viernes, 14 de agosto de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 7 Y 8)

 

(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 7

LA PROMETIDA DE JOSÉ

“Y el nombre de la Virgen era María...” (Lc 1, 26)

Mientras José, en su taller, se dedicaba a sus humildes tareas de carpintero, su espíritu permanecía unido al Señor. Sabía que se aproximaba el tiempo en que se manifestaría Dios, y sus labios suplicaban, con palabras del profeta: Cielos, derramad vuestro rocío, y que las nubes destilen al justo; ábrase la tierra y germine el Salvador (Is 45, 8).

Todos los justos, en aquella época, repetían esa oración en Israel con tanto más ardor cuanto que todos los signos anunciaban como inminente la venida del Mesías.

De hecho, en una humilde morada de Nazaret Dios ya había designado a Aquella que había de traerle al mundo. Se llamaba María y era el fruto tardío de Joaquín y de Ana, quienes, según una antigua tradición, la habían obtenido de Dios por sus oraciones, acompañadas de lágrimas y penitencia. El nacimiento de la que todas las generaciones iban a saludar con el título de Bienaventurada" no se había hecho notar. Era, exteriormente, semejante a los demás niños, pero en su interior Dios la había revestido de santidad y de perfección. Había sido adornada, desde su concepción, con los siete dones de¡ Espíritu Santo, ya que había sido librada de la mancha original. La liturgia no duda en poner en boca de Dios, que la contempla desde el cielo, este clamor de admiración: Eres hermosísima, María, y no hay en ti ninguna mancha.

La tradición unánime de los Santos Padres dice que pasó su infancia en el Templo de Jerusalén, a donde ella mismo quiso que la condujeran para ofrecerla al Señor: en virtud de los privilegios con que había sido colmada, había comprendido, tan pronto como tuvo uso de razón, que la única sabiduría de una criatura consiste en entregarse irrevocablemente a su divino Maestro y ponerse en cuerpo y alma a su servicio.

Sin renunciar por eso al amor, antes al contrario, escogiendo el amor eterno y principal, había hecho voto de virginidad. Pertenecía, por supuesto, a la descendencia de David, de la cual había de nacer el Mesías, y deseaba, con más fuerza que cualquier otra mujer en Israel, ver realizadas las promesas de Dios y colaborar en ellas, pero corno no se consideraba digna del favor divino, había ofrecido al Señor su virginidad en holocausto, con objeto de que llegara cuanto antes la hora anunciada de su intervención.

En aquella época, la virginidad, aunque estimada en el pueblo hebreo, era cosa excepcional y generalmente proscrita por la Ley. La espera del Mesías aguijoneaba tanto los espíritus que la renuncia al matrimonio equivalía a negarse a contribuir a la llegada de quien debía restablecer el reino de Israel. Por eso, en su momento, los parientes de María se empeñaron en encontrar un marido para ella. Cuando se lo propusieron, nada objetó, ya que a nadie había revelado el voto que había hecho, convencida de que no la habrían comprendido y menos aprobado. Confiaba exclusivamente en Dios para salir de aquella situación delicada y, en apariencia, contradictoria. Lo único que pedía al Cielo era que pusiese en su camino a un hombre capaz de comprender, estimar y respetar su promesa de virginidad, a fin de contraer con ella una unión cuyo fundamento fuese tan sólo un amor espiritual.

Los Apócrifos imaginaron una serie de leyendas sobre las circunstancias en que se celebraron los esponsales de María, leyendas tenaces que han encontrado un crédito tal a lo largo de los siglos que no hay más remedio que mencionarlas brevemente.

Según esas leyendas, el Sumo Sacerdote habría convocado a todos los jóvenes de la Casa de David que aspiraban a casarse con María, invitándolos a depositar sobre el altar su cayado o bastón, pues el dueño de aquél que floreciera sería el elegido del Señor. Naturalmente, fue el bastón o la vara de José el que floreció...

Entre los defraudados, había un tal Agabo, joven rico y noble que, lleno de rabia y de despecho, huyó al desierto. Es el personaje que se ve en el famoso cuadro de Rafael (Lo Sposaíizio), quebrando su vara en las rodillas.

La realidad debió ser mucho más simple, y cabe imaginarla así: como los padres de María probablemente habían muerto, se hallaba bajo la tutela del sacerdote Zacarías, quien, un día, le diría —pues en aquella época se casaba a las jóvenes sin consultarlas demasiado— que sus gestiones habían tenido éxito; que había encontrado un joven bueno para ella. Se llamaba José, era una excelente persona y, como ella, también descendía de David... No era, desde luego, más que un simple obrero —trabajaba con sus manos para ganarse la vida—, pero no ejercía ninguna profesión indigna, incompatible con la práctica de la religión. Por otra parte, tenía fama de ser recto, piadoso y justo...

Cuando María supo que José era la persona elegida, sus temores se disiparon. Seguramente le conocía, pues era de su misma tribu y tal vez pariente lejano. Apreciaría su fe, la elevación de su alma y amaría a este hombre sencillo, de manos callosas, de mirada limpia y de gestos reposados y graves. Sabría que vivía apartado del mal, a la espera ardiente de la venida del Mesías...

José, por su parte, no habría permanecido insensible al misterioso encanto que emanaba de la persona de María. Habría detenido la mirada en su rostro lleno de pureza y se habría sentido profundamente conmovido, como ante la revelación de algo indeciblemente grande. Pensaría que así debían ser los ángeles cuando se mostraban en sus apariciones...

Sea como fuese, María, en su primer encuentro, tuvo que darle a conocer su resolución de permanecer virgen, para evitar que su matrimonio quedara invalidado, y lo haría posando en él su mirada clara y dulce. Hablaría con la misma sinceridad que usaría más tarde con al Ángel de la Anunciación, ya que, convencida de que sus palabras hallarían una resonancia profunda en el alma de ese hombre justo, no tendría inconveniente en proponerle que la acompañara en su camino virginal. Esperaba de él, su futuro esposo, algo más que un simple asentimiento: la promesa de que respetaría su voto sin que nadie le hiciera cambiar de parecer.

Podríamos admitir también, con gran parte de la Tradición, que José había hecho a su vez un voto de virginidad y que, al contraer matrimonio, no hizo más que seguir una costumbre que tenía casi fuerza de ley.

Otra explicación es más plausible: José, que había vivido hasta entonces una vida casta , al oír de labios de María la belleza y la grandeza de la virginidad, concebiría hacia esta virtud privilegiada un amor y una atracción todavía mayores. Por eso, luego de explicar a María que no podía ofrecerle más que una posición muy modesta, le aseguraría, gozoso, que para ser más digno de ella haría a Dios un voto semejante al suyo. Sería para ella como un hermano, y se lo garantizaría con una promesa.

Cuando terminara el encuentro, sintiendo compenetradas sus almas con una armonía sin disonancias, uno y otro exultarían de gozo. El corazón de María rebosaría de paz y seguridad. El alma de José se dilataría con un inmenso deseo de ternura protectora.  Descendiente de reyes, no poseía palacios, corte, opulencia o celebridad, pero Dios le acababa de dar, con María, un tesoro tal que, a su lado, los de Salomón le parecían miserables. Y en su espíritu, un texto del Libro de la Sabiduría, se le ofrecía como la expresión perfecta de sus sentimientos desbordantes de felicidad: por Ella y con Ella, poseeré todos los bienes...

 

Capitulo 8

 LOS ESPONSALES DE JOSÉ

“Estando desposada María, su madre, con José... ” (Mt 1, 18).

Si hubiera que hacer caso a ciertos apócrifos, habría que creer que José, cuando esposó a María, era ya un anciano. Influido tal vez por ello, San Epifanio le asigna nada menos que ochenta años...

Parece ser que lo que lleva a éste y otros autores a atribuirle una edad tan avanzada es su preocupación por afirmar mejor la virginidad perpetua de María. Argumento detestable y suposición injuriosa también para José, ésta de atribuir su continencia a una supuesta senilidad.

Hay que afirmar, por el contrario, que las costumbres de entonces, como las de ahora, habrían justamente reprobado una unión tan desigual. La boda de un anciano con una adolescente habría sido considerada corno una profanación. Por eso, el sentido común nos dice que José tenía que ser joven, no solo para que la gente pudiera considerarle como padre del divino Niño, sino también para que pudiera ejercer con Él la tarea de protector y de padre nutricio que Dios iba a confiarle. Un israelita solía casarse alrededor de los dieciocho años y nada nos obliga a pensar que José fuese mucho mayor. Algunos documentos de la iconografía antigua (catacumba romana de San Hipólito y sarcófago de San Celso en Milán) le muestran joven e imberbe, y cuando la imaginería moderna nos lo representa casi con los rasgos de un anciano, queremos creer que es para subrayar, más que su edad, la perfección de sus virtudes,, especialmente su prudencia y su madurez.

Ciertos autores se han preguntado si José era o no bien parecido. Apoyándose, por analogía, en el testimonio de la Biblia que nos dice que el José del Antiguo Testamento era agradable y gracioso, responden afirmativamente. No hay ningún inconveniente en admitirlo, aunque el argumento no deja de ser débil. En cualquier caso, podemos estar seguros de que, para María, el encanto varonil de su futuro esposo no era lo más importante.

Entre los judíos, las transacciones que precedían a los esponsales constituían, por parte de los parientes, una especie 'de chalaneo. Discusiones interminables trataban de precisar minuciosamente la aportación recíproca de los prometidos. Si los esponsales de María y de José no escaparon a este tira y afloja, ¡cuánto les harían sufrir!

En ningún documento consta el lugar en el que se desarrollaron las ceremonias. Fuera en Jerusalén o fuera en Nazaret, asistirían todos los parientes. María y José, que nunca quisieron singularizarse, no se sustraerían a ninguno de los ritos obligatorios, tanto más cuanto que el ceremonial de los esponsales databa de la época de los patriarcas. José tendría que revestirse de una larga túnica sobre la cual pendía un pesado manto. En cuanto al traje de novia de María, la Iglesia de Chartres asegura poseerlo. Le fue donado por Carlos el Calvo en el año 877. Provenía del tesoro imperial de Bizancio y es una larga túnica de color beige, sembrada de flores azules, blancas y violeta, bordadas con aguja y entreverada de oro...

María daría a José la mano, no esa mano fina y delicada que pintaron los artistas del Renacimiento, sino una mano de mujer acostumbrada a lavar, a coser y a amasar el pan. José, por su parte, pondría en su dedo el anillo de oro —símbolo de alianza y de posesión—, diciendo: "Por este anillo, quedas unida a mí, ante Dios, según el rito de Moisés". Luego, entregaría a su prometida el acta del contrato, así como el denario de plata que representaba su dote o su viudedad. Jamás una joven novia, al dar su mano a su joven novio, aportó una felicidad semejante a la que estalló en el corazón de José.

Ya se pertenecían mutuamente, de manera irrevocable. Porque entre los hebreos, los esponsales no eran una simple promesa de alianza, como ocurre con nuestra petición de mano. Tenían el mismo valor, en la práctica, que el matrimonio. En el Deuteronomio, lo mismo que en el Evangelio, a la prometida se la llama "mujer" del prometido, porque lo es realmente. Si se demostraba su infidelidad, era condenada a la pena de las adúlteras y debía ser lapidada. Si su prometido moría, se la consideraba como viuda, y no podía ser repudiada más que mediante las formalidades exigidas para la esposa legítima. Sin embargo, la cohabitación solía quedar diferida durante un lapso de tiempo que a veces duraba hasta un año. Era preciso —decían los rabinos— dejar a la prometida tiempo suficiente para preparar su equipo y al prometido para cumplir las cláusulas del contrato.

Los esposados, no obstante, mantenían constantes relaciones y sus derechos recíprocos eran idénticos a los de los casados. La esposada podía concebir de su futuro marido sin incurrir en falta. Por eso, las interminables controversias relativas a la situación de María después de concebir al Verbo encarnado —unos afirmando que estaba sólo prometida y otros casada— quedan reducidas a simples e inútiles juegos de palabras.

Así pues, luego de sus esponsales, José y María se separaron y se fueron cada uno a su casa, en espera de la ceremonia oficial de la boda, pero desde ese momento, puesto que se habían hecho ante Dios promesas definitivas, eran ya marido y mujer para siempre.

Seguramente, una cláusula secreta eliminaría uno de los fines esenciales de la unión conyugal. Por el voto de virginidad renunciaban al ejercicio del débito recíproco. Su compromiso no dejaba de ser por eso una verdadera unión, valedera ante Dios y ante los hombres, pues lo que hace al matrimonio perfecto, según Santo Tomás, es «una unión indisoluble de las almas en virtud de la cual los esposos se prometen una fidelidad inviolable».

Uno y otro, pues, ofrecerían a Dios su virginidad como un don que sabían le sería agradable, aunque no podían sospechar las consecuencias. ¿Cómo iban a prever que renunciando a engendrar según la naturaleza se estaban preparando para recibir el más sublime de los dones? No podían saber que su unión virginal era obra de Dios, algo preparado y ordenado por El con vistas a la venida al mundo del Mesías.

La virginidad de María era necesaria para operar la Encarnación del Verbo:  «Así como Dios produce a su Hijo en la eternidad por una generación virginal —dice Bossuet—, así también nacerá en el tiempo, engendrado por una madre-virgen».

La virginidad de José no era menos importante, ya que debía salvaguardar la de María.

He aquí, pues, dos almas vírgenes que se prometían fidelidad, una fidelidad que consistía sobre todo en proteger su mutua virginidad. Obran al contrario, según todas las apariencias, de lo que era preciso hacer para contribuir personalmente a acelerar la hora del advenimiento del Mesías. Han renunciado al honor de ver un día una cuna en su hogar, pero precisamente a causa del valor y del mérito de su renuncia, van a merecer que Dios en persona venga a poner un niño en medio de esta pareja virginal. Y ese niño será Su propio Hijo. Sin saberlo, acaban de firmar un contrato y de pronunciar una promesa que les capacita para recibir la misión excepcionalmente grandiosa que Dios les va a encomendar.

El cuadro 'Los desposorios de la Virgen', de Rafael, recupera su ...