lección al Espíritu Santo. Intentaban tan sólo poner en guardia contra posibles ilusiones, y la más funesta sería con seguridad la de tomar estos favores por la santidad misma. Es verdad que son gracias muy preciosas por cuanto vienen de Dios, mas resta el sacar de ellas el mejor partido, en orden a conseguir que la conducta se eleve y se coloque al nivel de la oración. 

Por este motivo San Francisco de Sales pudo decir con razón que, si un alma tiene raptos en la oración y no tiene éxtasis en su vida, es decir, si no se eleva por encima de las mundanas concupiscencias de la voluntad e inclinaciones naturales, por la abnegación, la sencillez, la humildad, y sobre todo por una continua caridad, «todos estos raptos son en gran manera dudosos y peligrosos. Son a propósito para atraer la admiración de los hombres, mas no para santificarse; no son otra cosa que entretenimientos y engaños del maligno espíritu. ¡Dichosos los que viven una vida sobrehumana, extática, elevados sobre sí mismos, por más que no sean arrebatados sobre sí mismos en la oración! Muchos santos hay en el cielo que jamás gozaron de raptos o éxtasis de contemplación... Mas nunca ha habido santo que no haya tenido el éxtasis o rapto de la vida y de la operación, levantándose sobre si mismos y sobre sus inclinaciones naturales». 

De aquí podrá juzgarse lo que valen las fórmulas: a tal oración, tal perfección; o bien, a tal perfección, tal oración. Tienen un fondo de verdad, porque de ordinario, la oración se eleva a medida que se eleva la vida espiritual y el progreso en la oración es a su vez causa de nuevos progresos en la virtud. Dase, empero, a estas fórmulas un sentido excesivamente absoluto y muy exagerado, si se supone que las ascensiones de la oración corren parejas siempre y rigurosamente con las ascensiones de la vida espiritual. Esto no es verdad, por lo menos en lo que concierne a la oración mística. Esta es siempre una gracia que Dios no la debe jamás a nadie, ni siquiera al alma más fiel. La da a quien quiere y en la medida que le agrada, y es un magnífico instrumento de trabajo; falta que se sepa hacer uso de él. En la suposición de que varias almas ofrezcan un mismo grado de preparación y de correspondencia, puede Dios no dar estas gracias místicas a unas y dárselas a otras, si tal fuere de su agrado. En tal caso, no hay fundamento para juzgar por sólo esto del grado de su perfección, comparándolas entre sí. San José de Cupertino abundaba en éxtasis, ¿y es por eso mayor que San Francisco de Sales o San Vicente de Paúl, que no fueron tan favorecidos? En nuestros tiempos Dios coima de sus diversos dones místicos a Gemma Galgani, y a muchos otros, mas no los prodiga con tanta profusión a Sor Isabel de la Trinidad, ni a Santa Teresa del Niño Jesús. ¿Queremos con esto decir que las últimas sean menos santas que las primeras? Sólo Dios lo sabe; con todo, nadie ignora que no por eso Santa Teresa del Niño Jesús ha dejado de convertirse en el gran taumaturgo de nuestros días, y que su vida se ofrece como ideal de perfección religiosa. 

Todo cuanto llevamos dicho a propósito de la contemplación mística se resume en estas solas palabras con las que terminábamos Los Caminos de la Oración mental; «La mejor oración no es la más sabrosa, sino la más fructuosa: no es la que nos eleva por las vías comunes o místicas, sino la que nos torna humildes, desasidos, obedientes, generosos y fieles a todos nuestros deberes. Cierto que estimamos en mucho la contemplación, a condición, sin embargo, de que una nuestra voluntad con la de Dios, que transforme nuestra vida, o nos haga a lo menos avanzar en las virtudes. No hemos, pues, de desear los progresos en la oración sino para crecer en perfección, y en vez de escudriñar con curiosidad el grado a que han llegado nuestras comunicaciones con Dios, nos fijaremos más bien en si hemos sacado de ellas todo el provecho posible para morir a nosotros mismos y desarrollar en nuestra alma la vida divina.»



SOBRE LA EXCELENCIA Y FRUTOS DE LA VERDAD REVELADA (Revelaciones a Santa Brígida)

 




Dícele san Juan evangelista a santa Brígida, que ninguna obra buena quedará sin premio. Háblale

también de la excelencia de la Biblia.


LIBRO CUARTO - REVELACIÓN PRIMERA


Aparecióse a santa Brígida un hombre, que parecía tener los cabellos cortados afrentosamente. Su cuerpo estaba untado con aceite y del todo desnudo, aunque nada deshonesto, y dijo a la santa:

 La Escritura que llamáis santa vosotros los que vivís, dice que ninguna obra buena quedará sin premio. Esta es la Escritura llamada por vosotros Biblia, pero nosotros los bienaventurados la llamamos sol más resplandeciente que el oro, que fructifica como la semilla que da ciento por uno. Porque como el oro aventaja a los demás metales, así la Escritura que vosotros llamáis santa, y nosotros en el cielo la llamamos de oro, excede a todas las demás escrituras; porque en ella se honra y predica el verdadero Dios, se recuerdan las obras de los Patriarcas y se explican los vaticinios de los profetas. Y porque ninguna obra ha de quedar sin su debida remuneración, atiende a lo que voy a decirte:

Tú que me estás viendo, prosiguió san Juan Evangelista, ten entendido que yo soy el que de raíz penetró la Escritura de oro, y conociéndola la aumentó, inspirado por Dios. Yo fui afrentosamente desnudado, y porque lo llevé con paciencia, vistió Dios mi alma con vestidura inmortal; fui metido en una caldera de aceite, y por eso gozo ahora del aceite de la alegría sempiterna; soy también el que después de la Madre de Dios pasé del mundo con una muerte más suave, porque fui custodio de esta Señora, y mi cuerpo se halla ahora en lugar muy seguro y tranquilo.



jueves, 22 de agosto de 2024

NECESIDAD DE LA DEVOCION AL CORAZON INMACULADO DE MARIA PARA NUESTRA SALVACION

 


FUENTE

La necesidad de la devoción al Corazón Inmaculado de María está íntimamente relacionada con la necesidad que tenemos cada uno de nosotros del amor y de la misericordia de Dios. Si alguien de nosotros necesita del amor y de la misericordia de Dios, entonces ese tal necesitará de la devoción a la Virgen Santísima. En la proporción en que necesitemos del amor y de la misericordia de Dios, en la misma proporción estamos en la necesidad de la devoción al Corazón Inmaculado de María. Jesucristo le reveló a la Hermana Lucia de Fátima que el último remedio que su Sacratísimo Corazón daría al mundo mediante el cual pudiera salvarse en estos tiempos de apostasía, eran dos cosas: el rezo del Santo Rosario y la Devoción al Corazón Inmaculado de María, que consiste, esencialmente, en su reparación. ¿Y por que? Porque La Virgen santísima tiene la economía de la misericordia y del amor de Dios sobre la tierra como dispensadora Universal de todas las gracias. Ella tiene la misión del Espíritu Santo sobre la tierra. Y del mismo modo que ¨todo pecado comitido contra el Espíritu Santo no será perdonado nunca, ni en esta vida ni en la otra¨, como nos dijera Nuestro Señor muy claramente en los Santos Evangelios. 

También se podrá decir lo mismo con respecto de la Santísima. Virgen: ¨toda ofensa cometida contra el Corazón Inmaculado no será perdonado ni en esta vida ni en la otra¨, ya que la Sma. Virgen tiene toda la economía de la misericordia y del amor de Dios, la misión del Espíritu Santo sobre la tierra. Pero así como los pecados contra el Espíritu Santo y contra la Sma Virgen no se pueden perdonar, se puede decir que lo contrario todo lo alcanza, es decir, que todo lo que se hace por el Amor o por el Corazón Inmaculado de la Santísima Virgen María, todo lo alcanza, la misericordia de Dios se vierte superabundantemente sobre esa persona, es el secreto para abrir el Sagrado Corazón de Jesús. Así como el castísimo Corazón de San José es la clave para accesar al Corazón Inmaculado de María, al mismo tiempo, el corazón Inmaculado de María es la clave para tener acceso al Sagrado Corazón de Jesús. Se accesa a través de San José directamente a los dos corazones, o directamente al Sagrado Corazón de Jesús a través del Corazón Inmaculado de María. De ahí su necesidad MORAL para nuestra salvación. Nadie se salva sino a través del Corazón Inmaculado de María. Ese es el plan de Dios, esa es su voluntad, el no vino a nosotros y nosotros no podremos ir a El sino a través de María, del Corazón Inmaculado de María.

Con mi bendición

Padre Rafael OSB

martes, 20 de agosto de 2024

Cuenta la Virgen María a santa Brígida el descendimiento de la cruz, con muy tiernos pormenores.

  


DE LAS REVELACIONES A SANTA BRIGIDA

LIBRO 2 REVELACION 11

Tres cosas, dijo la Virgen, has de considerar, hija mía, en la muerte de mi Hijo. Lo primero es, que todos sus miembros quedaron yertos y fríos, y estaba cuajada en ellos la sangre que de sus llagas había derramado en toda la Pasión. Segundo, que su corazón estaba tan amarga y cruelmente atravesado, que el que le hirió, le introdujo hasta el costado el hierro de la lanza y le dividió el corazón en dos partes. Lo tercero, has de considerar cómo fué bajado de la cruz. Los dos que lo bajaban pusieron tres escaleras; una a los pies, otra a los brazos, y otra a la mitad del cuerpo. 

Subió el primero, y lo tenía por la mitad del cuerpo, y el otro quitó el clavo de una de las manos, y pasando la escalera al lado opuesto, quitó el de la otra mano; y estos clavos pasaban hasta el lado opuesto de la cruz. Bajóse un paso, lo mejor que pudo, el que sustentaba el cuerpo, y el otro subió por la escalera que estaba a los pies de mi Hijo, y le sacó los clavos de los pies. Y cuando lo tenían cerca del suelo, uno le asió de la cabeza y otro de los pies, y yo, su afligida Madre, lo tomé por medio de su divino cuerpo; y de esta manera los tres lo pusimos sobre una piedra, donde yo había tendido una sábana limpia, y en ella envolvimos su santísimo cuerpo sin coser nada, porque sabía yo con certeza que no se había de pudrir ni corromper en la sepultura. 

Luego se acercaron María Magdalena y las otras santas mujeres, e innumerables ángeles como átomos del sol, a prestar obediencia y obsequio a su Creador. Pero ¿quién te podrá decir la tristeza que yo entonces sentí? Estaba como una mujer que en el trance de dar a luz le tiemblan todos sus miembros, y que aun cuando está llena de dolor y sin poder respirar, al fin se alivia y recibe algún contento viendo en sus brazos al hijo que nació y que no volverá a las estrechuras y peligro de su vientre y a renovar el parto. Así yo, aunque era mucho mayor sin comparación mi tristeza, no obstante, como sabía que no había de morir más, ni padecer más mi Hijo, sino que había de vivir y triunfar eternamente, me alegraba y mezclábase alguna alegría con mi tristeza. Con verdad te podría decir, que cuando dieron sepultura a mi Hijo, sepultaron también mi corazón junto con el suyo, que si se dice: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón, en el sepulcro de mi Hijo tuve yo el mío, y no se apartó de allí un solo punto y junto con él estaba mi pensamiento. 

jueves, 15 de agosto de 2024

El tránsito felicísimo y glorioso de María Santísima (De las Revelaciones a María de Jesús Agreda)

 


15 de Agosto Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María

El tránsito felicísimo y glorioso de María Santísima: Acercábase  ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva arca del Testamento había de ser colocada en el templo de la Celestial Jerusalén. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalén y casa del Cenáculo. El primero que llegó fue San Pedro, porque le trajo un Ángel desde Roma, donde estaba en aquella ocasión. Y allí se le apareció y le dijo cómo se llegaba cerca el tránsito de María Santísima, que el Señor mandaba viniese a Jerusalén para hallarse presente. Y dándole el Ángel este aviso le trajo desde Italia al cenáculo, donde estaba la Reina del mundo retirada en su oratorio, algo rendidas las fuerzas del cuerpo a las del amor divino, porque como estaba tan vecina del último fin, participaba de sus condiciones con más eficacia.

Salió la gran Señora a recibir al Vicario de Cristo nuestro Salvador y puesta de rodillas a sus pies le pidió la bendición y le dijo: Doy gracias y alabo al Todopoderoso porque me ha traído a mi Santo Padre, para que me asista en la hora de mi muerte.—Llegó luego San Pablo, a quien la Reina hizo respectivamente la misma

reverencia con iguales demostraciones del gozo que tenía de verle. Saludáronla los Apóstoles como a Madre del mismo Dios, como a su Reina y propia Señora de todo lo criado, pero con no menos dolor que reverencia, porque sabían venían a su dichoso tránsito. Tras de los Apóstoles llegaron los demás y los discípulos que vivían, de manera que tres días antes estuvieron todos juntos en el Cenáculo, y a todos recibió la divina Madre con profunda humildad, reverencia y caricia, pidiendo a cada uno que la bendijese, y todos lo hicieron y la saludaron con admirable veneración; y por orden de la misma Señora, que dio a San Juan, fueron todos hospedados y acomodados.

Algunos de los apóstoles que fueron traídos por ministerio de los Ángeles y del fin de su venida los habían ya informado, se fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas. Otros lo ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los Ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo hicieron.

"Comunicaron luego con San Pedro la causa de su venida, para que los informase de la novedad que se ofrecía; porque todos convinieron que si no la hubiera no los llamara el Señor con la fuerza que para venir habían sentido. El Apóstol San Pedro, como cabeza de la Iglesia, los juntó a todos para informarlos de la causa de su venida y estando así congregados les dijo: Carísimos hijos y hermanos míos, el Señor nos ha llamado y traído a Jerusalén de partes tan remotas no sin causa grande y de sumo dolor para nosotros.

Su Majestad quiere llevarse luego al trono de la eterna gloria a su beatísima Madre, nuestra maestra, todo nuestro consuelo y amparo. Quiere su disposición divina que todos nos hallemos presentes a su felicísimo y glorioso tránsito. Cuando nuestro Maestro y Redentor se subió a la diestra de su Eterno Padre, aunque nos dejó huérfanos de su deseable vista, teníamos a su Madre Santísima para nuestro refugio y verdadero consuelo en la vida mortal; pero ahora que nuestra Madre y nuestra luz nos deja, ¿Qué haremos? ¿Qué amparo y qué esperanza tendremos que nos aliente en nuestra peregrinación? Ninguna hallo más de que todos la seguiremos con el tiempo.

 No pudo alargarse más San Pedro, porque le atajaron las lágrimas y sollozos que no pudo contener, y tampoco los demás Apóstoles le pudieron responder en grande espacio de tiempo, en que con íntimos suspiros del corazón estuvieron derramando copiosas y tiernas lágrimas; pero después que el Vicario de Cristo se recobró un poco para hablar, añadió y dijo: Hijos míos, vamos a la presencia de nuestra Madre y Señora, acompañémosla lo que tuviere de vida y pidámosla nos deje su santa bendición.—Fueron todos con San Pedro al oratorio de la gran Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco, viéronla todos hermosísima y llena de resplandor celestial y acompañada de los mil ángeles que la asistían. La disposición natural de su sagrado y virginal cuerpo y rostro era la misma que tuvo de treinta y tres años; porque desde aquella edad nunca hizo mudanza del natural estado, ni sintió los efectos de los años ni de la senectud o vejez, ni tuvo arrugas en el rostro ni en el cuerpo, ni se le puso más débil, flaco y magro, como sucede a los demás hijos de Adán, que con la vejez desfallecen y se desfiguran de lo que fueron en la juventud o edad perfecta. La inmutabilidad en esto fue privilegio único de María santísima, así porque correspondiera a la estabilidad de su alma purísima, como porque en ella fue correspondiente y consiguiente a la inmunidad que tuvo de la primera culpa de Adán, cuyos efectos en cuanto a esto no alcanzaron a su sagrado cuerpo ni a su alma purísima

Los Apóstoles y discípulos y algunos otros fieles ocuparon el oratorio de María santísima, estando todos ordenadamente en su presencia, y San Pedro con San Juan Evangelista se pusieron a la cabecera. La gran Señora los miró a todos con la modestia y reverencia que solía y hablando con ellos dijo: Carísimos hijos míos, dad licencia a vuestra sierva para hablar en vuestra presencia y manifestaros mis humildes deseos.—Respondióla San Pedro que todos la oirían con atención y la obedecerían en lo que mandase y la suplicó se asentase par hablarles. Parecióle a San Pedro estaría algo fatigada de haber perseverado tanto de rodillas, y que en aquella postura estaba orando al Señor y para hablar con ellos era justo tomase asiento como Reina de todos.

 Pero la que era maestra de humildad y obediencia hasta la muerte, cumplió con estas virtudes aquella hora y respondió que obedecería en pidiéndoles a todos su bendición y que le permitieran este consuelo. Con el consentimiento de San Pedro se puso de rodillas ante el mismo Apóstol y le dijo: Señor, como Pastor Universal y Cabeza de la Santa Iglesia, os suplico que en vuestro nombre y suyo me deis vuestra santa bendición y perdonéis a esta sierva vuestra lo poco que os he servido en mi vida, para que de ella parta a la eterna. Y si es vuestra  doncellas pobres, que su caridad me ha obligado siempre.—Postróse luego y besó los pies de San Pedro como Vicario de Cristo, con abundantes lágrimas y no menor admiración que llanto del mismo Apóstol y todos los circunstantes. De San Pedro pasó a San Juan y puesta también a sus pies le dijo: Perdonad, hijo mío y mi señor, el no haber hecho con vos el oficio de Madre que debía, como me lo mandó el Señor, cuando de la Cruz os señaló por hijo mío y a mí por madre vuestra (Jn 19, 27). Yo os doy humildes y reconocidas gracias por la piedad con que como hijo me habéis asistido. Dadme vuestra bendición para subir a la compañía y eterna vista del que me crió.

 Prosiguió esta despedida la dulcísima Madre, hablando a todos los Apóstole singularmente y algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos. Hecha esta diligencia se levantó en pie y hablando a toda aquella santa congregación en común dijo: Carísimos hijos míos y mis señores, siempre os he tenido en

mi alma y escritos en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la caridad y amor que me comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en vosotros como en sus escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a las moradas celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes en la clarísima luz de la divinidad, cuya vista espera y desea mi alma con seguridad. La Iglesia mi madre os encomiendo con la exaltación del santo nombre del Altísimo, la dilatación de su Ley evangélica, la estimación y aprecio de las palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte y la ejecución de toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la Santa Iglesia y de todo corazón unos a otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó vuestro Maestro. Y a vos, Pedro, Pontífice Santo, os encomiendo a Juan mi hijo y también a los demás.

 Acabó de  hablar María Santísima, cuyas palabras como flechas de divino fuego penetraron y derritieron los corazones de todos los Apóstoles y circunstantes, y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra, moviéndola y enterneciéndola con gemidos y sollozos; lloraron todos, y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos. 

"Y después de algún espacio les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado en un trono de inefable gloria, acompañado de todos los santos de la humana naturaleza y de innumerables de los coros de los ángeles, y se llenó de gloria la casa del cenáculo. María santísima adoró al Señor y le besó los pies y postrada ante ellos hizo el último y profundísimo acto de reconocimiento y humillación en la vida mortal, y más que todos los hombres después de sus culpas se humillaron, ni jamás se humillarán, se encogió y pegó con el polvo esta purísima criatura y Reina de las alturas. Dióle su Hijo Santísimo la bendición y en presencia de los cortesanos del cielo le dijo estas palabras:

Madre mía carísima, a quien yo escogí para mi habitación, ya es llegada la hora en que habéis de pasar de la vida mortal y del mundo a la gloria de mi Padre y mía, donde tenéis preparado el asiento a mi diestra, que gozaréis por toda la eternidad. Y porque hice que como Madre mía entraseis en el mundo libre y exenta de la culpa, tampoco para salir de él tiene licencia ni derecho de tocaros la muerte. Si no queréis pasar por ella, venid conmigo, para que participéis de mi gloria que tenéis merecida.


"Postróse la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le respondió:

Hijo y Señor mío, yo os suplico que Vuestra Madre y sierva entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir.—Aprobó Cristo nuestro Salvador el sacrificio y voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. Luego todos los Ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos de los cánticos de Salomón y otros nuevos. Y aunque de la presencia de Cristo nuestro Salvador solos algunos Apóstoles con San Juan Evangelista tuvieron especial ilustración y los demás sintieron en su interior, divinos y poderosos efectos, pero la música de los Ángeles la percibieron con los sentidos así los Apóstoles y discípulos, como otros muchos fieles que allí estaban. Salió también una fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de resplandor admirable, viéndolo todos, y el Señor ordenó que para testigos de esta nueva maravilla concurriese mucha gente de Jerusalén que ocupaba las calles.


"Al entonar los Ángeles la música, se reclinó María santísima en su lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado cuerpo, puestas las manos juntas y los ojos fijados en su Hijo Santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo 2 de los Cantares (Cant 2, 10):

Surge, propera, amica mea, etc., que quieren decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno, etc., en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo Santísimo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).—Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida fue el amor, sin otro achaque ni accidente alguno. Y el modo fue que el poder divino suspendió el concurso milagroso con que la conservaba las fuerzas naturales para que no se resolviesen con el ardor y fuego sensible que la causaba el amor divino, y cesando este milagro hizo su efecto y la consumió el húmido radical del corazón y con él faltó la vida natural.

"Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a la diestra y trono de su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los Ángeles se alejaba por la región del aire, porque toda aquella procesión de Ángeles y Santos, acompañando a su Rey y a la Reina, caminaron al cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes eran llenos de suavidad interior y exterior. Los mil Ángeles de la custodia de María Santísima quedaron guardando el tesoro inestimable de su virginal cuerpo. Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio y luego cantaron muchos himnos y salmos en obsequio de María santísima ya difunta. Sucedió este glorioso tránsito de la gran Reina del mundo, viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a trece días del mes de agosto y a los setenta años de su edad, menos los veintiséis días que hay de trece de agosto en que murió hasta ocho de septiembre en que nació y cumpliera los setenta años.







miércoles, 14 de agosto de 2024

SALUTACIONES DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO A SU SANTISIMA MADRE

 




Dulcísimas salutaciones que la Virgen María dirige a Jesús, y cómo Jesús la compara al hermoso lirio de los campos y se complace de verla en los cielos en cuerpo y alma. 

REVELACIÓN 37 LIBRO 1

Bendito sea tu nombre, decía a su hijo la Madre de Dios, bendito sea tu nombre, Hijo mío Jesucristo. Sea honrada tu humanidad sobre todas las cosas que fueron creadas; glorificada sea sobre todo lo bueno tu divinidad, que con tu humanidad es un solo Dios. Tú eres, Madre mía, respondió el Hijo, semejante a la flor que nació en un valle, rodeado de cinco elevados montes. Creció esta flor de tres raíces y un tronco derecho y sin nudos, y tenía cinco hojas de fragrante olor. Pero el valle creció también a la par de su flor sobre aquellos cinco montes, y extendiéronse las hojas de la flor sobre toda la altura del cielo y sobre todos los coros de los ángeles. 

Tú, querida Madre mía, tú eres ese valle a causa de la humildad que más que todos tuviste, la cual sobrepujó a los cinco montes. El primer monte fue Moisés, a causa de su poderío, porque según la ley tuvo sobre mi pueblo tal potestad, como si lo tuviera encerrado en un puño; pero tú encerraste en tu vientre al Señor de todas las leyes, por lo que eres más alta que ese monte. El segundo fue Elías, varón de tan gran santidad, que en cuerpo y alma fue conducido a un lugar santo; pero tú, queridísima Madre mía, tienes colocada tu alma sobre todos los coros de los ángeles cerca del trono de Dios, y juntamente está con ella tu purísimo cuerpo; por lo que eres más alta que Elías.

El tercer monte fue la fortaleza de Sansón, que la tuvo superior a todos los hombres, a pesar de que el diablo lo en gaño con su falacia; pero tú venciste al diablo con tu fortaleza, y por tanto, eres más fuerte que Sansón. El cuarto monte era David, que fue un varón según mi corazón y voluntad, y con todo pecó; pero tú Madre mía, seguiste en todo mi voluntad y nunca pecaste; por tanto, eres más fiel que David. El quinto monte fue Salomón, lleno de sabiduría, y con todo fue engañado; pero tú Madre mía, fuiste llena de toda sabiduría, sin ser jamás ignorante ni engañada; por tanto eres más alta que Salomón. Esta flor salió de tres raíces, porque desde tu niñez tuviste tres cosas: obediencia, caridad é inteligencia de las cosas de Dios. De estas tres raíces creció un tronco muy derecho sin nudo alguno, esto es, tu voluntad que nunca se doblegaba sino a lo que yo quería. 

Esta flor tuvo también cinco hojas, que crecieron sobre todos los coros de los ángeles. Tú, Madre mía, eres verdaderamente la flor formada por estas cinco hojas. La primera es tu honestidad, en tal grado, que mis ángeles, que son honestísimos delante de mí, considerando tu honestidad, vieron que era superior a la de ellos, y más eminente que su santidad y honestidad; por tanto, eres más alta que los ángeles. La segunda hoja es tu misericordia, que fué tanta, que viendo las miserias de todas las almas, te compadecías de ellas, y padeciste en mi muerte una pena grandísima. 

Los ángeles están llenos de misericordia, aunque nunca padecen dolor; pero tú, piadosísima Madre, te compadeciste de los miserables, cuando sentías toda la amargura de mi muerte, y por ser tan misericordiosa quisiste más padecer el dolor, que librarte de él; por tanto, tu misericordia excede a toda la misericordia de los ángeles. La tercera hoja es tu mansedumbre. Los ángeles son mansos y apacibles, y a todos desean hacer bien; pero tú, mi queridísima Madre, antes de tu muerte tuviste en tu alma y cuerpo una voluntad más que de ángel, e hiciste bien a todos, y todavía no se la niegas a ninguno que razonablemente pide su aprovechamiento; por tanto, tu mansedumbre es más excelente que la de los ángeles. La cuarta hoja es tu hermosura. 

Cuando cada ángel considera la hermosura del otro y la de todas las almas y de todos los cuerpos, se llenan todos ellos de admiración; pero ven al mismo tiempo que la hermosura de tu alma es superior a todas las cosas que han sido criadas, y que la honestidad de tu cuerpo excede a la de todos los hombres que han sido criados; y así, tu hermosura excedió a todos los ángeles y a todas las cosas que han sido criadas. La quinta hoja era tu deleite en las cosas divinas, porque nada te deleitaba sino Dios, así como a los ángeles no les deleita ninguna cosa sino Dios, y cada cual de ellos siente y sentía este deleite en sí. 

Mas cuando vieron el deleite que tenías en Dios, parecíales en su conciencia que su deleite ardía en ellos como un fuego con la caridad divina, y veían que tu deleite era como una ardientísima hoguera que ardía con fuego mucho más abrasador, y que su llama subía tanto y tanto, que se acercaba a mi Divinidad. Por tanto, dulcísima Madre, tu deleite en las cosas divinas era superior al de todos los coros de los ángeles. Esta flor que tuvo esas cinco hojas, honestidad, misericordia, mansedumbre, hermosura y sumo deleite en las cosas de Dios, estaba también llena de toda dulzura. Todo el que quisiere gustar la suavidad, debe acercarse a ella y recibirla en sí. De esta manera lo hiciste, querida Madre; porque fuiste tan dulce a mi Padre, que te recibió toda en su Espíritu, y agradóle tu dulzura sobre todos los demás. 

También echa esta flor su semilla con el calor y virtud del sol, y de esa semilla crece el fruto. Pero bendito sea aquel sol, esto es, mi Divinidad, que recibió la Humanidad de tus entrañas virginales; porque como la semilla dondequiera que se siembra, produce flores según la misma semilla, así mis miembros fueron conformes a los tuyos en la forma y en el rostro, aunque yo fui varón purísimo y tú mujer virgen. Esta valle fue ensalzado con su flor sobre todos los montes, cuando tu cuerpo fue ensalzado con tu santísima alma sobre todos los coros de los ángeles.  

martes, 13 de agosto de 2024

NOCIONES DE HISTORIA DE ESPAÑA (EDAD MEDIA: LOS REYES DE ASTURIAS Y LEON)

 



P. ¿Qué ocurrió en España después de la batalla de Guadalete? 
R. Envanecidos los moros con tan señalada victoria, se propusieron conquistar toda la península; y aunque hallaron resistencia en algunas ciudades, andaban las cosas de los godos tan desquiciadas, que fácilmente fueron sujetando cuantos pueblos encontraban a su paso, hasta reducir al imperio godo a las ásperas montañas de Asturias, donde fueron a refugiarse algunos nobles, acompañado al arzobispo Urbano, llevando consigo las sagradas reliquias, porque no fueran profanadas por los infieles

Reyes de Asturias y León 

P. ¿Qué reyes hubo en Asturias y León en el siglo VIII? 
R. Ocho: Pelayo, Favila, Alfonso I, Fruela I, Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo I. 

P. ¿Cómo se fundó la monarquía de Asturias y León? 
R. D. Pelayo, infante de España y primo del rey D. Rodrigo, concibió la idea de hacer frente a los musulmanes y aun de empezar la reconquista de su patria; con un puñado de valientes, que le nombraron su caudillo, se hizo fuerte en Covadonga, jurando todos dejarse matar antes que rendirse. Los árabes, que en número considerablemente sitiaron a D. Pelayo, hicieron proposiciones que éste no quiso aceptar, por lo cual no tuvieron más remedio que acometerlos: la aspereza del terreno favorece a nuestros héroes, y la Providencia se mostró también muy de su parte en aquella batalla; así al atacar los árabes aquellas alturas, lo hacían disparando dardos y piedras, las cuales al chocar contra las rocas, volvían de rechazo contra los mismos que los disparaban; desatase a la vez una furiosa tempestad que, unida a otros azares, contribuyó a desorganizar al ejército moro. 

P. ¿Qué hizo D. Pelayo al observar el desaliento del sitiador? 
R. Como tenían frescos a sus soldados, salió con ellos de la cueva, atacando con tal ímpetu, que sembró el desconcierto entre sus enemigos, los cuales, entrando en un pantano, fueron acuchillados por los cristianos, que consiguieron una tan brillante como inesperada victoria. Hicieron prisionero a D. Oppas, el traidor de Guadalete, a quien se supone que hizo matar D. Pelayo; el conde D. Julián y demás traidores fueron asesinados por los moros, que los supusieron cómplices en la derrota de Covadonga. 

P. ¿Qué hicieron los españoles después de la batalla de Covadonga? R. Cobraron nuevos bríos; diariamente llegaban a su campo más guerreros, hasta que formaron un cuerpo de ejército capaz de ofender a los invasores, tomando por la fuerza a León y otros muchos pueblos; proclamaron rey a D. Pelayo, y así quedó fundada la monarquía de Asturias y León. D. Pelayo, que murió el año 737 en Cangas de Onís, de edad muy avanzada, es uno de los héroes a quien más debe España; su memoria entre los españoles amantes de las glorias patrias debe ser objeto de veneración. 

P. ¿Quién fue el segundo rey de Asturias y León? 
R. D. Favila, hijo de D. Pelayo. Empeñados los moros en guerra con los francos, no pudieron atacar a los españoles, y así sostuvo Favila las conquistas de su padre; mas no porque de su padre hiciese nada por conservarlas o aumentarlas, cuidándose más del regalo de su persona. Murió en una cacería, destrozado por un oso, el año 709. 

P. ¿Quién heredó la corona a la muerte de Favila? 
R. Alfonso I, casado con una hija de D. Pelayo, ocupó el trono con mucho contento de todos. Aprovechando las disensiones que había entre la gente mora, comenzó sus conquistas por Galicia, Castilla y Portugal; y tan favorables le fueron sus empresas, que llego a conquistar más de la cuarta parte de España; o más de esto, restauró y edificó muchos templos y ciudades; en una palabra, sacrificó su vida entera en provecho de su patria. Murió el año 756.

P. ¿Quién fue el sucesor del noble D. Alfonso I? 
R. Su hijo D. Fruela I, cuyo reinado fue una mezcla de bueno y malo. El rey moro mandó contra él un ejército, creyéndole poco fuerte para defenderse; pero D. Fruela le salió al encuentro y le derrotó; en memoria de aquella gloriosa jornada fundó la ciudad de Oviedo. El carácter de este rey fue demasiado severo, y más inclinado a la crueldad que a la clemencia; por su propia mano asesinó a un hermano Vimarano, por lo cual, y por otros actos de crueldad, se le sublevaron sus pueblos, que tuvo la suerte de sujetar a su obediencia. Fue afortunado en sus empresas de armas, mas al fin murió asesinado en Cangas el año 768. 

P. ¿Quién heredó la corona de D. Fruela I? 
R. Aunque este rey dejó un hijo llamado D. Alfonso, los nobles eligieron por rey a Aurelio, con arreglo a las leyes godas. Nada de particular ocurrió en su reinado; los esclavos moros quisieron hacerse libres con las armas, y fueron sometidos. Murió en Cangas el año 773.  

P:¿Qué hay de notable en el reinado de Silo y Mauregato? 
R. Silo apaciguó a los gallegos, que andaban alborotados; y como tenía muchos años, se asoció en el mando a D. Alfonso, hijo de Fruela I. Murió en Pravia el año 785. Mauregato disputó la corona a su sobrino Alfonso, que quedó como heredero del trono a la muerte de Silo: los pocos años de este reinado fueron de paz, y no ocurrió en España cosa que sea digna de ser referida. Murió el año 788. 

P. ¿En quien recayó la corona de Asturias y León a la muerte de Mauregato? 

R. En su hermano Bermudo I el Diacono. Tuvo dos hijos llamados Ramiro y García; conociendo el mismo D. Bermudo que no era de bastante ánimo ni esfuerzo para reinar en aquellos tiempos, abdicó en D. Alfonso, hijo de D. Fruela I, y separándose de su mujer e hijos, se retiró al monasterio de Sahagún, donde murió el año 791. 

P. ¿Qué reyes de Asturias y León hubo en el siglo IX? 
R. Cuatro: Alfonso II el Casto, Ramiro I, Ordoño I y Alfonso III el Grande. 

P. ¿Cómo gobernó sus estados Alfonso II el Casto? 
R. Puesto en el trono por la abdicación de Bermudo I, reinó cincuenta y dos años, siempre en la prosperidad, pues supo aprovechar las discordias que los árabes tienen entre sí para hacerles la guerra con ventaja. Como no tenían sucesión, ofreció el reino para después de su muerte a Carlo-Magno, rey de Francia, porque este le ayudara a echar de España a los moros, cuyo partido aceptó el francés. Esta determinación disgustó a los españoles de todas jerarquías, y aun el mismo rey estaba arrepentido de tal ofrecimiento; pero nadie en particular se atrevía a declarar el disgusto. Bernardo del Carpio, joven de gran valor, alentó esta facción, y ofreciéndose por su caudillo, reunió un pequeño ejército, y tomando los pasos de los Pirineos, derrotó al ejército francés a la entrada de Roncesvalles. D. Alfonso murió en Oviedo el año 842. 

P. ¿Quién fue el sucesor de Alfonso II el Casto? 
R. Ramiro I, hijo de Bermudo I; su reinado fue corto, pero glorioso; le disputó la corona un sobrino de Alfonso II, ayudado de algunos nobles, a quienes el rey derrotó en una sola batalla, haciendo prisionero al pretendiente; los normandos llegaron a las costas de Galicia en sentido de conquistadores, y también los derrotó por mar y tierra, haciéndolos huir; riñó muchas batallas con los moros, y siempre le fue favorable la suerte, debiéndose a su esfuerzo el que España fuera respetada y cobrara su dignidad antigua. En paz y en guerra fue D. Ramiro muy prudente y amigo de la justicia. Murió el año 850. 

P. ¿Quién heredó la corona de D. Ramiro I? 
R. Ordoño I, su hijo, quien por su carácter agradable, su modestia, caridad y justicia, se conquistó la voluntad de la nobleza y del pueblo. Era muy temido de los moros por su extraordinario valor y fortuna en la guerra, que siempre le fue favorable; la batalla más memorable de su reinado fue la de Albelda, donde el rey moro de Zaragoza fue herido y perdió más de 10.000 soldados; tomó muchos pueblos, y aunque no pudo conservarlos, de ellos sacó mucho dinero, que empleó para edificar templos y ciudades; él edificó la ley de Tuy, León, Astorga y otras. Cuando murió, el año 866, pusieron sus vasallos este sentido epitafio en su sepulcro: Siempre hablará de él la fama, y no verán otro semejante los siglos venideros. 

P. ¿Fue digno sucesor de Ordoño I su hijo Alfonso III? 
R. Basta decir que conquistó el sobrenombre de el Grande. Tenía Alfonso III catorce años cuando ciñó la corona, y le fue usurpado el trono por D. Fruela, gobernador de Galicia, el cual fue muerto por los partidarios de D. Alfonso, quien volvió a ocupar el trono. Los primeros pasos de su gloriosa carrera se dirigieron a poner en orden sus estados; hizo alianza con el rey de Navarra, casándose con su hija suya; y satisfecho por la paz de su reino, llevó sus armas contra los árabes, atacándolos siempre que la ocasión le era favorable, con cuya táctica ganó treinta batallas. Alarmado el rey de Córdoba con la fortuna del cristiano, mandó contra él dos ejércitos, y también fueron derrotados por D. Alfonso, quien, cansado de la guerra, se retiró a descansar, cuidándose de administrar su reino y fomentar la religión. 

P. ¿Consiguió D. Alfonso sus buenos propósitos? 
R. No, porque se sublevó contra él su hijo D. García declarándole la guerra, y tuvo necesidad de dar una severa lección al hijo ingrato; sin grande esfuerzo lo hizo prisionero, y le encerró en un calabozo, cargado de cadenas; luego le perdonó, ciñéndole su corona. 

P. ¿Qué recuerdos tenemos del reinado de D. García? 
R. Conocieron los moros que no reunía las condiciones que su padre Alfonso III respecto de la guerra, y empezaron a acosarle; entonces D. Alfonso pidió permiso a su hijo para tomar las armas, y entrándose en tierra de moros con un ejército, volvió cargado de laureles. Alfonso III murió en Zamora el año 910. D. García reinó sólo tres años; hizo con fortuna algunas excursiones contra los moros, y murió sin sucesión el año 914. 

P. ¿Quién heredó la corona de D. García? 
R. Su hermano Ordoño II, que continuó la guerra contra los moros con la misma fortuna y valor que su padre Alfonso el Grande; fueron tan adelante sus empresas de armas, que el rey de Córdoba no se creyó seguro; y temiendo las fuerzas de aquel rey brioso, corrió a pedir socorros al África. El africano, en su deseo de abatir el poder de los cristianos, despachó un ejército de 80.000 hombres que, junto con los moros que habían en España, se entraron por tierras de cristianos. 

P. ¿Qué hizo D. Ordoño viéndose acometido por fuerzas tan superiores? 
R. El apuro de los españoles era grande, pues con fatiga apenas podían contrarrestar el poder de los moros de Córdoba; con todo, el rey salió al encuentro, y cerca de San Esteban de Gormaz dio la batalla; es indudable que hubieran perecido los españoles sin el aplomo y buena dirección del rey; la victoria no se declaraba en ninguna parte, hasta que los dos capitanes moros murieron y sus tropas empezaron a desbandarse sin dirección, y por fin a huir. Más tarde fue vencido por los navarros en la batalla de Valdejunquera por haberle faltado el apoyo de los condes de Castilla, que no pudieron asistir a aquella batalla, por lo cual lo mandó matar alevosamente, cuyo hecho y el injusto repudio de su mujer son una mancha en su historia. Murió el año 924. 

P. ¿Quién se puso en el trono a la muerte de Ordoño II? 
R. Aunque este rey dejó dos hijos, se puso en el trono por la fuerza de las armas su hermano Fruela II, quien reinó solamente un año y se señaló por su torpeza y crueldad. Conocieron los castellanos su ineptitud para la guerra, y enajenadas las voluntades por la muerte de sus condes en el reinado anterior, le negaron la obediencia, eligiendo por jueces a Laín Calvo (quinto abuelo del Cid), por su gran esfuerzo para las cosas de la guerra, y a Nuño Rasura, por su gran prudencia para las cosas del gobierno y de la justicia. Fruela II murió el año 925. 

P. ¿Quién reinó en España después de Fruela II? 
R. Alfonso IV, hijo de Ordoño II. Aunque al principio se cuenta que era buen rey, no hay hecho alguno que ensalce su memoria; cansados los suyos de su ineptitud y él de gobernar, determinó entregar el reino a su hermano Ramiro II el año 931, retirándose él a un convento. 

P. ¿Qué me dice del reinado de Ramiro II? 
R. Apenas se había encargado del reino, llevó sus armas contra los moros; pero, habiéndose cansado Alfonso IV de estar en el convento, se salió de él, y haciéndose fuerte en León, empezó de nuevo a llamarse rey; don Ramiro puso cerco a esta ciudad y tomóla por hambre, e hizo prisionero a su hermano. También se sublevaron en Galicia los hijos de D. Fruela, y fueron asimismo sometidos. Puestos en paz sus estados, se volvió contra los moros, tomó a Madrid y continuó sus correrías por el reino de Toledo. 

P. ¿Qué hicieron los moros para vengarse? 
R. Entráronse por Castilla, donde gobernaba el famoso Fernán-González; D. Ramiro no abandonó al conde, y le mandó socorro de gente; Fernán-González se fue a buscar a los árabes, y encontrándolos cerca de Osma, los atacó con tal entereza, que los moros huyeron de las tropas del conde después de haber sufrido muchas pérdidas. Entre las notables victorias de D. Ramiro, la principal es la de Simancas. Este rey murió el año 950. 

P. ¿Quién fue el sucesor de Ramiro II? R. Su hijo Ordoño III, que heredó el valor y prudencia de su padre, aunque no su fortuna, pues reinó solo cinco años, y mucho tiempo estuvo entretenido en guerras civiles con los castellanos, navarros y gallegos. Hizo una excursión muy gloriosa contra los moros por tierra de Portugal. Murió el año 955. 

P. ¿Quién heredó su corona? 
R. Su hermano Sancho I el Craso. Fernán González, conde de Castilla, tenía una hija, llamada D. Urraca, casada con Ordoño III, a la que éste repudió por causas políticas; muerto D. Ordoño, casó a D. Urraca con otro D. Ordoño, y su padre el conde, para procurarle el trono, se dirigió a León con sus castellanos; mas antes que llegara huyó el rey D. Sancho a Córdoba, concertado con el rey moro que le ayudase a conquistar su reino, mientras él no le impediría que entrase el condado de Castilla. D. Sancho recuperó fácilmente su trono, porque los desmanes de Ordoño le enajenaron por completo el amor del pueblo, que le apellidaba el Malo. 

P. ¿Y no le ayudó nada su suegro el conde de Castilla? 
R. Tenía éste bastante que hacer con defender sus estados, pues el rey de Córdoba llevó a Castilla un formidable ejército a las órdenes del célebre capitán Almanzor, que puso al conde en grave aprieto; mas la fortuna le fue favorable, y derrotó al ejército moro. Cuando Sancho I subió al trono por segunda vez, se sublevaron los gallegos; y como éstos no pudieran resistir a las tropas reales, pidieron la paz y se la concedió D. Sancho, que fue siempre de noble condición; con este motivo ofreciéronle un banquete y en el le envenenaron el año 967. 

P. ¿Qué nos dice la historia de Ramiro III? 
R. Tenía cinco años cuando murió su padre Sancho I, y reinó bajo la tutela de su madre y su tía D. Elvira, señora de gran talento y prudencia para los negocios del Estado; pero bien pronto se desentendió de sus consejos, observando una conducta tan torpe, que perdió sus más leales partidarios. El año 968 murió Fernán-González, primer conde independiente de Castilla, llamado el terror de los mulsulmanes; y unida esta desgracia al poco juicio de D. Ramiro, dio por resultado una guerra civil y la pérdida de muchos pueblos; gracias a las discordias que los moros tenían entre sí, no ocurrieron mayores desastres. Murió Ramiro III el año 982. 

P. ¿Quién fue el sucesor de Ramiro III? 
R. Su primo Bermudo II empezó su reinado en circunstancias desfavorables por la pérdidas y desórdenes del reinado anterior; postrado en cama de una larga enfermedad, quizá hubiera dado por resultado la pérdida total de España sin el esfuerzo de Garci-Fernández, hijo de Fernán-González, quien detuvo la marcha triunfal de los moros en San Esteban de Gormaz, donde dieron una formidable batalla, de la que sólo se libraron algunos moros por la ligereza de sus pies. Bermudo II murió el año 999. 

P. ¿Qué reyes de León y Castilla hubo en el siglo XI? 
R. Cinco: Alfonso V y Bermudo III, reyes de Asturias y León; Fernando I y Sancha, que unieron el condado de Castilla con título de reino; Sancho I y Alfonso VI.

P. ¿Qué sabe del reinado de Alfonso V? 
R. Era muy niño cuando murió su padre Bermudo II, y por disposición de éste se encargó del mando el conde de Galicia. Por este tiempo entraron los moros en Castilla a vengar la derrota de San Esteban de Gormaz, y el conde de Castilla, que estaba descuidado y achacoso por los muchos años, salió a remediar el daño; la batalla fue brava, y en ella murió como había vivido el ilustre Garci-Fernández, que igualó a su padre en la grandeza de sus hazañas; los castellanos fueron derrotados en esta jornada. 

P. ¿Cómo vengó Castilla la muerte de Garci-Fernández? 
R. Heredó el condado su hijo D. Sancho, quien, ayudado por los leones y navarros, entró a sangre y fuego por tierra de Toledo y Córdoba, causando gravísimo daño, sin que nadie se atreviese con el valeroso castellano; pero mayor que el daño fue el miedo de los moros, que determinaron comprar la paz a costa de mucho dinero. D. Alfonso reconstruyó los pueblos y ciudades que los árabes habían destruido, y deseando ensanchar sus dominios, hizo una expedición por tierra de Portugal, y en la ciudad de Viseo le dispararon una saeta que le produjo la muerte el año 1027. 

P. ¿Quién heredó la corona de Alfonso V? 
R. Su hijo Bermudo III; era de carácter pacífico, y cuidó más de gobernar sus estados que de nuevas conquistas. Murió el año 1037. 

P. ¿Cómo se unieron las coronas de Castilla y de León? 
R. No habiendo dejado sucesión Bermudo III, heredó el reino de León su hermana doña Sancha; esta señora se casó con D. Fernando, heredero de Castilla, cuyo condado recibió al casarse, dándole el título de reino, y así quedaron unidas las dos coronas. 

P. ¿Quién fue el primer rey de la nueva monarquía de Castilla y de León? 
R. Fernando I el Grande; modelo de grandes capitanes, buen legislador y buen cristiano, aseguró la paz de sus estados haciendo uso de su gran prudencia, y en seguida hizo guerra a los moros, consiguiendo de ellos tantas victorias, que no pueden relatarse en este pequeño volumen: como muestra de su grandeza, basta decir que hizo tributarios suyos a los reyes moros de Toledo, Badajoz y Zaragoza, los cuales le compraron la paz a no poco precio. Tuvo cinco hijos: Sancho, Alfonso, García, Urraca y Elvira, a quienes legó respectivamente los reinos de Castilla, León, Galicia, señorío de Zamora y señorío de Toro. Fernando I murió en León el año 1065. 

P. ¿Qué ocurrió con esta división de los reinos?
R. Los hijos de Fernando I fueron a tomar posesión de sus estados, según lo dispuesto por su padre; pero Sancho II de Castilla, que era el hijo mayor, vio con disgusto la repartición de unos reinos que en concepto suyo le pertenecían; proponiéndose, por lo tanto, hacerse dueño de la herencia de sus hermanos, declaró la guerra a León y Galicia sucesivamente, de cuyos reinos se hizo dueño, aunque con graves quebrantos de su parte. 

P. ¿Cómo se portó Sancho II con sus hermanas Urraca y Elvira? 
R. Deseaba D. Sancho poseer la plaza de Zamora porque porque la era muy útil para defender sus estados de León, y propuso a D. Urraca que se le diese a cambio de otras de más valor para ella, partido que ella no quiso aceptar; y viendo Sancho II un perjuicio grave para sus reinos en no poseer dicha plaza, se propuso tomarla por fuerza; como esto no fue posible por lo bien defendida que la plaza se hallaba, resolvió tomarla por hambre. Faltos de víveres, y a puntos de entregarse los sitiados, salió de la plaza un zamorano llamado Bellido Dolfos, que mató al rey D. Sancho a traición; el Cid persiguió al asesino hasta las mismas puertas de Zamora, faltándole poco para acabar con el año 1072. 

P. ¿Qué hizo el ejército que sitiaba a Zamora después de muerto el rey D. Sancho II? 
R. Los leoneses y gallegos, que no le querían, abandonaron el campo, y el ejército castellano se dividió; unos fueron a Oña a dar sepultura al muerto, y la mayor parte quedaron junto a Zamora para vengar la muerte de su rey; pidieron la entrega del asesino, y como no fue posible entregar porque no le encontraron dentro de Zamora, D. Diego de Ordoñez, noble castellano, retó de traidores a los zamoranos, y, según las leyes de Castilla, se batió contra cinco; mató a tres y le hirieron el caballo, que huyó y aunque volvió en seguida, el duelo se dió por terminado, Zamora libre de la acusación, y los castellanos regresaron a Burgos para determinar lo que les convenía. 

P. ¿Cómo empezó el reinado de Alfonso VI? 
R. Residía en Toledo desde que fue despojado del reino de León, y así murió Sancho II, vino a tomar posesión de los estados de su hermano, haciéndolo sin dificultad de su antiguo reino; Galicia opuso resistencia hasta que D. García renunció los derechos de aquel reino, y Castilla se ofreció a tomarle por rey si juraba que ninguna parte había tenido en la muerte de Sancho II. Avínose D. Alfonso a esta condición, y el Cid le hizo jurar tres veces en la iglesia de Santa Gadea (Santa Águeda) de Burgos antes de rendirle vasallaje, por cuyo hecho fue desterrado de Castilla, aunque luego volvió a la gracia del rey.

P. ¿Qué hizo Alfonso VI después de ser jurado del rey de Castilla, León y Galicia? 
R. Como era de noble condición, virtuoso y valiente, protegió con sus armas al rey Almamun de Toledo contra el de Córdoba en recompensa de la buena acogida que aquel le dispensó todo el tiempo que estuvo desterrado de su reino; después que murió Almamun, se consideró en libertad de hacer la guerra en aquel reino, conquistado a Toledo y otros pueblos. 

P. ¿Qué se refiere del Cid Campeador? 
R. Aunque las empresas de armas de Alfonso VI fueron muy felices, se vieron aumentadas y en cierto modo eclipsadas con las proezas del héroe castellano llamado Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido por su sobrenombre de Cid Campeador. Este ilustro burgalés solo con sus castellanos, venció a cinco reyes moros, haciéndolos tributarios del de Castilla; conquistó dos ejércitos que expresamente fueron organizados para combatir sus fuerzas; tomó a Valencia, que por ese se llama Valencia del Cid, la cual estuvo en su poder hasta su muerte: en los reinados de Fernando I, Sancho II y Alfonso VI, fue el más esforzado campeón y el encargado de realizar las grandes empresas. 

P. ¿Qué opinión gozaba el Cid mientras vivió? 
R. Los pueblos en general admiraban su valor y sus virtudes: era una especie de ídolo del pueblo; llamándole libertador de la patria, terror de los moros, defensor y amparo de la cristiandad, espejo de caballeros y otras cosas parecidas, viniendo a ser el tipo de valor y honradez castellanas: fundó el monasterio de Cardeña, cerca de burgos, donde fue enterrado. Alfonso VI, ya de edad muy avanzada, concluyó su glorioso reinado en Toledo, el año 1109. 

P. ¿Qué reyes de Castilla hubo en el siglo XII? 
R. Cuatro: doña Urraca, Alfonso VII, Sancho III y Alfonso VIII. Como Alfonso VII dividió sus estados entre sus dos hijos, reinaron en León y Galicia Fernando II y Alfonso IX. 

P. ¿Qué hay de particular en el reinado de doña Urraca? 
R. A la muerte del su padre Alfonso VI heredó las coronas de Castilla, León y Galicia: el rey de Aragón, Alfonso I, consideró fácil destituir a doña Urraca y hacerse con la corona de Castilla, León y Galicia: y al efecto envió contra la reina un ejército; esta señora, para evitar una guerra entre cristianos, accedió, aunque con pena, a casarse con el de Aragón. Como este matrimonio no produjo los resultados que se prometía D. Alfonso, éste, después de graves disgustos, encerró a su mujer en una fortaleza, lo que no sufrieron los castellanos; fueron en busca de su reina, y sacándola de la prisión, la restituyeron a Castilla, anulando su matrimonio. Sin embargo, no acabaron las revueltas hasta la muerte de doña Urraca, el año 1126. 

P. ¿Quién fue el sucesor de doña Urraca? 
R. D. Alfonso VII, su hijo, príncipe muy esclarecido por sus virtudes y hechos de armas: ganó muchas batallas a los moros, extendiendo sus dominios y su influencia sobre los demás reyes hasta conquistar el título de Emperador, coronándole como a tal el arzobispo de Toledo. En una de sus expediciones se sintió enfermo y murió al pie de una encina, el año 1157. Dividió sus estados entre sus hijos Sancho y Fernando, entregando al primero Castilla y al segundo León y Galicia. 

P. ¿Qué ocurrió en el reinado de Sancho III? 
R. Reinó sólo un año, y murió el Toledo el año 1158. En este breve espacio de tiempo, los moros reconquistaron algunas de las plazas que su padre Alfonso VII les había ganado; también fue molestado por el rey de Navarra, con el que se entendió D. Ponce, conde de Minerva, haciéndole entrar en razón después de algunos quebrantos que le hizo sentir con las armas. 

P. ¿Quién fue el sucesor de Sancho III? 
R. Su hijo Alfonso VIII, el de las Navas, quien tenía tres años cuando su padre murió. Hasta que a D. Alfonso le declararon mayor de edad, fue España teatro de abusos y desaciertos por parte de los Castros, Laras y su tío D. Fernando, rey de León, que se disputaban la tutela del rey. Declarado mayor de edad a los once años, empezó desde luego con fortuna su camino de gloria, llegando a ser uno de los grandes reyes de España; concluyó con la guerra civil, recobró algunas plazas que el rey Navarra le había quitado, y en seguida empezó su larga y gloriosa carrera de armas contra los moros, a los que humilló muchas veces. 

P. ¿Les fue siempre favorable la fortuna? 
R. No, señor; fue derrotado en la batalla de Los Arcos, donde perecieron mas de 20.000 castellanos, y el resto tuvo que refugiarse en Toledo. Fueron culpables de esta derrota los reyes de León, Aragón, Navarra y Portugal, que no llegaron con sus tropas, como tenían convenido y era su obligación, dejando solo a D. Alfonso frente a un ejército mucho mayor que el suyo. 

P. ¿Qué ocurrió después de esta derrota?
R. Coligó se el rey de Castilla con los demás reyes cristianos de España, y se propuso reparar el daño causado por la derrota de Los Arcos; los moros de Andalucía llamaron en su auxilio al Miramamolín de África, el cual se propuso aniquilar de nuevo a los cristianos, y se vino a España con 500.000 hombres. Los dos formidables ejércitos se encontraron en las Navas de Tolosa, y la victoria de los cristianos fue tan completa, que los infieles se consideraron impotentes y se volvieron al África. Esta memorable batalla se dio el día 16 de Julio de 1212, y Alfonso VIII murió el 1214. 

P. ¿Quién heredó la corona de Castilla? 
R. Enrique I, hijo de Alfonso VIII, que sólo tenía once años; y estando jugando con otros niños, le mató una teja que se desprendió del tejado. Heredó la corona su hermana D. Berenguela, y en el acto de ser proclamada reina cedió el trono a su hijo D. Fernando.

jueves, 8 de agosto de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14. EL ABANDONO EN LAS VARIEDADES ESPIRITUALES DE LA VÍA MÍSTICA (Artículo 3)

 

Progreso en la contemplación y progresos en la virtud 

Se abrigaba la esperanza de adelantar, de adelantar más, de adelantar siempre en los caminos místicos, pero pasan los meses, pasan los años y nos encontramos casi en el principio, si es que no tenemos la impresión de haber retrocedido. La prueba es fuerte, y estamos tentados de desaliento y aun tal vez de mirar atrás, pero será ciertamente sin motivo fundado. El deseo de avanzar en los caminos místicos es enteramente legítimo en sí, y tenemos derecho a manifestarlo en una oración confiada y filial. ¿No estamos en lo cierto al pensar que nuestras comunicaciones con Dios nos traerán, elevándose, un aumento de luz y de fuerza, que estrecharán la unión de amor y perfeccionarán el ejercicio de las virtudes?

Pero semejante deseo necesita templarse por un fiel abandono. Quiere Dios ser siempre dueño de los dones que se propone comunicarnos; resérvase el tiempo y la medida en que nos los ha de conceder, a fin de conservarnos en la dependencia y la humildad. Una vez que haya comenzado a colmarnos de favores, no sabemos si quiere concedernos mayores, conservarnos los concedidos o retirárnoslos. Hay dones místicos que se conceden por determinado tiempo, después Dios los quita sin que se hayan desmerecido. Otro tanto pudiera hacer con las gracias de oración; se puede con todo esperar que nos las continuará dando, y que irán en aumento si somos fieles. Dios empero, que continúa siendo el dueño, nos deja en la ignorancia de sus intenciones, o más bien nos las oculta con cuidado. ¿Qué hacer en tal caso? Debiéramos no abandonar jamás la quietud y la noche de los sentidos, considerándonos felices por la parte que nos ha correspondido: es en verdad hermosa y envidiable si la comparamos a la de tantos otros. No cesemos de alabar a Dios que se ha dignado prevenimos con las bendiciones de su dulzura, y no tengamos otra preocupación que la de hacer fructificar la preciosa semilla que ha depositado en nosotros. El reconocimiento y la fidelidad no pueden menos de regocijar a este buen Padre y abrirle la mano, en tanto que la ingratitud y la negligencia lastimarían su corazón delicado y le inducirían quizá a arrepentirse de sus dones. 

El deseo de que hablamos ha de ser paciente, y es preciso saber esperar el momento de la gracia. Según todos los autores, los grados de contemplación pasiva son etapas, períodos, edades espirituales; por lo regular es necesario hacer una larga estancia en cada una de ellas, antes de pasar a la siguiente. Dios así lo ha querido para que estos diversos estados de oración tuviesen tiempo de producir su efecto. Seamos mucho más cuidadosos de aprovechamos plenamente del grado presente, que de subir pronto al inmediato. Por otra parte, ¿no es el adelantamiento espiritual el fruto que ante todo se espera de estas gracias, y el medio más seguro, si Dios fuere servido, de preparar nuevas ascensiones? 

Este deseo ha de ser, sobre todo, humilde y vigilante. Si no subimos más aprisa y más alto, proviene esto casi siempre de falta de celo para disponernos y corresponder. Tal es el sentir de Santa Teresa: «Hay, dice, numerosas almas que llegan a este estado -al de la quietud, y habla de sus monasterios muy fervorosos y santamente gobernados-; mas añade la Santa: son muy contadas las que pasan adelante, y no sé yo quién tiene la culpa de ello. Con toda seguridad que no depende de Dios, porque en lo que a El toca, después de haber concedido un tal preciado favor, no cesa, a mi parecer, de otorgar otros nuevos, a menos que nuestra infidelidad no detenga su curso.. Grande es mi dolor cuando entre tantas almas que, a lo que entiendo, llegan hasta ese grado y debieran pasar a otro, veo un tan corto número que lo hagan, que hasta vergüenza me da decirlo.» 

San Francisco de Sales adopta el parecer de Santa Teresa, y añade: «Vigilemos, pues, Teótimo sobre el adelantamiento en el amor que debemos a Dios, porque el amor que nos profesa no nos ha de faltar jamás.» 

Esta doctrina es por demás confortante, mas nos muestra muy a las claras nuestra responsabilidad. Lejos, pues, de enorgullecerse por haber llegado a la quietud, debe, por el contrario, preguntarse con temor por qué no pasa adelante. Y si parece que apenas avanza, una humilde mirada sobre sí mismo es siempre provechosa. Si hemos detenido por culpa nuestra el curso de las gracias, quitemos sin demora la causa del mal; si la conciencia en nada nos reprende, adoremos con humilde confianza la santa voluntad de Dios, redoblemos nuestro celo para santificar la prueba, y preparar el alma a nuevas gracias mientras llega la hora de que la Providencia obre en nosotros. Cuando uno es fiel a esta práctica, podrá parecer estacionario el grado de oración, pero en realidad la fe resplandecerá con nuevo brillo, crecerán todas las virtudes, los progresos serán más notables en el amor, la confianza y el abandono. ¿Qué más falta? ¿No es este progreso el único esencial y necesario? He aquí el bien que esperábamos en nuestros progresos en los caminos místicos. Si no conseguimos este fin, ¿de qué nos servirá tener una oración más elevada, aunque fuera llena de luces, de ardores y de transportes? Por el contrario, si llegamos a él, ¿qué importa sea por un camino más ordinario, aun cuando fuese por medio de la privación prolongada de estas luces, de estos ardores y de este júbilo? 

No lo olvidemos jamás: el progreso real y verdadero, el que constituye el blanco de la gracia y de nuestros esfuerzos, el que ha de desearse de modo absoluto, es el progreso en todas las virtudes, particularmente en la caridad que es su reina. Tal vez no será del todo inútil aclarar más nuestro pensamiento. El amor tiene su asiento en la voluntad, y con frecuencia actúa sobre las facultades inferiores, llegando así a hacerse como visible y palpable, dando a veces lugar a verdaderos transportes. Cuanto es más sensible, más nos impresiona y más deseable nos parece; entonces es completo y su fuerza se acrecienta, pues en él concentran nuestras facultades todas sus energías. A pesar de esto, no son estas brillantes luces, ni esta embriaguez piadosa, no es esta especie de efervescencia lo que principalmente ha de desearse; porque puede suceder, y de hecho sucede, que semejante amor sea más sensible que espiritual, y que en definitiva tenga menos valor que brillantez. Al contrario, puede ser el amor espiritual sin acción alguna sobre las facultades sensibles, pasando en tal caso poco menos que inadvertido por más que pueda ser vivísimo y lleno de fuerza. El amor se ha de juzgar por sus frutos y no por sus flores: las obras son la prueba, y ellas dan la verdadera medida. El amor sólido y profundo es el que une fuertemente nuestra voluntad a la de Dios; es perfecto cuando nos lleva a un mismo querer y no querer con Dios, lo cual supone un desasimiento de todas las cosas y la muerte a sí mismo. 

Tal es el fin que hemos de perseguir. El progreso en la contemplación no es sino uno de los caminos para llegar a él, pero no es necesario, y él sólo tampoco bastaría. 

«Algunas religiosas dice San Alfonso- han leído los autores místicos, y helas llenas de ardor por esta unión extraordinaria que los maestros llaman pasiva. Mejor querría yo que deseasen la unión activa, es decir, la perfecta conformidad con la voluntad de Dios», en la que, decía Santa Teresa, «consiste la verdadera unión del alma con Dios». Por esta razón, añade ella dirigiéndose a las almas favorecidas con sólo la unión activa: «Tal vez tengan más mérito, pues les es necesario el trabajo personal, y Dios las trata como a almas fuertes... Nadie duda que, sin la contemplación infusa y con la sola gracia ordinaria, se puede mediante sucesivos esfuerzos destruir la propia voluntad y transformarla toda en Dios; desde luego que únicamente hemos de desear y únicamente hemos de pedir que Dios haga en nosotros su voluntad. He aquí, pues, según San Alfonso la transformación por amor, la perfecta conformidad de nuestra voluntad con la de Dios; hay empero dos caminos, el activo y el pasivo. Es inútil observar que se ha de pedir la perfecta conformidad, el Santo Abandono, y él tan sólo de un modo absoluto, puesto que es el único fin. En cuanto a la elección de caminos y medios, pertenece a Dios hacerlo a su gusto. Sin embargo, nos está muy permitido desear las oraciones místicas y pedir su progreso, si tal es el beneplácito divino; la enseñanza tradicional es categórica sobre el particular, y San Alfonso que se separa algún tanto en este punto, conviene por lo menos en que si se tiene el germen de estas gracias, se puede desear su desenvolvimiento. 

¿Quién no conoce la estima y el amor de Santa Teresa por las oraciones místicas? Cuanto éstas son más elevadas y frecuentes, tanto pondera su poderosa eficacia para darnos de ellas grandiosa idea, haciéndonoslas desear como bienes inestimables, e incitándonos a adquirirlas, si a Dios pluguiese, sin reparar en el precio. En ninguna parte excluye la santa de este deseo y de este empeño de adquisición la unión plena, la unión extática, ni el mismo desposorio espiritual; y en confirmación pueden citarse numerosos pasajes de sus escritos. A pesar de los magníficos elogios que otorga a la oración de unión, prefiere, sin embargo, la unión de voluntad, como se prefiere el término al camino, el fruto a la flor. Es «esta unión de voluntad la que deseó toda su vida y siempre pidió a Nuestro Señor». «La oración de unión es el camino abreviado», el medio más rápido y más poderoso para conducirnos a él. Pero no pasa de ser uno de los caminos y no el término. «Lo repito, añade ella, nuestro verdadero tesoro es una humildad profunda, una gran mortificación y una obediencia que, viendo al mismo Dios en el Superior, se somete a todo lo que manda... Ahí está la señal más cierta del progreso espiritual, y no en las delicias de la oración, en los raptos, en las visiones y otros favores de este género que Dios hace a las almas cuando le place.» 

En idéntico sentido decía San Felipe de Neri: «La obediencia, la paciencia y humildad son de más valor para las religiosas que los éxtasis.» 

Santa Teresa y San Felipe y San Alfonso conocían por una larga experiencia personal el precio inestimable de la unión plena y del éxtasis. Lejos de ellos, por consiguiente, la culpable ingratitud que desconoce los dones de Dios y la aberración no menos culpable que los desprecia, que aparta de ellos a las almas y pretende dar una lección al Espíritu Santo. Intentaban tan sólo poner en guardia contra posibles ilusiones, y la más funesta sería con seguridad la de tomar estos favores por la santidad misma. Es verdad que son gracias muy preciosas por cuanto vienen de Dios, mas resta el sacar de ellas el mejor partido, en orden a conseguir que la conducta se eleve y se coloque al nivel de la oración. 

Por este motivo San Francisco de Sales pudo decir con razón que, si un alma tiene raptos en la oración y no tiene éxtasis en su vida, es decir, si no se eleva por encima de las mundanas concupiscencias de la voluntad e inclinaciones naturales, por la abnegación, la sencillez, la humildad, y sobre todo por una continua caridad, «todos estos raptos son en gran manera dudosos y peligrosos. Son a propósito para atraer la admiración de los hombres, mas no para santificarse; no son otra cosa que entretenimientos y engaños del maligno espíritu. ¡Dichosos los que viven una vida sobrehumana, extática, elevados sobre sí mismos, por más que no sean arrebatados sobre sí mismos en la oración! Muchos santos hay en el cielo que jamás gozaron de raptos o éxtasis de contemplación... Mas nunca ha habido santo que no haya tenido el éxtasis o rapto de la vida y de la operación, levantándose sobre si mismos y sobre sus inclinaciones naturales». 

De aquí podrá juzgarse lo que valen las fórmulas: a tal oración, tal perfección; o bien, a tal perfección, tal oración. Tienen un fondo de verdad, porque de ordinario, la oración se eleva a medida que se eleva la vida espiritual y el progreso en la oración es a su vez causa de nuevos progresos en la virtud. Dase, empero, a estas fórmulas un sentido excesivamente absoluto y muy exagerado, si se supone que las ascensiones de la oración corren parejas siempre y rigurosamente con las ascensiones de la vida espiritual. Esto no es verdad, por lo menos en lo que concierne a la oración mística. Esta es siempre una gracia que Dios no la debe jamás a nadie, ni siquiera al alma más fiel. La da a quien quiere y en la medida que le agrada, y es un magnífico instrumento de trabajo; falta que se sepa hacer uso de él. En la suposición de que varias almas ofrezcan un mismo grado de preparación y de correspondencia, puede Dios no dar estas gracias místicas a unas y dárselas a otras, si tal fuere de su agrado. En tal caso, no hay fundamento para juzgar por sólo esto del grado de su perfección, comparándolas entre sí. San José de Cupertino abundaba en éxtasis, ¿y es por eso mayor que San Francisco de Sales o San Vicente de Paúl, que no fueron tan favorecidos? En nuestros tiempos Dios coima de sus diversos dones místicos a Gemma Galgani, y a muchos otros, mas no los prodiga con tanta profusión a Sor Isabel de la Trinidad, ni a Santa Teresa del Niño Jesús. ¿Queremos con esto decir que las últimas sean menos santas que las primeras? Sólo Dios lo sabe; con todo, nadie ignora que no por eso Santa Teresa del Niño Jesús ha dejado de convertirse en el gran taumaturgo de nuestros días, y que su vida se ofrece como ideal de perfección religiosa. 

Todo cuanto llevamos dicho a propósito de la contemplación mística se resume en estas solas palabras con las que terminábamos Los Caminos de la Oración mental; «La mejor oración no es la más sabrosa, sino la más fructuosa: no es la que nos eleva por las vías comunes o místicas, sino la que nos torna humildes, desasidos, obedientes, generosos y fieles a todos nuestros deberes. Cierto que estimamos en mucho la contemplación, a condición, sin embargo, de que una nuestra voluntad con la de Dios, que transforme nuestra vida, o nos haga a lo menos avanzar en las virtudes. No hemos, pues, de desear los progresos en la oración sino para crecer en perfección, y en vez de escudriñar con curiosidad el grado a que han llegado nuestras comunicaciones con Dios, nos fijaremos más bien en si hemos sacado de ellas todo el provecho posible para morir a nosotros mismos y desarrollar en nuestra alma la vida divina.»