miércoles, 30 de septiembre de 2020
lunes, 28 de septiembre de 2020
domingo, 27 de septiembre de 2020
viernes, 18 de septiembre de 2020
LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 16 Y 17)
Capitulo 16
LA PROFECÍA DE SIMEÓN
“Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él” (Lc 2, 33)
Es de hacer notar que en las páginas del Evangelio que cuentan la infancia de Jesús, José, lejos de pasar inadvertido, aparece siempre actuando de acuerdo con María. "José subió a Belén con María... Mientras ellos estaban allí... Los pastores encontraron a María y a José... Ellos le llevaron a Jerusalén... Su padre y su madre estaban maravillados... Simeón los bendijo... Ellos volvieron a Galilea... Sus padres iban todos los años a Jerusalén... Ellos le encontraron en el Templo... Les estaba sujeto...”
No nos asombremos, pues, de verle, acompañando a su esposa cuando, cuarenta días después de aquella maravillosa noche, María se dirigió a Jerusalén con objeto de purificarse y de presentar al niño en el Templo, Ella no quería sustraerse a la Ley, aunque, evidentemente, hubiera podido creerse dispensada. ¿Acaso tenía necesidad de ser presentado a Dios, Aquel que era el mismo Dios? ¿Tenía ella necesidad de purificarse cuando su alumbramiento no había hecho más que aumentar el esplendor de su virginidad...?
José, sin embargo, se mostró de acuerdo con ella a fin de que todo lo que estaba prescrito en casos semejantes fuese exactamente observado hasta en el menor detalle.
Se pusieron, pues, en camino, con el corazón rebosante de alegría, pensando que iban a cumplir un acto de religiosa obediencia: no sospechaban que lo que consideraban un misterio de alegría iba a verse acompañado de un trágico anuncio de dolor.
Jesús, en brazos de María y escoltado por José, entró por primera vez en la ciudad que había de verte un día con la Cruz a cuestas camino del Calvario.
A las puertas del Templo, José compró dos tórtolas para la ofrenda, ya que carecía de recursos para comprar un cordero. Así pues, la humilde pareja quedó encuadrada en el grupo de los pobres y, por eso, nadie se fijó en ella cuando atravesaron la explanada.
Sin embargo, algo inesperado sucedió. Un anciano, inspirado por Dios, se destacó de entre la multitud allí apiñada, compuesta de mendigos, de peregrinos y de cambistas. Se llamaba Simeón y era —nos dice el Evangelio— un hombre justo y temeroso de Dios. Viva personificación de Israel, su única aspiración era ver al Mesías. Cuando descubrió a Jesús en brazos de su madre, el Espíritu Santo que habitaba en él le advirtió en secreto que ese niño era el esperado desde hacía siglos, el prometido de Dios. Aproximándose con respeto, pidió que le permitieran tomarle en sus brazos y luego, alzándole, bendijo a Dios y temblando de emoción, con el rostro iluminado con una especie de éxtasis, entonó un himno de victoria y de acción de gracias:
Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo
en paz, según tu palabra:
porque han visto mis ojos tu salud,
la que has preparado ante la faz de todos los pueblos,
luz para iluminación de las gentes
y gloria de tu pueblo, Israel.
El padre y la madre de Jesús —añade el Evangelio— estaban maravillados de las cosas que se decían de él. Y no es que las palabras que acaban de oír fuesen para ellos una revelación, sino que les admiraba constatar cómo la venida de su niño al mundo era saludada por tantos testigos inspirados.
Tras bendecir a Dios, se volvió a José y María, bendiciéndoles también como para animarles en la tarea que habrían de cumplir. ¿Sospechaba que en su persona bendecía a las dos criaturas que habrían de ocupar el primer rango en la escala de la santidad, a las que las generaciones futuras bendecirían con alabanza sin fin?
Simeón unió a José y a María en una misma bendición, ya que ambos habían contribuido, aunque en distinta medida, a la venida del Mesías. Mas he aquí que ahora se dirige sólo a María. A esta joven madre, que. acaba de serlo, no temerá hacer una aterradora predicción: Tu hijo ha venido al mundo para ruina y resurrección de muchos... Será un signo de contradicción. En cuanto a ti, una espada atravesará tu alma.
A José no le dijo nada que le atañera personalmente. El instinto profético de Simeón parecía excluirle del doloroso destino del Gólgota, ya que él no estaría presente. No obstante, su alma también se vería traspasada por una espada. Escucharía al anciano con el corazón angustiado. ¿Cómo no iba a escuchar con indecible dolor lo que acababa de decir sobre su hijo adoptivo y su querida esposa ... ? La predicción le golpeaba tanto más cruelmente cuanto que lo que acababa de oír era al mismo tiempo tan vago y tan preciso, que se podía temer cualquier cosa.
Así pues, Jesús tendría que sufrir contradicción: sería rechazado por una parte de la nación que esperaba desde hacia mucho tiempo a su liberador. Los hombres, por su causa, quedarían separados en dos campos opuestos; unos blasfemarían de él, los otros le adorarían; para unos sería causa de salvación, para otros de caída.
Las palabras que Simeón ha dirigido a su esposa también le causan pena: acaba de oír que está condenada a sufrir intensamente. ¡Cómo hubiera preferido José que hubiese sido a él a quien le anunciaran todo eso! Al fin y al cabo su función consistía en soportarlo todo. Pero su esposa, tan dulce, tan pura, tan santa... ¿Era posible que Dios la destinara al dolor? ¿Por qué el anciano no se lo había dicho a él?
Con todo, la profecía de Simeón le hiere en lo más profundo de su ser. Las palabras que ha oído se graban en su espíritu y empiezan a angustiarle. En adelante? no podrá mirar a su esposa y al Niño sin que enseguida se yerga ante sus ojos el pensamiento de los anunciados dolores. Esperando ver surgir la espada de la profecía, proseguía su camino con una llaga en el corazón que nunca se cerrará.
A pesar de todo, no se queja ni se irrita. Permanece fuerte y sumiso. Ha recibido la misión de poner al niño el nombre de Jesús-Salvador y comprende instintivamente que la salvación sólo puede operarse mediante el sufrimiento. Pronuncia, pues, un generoso fiat y se siente dispuesto a seguir al Mesías y a su Madre en su vía dolorosa. "Señor —dice—, aunque sea un pobre hombre, indigno de colaborar en tus designios redentores, si necesitas una víctima, piensa en mí y no en ellos".
María y José entran en el Templo. La ceremonia se desarrolla sin pompa ni aparato. José deposita sobre el altar las dos tórtolas, excusándose ante el sacerdote por no poder ofrecer nada mejor a causa de su pobreza, y el sacerdote recita sobre María la oración prescrita. Luego, José saca de su bolsa los cinco siclos de plata exigidos para rescatar a Aquel que ha venido a rescatar al mundo.
La ceremonia ha terminado. Rápidamente, el sacerdote se aleja sin saber que acaba de verse implicado en el momento más glorioso de la historia del Templo. Ignora que el niño que acaba de mirar con indiferencia es el Verbo encarnado que al entrar en este mundo ha dicho a su Padre celestial: He aquí que vengo para hacer Tu voluntad.
Después, los dos esposos parten de nuevo hacia Belén , donde José ha decidido establecer provisionalmente su morada, pero el camino de vuelta no es tan alegre como el de ¡da. Hablan poco. Las palabras proféticas de Simeón continúan angustiándoles.
María lleva en brazos al niño y le estrecha contra su corazón pensando en el destino trágico que le espera. José, por su parte, va adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su vocación. Sabe que su papel va a ser importante y difícil: conservar, alimentar y proteger hasta el día de su sacrificio a Aquel que se ha hecho oblación para los hombres.
Por la noche, ya de vuelta a su humilde morada de Belén, antes de retirarse a descansar, se inclina sobre la cuna de Jesús y, recordando el Cántico de Simeón, interpreta sus palabras aplicándoselas a él mismo: "No dejes, Señor, partir todavía a tu siervo, pues este Niño que me has confiado me necesitará hasta el día de su manifestación, cuando revele a los hombres que es la salvación de los pueblos y la luz de las naciones...".
Capitulo 17
HACIA EL EXILIO
“Levántate, toma al nido y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13)
El día de la Presentación, Simeón, mostrando a Jesús, había dicho: Este niño será signo de contradicción. José no tardaría en experimentar la verdad de esta profecía.
Sin duda había oído hablar de Herodes, cuya vida estaba llena de escándalos, de abominaciones y de atrocidades. Tras asesinar a su mujer y a tres de sus hijos, una embajada judía fue a ver a Augusto y le dijo que la situación de los muertos era preferible a la de los vivos perseguidos por el tirano. José, sin embargo, no podía siquiera imaginarse que su cólera y su sanguinaria envidia estaban a punto de volverse contra Jesús.
¿Cuánto tiempo transcurrió entre la Presentación en el Templo y la llegada de los Magos? La liturgia, obligada a concentrar los misterios, celebra los dos acontecimientos con un breve intervalo, aunque debieron de transcurrir varios meses; algunos exegetas incluso hablan de un año o más.
El Evangelio que nos cuenta la visita de los Magos a Belén no menciona la presencia de José. Tal vez había encontrado un empleo y se hallaba trabajando. Pero si no estaba presente cuando llegaron, es inimaginable que no fuera avisado enseguida por María y se apresurara a acudir.
Como no estaba autorizado para desvelar el misterio de Dios, no diría a los Magos que él no era el padre de ese niño. Seguramente se sentiría un tanto intimidado por esos señores orientales que se presentaban con tan brillante séquito; se mantendría, modesto, discreto, en un segundo plano, pero su corazón se vería inundado de alegría, al constatar que, avisados por la estrella que se desplazaba en el firmamento, los grandes y los sabios de la tierra que acababan de llegar de un lejano país venían a unirse con los pobres y los pastores en tomo al hijo de María.
Debió sentirse estrechamente compenetrado con la fe cándida y vigorosa de los Magos, con el valor y la calma que los había empujado, a una simple señal, a ponerse en ruta a través del desierto; y a preguntar, una vez llegados a Jerusalén, no si había nacido el rey de los judíos, sino dónde. No parecían estar extrañados ni decepcionados por haber emprendido un viaje tal para encontrarse ante un pobre niño que no hablaba todavía. Lejos de sorprenderse por la debilidad aparente de ese rey, se postraron delante de él, radiantes.
Habían venido cargados de presentes, como es habitual entre los orientales cuando visitan a un superior. A los pies de la cuna de Jesús, José vio el oro de Ofir, el incienso de Arabia y la mirra de Etiopía. El oro, como homenaje a la realeza del niño, el incienso para proclamar su divinidad, la mirra para honrar su humanidad.
Al ver estos presentes simbólicos, José renovaría en su corazón la ofrenda de todo su ser. "Yo también —diría silenciosamente— te reconozco, Jesús mío, como rey. Toma el oro de mi amor y mi sumisión. Adoro tu divinidad: toma el incienso de mi fe. Proclamo que eres Salvador: recibe la mirra de mis brazos y de todas mis energías, hasta la misma muerte, para colaborar en tu obra de salvación"...
No se trataba de una simple ofrenda verbal. Había llegado para José el tiempo de obrar en consecuencia. Los Magos, en efecto, habían sido avisados sobrenaturalmente para que no volvieran a ver a Herodes y regresaron por otro camino. Y José por su parte, recibió una advertencia más grave: Un ángel del Señor—escribe San Mateo— se le apareció en sueños y le dijo: "Levántate, toma al Nido y a su Madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te diga, pues Herodes va a buscar al Niño para matarle ". Él, enseguida, se levantó, tomó al Niño y a su Madre durante la noche y partió hacia Egipto.
Leyendo este texto del Evangelio, que narra el suceso de la manera más sencilla, como siempre, da la impresión de que se trata de la cosa más simple, más natural. Sin embargo, ¡qué fe y qué grandeza se deja entrever en José!
Lejos de escandalizarse por la orden que acaba de recibir, no piensa más que en ejecutarla. Cualquier otra persona se hubiese visto turbada y desconcertada. No era para menos. ¡El hijo de Dios huyendo ante los hombres! ¿Acaso no habían anunciado las Escrituras que haría reinar la paz ... ? Pero nada más nacer, los hombres le persiguen... ¿Acaso no había dicho el ángel que se llamaría Jesús, pues sería Salvador? ¡Extraño Salvador que tiene que huir y exiliarse aprovechando las sombras de la noche! ¿Qué hace, pues, su Padre, en lo alto de los cielos ... ? «Un ángel llegó de pronto —escribe Bossuet — , como un mensajero asustando, de tal forma que el cielo parece estar alarmado y el terror haberse extendido por él antes de pasar a la tierra». El que es dueño del rayo y tiene a su disposición legiones de ángeles, ¿podrá menos que un miserable reyezuelo de la tierra, orgulloso de su ridículo ejército... ? ¡Qué incoherente parece todo esto!
Por otra parte, ¿no tenía derecho José a lamentarse diciendo que se le sacaba de su sitio sin poder prepararse? No se le daba tiempo para organizar esta huida a una tierra extraña, se le avisaba en el último momento y se le ordenaba, con desenvoltura, que permaneciera en ella hasta nuevo aviso...
José, sin embargo, no piensa ni dice nada de esto. Ha leído en Isaías (55, 9) una idea que hace suya: Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos. Por otra parte, apoyando su fe en la de María, cuyas menores expresiones aportan a su espíritu luces tranquilizadoras, no se arroga el derecho de juzgar, de criticar y menos aún de censurar los designios adorables de Dios; no se queja de este niño incómodo, que, desde su más tierna infancia, acarrea la persecución. Después de todo —se dice— esta orden de partida nocturna para escapar de Herodes no es más desconcertante que el hecho mismo de la Encarnación. ¿No forma parte acaso del mismo misterio?
Sin duda a Dios le sería fácil desbaratar los proyectos de Herodes, ya que es todopoderoso y guía a los astros por el cielo, pero ha venido a la tierra para abrazar nuestra condición humana; es preciso, por tanto, que sea semejante a nosotros en todo. No tiene por qué hacer milagros para sustraerse a las persecuciones, ya que la victoria que viene a ganar sobre nuestros pecados quiere realizarla mediante la humildad y el anonadamiento. Pero, por otra parte, no debe morir ni ser asesinado con los Inocentes, ya que no ha hecho más que comenzar su tarea. Es él, José, a quien Dios precisamente ha elegido para ponerse al servicio de María y del niño, esos dos seres a quien quiere más que a sí mismo. Si el ángel no le ha dicho que va a acompañarles, es que debe ser él quien los proteja. No se le ha llamado a desempeñar el papel de padre del Hijo de Dios sin tener que sacrificarse para cumplir esta tarea con toda su grandeza. Por eso, no tiene más que un deseo, una aspiración, una pasión: servir a los designios de Dios, a cualquier precio »
Así pues, se levanta sin tardanza, despierta a María y le cuenta el sueño que acaba de tener. María se precipita hacia la cuna en que Jesús duerme apaciblemente, como ajeno —Él, el Dios omnisciente— a todo lo que se trama contra El. Le toma en sus brazos procurando no despertarle y luego, apresuradamente, recogen lo más necesario —la ropa del niño, mantas, algunos vestidos, un poco de comida—, y lo meten en un saco de tosca arpillera. José esconde en su cinturón el oro de los Magos y sus escasos ahorros; duda un momento preguntándose si debe llevar sus útiles de trabajo, pero al final renuncia pensando que su peso y su volumen retrasarían la marcha. Finalmente, va al establo, desata al asno —ajeno a la caminata que le aguarda— y, en el silencio de la noche, procurando tomar las sendas más apartadas, sin hacer ruido, huye, llevando con él su doble tesoro...
jueves, 10 de septiembre de 2020
Respuesta del Arzobispo Viganò al Sitio Catholic Family News (Con comentarios)
Estimado Mr. Kokx,
Leo con vivo interés
su artículo “Preguntas para Viganò: Su Excelencia acierta sobre el Vaticano II,
pero ¿qué piensa que debe hacer un católico ahora?” que fue publicado por el
sitio Catholic Family News el 22 de Agosto (liga del artículo). Estoy contento de responder sus preguntas,
que abordan asuntos de gran importancia para los fieles.
Preguntan: “¿Cómo se
vería, en la opinión del Arzobispo Viganò, “separarse” de la Iglesia
Conciliar?” Les respondo con otra pregunta: “¿Qué significa el separarse de la
Iglesia Católica según los seguidores del Concilio?” Si bien está claro que no
es posible ninguna mezcla con aquellos que proponen doctrinas adulteradas del manifiesto
ideológico conciliar, se debe notar que el simple hecho de ser bautizados y el
ser miembros vivos de la Iglesia de Cristo no implica adhesión al equipo
conciliar; esto es cierto sobre todo para todos los simples fieles y también
para los clérigos seculares y regulares que, por varias razones, sinceramente
se consideran Católicos y reconocen la Jerarquía. (NdB: en este párrafo hay que hacer una distinción, es obligación de todo fiel y clérigo separarse de esta secta que solo en apariencias se dice Católica. El catecismo de San Pio X reza lo siguiente sobre el verdadero cristiano: "Es aquel que esta bautizado, cree y profesa la doctrina cristiana y reconoce a los legítimos pastores de la Iglesia." Los modernistas no creen ni profesan la Doctrina cristiana íntegra y completa.")
En vez, lo que se
necesita clarificar es la posición de quiénes, declarándose Católicos, abrazan
las doctrinas heterodoxas que se han extendido a lo largo de estas décadas. con
la conciencia que estas representan una ruptura con el Magisterio precedente. En
este caso, es lícito dudar de su real adhesión a la Iglesia Católica, en la
que, sin embargo, desempeñan roles oficiales que les confieren autoridad. Es
una autoridad ilícitamente ejercida si su propósito es forzar a los fieles a
aceptar la revolución impuesta desde el Concilio.
Una vez que este punto ha sido clarificado, es evidente que no son los fieles tradicionales -estos son, Católicos verdaderos, en palabras de San Pío X- los que deben abandonar la Iglesia en la que tienen el completo derecho de permanecer y de la cual sería desafortunado separarse; sino los modernistas que usurpan el nombre de Católicos, precisamente porque solo el elemento burocrático les permite no ser considerados a la par de una secta herética. (NdB: por esto mismo no se deben hacer alianzas ni concesiones doctrinales con los modernistas. Tal cual lo hace la nueva FSSPX y sus satélites "indultados"; los modernistas están fuera de la Iglesia por cambiar la Fe, en apariencia están dentro porque conservan la Jerarquia de la Iglesia; poseen la jerarquía pero la usan de forma ilícita. Pues el ministerio se les ha dado para la salvación de las almas no para su perdición.)
Este reclamo suyo, sirve de hecho
para prevenir que terminen entre los cientos de movimientos heréticos que a lo
largo de los siglos se han creído capaces de reformar la Iglesia a su propio
placer, prefiriendo su orgullo a humildemente guardar la enseñanza de Nuestro
Señor. Pero, así como no es posible reclamar la ciudadanía en una patria en la
que uno desconoce su idioma, ley, fe y tradición, por eso es imposible que
quienes no comparten la fe, la moral, la liturgia y la disciplina de la Iglesia
Católica puedan arrogarse el derecho a permanecer dentro de ella e incluso a
ascender los niveles de la jerarquía. (NdB: con otras palabras Mons Viganò afirma que los modernistas están fuera de la Iglesia)
Por lo tanto, no
caigamos en la tentación de abandonar -aunque con justificada indignación-la
Iglesia Católica, con el pretexto de que ha sido invadida por herejes y
fornicadores: son ellos los que deben ser expulsados del recinto sagrado, en
una obra de purificación y penitencia que debe comenzar con cada uno de
nosotros. (NdB: no se abandona la Iglesia si conservamos: estar Bautizados, creer y profesar íntegramente la Doctrina Cristiana y reconocer a sus pastores legítimos. De aquí se puede deducir quien está fuera, quien se pone fuera y quien permanece. Ej. Sedevacantistas se colocan fuera de la Iglesia por no reconocer la jerarquía de sus legítimos pastores.)
También es evidente
que hay extensos casos en los que los fieles encuentran graves problemas para
frecuentar su iglesia parroquial, así como cada vez son menos las iglesias
donde se celebra la Santa Misa en el Rito Católico. Los horrores que han estado
desenfrenados durante décadas en muchas de nuestras parroquias y santuarios hacen
imposible incluso asistir a una “Eucaristía” sin ser perturbado y sin poner en
riesgo la fe de uno, así como es muy difícil garantizar una educación católica,
los Sacramento ser dignamente celebrados y una sólida guía espiritual para uno
mismo y sus hijos. En estos casos, los laicos fieles tienen el derecho y el
deber de encontrar sacerdotes, comunidades e institutos fieles al Magisterio
perenne. Y que sepan cómo acompañar la loable celebración de la liturgia en el
Antiguo Rito con apego a la sana doctrina y moral, sin ningún hundimiento en el
frente del Concilio. (NdB: los fieles tienen más obligación que derecho de encontrar párrocos fieles a la Doctrina Católica de siempre. La pauta no debe ser únicamente el rito Católico, sino que se preserve la Fe, tal como lo recomendaba Mons Lefebvre.)
La situación ciertamente es más compleja para los clérigos, quienes dependen jerárquicamente de su obispo o superior religioso, pero que al mismo tiempo tienen el derecho de permanecer Católicos y ser capaces de celebrar de acuerdo al Rito Católico. (NdB: tanto los clérigos como los fieles tienen la obligación de obedecer a Dios antes que a los hombres. No hay atenuante para los clérigos, la obediencia al Superior está en orden a la Virtud de la Justicia; la fidelidad a Dios esta en orden a la virtud teologal de la Fe.)
Por
un lado, los laicos tienen más libertad de movimiento para elegir la comunidad
a la que acuden para la Misa, los sacramentos y la instrucción religiosa, pero
menos autonomía por el hecho de que todavía tienen que depender de un
sacerdote; por otro lado, los clérigos tienen menos libertad de movimiento, ya
que están incardinados en una diócesis u orden y están sujetos a la autoridad
eclesiástica, pero tienen más autonomía por el hecho de que pueden decidir
legítimamente celebrar la Misa y administrar los sacramentos en el Rito
Tridentino y predicar de acuerdo con la sana doctrina. El Motu Proprio Summorum
Pontificum reafirmó que los fieles y sacerdotes tienen el derecho
inalienable -que no puede ser negado- de aprovechar la liturgia que expresa más
perfectamente su fe católica. Pero este derecho debe usarse hoy no solo y no
tanto para preservar la forma extraordinaria del rito, sino para atestiguar la
adhesión al depositum fidei que encuentra correspondencia perfecta solo en el
Rito Antiguo.
Diariamente, recibo
sentidas cartas sentidas de sacerdotes y religiosos que son marginados,
transferidos o condenados al ostracismo por su fidelidad a la Iglesia: la tentación
de encontrar un ubi consistam (un lugar para quedarse) lejos del clamor
de los innovadores es fuerte, pero debemos tomar un ejemplo de las
persecuciones que muchos santos han sufrido, incluido San Atanasio, quien nos
ofrece un modelo de cómo comportarnos ante la herejía generalizada y la furia
perseguidora. Como ha recordado muchas veces mi venerado hermano el obispo
Athanasius Schneider, el arrianismo que afligió a la Iglesia en la época del
Santo Doctor de Alejandría en Egipto estaba tan extendido entre los obispos que
casi nos hace creer que la ortodoxia católica había desaparecido por completo.
Pero fue gracias a la fidelidad y al testimonio heroico de los pocos obispos
que se mantuvieron fieles que la Iglesia supo volver a levantarse. Sin este
testimonio, el arrianismo no habría sido derrotado; sin nuestro testimonio hoy,
el Modernismo y la apostasía globalista de este pontificado no serán
derrotados.
Por lo tanto, no se
trata de trabajar desde dentro o fuera de la Iglesia: los enólogos están
llamados a trabajar en la Viña del Señor, y es allí donde deben permanecer
incluso a costa de sus vidas; los pastores están llamados a pastorear el rebaño
del Señor, a mantener a raya a los lobos hambrientos y a expulsar a los
mercenarios que no se preocupan por la salvación de las ovejas y los corderos. (NdB: de nuevo hay que aclarar que la iglesia oficial, es la conciliar, no es la iglesia verdadera, ¿que tienen en común Dios y Belial?)
Esta obra oculta y
muchas veces silenciosa ha sido realizada por la Fraternidad San Pío X, que merece
un reconocimiento por no haber permitido que se apagara la llama de la
Tradición en un momento en el que celebrar la Misa antigua se consideraba
subversivo y motivo de excomunión. Sus sacerdotes han sido una saludable espina
en el costado para una jerarquía que ha visto en ellos un punto de comparación
inaceptable para los fieles, un reproche constante por la traición cometida
contra el pueblo de Dios, una alternativa inadmisible al nuevo camino
conciliar. Y si su fidelidad hizo inevitable la desobediencia al Papa con las
consagraciones episcopales, gracias a ellas la Fraternidad pudo protegerse del
furioso ataque de los Innovadores y por su misma existencia permitió la
posibilidad de la liberalización del Rito Antiguo, que hasta entonces estaba
prohibido. Su presencia también permitió que emergieran las contradicciones y
errores de la secta conciliar, siempre guiñando a los herejes e idólatras, pero
implacablemente rígida e intolerante hacia la Verdad Católica. (NdB: Mons Viganò se debe referir a la FSSPX que era fiel a los principios catolicos y a su fundador; desde hace años se ha cambiado a un rumbo distinto).
Considero al Arzobispo Lefebvre un confesor ejemplar de la fe, y creo
que a estas alturas es evidente que su denuncia del Concilio y la apostasía
modernista es más relevante que nunca. No hay que olvidar que la persecución a
la que fue sometido Monseñor Lefebvre por la Santa Sede y el episcopado mundial
sirvió sobre todo de disuasión para los católicos que se resistían a la
revolución conciliar.
También estoy de
acuerdo con la observación de Su Excelencia el Obispo Bernard Tissier de
Mallerais sobre la copresencia de dos entidades en Roma: la Iglesia de Cristo
ha sido ocupada y eclipsada por la estructura conciliar modernista, que se ha
establecido en la misma jerarquía y utiliza la autoridad de sus ministros para
prevalecer sobre la Esposa de Cristo y Nuestra Madre.
La Iglesia de Cristo- que no solo subsiste en la Iglesia Católica, pero que es exclusivamente la Iglesia Católica- sólo es oscurecida y eclipsada por una extraña y extravagante Iglesia establecida en Roma, según la visión de la Beata Ana Catalina Emmerich. (NdB: el término subsiste es un término modernista inoculado por Benedicto XVI, la Iglesia Catolica es la Iglesia de Cristo, la iglesia Conciliar es la contra-iglesia sincretista de orígenes masónicos tal cual lo denunció Mons Lefebvre).
Coexiste, como el trigo con la cizaña, en la Curia romana, en las diócesis, en las parroquias. No podemos juzgar a nuestros pastores por sus intenciones, ni suponer que todos ellos sean corruptos en la fe y la moral; por el contrario, podemos esperar que muchos de ellos, hasta ahora intimidados y en silencio, entenderán, a medida que la confusión y la apostasía continúen extendiéndose, el engaño al que han sido sometidos y finalmente se sacudirán de su sueño. (NdB: los que resisten a la furia conciliar no juzgan intenciones, juzgan acciones evidentes en contra de la Fe. Cuando la fe está en peligro se tiene la obligación de defenderla públicamente).
Hay muchos laicos
que están alzando la voz; otros seguirán necesariamente, junto con buenos
sacerdotes, ciertamente presentes en cada diócesis. Este despertar de la
Iglesia militante - me atrevería a llamarlo casi una resurrección - es
necesario, urgente e inevitable: ningún hijo tolera que su madre sea ultrajada
por los sirvientes, o que su padre sea tiranizado por los administradores de
sus bienes. El Señor nos ofrece, en estas dolorosas situaciones, la posibilidad
de ser sus aliados en esta santa batalla bajo su estandarte: el Rey vencedor
del error y la muerte nos permite compartir el honor de la victoria triunfal y
la recompensa eterna que se deriva de ella, después de haber perseverado y
sufrido con él.
Pero para merecer la gloria inmortal del Cielo estamos llamados a redescubrir- en una época castrada y desprovista de valores como el honor, la fidelidad a la palabra y el heroísmo- un aspecto fundamental de la fe de todo bautizado: la vida cristiana es una milicia, y con el sacramento de la Confirmación estamos llamados a ser soldados de Cristo, bajo cuya insignia debemos luchar.
Por supuesto, en la mayoría de los casos se trata esencialmente de una batalla espiritual, pero a lo largo de la historia hemos visto con qué frecuencia, ante la violación de los derechos soberanos de Dios y la libertad de la Iglesia, también fue necesario tomar las armas: esto nos lo enseña la enérgica resistencia para repeler las invasiones islámicas en Lepanto y en las afueras de Viena, la persecución de los Cristeros en México, de los Católicos en España, y aún hoy por la cruel guerra contra los Cristianos en todo el mundo. Nunca como hoy podremos entender el odio teológico proveniente de los enemigos de Dios, inspirados por Satanás.
El ataque a todo lo que recuerda la
Cruz de Cristo- sobre la virtud, sobre lo bueno y lo bello, sobre la pureza-debe
impulsarnos a levantarnos, en un acto de orgullo, para reclamar nuestro derecho
no solo a no ser perseguidos por nuestros enemigos externos, sino también y
sobre todo a tener pastores fuertes y valientes, santos y temerosos de Dios,
que harán exactamente lo que sus predecesores han hecho durante siglos:
predicar el Evangelio de Cristo, convertir personas y naciones, y expandir el
Reino del Dios vivo y verdadero por todo el mundo.
Todos estamos llamados
a hacer un acto de Fortaleza - virtud cardinal olvidada, que no por casualidad
en griego recuerda la fuerza viril, ἀνδρεία - en saber cómo resistir a los
modernistas: una resistencia que tiene sus raíces en la Caridad y la Verdad,
que son atributos de Dios.
Si solo celebras la
Misa Tridentina y predicas la sana doctrina sin ni siquiera mencionar el
Concilio, ¿qué pueden hacerte ellos? Echarte de tus iglesias, tal vez, ¿y luego
qué? Nadie puede impedirte nunca renovar el Santo Sacrificio, aunque sea en un
altar improvisado en un sótano o un ático, como hicieron los sacerdotes
refractarios durante la Revolución Francesa, o como sucede todavía hoy en
China. Y si intentan distanciarte, resiste: el derecho canónico sirve para
garantizar el gobierno de la Iglesia en la búsqueda de sus propósitos
primordiales, no para demolerlo. Dejemos de temer que la culpa del cisma sea de
quienes lo denuncian, y no, en cambio, de quienes lo llevan a cabo: ¡los que
son cismáticos y herejes son los que hieren y crucifican el Cuerpo Místico de
Cristo, no los que lo defienden denunciando a los verdugos!
Los laicos pueden esperar que sus ministros se comporten como tales, prefiriendo a aquellos que prueben que no están contaminados por los errores presentes. Si una Misa se convierte en ocasión de tortura para los fieles, si se ven obligados a asistir a sacrilegios o a sustentar herejías y divagaciones indignas de la Casa del Señor, es mil veces preferible acudir a una iglesia donde el sacerdote celebre dignamente el Santo Sacrificio, en el rito que nos da la Tradición, con predicación conforme a la sana doctrina.
Cuando los párrocos y obispos se den cuenta de que
el pueblo cristiano exige el Pan de la Fe, y no las piedras y los escorpiones
de la neo-iglesia, dejarán de lado sus miedos y cumplirán con las legítimas
peticiones de los fieles. Los otros, verdaderos mercenarios, se mostrarán por
lo que son y podrán reunir a su alrededor solo a aquellos que comparten sus
errores y perversiones. Se extinguirán por sí mismos: el Señor seca el pantano
y hace que la tierra en la que crecen las zarzas se vuelva árida; extingue
vocaciones en seminarios corruptos y en conventos rebeldes a la Regla.
Los fieles laicos tienen hoy una tarea sagrada: consolar a los buenos sacerdotes y a los buenos obispos, reuniéndose como ovejas en torno a sus pastores. Dales hospitalidad, ayúdalos, consuela en sus pruebas. Crea comunidad en la que no predomine la murmuración y la división, sino la caridad fraterna en el vínculo de la fe. Y como en el orden establecido por Dios - κόσμος - los sujetos deben obediencia a la autoridad y no pueden hacer otra cosa que resistirla cuando abusa de su poder, no se les imputará culpa alguna por la infidelidad de sus líderes, sobre quienes recae la gravísima responsabilidad por la forma en que ejercen el poder vicario que les ha sido dado.
No debemos rebelarnos, sino oponernos; no debemos
complacernos con los errores de nuestros pastores, sino orar por ellos y
amonestarlos respetuosamente; no debemos cuestionar su autoridad sino la forma
en que la usan.
Estoy seguro, con una
certeza que me viene de la fe, que el Señor no dejará de premiar nuestra
fidelidad, después de habernos castigado por las faltas de los hombres de
Iglesia, otorgándonos santos sacerdotes, santos obispos, santos cardenales, y
sobre todo un Papa santo. Pero estos santos surgirán de nuestras familias, de
nuestras comunidades, de nuestras iglesias: familias, comunidades e iglesias en
las que la gracia de Dios debe cultivarse con la oración constante, con la
frecuencia de la Santa Misa y los sacramentos, con la ofrenda de sacrificios y
penitencias que la Comunión de los Santos nos permite ofrecer a la Divina
Majestad para expiar nuestros pecados y los de nuestros hermanos, incluidos los
que ejercen la autoridad. Los laicos tienen un papel fundamental en esto,
custodiando la Fe en sus familias, de tal manera que nuestros jóvenes, educados
en el amor y en el temor de Dios, sean algún día padres y madres responsables,
pero también dignos ministros del Señor, sus heraldos en las órdenes religiosas
masculinas y femeninas, y sus apóstoles en la sociedad civil.
La cura para la
rebelión es la obediencia. La cura para la herejía es la fidelidad a la
enseñanza de la Tradición. La cura del cisma es la devoción filial por los
Sagrados Pastores. La cura para la apostasía es el amor a Dios y a su Santísima
Madre. La cura para el vicio es la práctica humilde de la virtud. La cura para
la corrupción de la moral es vivir constantemente en la presencia de Dios. Pero
la obediencia no puede pervertirse en un servilismo impasible; el respeto por
la autoridad no puede pervertirse en la reverencia del tribunal. Y no olvidemos
que si es deber de los laicos obedecer a sus pastores, es aún más grave deber
de los pastores obedecer a Dios, usque ad effusionem sanguinis.
+ Carlo Maria
Viganò, Archbishop
Septiembre 1, 2020
Traducido al Inglés
por Giuseppe Pellegrino
lunes, 7 de septiembre de 2020
LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 14 Y 15)
Capitulo 14
LA NOCHE TACHONADA DE ESTRELLAS
“Encontraron a María, a José, y al Nido acostado en un pesebre” (Lc 2, 16)
Llegados al establo, José se dedicó a acondicionar en la medida de lo posible, el miserable refugio. Alumbró un candil y lo colgó de un clavo en la pared; barrió el suelo en un rincón y, con un poco de paja limpia, preparó a María una especie de lecho.
María le había dicho que creía que el Niño estaba a punto de nacer y José comprendió que Dios, que la había fecundado, debía ser el único testigo de un alumbramiento cuyo carácter maravilloso no podía imaginar. Así pues, salió para buscar no lejos de allí otro lugar abrigado bajo la roca, pero no pudo dormir: su corazón palpitaba de emoción. Pronto, un presentimiento le hizo comprender que ya podía volver al establo. Corrió hacia él, empujó la puerta carcomida y a la débil luz del candil pudo vislumbrar una escena grandiosa en su sencillez: El niño acababa de> nacer; su Madre, a falta de otra cosa, le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de adoración. Cerca también del niño, rumiaban dos animales como queriendo templar con su aliento el rigor de aquella noche invernal.
María, sin perder su integridad virginal y sin necesidad de ninguna ayuda, le había dado a luz milagrosamente: no había tenido que pagar los tributos a que ordinariamente se ven obligadas otras madres. Con sus propias manos, lo había envuelto en pañales y reclinado en el pesebre. Había nacido en plena noche, como haciendo eco a la palabra profética: El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz (Is 9, 2). Los días de invierno dejaban de ser cada vez más cortos, el sol iniciaba el regreso de su largo viaje.
María, al oír llegar a José, se volvió hacia él y le sonrió. Luego, tomando el cuerpo minúsculo del niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó...
Imaginando esta escena, no se puede por menos de pensar en otra parecida que puso fin al paraíso terrenal: Eva ofreciendo a Adán el fruto prohibido. Ahora, en Belén, la segunda Eva entrega a José, y en su persona a todos los hombres que han de ser salvados, el fruto bendito de su vientre...
José aparece así como el primer beneficiario del nacimiento de Jesús. Por otra parte, el gesto de María, ofreciéndole antes que a nadie el niño, le designa a nuestra veneración como el primero en grandeza en el orden espiritual.
Hay que reconocer que los niños, al nacer, son más bien feos: una pequeña masa de carne enrojecida y llorosa que carece de la gracia encantadora que tendrán después. El hermano de todos los niños rescatados por El no sería una excepción. Con todo, José no duda en reconocer en él al Hijo de Dios, diciéndote a Maria, convencido, que es el niño más bello del mundo...
Tomando, pues, al niño en sus brazos, le apretó contra su pecho mientras se le saltaban las lágrimas de emoción. Luego, temiendo hacerle daño, sintiéndose indigno de tanto honor, se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de oración y contemplación. No se cansaban de mirar aquel frágil angelote de cuyos labios se escapaban débiles vagidos. No se diferencia en nada de los demás niños, a no ser que, en el terreno de la pobreza, nadie, al nacer, podía disputarle el primer puesto.
¿Era posible que ese niño fuese el Enviado de Dios, ese Mesías regio cuya gloria había cantado su antepasado el rey David? El Señor me ha dicho: Tú eres, mi Hijo, engendrado desde toda la eternidad. Pídeme y te daré las naciones en herencia y por dominio la tierra entera hasta sus últimos confines(Sal 2).
En aquel momento, la espera del Mesías era universal, pero nadie habría imaginado que su advenimiento pudiera ser tan humilde. Israel vivía bajo la opresión de la dominación romana. Por eso, los judíos pensaban que el liberador prometido por Dios vengaría el orgullo nacional: sería terrible y triunfante, rico y poderoso; pondría a Israel al frente de las naciones y le aseguraría la fuerza, la riqueza, la abundancia y la prosperidad. ¿Cómo, pues, creer en un Mesías que no tendría cetro ni corona, armas ni palacios, y cuyo nacimiento recordaba el de un vagabundo ... ? «En el estado en que le vio José —dice Bossuet—, me cuesta comprender cómo creyó tan fielmente en él».
Pero la fe de José es inexpugnable, no vacila ni conoce ningún cambio. Aparte de que su vida anterior de justicia, de pureza y rectitud ha sido una larga preparación para el reconocimiento del Mesías, todo lo que María le ha revelado ilumina el espectáculo que tiene ante sus ojos con una luz sobrenatural. Comprende que bajo aquella apariencia humilde se oculta una insondable riqueza. No duda en adorar a quien, prisionero en sus pañales, viene a liberar a los hombres, a quien, iluminado por la pálida luz de un candil en la tierra, habita en el cielo rodeado de una luz inaccesible.
Como María le ha enseñado en su Magnificat, exalta' la potencia y la inmensidad divinas en la misma medida en que se ocultan bajo una pequeñez desconcertante. Reconoce en el recién nacido, que no es capaz de expresarse más que mediante sonidos ininteligibles, la Sabiduría increada del Verbo que el Padre pronuncia en un eterno Hoy.
Su fe traspasa las apariencias y penetra hasta la divinidad. Sus labios se abren para pronunciar los títulos que el Ángel de la Anunciación ha enumerado: Hijo de David, Hijo del Altísimo, Aquel cuyo reino no tendrá fin, Hijo de Dios, Jesús-Salvador...
Este divino Niño que a guisa de palacio y de manto real se envuelve en pañales y nace en un establo, cuya única aureola son unas briznas de paja, baja del cielo para enseñar precisamente a los hombres que la verdadera grandeza no necesita brillantes escenarios, que se oculta bajo sencillas apariencias, y que la verdadera riqueza reside en el desprendimiento.
Si los habitantes de Belén no le han recibido en sus moradas, es porque quiere mendigar nuestro amor, no imponerlo. Si llora es porque quiere lavar con sus lágrimas nuestra alma.
José, probablemente, no comprende del todo estos misterios, pero le basta con presentirlos para emocionarse. Los adora en silencio, que es su primer cántico religioso. Pero al tiempo que adora, se afirma en él la conciencia del ministerio que deberá ejercer: Dios le ha confiado a Su Hijo para ponerle bajo su protección. ¡Con qué fervor responde a las exigencias de esta vocación!
Cuando contempla recostado en el pesebre al niño del que debe ser tutor, afluyen a su corazón sentimientos de fuerza y de calma; se llena de tanta emoción como si fuera de su misma sangre; tendrá para él entrañas de padre. Lo que no es por la naturaleza, lo será por la fuerza del amor. Sólo vivirá para él. Renueva a Dios la promesa de darle todos los instantes de su existencia, la fuerza de sus brazos, el sudor de su frente, la sangre de sus venas. Sólo le pide su gracia, para poder estar a la altura de su misión.
Capitulo 15
LAS PRIMERAS GOTAS DE SANGRE DEL SALVADOR
“Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño... José le puso por nombre Jesús” (Lc 2, 21; Mt 1, 25)
Mientras que María y José, incansables, continuaban en contemplativa vigilia junto al Hijo de Dios encarnado, los Ángeles del Señor, no lejos de allí, en lo hondo de un valle, se aparecían a un grupo de pastores que cuidaban de sus, rebaños. Escuchad la gran noticia—les dijeron— y alegraos: os ha nacido un Salvador. Le reconoceréis por estas serlas: está envuelto en pañales y recostado en un pesebre.
Las primeras invitaciones que Dios hacía en la tierra para ir a visitar a su Hijo revestido de la naturaleza humana iban dirigidas a los más pequeños, a los humildes de recto corazón, a los que los Salinos llaman "los pobres de Yahveh": los privilegiados cuyo oficio les identificaba con el antepasado del Mesías, David, el rey-pastor; aquellos entre los cuales se colocaría también Aquel que un día habría de decir: Yo soy el Buen Pastor...
Los pastores respondieron inmediatamente a la invitación. No les fue difícil encontrar al recién nacido que el ángel les había descrito. Varias personas se encargarían de informarles. Les dirían que, efectivamente ' un hombre, al anochecer, había llamado a varias puertas pidiendo albergue para él y su joven esposa, la cual estaba a punto de dar a luz, pero que no habiendo logrado su propósito, les habían visto dirigirse hacia un establo horadado en la roca... Y allí, en efecto, los pastores encontraron a María y a José con el niño, como nos cuenta el Evangelio.
José les recibiría y les contaría en pocas palabras cómo se había visto obligado a buscar cobijo en tan miserable lugar; luego les llevaría hasta su esposa...
Cuando María, con expresión radiante, ejerciendo por primera vez ante los hombres su función de Madre de Dios y Mediadora, tomó en sus brazos al recién nacido para que lo vieran, José acercaría el candil al rostro del pequeño, e, instintivamente, los visitantes, se postrarían de rodillas.
A José, esta intervención de los pastores le parecería como una visita del mismo Dios. Su corazón se inundaría de emoción, pues planeaba sobre el establo un no se qué de grandioso entre tanta simplicidad. Luego, recibiría con gratitud los presentes de los pastores: leche, manteca, miel, lana, un corderillo tal vez... Finalmente, les preguntaría también si conocían alguna morada más decente en Belén. Y mientras los pastores volvían junto sus rebaños llenos de alegría, contando a todo el mundo lo que habían visto y oído, José se dirigía a Belén para inscribir al niño en el registro civil y visitar una casa vacía que le habían indicado, de cuyo emplazamiento habla la tradición. Allí, al parecer, debió vivir la Sagrada Familia luego de abandonar el establo.
También se informaría sobre la posibilidad de ganarse la vida en Belén, pues pudiendo trabajar, se habría avergonzado de vivir de limosna. Además, la estación lluviosa y fría no hacía aconsejable regresar a Nazaret hasta que el niño fuese un poco mayor.
Es seguro que la Sagrada Familia permaneció en Belén hasta su huída a Egipto; incluso al volver del exilio, José pensé quedarse allí definitivamente. Tal vez creyera que así cumpliría mejor su misión, pues las Sagradas Escrituras designaban a Belén, la ciudad de David, como privilegiada entre todas. Pensaría, pues, que allí, después de nacer, debía vivir el Mesías a fin de que los hombres le reconocieran.
Al cumplirse el octavo día a partir del nacimiento, era preciso, según la Ley, circuncidar al niño. Era un rito que Yahveh había prescrito a Abraham para que su sello quedase impreso en la carne del pueblo elegido en señal de perpetua alianza.
José hubiera podido pensar que como el recién nacido era Hijo de Dios, no tenía necesidad de someterse a ese rito, pero comprendía que no había llegado el momento de revelar su identidad. Si Dios había querido ocultar el misterio de su nacimiento bajo el velo del matrimonio, el sustraerse ostensiblemente a las leyes de Israel hubiese sido contradecir los designios de Dios.
Según la costumbre, convocaría a los parientes y amigos que habitaban en los alrededores, entre ellos, probablemente, Zacarías e Isabel, dando, con tal motivo, una pequeña fiesta familiar semejante a las que se celebran hoy con ocasión del bautismo.
A José correspondía —y no a un sacerdote, como el arte ha hecho suponer— el honor de imprimir en el cuerpo del niño el signo tradicional del pueblo de Dios. Al hacer la incisión, diría: "Bendito sea Yahveh, el Señor, que ha santificado a su bienamado desde el seno de su madre y grabado su Ley en nuestra carne. Marca a sus hijos con el signo de la Alianza para comunicarles las bendiciones de Abraham, nuestro padre". Y los asistentes responderían con el salmista: "Bienaventurado el que has escogido para hijo".
Al tiempo que José hacía la incisión, pronunciaría el nombre que el cielo, lo mismo que a María, le había ordenado imponerle. A María, el ángel de la Anunciación le había dicho: "Darás al hijo que alumbrarás el nombre de Jesús". Y a José: "María dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús". En este punto, pues, Dios había conferido a José un derecho igual al de María, afirmando así que la autoridad que tenía sobre el niño era la de un verdadero padre, pues se trataba, en este caso, de una función paternal.
No es necesario creer que José, al cortar la carne e imponer un nombre al niño tuviese una noción clara y precisa del valor simbólico de lo que hacía. Se contentaría, quizá, con deplorar el tener que hacerle sufrir, aunque actuase con espíritu religioso de plena obediencia a la Ley. Su corazón sufriría al oír llorar al niño y ver correr su sangre. Es a nosotros a ~ corresponde penetrar en el significado del rito realizado por José.
En el pueblo hebreo, el nombre tenía una importancia primordial: su significado provenía generalmente de las circunstancias del nacimiento del niño o del futuro que se le pronosticaba. En este caso, sin embargo, era Dios mismo quien había escogido para su Hijo el nombre que había de tener, dejando a José la gloria de imponérselo: se trataba de un nombre que era la expresión exacta de su misión de Salvador, nombre que figuraría un día en la inscripción clavada en la Cruz y de1cual nos dirá San Pablo que está por encima de todo nombre y que, al. pronunciarlo, toda rodilla debe doblarse en el cielo, en la tierra y en los infiernos; un nombre, en fin, que multitud de hombres habrían de repetir con alegría y lágrimas de amor hasta la consumación de los siglos.
El nombre de Jesús era bastante corriente en Israel. Otros lo habían tenido y lo tienen todavía. Había sido el de Josué, hijo de Nun, y el del hijo de Josadech, pero esas figuras anunciaban al que vendría a salvar no de la miseria, el cansancio o el exilio, sino del pecado y la muerte eterna. Sabiendo a ciencia cierta que el destino del niño verificaría el nombre que le iba a imponer —pues ese nombre estaba como inscrito en su carne le dijo por primera vez: le llamarás Jesús. Que es como si le hubiera dicho: "Serás el Salvador del mundo. Hacia ti tienden todas las esperanzas de salvación expresadas en las Escrituras".
Y como José era ministro de un Dios que quería que su Hijo viniese a la tierra bajo el signo del dolor, era preciso que la imposición del nombre estuviese acompañada de un comienzo de sufrimiento. Uniendo, pues, el gesto a la palabra, inauguró el misterio de la redención del mundo haciendo verter las primeras gotas de esa Sangre redentora que tendría todos sus efectos en la Pasión dolorosa. Hizo brotar de su fuente el río de salvación y de misericordia que ya nunca dejaría de correr en favor del mundo: el niño que lloraba y pataleaba al recibir su nombre iniciaba su oficio de Salvador.
Cuando terminó la ceremonia, los invitados se fueron y María se puso a curar la herida del niño. ¡Con qué entusiasmo pronunciaría José las dos sílabas del nombre que acababa de imponerle! ¡Cuántas maravillas y promesas descubriría en el nombre de Jesús...! Experimentaría a la letra lo que San Bernardo expresaría más tarde: que ese nombre es música para los oídos, miel para los labios, encanto para el corazón...
Cada vez que pronunciaba el nombre dé Jesús, se acordaba del misterio que encerraba y anunciaba en sus dos sílabas. Como María en la Anunciación, aceptaba todos los posibles sufrimientos que supondría para el niño su misión de Salvador, los cuales probablemente repercutirían en su corazón de padre, como ya lo acababa de experimentar.
martes, 1 de septiembre de 2020
Receta para los tiempos de crisis actuales
Estimados hermanos en Jesucristo Nuestro Señor:
La Divina Providencia nos ha elegido para vivir en estos tiempos difíciles. Debemos preparar nuestras almas para fuertes acontecimientos que se avecinan (persecución religiosa, catástrofes naturales, enfermedades, muerte de seres queridos, falta de Sacramentos verdaderos, falta de sana doctrina... etc.
¿Qué tenemos que hacer? Nada nuevo. Hagamos lo que han hecho todos los santos a lo largo de la historia de la Cristiandad. Seamos hombres y mujeres de oración. ¡A mayores pruebas, mayores gracias! Nuestro Señor Jesucristo nunca abandona a los hijos que le imploran su ayuda.
Recordemos lo que nos dice San Buenaventura: “Si quieres sufrir con paciencia las adversidades y miserias de esta vida, sé hombre de oración. –Si quieres obtener el valor y las fuerzas necesarias para vencer las tentaciones del demonio, sé hombre de oración. –Si quieres mortificar tu propia voluntad con todas sus inclinaciones y apetitos, sé hombre de oración. –Si quieres conocer las astucias de Satán y descubrir sus engaños, sé hombre de oración. –Si quieres vivir alegre y andar con facilidad por las sendas de la penitencia, sé hombre de oración. –Si quieres arrojar de tu alma las moscas importunas de los pensamientos y cuidados vanos, sé hombre de oración. –Si quieres llenar tu alma de la mejor devoción y tenerla siempre ocupada de buenos pensamientos y buenos deseos, sé hombre de oración. –Si quieres afirmarte y fortificarte en los caminos de Dios, sé hombre de oración. –Por último, si quieres arrancar de tu alma todos los vicios y plantar en ella todas las virtudes, sé hombre de oración. En la oración es donde se recibe la unión y la gracia del Espíritu Santo que nos lo enseña todo; digo más, si quieres elevarte a las alturas de la contemplación y gozar los dulces abrazos del Esposo, ejercítate en la oración. Ella es la senda por la cual llega el alma a contemplar y gustar las cosas celestiales.”
San Pedro de Alcántara nos dice: “En la oración, el alma se purifica de sus pecados, se alimenta de la caridad, se afirma en la fe, se fortifica en la esperanza; el espíritu se ensancha, el corazón se purifica, la verdad aparece, la tentación se vence, la tristeza se disipa, los sentidos se renuevan, las fuerzas perdidas se recobran, la tibieza cesa, el orín de los vicios desaparece. De la oración salen como vivas centellas los deseos del cielo. En ella se descubren los secretos y Dios siempre está atento para escucharla…”.
(Tomado del libro Los Caminos de la Oración Mental por Don Vital Lehodey)
LA ENTREVISTA PROHIBIDA AL ARZOBISPO MARCEL LEFEBVRE
No tener en cuenta esa acusación de nuestro Salvador en ese momento crucial para nuestra salvación es verdaderamente TEMERARIO.
Catholic Press: ¿Por qué le da tanta importancia a la Misa latina en lugar de la Misa en vernáculo aprobada por el Concilio Vaticano II?